Introducción
“Desde la incertidumbre. Claves para una interpretación de nuestra sociedad: postmodernidad” es el título se me propuso para mi intervención en este encuentro. He preferido el que figura arriba, principalmente, por dos razones:
porque el estado de “incertidumbre” me suena a añoranza de certidumbres pasadas o al deseo de nuevas certidumbres; y porque el término “clave” –que yo mismo he usado repetidamente- sugiere que con una código o un instrumento (la llave) se puede descifrar lo cifrado o abrir la puerta a la certeza. Yo diría que la “condición postmoderna” -concepto que debemos a Lyotard- más que con la incertidumbre, tiene que ver con la perplejidad, y que el pensar postmoderno consiste en proponer perspectivas para saber a qué atenerse en tiempos de complejidad más que en brindar instrumentos para acceder a certezas sólidamente fundadas.
Para abordar el tema comenzaré presentando los rasgos más característicos del proyecto moderno del que venimos, me referiré luego al estado de perplejidad en el que estamos y reflexionaré finalmente sobre el horizonte utópico al que nos convocan las perspectivas postmodernas.
No voy a hacer aquí el recuento detallado de mis fuentes de inspiración, pero no será difícil advertir que, además del mundo de la vida que me ha tocado y me toca vivir, mis reflexiones tienen mucho que ver con el pensamiento que viene de F. Nietzsche y llega a G. Vattimo, pasando por M. Heidegger y H. G. Gadamer. Pero recojo, además, reflexiones de M. Weber, Gy. Lukács, D. Bell, J.F. Lyotard, A. Heller, F. Fehér, J. Habermas, Ch. Taylor, W. Kymlicka y A. Giddens.
El proyecto moderno
En el "proyecto moderno" se pueden distinguir dos ámbitos: el del discurso y el de la realización.
En el ámbito discursivo, la modernidad occidental anuncia como ideal un mundo inteligible en el que la razón, considerada como el tribunal supremo, institucionaliza el juego de las fuerzas políticas, económicas y sociales en base al libre contrato entre seres iguales y solidarios. La fundamentación del orden social (legitimidad), la vinculación entre los individuos (convivencia, lealtades, solidaridades) y la prescripción de las acciones (normatividad) quedan librados al ejercicio libre de la capacidad individual de razonamiento[1].
Se trata de un "pro-yecto" cuya realización depende, en gran medida, del compromiso individual y social con esa realización. La modernidad atribuye mayor importancia y mayor valor al futuro que al presente, al futuro y al presente que al pasado, al resultado que a los medios para alcanzarlo, al compromiso individual que al conformismo, al cambio que a la permanencia, etc. De ahí la importancia atribuida a la acción teleológica, a la ética del compromiso individual, a la capacidad de cálcular los medios para alcanzar fines preestablecidos, al éxito como legitimador de acciones, etc
Anunciado por Occidente, el "proyecto de la modernidad" se entiende a sí mismo como universalmente válido para todo hombre y todo pueblo y, por lo tanto, legitimado para ser difundido y, si es necesario, impuesto a otras culturas.
El proyecto se manifiesta y se realiza en una única historia, la Historia Universal, con mayúsculas, que abarca tendencialmente toda historia "particular" y que es entendida como una sucesión unilineal, progresiva y periodizada de etapas encaminadas a la consecución de un fin: el imperio de la razón. Los demás pueblos adquieren sustantividad histórica en la medida en la que se incorporan o son incorporados al proyecto.
En la enunciación, el proyecto de la modernidad consiste en un proceso dúplice de transformaciones cuyas dos caras, la cultural y la social, se complementan y copertenecen.
En los dominios de la cultura, el proceso apunta al desencantamiento o secularización de las imágenes metafísico-religiosas del mundo, el hombre y la historia, de donde derivan la pérdida de aura de las tradiciones y, por tanto, la necesidad de buscar nuevos fundamentos, vinculaciones sociales y nociones de vida buena. De proveer recursos y abrir caminos para esa búsqueda se encarga la razón, el nuevo absoluto que se manifiesta como fe en las posibilidades ilimitadas del individuo (racional y autónomo), en el progreso incesante de las ciencias y la técnica, y en el ordenamiento cada vez más racional de la sociedad.
En ese proceso de búsqueda, la cultura se va organizando en tres esferas o dominios autónomos y diferenciados: la objetividad, la legitimidad y la representación simbólica. Cada esfera tiene su propia lógica y sus propios criterios de validez (verdad, rectitud, belleza) que quedan codificados en discursos autónomos e institucionalizados (ciencia, ética, derecho, arte). La apropiación de estos discursos convierte al individuo en experto, para lo cual es imprescindible pasar por un proceso institucionalizado de aprendizaje. La cultura ("culta", es decir diferenciada del "saber popular") termina siendo una cuestión de expertos especializados en un solo dominio.
El paso del mundo prescriptivo de la tradición al mundo elctivo de la modernidad abre un horizonte insospechado de posibilidades: enriquecimiento de las experiencias y de las expectativas, pero también problematicidad de la existencia humana al verse el hombre ante la necesidad de ser libre.
