25 November 2024
 

RETIROS ESPIRITUALES DEL CLERO DE LA ARQUIDIOCESIS DE IBAGUE

TERCER DIA

JUEVES 20 DE ENERO DE 2011

TEMA: CONVERSION PERSONAL Y CONVERSION PASTORAL

Monseñor, Gustavo Vásquez Montoya.   Vicario de Pastoral, Arquidiócesis de Ibagué

 

Objetivo del día: Reconocer de nuevo el llamado a la conversión que Jesucristo hace a cada uno de nosotros los sacerdotes que pastoralmente ejercemos el ministerio en la Arquidiócesis de Ibagué

 

El llamado al sacerdocio es iniciativa de Dios, la ordenación gracia de Dios, los carismas gracia de Dios, es decir, todo lo recibimos de Dios, nada es por mérito nuestro. La primera virtud que marca las reflexiones de este día es   la de la humildad: “el que se humilla será ensalzado”, tengamos muy vivo durante este día aquella escena del publicano en el templo.

Jesucristo proclama la llegada del Reino como un don salvífico y llama a los pecadores a la conversión, revelando a Dios como Padre misericordioso. Desde entonces este Reino, salvación y reconciliación de Dios, todo hombre puede recibirlo como gracia y misericordia; pero a la vez cada uno debe conquistarlo con esfuerzo y lucha personal y, ante todo, mediante un total cambio interior, una conversión radical de toda la persona, una transformación profunda de la mente y del corazón.  Este es un tema del cual frecuentemente predicamos a nuestros fieles. La predicación es ahora para nosotros, para que aprovechemos este retiro y una vez más nos demos la “ocasión de crecer espiritual y pastoralmente, para volver a las raíces de nuestra identidad sacerdotal y encontremos en la vuelta al Señor nuevas motivaciones para la fidelidad y la acción pastoral”. P.D.V. 80

Me permito hacer aquí dos precisiones sumamente importantes para encuadrar la temática que me permito exponerles:

-          la conversión no es fruto únicamente del esfuerzo humano, es importante reconocer el protagonismo del Espíritu Santo, sin él no es posible la conversión, el Espíritu Santo es el gran regalo del Padre y del Hijo en orden al enriquecimiento de la gracia de Dios en nosotros.

-          El significado de conversión: Volverse a Dios. En griego metanoeite = imperativo presente activo, segunda persona plural del verbo metanoeo. Este verbo significa originalmente “cambiar la propia mente” o “cambiar la manera de pensar”, no simplemente “arrepentirse”, como se ha traducido tradicionalmente. Lo anterior quiere decir cambio, transformación profunda del corazón y de la mente. En otras palabras, se trata de transformar, por la presencia de Dios en mi vida y por la fuerza del evangelio mis criterios de juicio, mis valores determinantes, mis puntos de interés, mis líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y modelos de vida que me rigen. Es, pues, cambiar primero mi interior para poder realizar luego mi cambio exterior: de vida, de actitudes y obras.

 

Les propongo el siguiente camino para fundamentar adecuadamente nuestro proceso personal de conversión:

1.- Situemos nuestra experiencia presbiteral de Dios dentro del contexto de la experiencia cristiana de Dios. No olvidemos que el sacerdote ha sido llamado, como también los demás bautizados, a conformarse con Cristo. Esto implica que toda experiencia cristiana de Dios, incluida la del presbítero, tenga un mismo fundamento: el bautismo, mediante el cual se incorpora al creyente al misterio de la muerte y Resurrección de Cristo y a la Iglesia, a la vez que recibe la llamada a la Santidad y el envío para ser testigo del Señor con la ayuda del Espíritu Santo.

La novedad del bautismo en la Iglesia radica en su relación a Cristo, ya que a él queda orientada la totalidad de la vida del bautizado, así pues, bautizarse es asumir el ser y el existir de Cristo como referencia propia para todas las dimensiones de nuestra existir. Así lo atestigua San Pablo: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi”?  Gal 2, 20 por lo tanto, si la fe de todos los bautizados implica una experiencia de Dios vivida desde la centralidad de Cristo, entonces también esa experiencia debe formar parte fundamental de la vida y ministerio del presbítero.

La conversión cristiana encuentra la raíz de su originalidad en el misterio pascual de la muerte y la resurrección de Jesucristo, del que es siempre fruto y reflejo. En el bautismo la conversión es radical, penetra hasta el mismo ser del hombre que renace en Cristo y en El se convierte en una criatura nueva. En el bautismo pasamos de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la mundanidad a la vida eterna; y así, toda nuestra vida interior y exterior queda orientada en la dirección de la conversión bautismal.

