6 October 2024
 

MARZO  2012   P. Vicente Gallo, S.J.

1. El Sacramento del Matrimonio

En la Carta a los Efesios se dice: “Someteos los unos a los otros en el temor de Cristo” (Ef 5, 21). San Pablo, manteniéndose en la cultura no sólo de su pueblo sino de todos los pueblos de su época, afirma que la mujer tiene que estar sometida a su marido. Pero desde su fe en Cristo, marca una diferencia radical a este respecto, diciendo que ha de ser “como al Señor Jesucristo, porque el marido es cabeza de la mujer como Cristo es cabeza de la Iglesia siendo el Salvador del Cuerpo” (Ef 5, 22-23).

Ese “someterse” ha de ser “como al Señor”, es decir, “como la Iglesia se somete a Cristo”: para dejarse amar, para dejarse salvar como Cuerpo, para dejarle que él como Esposo haga de ella una °° 

Esposa digna suya, cual desea tenerla, santa, hermosa e inmaculada en su presencia. En ese sentido, también el marido debe someterse a su mujer, para que ella le haga su digno esposo, el que ella quiere encontrar, del que siempre pueda estar de veras enamorada. En el matrimonio cristiano, ambos son el uno Cristo y el otro su Iglesia, siendo los dos el mismo Cuerpo del que Dios está tan enamorado que lo ha hecho suyo; y ambos tienen que amarse como Cristo a su Iglesia. Así, como Cristo ama a su Iglesia, “del mismo modo los maridos deben amar a sus esposas como aman a sus propios cuerpos” (Ef 5, 28); y así “someterse” mutuamente, para dejarse amar, la esposa a su marido y el marido a su esposa

Los dos esposos por igual, son la Iglesia a la que Cristo quiere amar por medio del otro. La Iglesia que, para ser digna Esposa de tal Esposo, ha de ser la que fundó Cristo mismo: Una, Santa, Católica y Apostólica. En primer lugar debe ser UNA. Como uno es el Cuerpo de Cristo, en el que no cabe que haya miembros que se consideren de otro cuerpo; o miembros no responsables del bienestar de los otros miembros, como Pablo lo desarrolla en 1Co, 12, 12-27, concluyendo “Vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y cada uno en particular es miembro de él”. En esa Iglesia, no se admiten rivalidades entre bautizados ni entre agrupaciones de cristianos, ni caben “Iglesias distintas entre sí”.

La Iglesia que hacen los bautizados casados el uno con el otro, debe ser Iglesia SANTA. Solamente Dios es y lo proclamamos “Santo”. También es “santo” todo aquello que esté consagrado a Dios y sea de él en exclusiva: un cáliz, un templo, o una persona verdaderamente de Dios hasta el final de su vida. Entre los humanos, el único Santo es Jesucristo: su humanidad, de cuerpo y alma, es su Santa Humanidad. Como su Madre, “la esclava del Señor” para que siempre se hiciese en ella la palabra de Dios, es Virgen Santísima. Quienes de modo parecido son de Dios en todo su vivir, los calificamos también “Santos”. Como debe serlo toda la Iglesia de Cristo, todo bautizado, todo consagrado a Jesucristo con Votos, y todo Sacerdote en lugar de Cristo como ministro de su Salvación; así, todas las parejas de casados con el Sacramento del Matrimonio deben ser santos, Iglesia Santa Esposa de Cristo, el Cuerpo que El hace suyo, y siendo así de Dios es Santo.

Si por el Bautismo nos hacemos de Cristo, su Cuerpo, por el Matrimonio como Sacramento se hace de Cristo el amor con el que se unen el hombre y mujer enamorados, a los que Cristo hace suyos, miembros de su Cuerpo, como pareja, unidos para siempre por Dios para ser la Esposa de su Hijo amado que es su Iglesia. De ellos y de Dios, del mismo amor puesto en ellos, nacerán los hijos, fecundidad de esa Iglesia de Cristo que en ellos crecerá. Iglesia CATOLICA, llamada a crecer hasta la plenitud del Cuerpo de Cristo, que debe incorporar, como miembros salvados, a los hombres de todo el universo (Mt 28, 19; Mc 16, 15-16; Lc 24, 47). La Iglesia de Cristo que siempre está abierta a todos y que a todos llama con afán evangelizador, para hacerlos de Cristo y salvarlos.

La otra “nota” que ha de tener la Iglesia para ser de Cristo es ser APOSTÓLICA. Fundada por Cristo sobre los Apóstoles como cimientos del edificio (Ef 2, 20), solamente sobre ellos puede estar edificada como Templo de Dios; a ellos les encomendó el Señor “el ministerio para la edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12). No hay “Iglesias de Cristo” si no son crecimiento de la Iglesia que los Apóstoles edificaron. En la Iglesia de Cristo no hay doctrina en la que haya que creer fuera de la que nos transmitieron los Apóstoles, o la que se pueda desarrollar legítimamente pero sólo desde ellos. Esa Iglesia tiene una autoridad competente, para definir en disputas o diferencias: el Ministerio de Pedro, el de ser la Roca, fundamento en la solidez del edificio (Mt 16, 18); y el Pastor que apacienta ovejas y corderos (Jn 21, 15ss), así como el que confirma a los hermanos si vacilan (Lc 22, 32). Ese “ministerio” es el que tiene el Papa, sucesor de Pedro.