En los dominios de la sociedad, la racionalidad moderna se manifiesta como organización de la vida social en subsistemas de acción racional con respecto a fines. Los principales de estos subsistemas son: la empresa capitalista como de modo de producción de bienes y servicios; el libre mercado como el medio más adecuado para el intercambio; la escuela como el método y el espacio más idóneos para la producción, difusión, transferencia de conocimientos y de capitación de la fuerza laboral; el estado burocrático y la democracia representativa para gestionar racionalmente la convivencia en los estados-nación; la ciudad como espacio por excelencia de poblamiento y ocupación del territorio; el ejército permanente y profesionalizado y otros cuerpos sociales para la seguridad y el uso legal de la violencia; etc.
Estos subsistemas se atienen a una racionalidad preferentemente instrumental (cálculo racional de la eficacia de los medios) o teleológica (predominio axiológico del fin sobre los medios) que terminará invadiendo incluso las esferas de la cultura y convirtiéndose en "sentido común" en la vida cotidiana.
El mundo de la vida o vida cotidiana se ve, así, sometido a nuevos retos. Al quedar las tradiciones privadas de su sustancia, quedan socavadas las formas tradicionales de producción, reproducción y legitimación del hacer, el saber y el poder que se basaban en ellas. Se produce, como consecuencia, un relajamiento de los vínculos sociales que viene acompañado de una problematización de la identidad, el reconocimiento, la regulación del comportamiento, la valoración, la sensibilidad, la intercomunicación, etc. Estos mismos procesos liberan al hombre de las ataduras de la tradición, obligándole a pasar de un mundo esencialmente prescriptivo a otro electivo, exigiéndole una relación ahora ya reflexivo-electiva con sus propias tradiciones, enfrentándole a la necesidad de atenerse a valores "universales" y ya no "locales", y forzándole a asumir identidades abstractas (el ciudadano) o concretizadas en términos de categorías profesionales y ocupacionales.
En el ámbito de la realización, el proyecto de la modernidad ha servido como modelo para la conformación y organización de los países occidentales y para facilitar y justificar la occidentalización del mundo.
Por ser autorreferencial, el proyecto moderno encierra dentro de sí mismo las fuentes de su propia dinamicidad: inicialmente, el protestantismo ascético y la ética puritana (Weber), y, después, la independización de las categorías de espacio y de tiempo con respecto a las de lugar y sucesión, y su recomposición en el ámbito de la abstracción, el desanclaje de las objetivaciones institucionales con respecto al tejido social del que nacen, y la reflexividad o reabsorción continua de las innovaciones (Giddens). Estas fuentes de dinamismo, primero, promovieron el progreso permanente de las sociedades occidentales y su concreción en las llamadas (A. Giddens) dimensiones institucionales de la modernidad y, segundo, hicieron posible el trasplante de las lógicas de la modernidad a otras culturas y su adopción por otros pueblos.
Tanto dentro como fuera del mundo occidental, el proceso de desarrollo y expansión de las lógicas y dimensiones institucionales del proyecto moderno no es homogéneo ni simultáneo, y, por tanto, produce nuevas heterogeneidades, desequilibrios y patologías. Ya en el siglo XX, cuando se impone la racionalidad instrumental sobre la emancipadora, el proyecto de la modernidad se fue reduciendo, como recuerda Habermas, primero a proyectos de modernización económica, política y social dentro de cada estado-nación, y luego, a programas de ajuste estructural supuestamente de validez universal y gestionables por instancias transnacionales. Finalmente -y estamos ya hablando de nuestros días- una de las lógicas de la modernidad, la del mercado, está tratando de invadir los demás subsistemas sociales e, incluso, de colarse en las esferas de la cultura para convertirse en el marco por excelencia de todas las dimensiones de la vida humana.
Pero en este reduccionismo, que evidentemente puede ser leído como ocaso del proyecto moderno, se anuncia una nueva alborada: la liberación de las diferencias o toma de la palabra por las diversidades, la mayor facilidad para apropiarnos de la riqueza humana, y hasta la posibilidad de construir una relación de copertenencia entre humano, lo natural y lo sagrado.
Tiempos de perplejidad
La credibilidad del proyecto y su racionalidad comenzaron a debilitarse hace ya un buen tiempo. El temprano y olvidado principio predicado por Herder de que cada pueblo es la medida de sí mismo; el acercamiento devoto, aunque con “temor y temblor”, de Kierkegaard a la existencia humana; el intento de Dilthey de cambiar el paradigma científico-natural por la comprensión hermenéutica en las ciencias del espíritu; el intempestivo y estruendoso anuncio nietzscheano del crepúsculo de los ídolos y de la muerte de Dios; el ateísmo religioso de Dostoievski y su prédica de que todos los hombres estamos igualmente cerca de Dios; el trato de y con el inconsciente de Freud; la rebeldía contra lo establecido de impresionistas, expresionistas, dadaístas, surrealistas y cubistas; la refiguración kafkiana del carácter irracional de los laberintos del poder; la tipificación por Musil de los modernos como hombres sin cualidades; la previsión weberiana de la jaula de hierro a la que el proyecto moderno nos conduciría; la caracterizacion del hombre moderno como “problemático” y el desencuentro entre la vida y las formas que Lukács pone de relieve; la temprana interpretación heideggeriana del hombre como el ser cuya esencia consiste en su existencia, en su ser en el mundo; para no referirme al principio de indeterminación o incertidumbre de Heisenberg, la física cuántica de Planck, la teoría de la relatividad de Einstein o la formación de los primeros conglomerados económicos que apuntaban ya en la dirección del dominio del capital financiero y la construcción del sistema mundo … todos éstos son fenómenos que, ya en la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX, ponen dificultades a la racionalidad moderna y a sus objetivaciones y dimensiones institucionales.