Qué añade la ordenación sacerdotal a nuestra condición de bautizados?: en relación a esta pregunta el Concilio Vaticano II afirma: “El sacerdocio de los presbíteros supone, desde luego, los sacramentos de la iniciación cristiana; sin embargo, se confiere por aquel especial sacramento con el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan sellados con un carácter particular, y así se configuran con Cristo Sacerdote, de suerte que puedan obrar como en persona de Cristo Cabeza. Por tanto, el carácter sacerdotal puede ser interpretado como relacionalidad  existencial con Cristo y con la Iglesia. P.O No.------

 

Ahora bien, ¿cuáles son los rasgos propios y definitorios de la experiencia de Dios en el presbítero  que la distinguen de las experiencias de los fieles?

 

La experiencia de Dios es un haber vivido por medio de una relación vital con lo “otro”. En el caso de la experiencia cristiana de Dios eso otro deja de ser impersonal y se convierte en el totalmente otro, en el Dios y Padre de Jesucristo. Esta afirmación hace referencia entonces a la temporalidad, a la historia personal de quien va consolidando ese haber vivido su relación con Dios. Por tanto, en la experiencia de Dios que el presbítero tiene necesariamente hay que incluir  por supuesto el aspecto vocacional, ese llamado al ministerio ordenado, lo cual no sólo hace referencia a un pasado, sino también al presente y al futuro. Así considerado nuestra experiencia de Dios es también una constante experiencia de envío.

 

Esta relación profunda con el Señor nos va configurando con Cristo Cabeza y Pastor y la vamos experimentando en nuestra vida en dos perspectivas: por un lado somos ya configurados sacramentalmente con Cristo en tanto que hemos sido ordenados, lo cual nos concede una nueva identidad en la Iglesia; pero a la vez experimentamos la necesidad de que esa configuración sacramental sea existencial, de manera que nuestra vida refleje realmente la de Cristo. La experiencia de Dios del presbítero se presenta, de esta manera, como una llamada a ser existencialmente lo que ya es por el sacramento del Orden.: TRANSPARENCIA DE CRISTO. Y es precisamente este aspecto lo que carga de significado el hecho de que el presbítero adopte un estilo de vida marcado por los Consejos evangélicos. Por tanto, la experiencia de Dios del sacerdote es experiencia de Cristo Pastor.

 

   Esta relación con Cristo propia y específica del sacerdote, ha de definir su relación con la Iglesia. Esto es así porque la experiencia de Dios que el sacerdote tiene hay que situarla dentro del ámbito de la comunidad eclesial, en el cual ha ido viviendo y madurando progresivamente esa experiencia junto con otros creyentes. Pero no sólo por eso, sino que además el presbítero, por medio de la ordenación, ha sido puesto por la misma Iglesia a la cabeza de una comunidad concreta, a la que sirve en nombre de la Iglesia. Por tanto, el sacerdote sólo podrá tener experiencia de Dios en y desde el ejercicio de su ministerio. Esto implica que el ámbito de encuentro del ministro ordenado entre Dios y el presbítero sea necesariamente la realidad pastoral.

 

La experiencia de Dios en el presbítero diocesano, tiene además un componente secular, es decir está marcada por su integración con el mundo. Puesto que el presbítero actúa in persona Christi a la vez que in nomine Ecclessiae su “estar” en el mundo debe ser distinto al de otro bautizado no ordenado. Así, el sacerdote se sitúa ante el mundo como alguien que, formando parte de él, se pone a su servicio remitiendo a Cristo y representando a la Iglesia. De esta manera se posibilita que la experiencia de Dios del presbítero esté encarnada en la realidad del mundo en la que vive y que su persona se convierta en un signo más de otra realidad que trasciende lo mundano.

 

En resumen, la experiencia de Dios en el presbítero diocesano secular está intrínsecamente relacionada con la caridad pastoral, de manera que ambas se condicionan mutuamente. Así por un lado la caridad pastoral crea una experiencia de Dios propia y específica del presbítero, pero ésta, a su vez, es una exigencia fundamental de la caridad pastoral, sin la cual no podría existir.

 

2.- La vocación a la santidad: El sacerdote ha de ser un santo:

 

Los tiempos litúrgicos de adviento y cuaresma se caracterizan por la predicación que exhorta a la conversión de los fieles; estos tiempos y las jornadas de espiritualidad sacerdotales deben  poner en acción el dinamismo de la conversión para nosotros los sacerdotes. Hablar de conversión sin intentar convertirnos nos podría llevar al fariseísmo.