Pero, hasta entonces, el proyecto moderno gozaba aún de buena salud y estaba, además, en proceso de expansión. La duda sobre la capacidad emancipatoria de la razón y sobre la idoneidad de las instituciones modernas para facilitar el despliegue pleno de la posibilidad humana era compartida por élites reducidas y aisladas de la vida social que no le hacían daño al sistema. Además, frecuentemente, los críticos se contentaban con denunciar las patologías propias de la realización del proyecto moderno, pero estaban esencialmente de acuerdo con su enunciación y consideraban que las patologías eran remediables. Si excluimos a algunos pocos como Nietzsche y Heidegger, tanto los que dudaban como los críticos se movían aún dentro del horizonte de la modernidad: los unos porque hacían de la duda –una actitud típicamente moderna- la piedra angular de sus críticas y proposiciones, y los otros porque seguían viendo la modernidad como un proyecto no realizado pero realizable.
La duda comienza a mutar en perplejidad ya en nuestro tiempo, cuando se mundializan las lógicas de la modernidad como realidad concreta o como perspectiva axiológica de los pueblos; se hacen más visibles las disarmonías y los desequilibrios producidos por el despliegue desigual de las lógicas del proyecto moderno; se concreta el moderno asalto a la razón por los regímenes totalitarios con su secuela de holocaustos (Lukács); se desvela la dictadura sobre las necesidades, ejercida por el socialismo realmente existente (Heller, Bahro); se constituye en predominante la racionalidad instrumental (Horkheimer, Adorno); se critica la unidimensionalidad del hombre moderno (Marcuse); se hace evidente la pretensión de la técnica de organizar la vida toda (Heidegger); se anuncian las amenazas globales de la actuación irresponsable en relación con la naturaleza; se abre paso la hermenéutica como koiné de nuestro tiempo (Gadamer, Vattimo); se va constituyendo el sistema mundo (Wallestein, MacLuhan, Huntington); se mundializan las comunicaciones y el acceso a la información, lo que facilita la difusión de mensajes homogeneizadores pero también la diversidad de emisores, cosmovisiones y nociones de vida buena (Castells); se debilita el constructo estado-nación trasnacionalizándose sus dimensiones institucionales (Giddens); se abren paso nuevos absolutos que consideran su verdad como "la" verdad y niegan el diálogo como posibilidad de entendimiento y de construcción de consensos; se expande la ética del hedonismo, suplantando al protestantismo ascético y la conducta puritana, y se abre paso la era postindustrial (Bell); se expande la conciencia de los límites con respecto a las capacidades humanas, las potencialidades de la ciencia y la tecnología, la posibilidad de racionalización de la sociedad, la soberanía de los estados-nación, la sostenibilidad del desarrollo moderno, la legitimidad de los consensos; se expande el descrédito de los discursos englobantes o metanarrativos de emancipación (Lyotard) y se habla de la “ontología débil” (Vattimo); se va advirtiendo la importancia del reconocimiento para la constitución de la identidad (Taylor); se comienza a reconocer el derecho a la ciudadanía cultura (Kymlicka); se afianza, por un lado, la ruptura y, por otro, la necesidad de recomponer la relación de copertenencia entre lo natural, lo humano y lo sagrado, etc. A esta larga lista de componentes de la actualidad yo añadiría uno cuya formulación recojo de una nota de mis alumnos cusqueños de arquitectura con motivo de mi despedida: “Nos contenta reconocernos diferentes. Eso nos permite … encontrarnos sin pérdidas”. Leo esta frase como la alborada que se anuncia en el crepúsculo de los dioses de la modernidad.
Esta complejidad de aspectos de la actualidad convoca por sí misma a la perplejidad. Hablo expresamente de perplejidad y no de admiración -el thaumasein de los griegos que está en el inicio de la filosofía occidental-, ni de duda metódica y encerramiento en la subjetividad –que Descartes puso como cimiento del edificio moderno-, ni de incertidumbre porque, como he dicho, me suena a añoranza de viejas certezas o a exigencia de fundamentación de nuevas seguridades.
Entiendo la perplejidad como un estado de ánimo que afecta a quienes hemos perdido la confianza en la modernidad pero no nos reconciliamos con la realidad, no renunciamos a la necesidad de teorizar ni a la posibilidad de comprometernos teórica, ética y políticamente con el despliegue pleno de la posibilidad humana, la convivencia digna de las diversidades y la copertenencia de lo natural, lo humano y lo sagrado.
Venimos de un mundo de seguridades, cuajadas en instituciones, tanto en los dominios de la cultura como en los subsistemas de acción racional con respecto a fines e, incluso, en la vida cotidiana. Pero esas seguridades se vienen debitando, y ese debilitamiento afecta a los criterios de adecuación, coherencia y consistencia en los dominios del conocimiento. El concepto de sujeto aculturado está siendo revisado desde la perspectiva de una intersubjetividad culturalmente vinculada. El consenso empieza a ser visto como un procedimiento no solo manipulable sino sospechoso de dominación. La idea moderna de naturaleza humana se revela como un expediente para universalizar la concepción occidental de lo humano. La armonía y la proporción como criterios de belleza y la reducción del arte a una forma de autoconciencia desconocen la riquísima variedad de formas estéticas de las muchas y diversas culturas que pueblan el mundo. El Estado-nación como forma por antonomasia de organización y gestión macrosocial está siendo desbordado en todas sus dimensiones institucionales. La producción taylorista y los mercados nacionales se desmoronan frente a los embates de la globalización. Las viejas ideas regulativas de progreso e historia universal se vuelven inadecuadas cuando los diversos pueblos deciden tomar la palabra y contar su propia historia. En fin, no es solo que el discurso se haya debilitado. Se ha debilitado también, para expresarlo en términos heideggerianos y vattimianos, la idea misma que teníamos del ser y sus sólidos atributos, idea que habíamos heredado de la metafísica clásica, de las tradiciones judeo-cristianas y de esa forma moderna de metafísica que conocemos como ciencia.
Y cuando se debilitan los discursos englobantes, cuando se relaja el mundo de las formas conceptuales, axiológicas, estéticas y prácticas, se liberan las diferencias y el mundo aparece con una complejidad que no acertamos a controlar ni teórica ni prácticamente.
Plexus es el término latino para referirse a lo plegado, lo tejido, lo enlazado, pero en una textura cuyos componentes son difícilmente discernibles y jerarquizables. El término com-plexus añade a lo anterior un mayor abarcamiento y profundidad de ese entrelazamiento, y expresa, además y principalmente, que también nosotros quedamos comprendimos en esa complejidad. Nos es, por eso, difícil, si posible, saber a qué atenernos si, presos de las categorías moderno-tradicionales, desatendemos el llamado de la complejidad. El estado de perplejidad (per-plexitas) no es otra cosa que la escucha atenta y hasta piadosa del llamado de la complejidad. Es la propia complejidad la que nos convoca a la perplejidad como el estado anímico que nos permite pensar la complejidad como lo que más merece pensarse.
Desde la perspectiva del mundo de las seguridades y de los lenguajes tradicionales, la perplejidad es definida como “confusión” frente a lo que hay, “duda” frente al saber establecido e “irresolución” o “indecisión” frente al hacer. No se acierta a ver en la perplejidad que ella, tomada como escucha de la complejidad, manifiesta la voluntad de teorizar sin dejarse atrapar por la cordura ambiental que engrilleta la creatividad. La perplejidad es, pues, un estado de escucha permanente, de vivir ya siempre convocados al pensamiento y nunca instalados en él.
La perplejidad invita a asumir nuestro tiempo como una época de tránsito, de “después de” las seguridades y contundencias de las racionalidades en uso y sus concretas expresiones en los dominios de la objetividad, la legitimidad, la representación y la praxis. La perplejidad se manifiesta como una búsqueda que dialoga con las tradiciones que nos constituyen pero que no las asume como mandatos ni se atiene estrictamente a sus procedimientos y formas de legitimación del saber, el poder, el valorar, el representar sensiblemente y el hacer. Esta búsqueda no se pierde, sin embargo, en la multiplicidad de lo real, no sacraliza el presente ni se instala cómodamente en él tomando lo que es como el horizonte del ser. Perplejidad no equivale a resignarse a no teorizar, significa sí atreverse a teorizar en el sentido raigal del término: examinar e inspeccionar explorando dimensiones nuevas y aceptando la complejidad de lo que hay. Se da, pues, en la perplejidad una voluntad de autocercioramiento, de saber conducirse en esa complejidad sin empobrecerla ni reducirla a unidad. Lejos, sin embargo, del estado de perplejidad la pretensión de situarse en un punto arquimédico para mover el mundo desde fuera de él, o la de establecerse en un lugar teóricamente neutro para pensar objetivamente la realidad. La conciencia de parcialidad, de implicación de nuestro propio horizonte cultural y lingüístico en nuestra praxis teórica, es el talante característico de la perplejidad.