San Juan de Avila, en una de sus pláticas dirigidas a los sacerdotes de Córdoba- España, les hacía esta consideración: “mirémonos, padres, y vernos hemos semejantes a la Sagrada Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre… ¿por qué los sacerdotes no son santos, pues es el lugar donde viene Dios?... Relicarios somos de Dios, casa de Dios y, a modo de decir, criadores de Dios; a los cuales …conviene gran santidad”.

 

Gran santidad ha de alcanzar el sacerdote. Está llamado a una santidad de altar, aunque nunca lo canonicen. El sacerdote es homo Dei ( 1 Tim 6, 11), y no viviría como hombre de Dios, si no intentara de verdad ser santo del todo. El sacerdote, decía San Clemente Romano, es “como otro Dios en la tierra”, y santo ha de ser, como Dios es santo.

 

Durante el año sacerdotal un referente obligado fue el Santo Cura de Ars, de quien decía el literato francés Lamartine, después de haber participado en una celebración eucarística presidida por San Juan María Vianney: “he visto a  Dios en un hombre”. Sólo si el sacerdote procura ser santo verán a  Dios en él.

A este respecto escribe Su  Santidad Benedicto XVI en su carta a los seminaristas el pasado 18 de octubre: “Quien quiera ser sacerdote debe ser sobre todo un hombre de Dios. Para nosotros, Dios es no es una hipótesis lejana, no es un desconocido que se ha retirado después del big bang. Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Cristo vemos el rostro de Dios.”

 

Pero el sacerdote alcanzará la santidad de vida, viviendo en plenitud su sacerdocio, del que Santo Tomás de Aquino enseñó: “la esencia del sacerdocio consiste en un ardiente deseo de promover la gloria de Dios y la salvación del prójimo”. Dos son, por lo tanto, los fines esenciales del sacerdocio: promover, en todo momento, la gloria del Dios uno y Verdadero, e intentar, a toda hora, la salvación de sus hermanos. En la medida que vaya esforzándose y ponga amor por conseguir estos fines, irá creciendo en santidad personal.

 

Por mucho que se mueva el sacerdote, por muy programado que esté, por muchas reuniones que tenga, sino tiene como objetivo principal la gloria de Dios y la  salvación de los hermanos, no ejerce su ministerio, según el querer de Dios y, quizá, se le puedan aplicar aquellas duras palabras que el profeta Malaquías dirigía a los sacerdotes de su época: “Para ustedes, sacerdotes, este decreto: Si ustedes no escuchan y deciden de corazón dar gloria a mi nombre, dice el Señor de los ejércitos, yo mandaré sobre ustedes la maldición, y haré maldición de su bendición… y les echaré al rostro la inmundicia, la basura, de sus solemnidades”. Mal 2, 1-3

 

3.- Caridad Pastoral:

La caridad del Buen Pastor es el punto de referencia de toda la espiritualidad sacerdotal (LG 41). Es caridad que mira a los intereses o gloria de Dios (línea vertical o ascendente) y a los problemas de los hombres (línea horizontal). El equilibrio de estas dos líneas se encuentra en la misión y en la actitud de dar la vida. Para el sacerdote esta caridad es un don de Dios.

 

Esta Caridad es un don gratuito y, al mismo tiempo, deber y llamada, y supone la donación total de sí mismo a la Iglesia. Esta caridad pastoral que tiene su fuente específica en el sacramento del orden, encuentra su expresión plena y alimento en la Eucaristía. P.D.V.23

Esta Caridad pastoral constituye el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del sacerdote. Bajo la guía del Espíritu Santo tiene que tomar conciencia cada vez mayor de ser ministro de Jesucristo (P.D.V 24-25).

La caridad pastoral se concreta en la puesta en práctica de las siguientes líneas:

-línea esponsal de compartir la vida con Cristo, como decía San Pablo: “Aún más, a nada le concedo valor si lo comparo con el  bien supremo de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por causa de Cristo lo he perdido todo, y todo lo considero basura a cambio de ganarlo a El y encontrarme unido a él” ( Fil 3, 8-9).

- Línea pascual: para pasar con Cristo a la hora del Padre o a sus designios de salvación a través del ofrecimiento de sí mismo, tomando la cruz cada día y siguiéndolo.

- línea totalizante de generosidad evangélica: seguimiento radical

- línea de misión universal: disponibilidad misionera.

- línea de audacia y perseverancia, de cruz y martirio.

Ejercer los ministerios en el Espíritu de Cristo (PO 13) equivale a vivirlos en sintonía con la caridad del Buen Pastor.

 

-En el ministerio de la Palabra: predicando el mensaje tal como es, decir la verdad sin maquillarla, dando el mensaje entero a todos los hombres, al hombre en su situación concreta, sin buscarse a sí mismo.