Desde ese talante es fácil leer en clave auroral, y ya no sólo crepuscular, los signos de los tiempos. Se ve, así, el anuncio de una nueva primavera en la liberación de las diferencias y el resurgimiento de identidades culturales; en la desuniversalización del discurso de la historia universal y la decisión de los pueblos de tomar la palabra para contar su propia historia; en la asunción consciente del carácter particular de toda cultura, incluida la occidental y cristiana; en la desterritorialización de las regulaciones políticas y éticas en función de valores necesarios para la convivencia globalizada; en la reculturización de los valores y normas y las demandas de legalización de la “ciudadanía cultural”; en la capacidad de las tecnologías de la información para avanzar en la construcción de sociedades interactivas y transparentes; en el reconocimiento de la comunidad y su horizonte cultural como constitutivos de la identidad, y, por tanto, el derecho a la pertenencia cultural; en la consideración del yo ya no solo como potencial reflexivo sino como urdimbre de relaciones vivenciales, creencias y contextos, lo que significa que el individuo se constituye dialógicamente y, por tanto, su identidad no es un dato inamovible sino fruto de una interacción, de una negociación permanente con su entorno; en la consideración del otro ya no como límite de mi autorrealización sino como sujeto de la interacción que me constituye y lo constituye; en la obligación de una gestión responsable del entorno natural; en la referencia de la responsabilidad y la ética ya no a fundamentos supuestamente trascendentes (sagrados: orden divino; o profanos: orden del ser, naturaleza humana) sino a la diversidad de formas de convivencia que garantizan una interacción dialógica; en el reconocimiento de la irreductibilidad de la diversidad cultural y el establecimiento del principio interculturalidad que supone el respeto a, y el diálogo con, las diversas formas de convivencia y nociones de vida buena; en la paralogía como forma de aproximación a la realidad que permite la exploración de dimensiones no decibles desde la lógica tradicional; en la interpretación como “koiné”, “lingua franca” o sentido común del actual ejercicio teórico; en la apertura al diálogo intercultural que facilita el carácter débil de la ontología; en la insistencia de los cristianos de nuevo tipo de entender la “kenosis” como un despojamiento de los caracteres duros y violentos atribuidos a la divinidad; en fin, en la propuesta de aceptar la copertenencia entre naturaleza, historia y Dios a partir de la interpretación del hombre como habitante en el mundo poblado también por lo sagrado.
Yo sé que muchos de estos signos aurorales son entendidos como crepusculares porque no toleran ser hablados consistentemente por un único lenguaje ni articulados coherentemente en un único sistema. Por eso, reitero, cunden la desorientación, la desazón y las incertidumbres. Sin embargo, cuando la idea misma de lenguaje único y de único sistema se nos vuelve sospechosa, y cuando, al mismo tiempo, prestamos oído atento y devoto a la complejidad que nos rodea, nos incluye y nos convoca, entonces nos atrevemos a teorizar desde una perplejidad que no nace ni de la admiración ante lo desconocido ni de la duda metódica frente a la conocido. Se trata de una perplejidad que se ve a sí misma no como añoranza de perdidas seguridades ni como piedra angular de un nuevo discurso metanarrativo. La perplejidad de la que hablamos es, más bien, un estado de escucha ante la complejidad que necesita ser hablada; una escucha, por otra parte, que dialoga electivamente con los mensajes que nos vienen del pasado, porque sabe muy bien que sin ese diálogo su pensar el presente carecería de densidad histórica y de enjundia teórica.
Perspectivas postmodernas
No entenderemos aquí por postmodernidad una nueva etapa histórica que siga o supere a la época moderna, sino una perspectiva, una manera de mirar la actualidad por parte, como anota Ferenc Fehér[2], de quienes tienen problemas con la modernidad, quieren someterla a prueba y hacer un inventario de sus logros y de sus dilemas no resueltos, porque se saben viviendo un mundo de pluralidad de espacios y temporalidades en el que no es posible orientarse ni saber a qué atenerse con las categorías, vinculaciones categoriales y estrategias metódicas heredadas de la modernidad.
Tal vez la vivencia más común entre quienes se consideran postmodernos sea de la saberse viviendo un tiempo de “después de”, de después de la metafísica, de los valores supremos, de la gran narrativa de emancipación, de la sociedad industrial, de la dictadura sobre las necesidades, del humanismo, del historicismo, etc. Este saber que no estamos donde estamos sino después, como sugiere Fehér, se traduce en el estado de perplejidad al que aludíamos arriba. Pero no porque la perplejidad sea en nosotros (los sujetos) el efecto producido por las características complejas de la actualidad (el objeto), sino porque la perplejidad o la “indeterminación vigilante”, como diría Lyotard, es el lenguaje a través del cual habla y es hablada la mencionada pluralidad.
Desde esa perplejidad se plantea una pregunta enraizada en algunos convencimientos básicos: el carácter contingente de lo dado, el carácter ya no universal sino particular de toda mirada, incluida la occidental, la necesidad ineludible de teorizar, etc. La pregunta suele formularse así: ¿Es la modernidad un proyecto inacabado que cuenta todavía con potencialidades no suficientemente exploradas ni explotadas para la realización de la posibilidad humana o, más bien, se trata de un horizonte ya cerrado que obstruye el cercioramiento con respecto a lo que somos y a lo que podemos y debemos ser?
El debate modernidad/postmodernidad, aunque recoge reflexiones anteriores, se desarrolla propiamente en la segunda mitad del siglo XX y llega hasta nuestros días. En el se advierten diversas posiciones (conservadoras, reformistas y postmodernas, pero lo que me interesa del debate y, en general, de la crítica a la modernidad es qué perspectivas se me abren para saber a qué atenerme tanto con respecto a la cultura como con respecto a las formas de organización social y a la vida cotidiana.
Como todo pensar filosófico, mi reflexión comienza con una interrogación sobre lo que, a mi juicio, más merece pensarse: ¿Es posible y deseable, primero, vivir digna y gozosamente juntos siendo y reconociéndonos diferentes; segundo, mantener con la naturaleza una relación amigable y responsable; y, tercero, estar ya siempre abiertos a lo sagrado? Ya la formulación misma de la pregunta se inscribe en el ámbito de lo utópico, pero entendiendo por utopía no un futuro deseable que haya que construir sino una manera de caminar y vivir el presente.
Mi pregunta, como puede fácilmente advertirse, vuelve al problema que nos preocupa y convoca desde antiguo, la relación entre lo natural, lo humano y lo sagrado. Pero a diferencia de épocas anteriores, este preguntar supone hoy que estamos ya en un tiempo de “después de” las seguridades que aprendimos de la metafísica, la teología, la ciencia y el pensamiento moderno, un tiempo de complejidad que convoca a la perplejidad, un tiempo en el que las diversidades están tomando la palabra, los disensos exigen ser tenidos en cuenta, las paralogías y discontinuidades necesitan ser pensadas y las disarmonías refiguradas, la naturaleza parece no soportar el trato que le estamos dando y asoma lo sagrado sin los signos de violencia que lo caracterizaron en el pasado.
Escuchando atentamente los mensajes que indiqué al comienzo de mi intervención y dialogando con ellos, mi intención es aprovechar los senderos que ellos abren para pensar perspectivas que apunten a una respuesta afirmativa a la pregunta que acabo de formular. Esa pregunta es hoy lo que más me convoca a pensar, lo que, para mí, más merece pensarse.
En esta última parte me dedicaré a presentar a cinco entradas al problema –que, por cierto, no excluyen otras- que me parecen de particular importancia histórico-filosófica.
El crepúsculo de los ídolos
He aprendido de Vattimo a leer las afirmaciones nietzscheana sobre la muerte de Dios y el crepúsculo de los ídolos no como el anuncio de un acontecimiento históricamente fechable ni geográficamente ubicable, sino como manifestación de la disolución de los valores supremos, deslegitimación de las pretensiones de fundamentación absoluta de verdades atemporales, y debilitamiento de las instituciones y formas de pensamiento que se consideraban portadoras oficiales de esos valores y verdades.
Ya esta primera perspectiva contribuye a que todo lo supuestamente sólido se desvanezca en el aire, no para desaparecer -como pensara Marx con respecto a la sociedad tradicional frente a los embates de la sociedad burguesa- sino para que, en todos los órdenes, lo necesario se asuma como contingente, lo eterno como histórico, lo absoluto como relativo, etc. Interesa subrayar que el anuncio nietzscheano del ocaso de los absolutos (sólo nosotros estamos cerca de Dios) puede ser leído en clave relativista (todos estamos igualmente cerca de Dios), pero puede también ser leído en clave contingentista (todos estamos igualmente lejos de Dios).
Esta última manera de leer el mensaje de Nietzsche, enriquecida además con la consideración de que la realidad se ha vuelto fábula, es precisamente la que se inscribe en el ámbito de la hermenéutica y facilita, sin decirlo, el diálogo entre lo diverso y la presencia de una sacralidad desabsolutizada.
La esencia del hombre como existencia
A partir de la desfundamentación y desabsolutización de los valores no es difícil inferir que tampoco el hombre tiene una esencia ahistórica sino que su esencia, como insiste Heidegger, no es sino su existencia, su ser-en-el-mundo. Se trata de una existencia contingente como la de cualquier otro ente pero con la particularidad de tener historia y de estar convocada al pensamiento, llamada a cuidar la naturaleza y abierta a lo sagrado o inesperado.
Si el hombre es ser-en-el-mundo, su existencia consiste en ser habitante. Habitar se dice en latín de dos maneras: habitare, que viene de habitum (lo tenido de manera permanente), e incolere, de viene de colere (cultivar, cuidar). Habitar significaba, pues, originalmente cultivar y cuidar lo tenido de manera permanente. En su esencia, habitar es permanecer, pero protegidos y liberados de amenazas y daños . Por eso hablamos de la habitación como de morada en la tierra (naturaleza) y bajo el cielo (lo trascendente, lo inesperado). El habitar consiste, pues, en cultivar/cuidar la naturaleza sin temerla ni divinizarla ni sobrexplotarla, en conducir a los hombres sin forzarlos, y en estar abiertos a lo inesperado, aguardando las señales de su llegada y los indicios de su partida.
El habitar no se da sin construir y edificar, pero cuando el construir y el edificar están informados por el habitar, lo construido o edificado recolecta (liga o reúne a su alrededor) un conjunto de lugares para constituir, entramar o “encasar” espacios en los que habitan y por los que transitan los hombres aprovechando las bondades y soportando las inclemencias de la naturaleza y quedando siempre abiertos a lo sagrado. Los lugares antes dispersos adquieren espacialidad y quedan provistos de habitabilidad para los hombres, relacionados con lo natural y lo sagrado.
A partir, pues, de la consideración del ser del hombre como existir y del existir como habitar se desoculta, sin dejar de retraerse, la copertenencia entre lo natural, lo humano y lo sagrado, una copertenencia que la metafísica, en primer lugar, y luego la teología, la ciencia y la tecnología se han encargado de ocultar.
Cuando no pensamos el ser del hombre desde el habitar tenemos que recurrir a una definición abstracta de hombre (animal racional o criatura divina) que oculta su esencia como ser en el mundo y eleva al hombre a la condición de “rey de la naturaleza” al que quedan supeditados todos los seres. Esta supuesta superioridad jerárquica del hombre legitima su acción dominadora sobre la naturaleza y termina facilitando su apartamiento de lo divino y, consiguientemente, arrinconando o excluyendo lo sagrado.