-En la celebración Eucarística: vivir la realidad de ser signo de Cristo en cuanto sacerdote y víctima por la redención de todos. En la Eucaristía el centro es Cristo.

- En el ministerio de los  signos sacramentales: celebrarlos en sintonía con la presencia activa y salvífica de Cristo.

- en toda la acción apostólica: haciendo realidad en la propia vida la sed y el celo pastoral de Cristo.  

 

El sacerdote debe vivir el radicalismo evangélico mediante la “obediencia apostólica” en cuanto que reconoce, ama y sirve a la Iglesia en su estructura jerárquica. Esta obediencia presenta, además, una exigencia comunitaria, insertada en el presbiterio y en la comunidad a la que sirve. También debe vivir la radicalidad evangélica mediante la virginidad y castidad que configura al presbítero con Cristo Esposo y es signo escatológico y de total entrega a Jesucristo y a los demás. Debe vivir también la pobreza como sumisión de todos los bienes al bien supremo de Dios y de su reino. (P-D.V 27- 30).

Los frutos sacerdotales del ministerio, desde la santificación personal, deben traducirse en fervor en la oración, coherencia de vida y verdadera caridad pastoral.

 

 

4.- El Sacerdote también es pecador, también está necesitado de la conversión.

Nosotros los sacerdotes estamos llamados a la santidad, pero somos pecadores igual que todos los bautizados. Como el salmista, también nosotros hemos de decir: “en pecado me concibió mi madre”. O como el apóstol Pedro: “soy un hombre pecador”. Nosotros los sacerdotes somos sujetos de la tentación lo mismo que todos los demás. Sentimos la tentación del dinero y del poder, del egoísmo y de la soberbia, de la sensualidad y de la comodidad. Interiormente percibimos actitudes pecaminosas, que nos conducen a pecados concretos. El sacerdote es también pecador, y ha de reconocerlos con humildad y sinceridad. Y porque es pecador, el sacerdote está necesitado de conversión igual que los demás.

 

“conviene empezar por purificarse antes de purificar”, decía San Gregorio Nacianceno. La conversión sacerdotal no es, por lo tanto, sólo levantarse de todo aquello que aparta de Dios. Es comenzar a caminar, reencontrar la fuerza del amor, que no puede dejar de ser dinámico y progresivo. A nosotros se nos exige una conversión radical, un modo nuevo de vivir la entrega, una metanoia, en su sentido más genuino y original.

El año pasado, en la clausura del AÑO SACERDOTAL, el Cardenal Joaquín Meisner efectuó una meditación que tituló “conversión y misión”, destaco aquí algunos elementos de esa meditación: “ no es suficiente que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡no basta! Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas.”

 

“El mayor obstáculo para permitir que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesonario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión.” “Cuando el sacerdote se aleja del confesonario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote.”

 

“A menudo no amamos este perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra tanto como Dios como cuando perdona”. ..¿Cómo es posible que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el Cielo,  suscite tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad que preferimos?: ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la manifestación del amor de Dios?.”

 

“…existe un ser, de hecho, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el que estamos constantemente insatisfechos. Y somos nosotros mismos. Estamos hartos de nuestra mediocridad y cansados de nuestra misma monotonía. Vivimos en un estado de ánimo frío e incluso con una increíble indiferencia hacia ese prójimo más próximo que Dios nos ha confiado para que le hagamos tocar el perdón divino. Y este prójimo más próximo somos nosotros mismos…entonces debemos pedirle a Dios que nos enseñe que debemos perdonarnos: la rabia de nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidamos que la bondad, la ternura, la paciencia y la confianza indecible con la  que El nos perdona, nos conquiste  hasta el punto  de que nos liberemos del cansancio de nosotros mismos, que nos acompaña a todas partes y que incluso nos causa vergüenza.”

 

La conversión que Dios nos pide a los  sacerdotes, además de pasar por el sacramento de la penitencia, ha de estar vertebrada por dos grandes ejes: la oración y la penitencia. Sin oración o sin penitencia, la conversión personal es muy difícil que se de, por no decir que imposible.

 

En el itinerario de conversión el sacerdote ha de defender y cuidar sus ratos largos para hacer silencio orante. Hay mucho ruido en su interior y a su alrededor. Mucho ruido externo físico, mucho ruido promovido por la vida moderna, por los problemas sociales que le tocan vivir. Y, en el interior de la persona, el ruido no suele ser menor. Porque se tiene miedo a la soledad, se tiene miedo al silencio y se opta por el ruido. Existe un ruido interior provocado por las pasiones que, con frecuencia, se despiertan y polarizan  nuestra atención. Pero se oyen otras voces que son igualmente ruidosas. Las mismas actividades pastorales son voces que gritan y reclaman sus derechos, provocando en el sacerdote nerviosismo, estrés, agobio, desbordamiento. Se requiere, se necesita, el silencio orante, largos ratos de oración en silencio que acalle esas voces ruidosas, y se pueda oír la voz de la conciencia, la voz de la Palabra y la voz de la Iglesia, por medio de las cuales se revela Dios y habla indicando el camino verdadero hacia la santidad.

En el diario examen de conciencia en el que nos preguntamos si hemos sido lo que debemos ser, tendremos que elevar nuestra mirada a Cristo Sacerdote, Cabeza y Esposo de la Iglesia. En Cristo hallamos la fuente de la identidad sacerdotal. Nuestra conversión no puede ser otra cosa que una mayor configuración con Cristo Cabeza; una mayor y profunda identificación con El.

 

De Jesús se dice que enseñaba con autoridad ya que, a diferencia de los fariseos, su vida y sus acciones encarnaban sus palabras. En el Sermón de la montaña, por ejemplo, cada una de las bienaventuranzas encuentra en la vida de Cristo su más profunda expresión. Como sacerdotes estamos llamados a enseñar fielmente al Pueblo de Dios las enseñanzas de Cristo, tal como éstas han sido dejadas en el depósito de la fe, y explicadas por el Magisterio. Esto se hace, no sólo con nuestras palabras sino sobretodo con nuestras obras.

 

Cristo santifica como  un esposo. San Pablo nos ha dejado esa profunda visión de Cristo – esposo derramando su sangre para santificar a su esposa la Iglesia, y así presentarla sin mancha ni arruga ante Dios Padre. Cristo el Sacerdote ha santificado a su esposa con su preciosísima sangre. Como sacerdotes estamos llamados a celebrar los sacramentos, pero también ha ofrecer sacrificios físicos y espirituales por el Pueblo de Dios. El Santo cura de Ars nos ha dado un especial testimonio de cómo llevar a cabo dicha tarea. Convirtámonos para así configurar más profundamente nuestra vida con Cristo, esposo de la Iglesia, especialmente en los sacramentos. Que toda nuestra vida imite cada vez más profundamente el misterio pascual que en ellos se celebra.

 

Cristo gobierna y es el primero, pero lo hace, no desde la voluntad de poder y desde el orgullo que subyuga al otro, sino desde el servicio y la humildad del que busca el último lugar. Conquistemos el corazón de nuestros fieles con amor y servicio.  No nos dejemos vencer por el autoritarismo y la prepotencia, controlemos nuestras emociones y reacciones y no maltratemos a los fieles.

 

5.- Testimonios sacerdotales

 

Ahora bien, dejando de lado las argumentaciones pasemos a la vida de sacerdotes convertidos que pueden  que pueden ser para nosotros modelos a imitar:

 

a)       San Agustín: Hablar de conversión y, más en San Agustín, es hablar de un largo y difícil proceso y un cambio de orientación en la vida. Durante muchos años Agustín se sintió un ser fragmentado, roto. Buscaba la felicidad, buscaba a Dios. Pero dice él: “lo buscaba mal”. Según se iban sucediendo los años iba cambiando el objeto de su felicidad, pero cada vez se sentía más vacio e inestable. “desdichado todo ser humano prisionero de su afición a las realidades perecederas, cuando las pierde, queda destrozado” (IV,6,11)

Los primeros grupos de amigos, los juegos, el teatro, el amor, el orgullo, el llegar a metas soñadas por él, ídolos con pies de barro que se rompían a su paso. Y así “me veía despeñado, derramado, diluido” (III, 4,7); me alejé de ti y anduve errante y me convertí en una paraje miserable” (II, 10,18).

Desde que Agustín siente que comenzó a levantarse para iniciar el retorno a Dios, con la lectura del Hortencio de Cicerón, (III, 4,7) pasa por muchas encrucijadas.

El peso de la costumbre, de lo que había vivido anteriormente retenían su voluntad, “de  este modo mis dos voluntades, una vieja y otra nueva, una carnal y otra espiritual, peleaban entre sí. Este antagonismo destrozaba mi alma” ( VIII, 5, 10). ¿no puede también, con nosotros, la costumbre?