Lo sagrado como dimensión de lo que hay
No debe suponerse, sin embargo, que las reflexiones anteriores estén orientadas a recuperar la preeminencia que se ha atribuido a lo sagrado, ni puede tampoco deducirse de ellas que lo sagrado sea fruto de una ignorancia sujeta a intereses y manipulaciones.
Para quienes no parten de presupuestos religiosos ni antirreligiosos, a lo que la reflexión, ahora ya no tradicional ni moderna, convoca es a recuperar para lo sagrado su carácter de dimensión de lo que hay. Lo que hay no es sólo lo humano y lo natural; está también lo sagrado, en una relación de copertenencia con el hombre y su historia y con la naturaleza. Entendiéndose como copertenecientes entre sí, estos tres componentes de lo que hay –o estas tres maneras de darse del ser- se proveen mutuamente de sentido sin confundirse entre ellos.
La particularidad de lo sagrado está precisamente en darse ocultándose, en manifestarse retrayéndose. Por eso, parafraseando a Heidegger, se puede decir que hay que saber ver de lo sagrado las señales de su llegada en las huellas de su partida. Si reducimos lo sagrado a mera presencia sin ausencia, a una presencia humana e institucionalmente gestionable, en realidad lo que hacemos es desacralizarlo.
Quienes, como Vattimo, miran lo sagrado desde una perspectiva religiosa, concretamente cristiana, y, por otra parte, se atienen a la hermenéutica como modo de conocimiento y afirman el carácter débil de la ontología de la actualidad, interpretan el mensaje evangélico en términos de kenosis, de vaciamiento o despojamiento de los caracteres violentos que la tradición bíblica ha atribuido a la divinidad. El vaciamiento de la violencia no significa sólo que el Dios señor se convierta en Dios padre o que el Dios ausente se rebaje a la condición de presencia humana; significa, además, que se abandonan los atributos duros (absolutidad, omnipotencia, infinitud, necesidad …) de lo divino. La kenosis (vaciamiento) se copertenece, así, con la plerosis (el llenamiento). Es decir, la plenitud de lo divino no se da sino en su vaciamiento, y, a su vez, el vaciamiento es siempre ya una epifanía de la plenitud.
No interesa aquí, por cierto, discutir si las reflexiones nietzcheano-heideggerianas de Vattimo con respecto a lo divino tienen o no fundamento en la teología tradicional, ni tampoco si ellas abren nuevas perspectivas a la teología contemporánea. Lo que interesa es subrayar que, al dejar de lado lo sagrado, la modernidad reduce lo que hay a dos dimensiones, la humana y la natural, y que esta reducción desconoce la relación de copertenencia entre lo natural, lo humano y lo sagrado, una relación que es precisamente la que provee de sentido a cada una de las dimensiones de lo que hay.
Intersubjetidad e interculturalidad
El logocentrismo que hemos heredado de la tradición metafisica, el historicismo universalista y teleológico que hemos recogido de las visiones judeo-cristianas, y la filosofía del sujeto o de la conciencia que nos viene de la modernidad nos han llevado a centrar nuestra mirada en la subjetividad y sus dos atributos por excelencia, la autonomía y la racionalidad, y en el carácter progresivo, finalístico y unidimensional del proceso histórico. Las consecuencias que se derivan de esta manera de mirarnos y de mirar lo que nos rodea son muchas y muy diversas. Me fijaré sólo en dos de ellas: el desconocimiento del carácter intersubjetivo de la subjetividad, y la dificultad para atribuir valor a culturas a las que no pertenecemos.
Los autores que participan en el debate modernidad/postmodernidad han abandonado ya las viejas ideas cartesianas y kantianas sobre la conciencia y el sujeto trascendental, así como la neutralidad teórica y la idea de progreso e historia universal. Parten para ello de algunos convencimientos básicos: i) el hombre –ser en el mundo- no se da sino en sociedades históricas y, consiguientemente, hay que aprender a ver la subjetividad como entretejimiento de relaciones sociales, histórica y culturalmente constituidas, es decir la subjetividad es ya siempre intersubjetiva y el reconocimiento por el otro es constitutivo de nuestra propia identidad; ii) el saberse y el saber parten de precogniciones y se realizan en horizontes culturales igualmente históricos, de donde se deduce que no hay ya un lugar neutro (universalmente válido) para la teoría, y, consiguientemente, la teoría es ya siempre interpretación; iii) más que como correspondencia o adecuación, interesa la verdad como desocultamiento y apertura y como construcción dialógica de consensos y expresión de disensos en contextos libres de violencia; iv) la cultura a la que pertenecemos es nuestro horizonte provisor de sentido y sus componentes no son sólo algo de lo que disponemos sino algo por lo que somos dispuestos; por ejemplo, el lenguaje no es sólo un medio para expresarnos sino una heredad simbólica por la que somos hablados; iv) todo pueblo, como quería tempranamente Herder y recuerda Ch. Taylor , es la medida de sí mismo.