Es la aceptación de Jesús como Hijo de Dios lo que le ayudará a dar el paso definitivo hacia la conversión ”rompiste mis cadenas “. Porque hacerse cristiano, convertirse, no es solo volver a Dios sino creer en Jesucristo. Agustín hasta que no cree en El, hasta que no lo acepta en su vida  no se considera cristiano, ni convertido. Agustín y todo aquel que quiera iniciar seriamente un proceso de conversión hacia Dios tendrá que dar los siguientes pasos:

Pasar de la fragmentación a la unidad: “también espero que me recompongas de la fragmentación en que estuve escindido al apartarme de ti, que eres la unidad” (II, 1,1).

Pasar del extravío al reencuentro: “pero ¿dónde estaba yo cuando te buscaba? Cierto que tu estabas delante de mí, pero como yo había huido de mis mismo, no me encontraba. ¿Cómo iba a encontrarte a Ti? (V, 2,2)

Pasar de la inestabilidad  a la seguridad: “lo que ahora andaba buscando no era una mayor certeza de ti, sino una mayor estabilidad en ti (VIII, 1,1)

Pasar de la esclavitud a la libertad: “Rompiste mis cadenas, te ofreceré un sacrificio de alabanza” ( VIII, 1,1).

Pasar de la vacilación a la decisión: “Me convertiste a ti de tal modo, que ya no me preocupaba de buscar esposa ni me retenía esperanza alguna de este mundo” ( VIII, 12, 30)

Pasar de lo que es costumbre a la novedad: “Mi alma sentía un verdadero pánico de verse apartada de la costumbre que la consumía hasta matarla” (VIII, 7, 18).

  Me permito comentar aquí, también,  una intervención de Benedicto XVI en la audiencia general del 27 de febrero de 2008: “hoy quisiera volver a recordar a San Agustín, su experiencia interior, que hizo de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. Al leer su libro de las Confesiones nos damos cuenta que la conversión de Agustín no fue repentina ni tuvo lugar plenamente desde el inicio, sino que puede ser definida más bien como un auténtico camino, que sigue siendo modelo para cada uno de nosotros. Este itinerario culminó ciertamente con la conversión y después con el bautismo, pero no se concluyó  con aquella vigilia pascual del año 387 cuando fue bautizado por San Ambrosio. El camino de Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida.

Tres etapas se pueden distinguir en este proceso: La primera conversión: ver documento.

b)       San Carlos Borromeo: (extractos de una carta del San Padre al Cardenal tettamanzi , arzobispo de Milán, con motivo del cuarto centenario de la canonización de este gran pastor, acaecida el 1 de noviembre de 1610.: “muchos eran los desórdenes por sancionar, muchos los errores a corregir, muchas las estructuras por renovar; y sin embargo San Carlos hizo todo lo posible por una profunda reforma de la Iglesia, empezando por su propia vida.

En tiempos oscurecidos por numerosas pruebas para la Comunidad cristiana, con divisiones y confusiones doctrinales, con el empañamiento de la pureza de la fe y de las costumbres y con el mal ejemplo de varios ministros sagrados, Carlos Borromeo no se limitó a deplorar o a condenar, ni simplemente a auspiciar el cambio, en los demás, sino que empezó a reformar su propia vida, que, una vez abandonadas las riquezas y las comodidades, se llenó de oración, de penitencia y de dedicación amorosa a su pueblo. San Carlos vivió de manera heroica las virtudes evangélicas de la pobreza, la humildad y la caridad, en un continuo camino de purificación ascética y de perfección cristiana.

El era consciente de que una reforma seria y creíble debía empezar precisamente por los Pastores, para que tuviera efectos benéficos y duraderos en todo el Pueblo de Dios. Por eso recurrió a las fuentes tradicionales y siempre vivas de la santidad de la Iglesia Católica: la centralidad de la Eucaristía, la espiritualidad de la cruz, la frecuencia asidua de los sacramentos, la Palabra de Dios, el amor y devoción al Sumo Pontífice.

En todas las épocas la exigencia primera y más urgente en la Iglesia es que cada uno de sus miembros se convierta a Dios.  El ejemplo de este santo debe impulsarnos a empezar siempre un serio compromiso de conversión personal y comunitaria.

El testimonio de  de San Carlos Borromeo fue sobre todo la caridad del Buen Pastor, que está dispuesto a dar totalmente su vida por el rebaño confiado a su cuidado, anteponiendo las   exigencias y los deberes del ministerio a cualquier forma de interés personal, comodidad o ventaja.

San Carlos fue reconocido como verdadero padre amoroso de los pobres. La caridad le empujó a despojarse de su casa misma y a dar sus mismos bienes para proveer a los indigentes, para sostener a los hambrientos, para vestir y confortar a los enfermos.

 

c)       Relato de la conversión de un sacerdote: ( este testimonio fue proclamado en una celebración eucarística el lunes 12 de febrero de 1979 en un encuentro de la R.C.C  en el Perú.

“Queridos hermanos: ¡Qué hermosa alegría es para mi estar con ustedes¡ porque en otras circunstancias, si el Señor no me hubiera alcanzado con su misericordia a través de esta Renovación, yo hubiera sido ahora mismo, alguien totalmente anónimo en la masa de los no creyentes. Por eso hermanos, yo puedo dar mi testimonio de conversión, ¡si¡ ¡es cierto que el Señor cambia vidas¡. Yo, como sacerdote fui cambiado por El, necesité de una segunda conversión, o mejor dicho, de esa primera conversión, porque nunca antes la había tenido.

Yo tenía unos veinte años cuando estudiaba ingeniería. No se como el Señor me llamó y me  tocó con la vocación sacerdotal y me decidí por el sacerdocio. Encontré una congregación religiosa que comenzaba sus actividades en el Perú, la cual me aceptó. Me enviaron a estudiar a Alemania donde tuve la oportunidad de conocer a los mejores profesores de teología. Estudié con ellos, y narro esto para que se den cuenta que la sabiduría y el estudio no basta para ser un verdadero sacerdote.

Regresé a Perú , lleno de conocimientos y formación profunda, pero no se por qué mis superiores decidieron enviarme a trabajar en las montañas, en la sierra de mi patria. Allí estuve abandonado y solo, en medio de la gente más pobre y humilde.

Poco a poco fui perdiendo mi identidad  sacerdotal, y así me fui transformando en un simple administrador de sacramentos, en un empleado de oficina parroquial, que siempre ponía la condición de la paga económica para la realización de cualquier acto de culto.

No me daba cuenta como me estaba hundiendo cada vez más y más. Me llegó a “gustar” el dinero, era tan fácil aprovecharse del ministerio sacerdotal para conseguirlo. Al adentrarme más en el dinero iba siendo menos capaz de servir al Señor.

Luego de algunos años me sacaron de la sierra y me trasladaron a la costa, a la diócesis de Trujillo. Para entonces ya había perdido también el sentido comunitario de mi Congregación, el sentido sacerdotal, desde hacía más tiempo. Ya no sabía qué era ser sacerdote ni para que continuar siéndolo. En esa situación llegué a Trujillo.

Allí me llegó un gran entusiasmo por llegar a ser alguien de importancia. Porqué no podría llegar a ser obispo? Tenía estudios y capacidades. Por que no? Con esa meta comencé a escalar peldaños. Qué terrible es el poder¡ para subir hay que aplastar a otros hombres y despreciarlos como inferiores. Eso me pasó cuando quise apropiarme del poder y subir más y más. Por experiencia propia les confieso lo horrible que es tener poder y no tener fe, lo terrible que es tener dinero y no tener moralidad. ¿se pueden imaginar todo el mal que se puede hacer con dinero y con poder? Pues todo lo que se imaginan lo hice yo.

Al poco tiempo ya tenía un puesto clave en la diócesis. Era el rector del Seminario de San Carlos y formaba parte de los Consejos de la Curia.

 Un día, según mi costumbre,  estaba comiendo solo, ya que como rector, con todos mis títulos, no me permitía comer con los profesores ni menos con los estudiantes, ya que me sentía acreedor a todo el respeto del mundo. Ese día llegó un sacerdote que venía de muy lejos y quería hablar conmigo. Yo simplemente ordené que le dieran de comer y hasta el día siguiente hablaríamos.

Al día siguiente me encontró y me dijo: “monseñor, necesito hablar con el señor Obispo. Ya era ley que para hablar con el Obispo, antes tenían que pasar a través de mí.

Escribe tu petición, y ya veremos si es conveniente que tú hables con él, le contesté fríamente.

Pasaron dos días y el sacerdote me seguía insistiendo en su petición, mientras que yo por mi parte lo seguía ignorando. Por fin al tercer día me dijo: Monseñor, usted ya no es cristiano.

¿se pueden imaginar el impacto de esa frase? Yo, el rector, yo, monseñor, con mis títulos y estudios, ¿ya no era cristiano?.

Poco después presenté mi renuncia de  Rector y me reincorporé a mi comunidad religiosa. Cada día me sentía de mal en peor y al poco tiempo pedí no sólo mi exclaustración sino incluso mi reducción al estado laical. Mientras esperaba la resolución de los largos trámites permanecí en una casa de la comunidad, pero ya sin realizar ningún ministerio concreto.

 

Un día llegó un sacerdote de un pueblo que me invitó a predicar una misión en su parroquia. Entonces renació en mi el hombre organizador, el activista que tiene que hacer y estar metido en todo. Así, preparé todo el equipo que me acompañaría, los métodos y las charlas.