Si a estas convicciones añadiésemos las anotaciones anteriores sobre el crepúsculo de los ídolos, la concepción del hombre como habitante en el mundo, la recuperación de lo sagrado pero desabsolutizado, el carácter débil de la ontología, etc. estaríamos, en primer lugar, dándole enjundia teórica al problema que nos planteábamos arriba acerca de la convivencia digna de las diversidades como fuente de gozo y de dinamismo social, y aceptaríamos y procuraríamos que los diversos pueblos tomasen la palabra y nos contasen su propia historia; y, en segundo lugar, facilitaríamos el reencuentro entre lo humano, lo natural y lo sagrado en un contexto de copertenencia provisora mutuamente de sentido.
Despedirse del pasado sin olvidarlo
Es evidente que la actualidad, entendida en términos de “después de” y como crepúsculo y alborada al mismo tiempo, no puede haber sido pensada por quienes nos precedieron en el pensamiento crítico y, en gran medida, siguen inspirando hoy la crítica de los procedimientos y patologías de la modernidad. Creo que hay que despedirse de ellos, aunque nos duela, porque desde el pensamiento crítico de corte moderno no es ya posible encontrar las claves para reapropiarnos del pasado, saber a qué atenernos en el presente ni imaginar el futuro.
Pero tengo que añadir enseguida que despedirse no significa olvidar ni borrar de la memoria el pensamiento anterior. Estoy convencido, con Heidegger, de que la memoria es la fuente de donde mana el pensamiento[3]. Gracias a la memoria abrigamos, recogemos y congregamos el pasado y lo hacemos presente recordándolo, es decir volviendo a pasarlo por el corazón. Por eso la memoria y el recuerdo están relacionados con la devoción más que con la acumulación fría de información sobre el pasado. La memoria, como aquí nos interesa, no es depósito de informaciones y mandatos. La memoria y el re-cuerdo alimentan vinculaciones y lealtades, facilitan los a-cuerdos y entendimientos, y, en vez de “representar” el pasado, nos lo “presentan”. Esta presentación nos interpela, nos invita, sin obligarnos, a presentarnos nosotros mismos a ese pasado para recoger sus mensajes y establecer con él una relación dialógica que dé presencialidad y dignidad al pasado y enjundia y densidad histórica a nuestro pensar el presente.
Si basase exclusivamente la necesidad de la despedida en el “hecho” de que han cambiado las variables que componen la realidad y, consiguientemente, es preciso elaborar nuevas teorías e instrumentos metódicos para entender la actualidad, quedaría atrapado por aquello de lo que quiero despedirme, la dualidad sujeto/objeto. La despedida que propongo está, más bien, relacionada con la consideración de que la modernidad y sus vigencias constituyen ciertamente el pasado de nuestro propio presente, pero no nos sirven ya para saber a qué atenernos, pensarnos a nosotros mismos, pensar la actualidad y ejercer la función crítica y propositiva que corresponde al pensamiento. Si, durante la vigencia de la modernidad, el pensamiento crítico estuvo in-merso en el horizonte de significación del proyecto moderno, despedirse de ese pensamiento significa e-merger de ese horizonte no para hablar de otra manera “sobre” la actualidad sino para pensarla.
La e-mergencia que propongo para pensar la actualidad tiene conciencia de su condición de “después de” y, por tanto, se sabe enraizada, aunque no encadenada, a aquello de lo que quiere despedirse dialogando con ello. Es precisamente esta relación inextricable entre enraizamiento y despedida lo que nos convoca a pensar, lo que más requiere pensarse si, por un lado, queremos vivir dignamente juntos siendo diferentes y manteniendo una relación electiva con nuestros propios pasados; por otro, si pretendemos construir una relación amigable y responsable con la naturaleza sin quedar atrapados por ella; y, finalmente, si nos proponemos asumir lo sagrado, ahora ya desabsolutizado y liberado de violencia, como componente de lo que hay.
Así, la despedida encuentra su sentido en el enraizamiento y el enraizamiento en la despedida. Este ir venir de la despedida al enraizamiento y viceversa es precisamente a lo que llamamos itinerancia, pero entendiendo ahora ya itinerancia no como condición transitoria que puede y debe ser superada sino como la manera actual de darse del ser en el mundo, una manera que nos deja “instalados” en una permanente “movilidad” entre enraizamiento y despedida. Esa aparentemente contradictoria condición de estar instalados en la movilidad, o estado de perplejidad, es la que facilita la convivencia digna de lo diverso, una relación adecuada con la naturaleza y un estar ya siempre abiertos a lo sagrado. Por otra parte, y finalmente, esa condición es la que nos permite desocultar dejándola que se retraiga la relación de copertenencia entre lo humano, lo natural y lo sagrado.
[1] Picó, Joseph. “Introducción”. En: Picó, Joseph (ed.). Modernidad y postmodernidad. Madrid, Alianzas, 1988. p. 15.
[2] Fehér, F. “La condición de la postmodernidad”. En: Heller, Ágnes y Ferenc Free. Políticas de la postmodernidad. Ensayos de crítica cultural. Barcelona, Edicions 62, 1989. p. 9.. Trad. M. Gurguí
[3] Heidegger, Martin. ¿¿Qué significa pensar?, trad. de Raúl Gabás. Madrid: Trotta, 2005, p. 22.