 

Pero la Providencia tenía las cosas preparadas de otra manera. Ninguna de las personas que yo había invitado que me acompañara pudo ir conmigo. Sin embargo, como yo estaba dispuesto, me fui solo. Antes de salir le dejé una carta a si superior para que por favor se dieran prisa en todos los trámites de mi reducción al estado laical.

Llegué al pueblo donde se debía celebrar la misión. Comencé los preparativos inmediatos y mientras hablaba con el párroco se apareció un muchacho de 18 años preguntando por Rómulo; ¿Rómulo? Era la primera vez en muchos años que yo escuchaba mi nombre solo, sin los títulos.

Después que me identifiqué, el muchacho se sentó frente a mí. Sin conocerme me habló de tú y me dijo con decisión sorprendente: “fíjate, Rómulo, la mecánica de las misiones es muy sencilla: Tú predicas y yo oro.

Yo me reí, pero no le eché a la calle porque al fin era el único compañero que en algo me podía ayudar. Se llamaba Carlos.

Yo seguí preparando todas las charlas necesarias mientras que Carlos reunió un pequeño grupo y comenzó a orar. Esto me enojaba y me desesperaba.  Había tanto trabajo y estas personas simplemente oraban y oraban….

Llegó el día de comenzar. Estaba yo en mi cuarto revisando y puliendo mis elocuentes discursos, llenos de sabiduría de este mundo, con técnicas de convencimiento, lógica y estilística. En eso alguien llamó a mi puerta. Era Carlos, sin introducciones ni preámbulos simplemente me dijo: “Rómulo, tú tienes que convertirte.”

Le contesté, ¿qué te pasa? Yo sacerdote, ¿convertirme?

Sí Rómulo, tienes que convertirte. Tienes que conocer de manera personal al Señor Jesús.

Cómo?  respondí con violencia? ¿acaso no le conozco?

No, Rómulo, tú no lo conoces.

En esos momentos comenzó una lucha tremenda en mi interior: “Señor, si yo no te conozco, entonces, ¿qué ha sido mi vida?

Yo continué poniendo objeciones a Carlos pero todas eran respondidas con una sencillez admirable por ese jovencito. Luego me dijo:

“Rómulo, Dios es tu Padre y te ama”.

“Estás loco, le contesté furioso. ¿Cómo no voy a saber que Dios es mi Padre y me ama?

“sí, Rómulo, tú sabes que Dios es tu Padre, pero, ¿lo has experimentado alguna vez?

Ciertamente yo no había experimentado que Dios era mi Padre y que me amaba de manera personal. Me senté en la silla escondiendo mi cabeza entre las manos y los codos bien clavados en mis piernas.

Carlos, comenzó a orar por mí y en ese momento sentí una efusión del Espíritu de Dios en mí  y comencé a llorar. Mientras lloraba, el Señor me hizo ver mi triste vida de pecado, pero allí estaba Jesús perdonándome.

Entonces  Carlos tomó los apuntes de las charlas y me dijo que no las necesitaba: “Tu no necesitas de la sabiduría de los hombres. Va a ir a contar cómo el Señor te ha convertido..”

Cuando me tocó salir a predicar, tomé una Biblia. Ya hacía mucho tiempo que no la leía- yo conocía lo que  decían los teólogos sobre Dios, pero no sabía lo que El decía de si mismo en su Palabra. Yo me agarré de esa Biblia como única salvación y defensa, Así subí al púlpito.

En ese momento abrí la Biblia y me encontré sorpresivamente con el texto de la carta a los Corintios que dice: “Me presenté ante ustedes débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de sabiduría humana, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que su fe no se fundase en sabiduría de hombres sino en el poder de Dios”.

Yo no se que fue lo que prediqué esa noche. Sólo recuerdo que decía: “yo he pecado pero el Señor me ha perdonado. Dios los puede perdonar también a ustedes.”

¿Han visto ustedes llorar a un sacerdote delante de sus feligreses? Pues esa noche lloré con ellos. Esa noche me convertí yo, y se convirtió el pueblo. Había recibido el Espíritu Santo y ahora El hacía lo que para mí había sido imposible en años de ministerio: cambiar los corazones de los que escuchaban. Ahora Cristo estaba vivo en mí. Yo era testigo.

Regresé a Lima. Quiero aclarar que por primera vez en mi vida se me olvidó cobrar por servicios sacerdotales. Ya Dios me había pagado, fui con mi superior para preguntarle sobre los resultados de mi carta que le había dejado antes de irme a predicar.

-          Me contestó, se me olvidó enviarla. Pues olvídela para siempre, le contesté….