El matrimonio cristiano, de veras “Iglesia doméstica” de Cristo, debe ser igualmente esa Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica. Cada pareja casada con el sacramento, debe cultivar y mantener vivas esas cuatro notas características de la Iglesia del Señor. Su Relación de Pareja debe ser, ante el mundo, un verdadero SIGNO que hace presente y reconocible a la Iglesia con esas notas distintivas. Y, principalmente, siendo SIGNO del amor de Cristo, según su mandato y distintivo que Él puso: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34; y 35). Si no es en el matrimonio ¿dónde se dará “ese amor” en el vivir distinto de los cristianos en este pobre mundo que a cualquier cosa llama “amor”? Igualmente debe darse en los Sacerdotes y en los Consagrados a la Iglesia con unos Santos Votos.

P. Vicente Gallo, S.J.

2. "Vivir el Sacramento:  Como Cristo ama a su Iglesia"

“Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia dando la vida por ella, y la limpió y la santificó con la palabra y mediante el bautismo en agua, porque si es cierto que deseaba para él una Iglesia espléndida, sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa e inmaculada, él mismo debía prepararla y presentársela así” (Ef 5, 25-27). Ambos esposos tienen que dar la vida por su pareja; cuanto vale y tiene cada uno, ha de dárselo al otro para hacerle feliz, como lo hacen unos por otros los miembros de un mismo cuerpo. En lugar de sentir “asco” por lo feo que encuentres en el otro, debes sanarlo, para enamorarte de él como pareja en unidad, hecha por Dios a fin de que se viva un amor semejante a como El nos ama. Igual que ha de hacerlo un Sacerdote con la Iglesia que Cristo le encomienda para amarla por medio de él.

Casados con el Sacramento, cada cónyuge es miembro de Cristo: para ser Cristo el Esposo amando al otro como a su Esposa la Iglesia, haciéndola más hermosa cada día, para cada día enamorarse más de ella viéndola tan digna de él. Pero lo hace nada menos que “dando la vida por ella”, para hacerla suya adquiriéndola a tan gran precio, como nos valora Dios (1P 1, 18-19). Cada uno, a la vez, es la Iglesia Esposa amando en el otro a Cristo su Esposo, que le necesita en su cónyuge: “lo que a uno de mis hermanos hiciste, a mí me lo hiciste” (Mt 25, 40). Eso es amarse “Como Cristo ama a su Iglesia”; y “así debe amar el hombre a su mujer y la mujer a su marido” (Ef 25, 25 y 33).

Cada uno de los esposos cristianos al casarse con el Sacramento, dijeron a Dios, mediante la Iglesia que eran los allí presentes presididos por el sacerdote: “Prometo serte fiel y así amarte todos los días de mi vida”. Pero con un amor que no fuese cualquier cosa que en el mundo se llama “amor”, sino con el amor con que Dios los une en el Cuerpo de Cristo: “Como el Padre me ha amado a mí así os he amado yo a vosotros, permaneced en mi amor “ (Jn 15, 9). La fidelidad en ese amor es fidelidad a Dios, que es a quien se le ha dado esa palabra; y será, amarse de esa manera “todos los días” de su vida.

El problema por el que los matrimonios cristianos terminan fácilmente frustrados, no amándose ya, y pareciéndoles imposible volver a vivir en el amor primero, fundamentalmente es porque no cumplieron esa palabra de “amarse todos los días”, y con ese amor “como yo os he amado” (Jn 15, 12); acaso no se amaron así ningún día, ni en el día mismo de su boda. Porque nadie les enseñó que era ese el alcance de las palabras con las que se unían en matrimonio, ni sabían, de lo que es “amor”, otra cosa distinta de lo que el mundo entiende con esa palabra.

“Amar es entregarse olvidándose de sí buscando lo que al otro puede hacerle feliz”. Pero el amor normal en el mundo y en los mismos matrimonios, es lo contrario: es tener siempre en la mente quién es uno mismo, y no entregarse al otro para “ser comido” por él, sino él comerse al otro; no “buscando lo que al otro puedo hacerle feliz”, sino buscando “en qué el otro pueda hacerme feliz a mí”. En todos los actos de amar, y principalmente en lo que se llama “hacer el amor”, que se dice de la unión sexual con cualquiera, y también con el cónyuge, cuando yo quiero, porque yo quiero, y como yo quiero. Suele afirmarse que lo contrario al amor es el odio; el verdadero contrario al amor es el egoísmo, que es la negación del amor. Y este es el amor que el mundo enseña a todos, también a los que están casados.

P. Vicente Gallo, S.J.

3. Vivir el Sacramento:  La INTIMIDAD en la relación matrimonial

En todos los matrimonios suele ocurrir que, al poco tiempo de vivir en pareja, se desvanece el enamoramiento con el que se casaron, acaso simplemente porque piensan que aquello ya queda atrás y hay que experimentar otra cosa. Entonces comienzan a verse en el otro, como si fuesen graves, todos los defectos a los que daban poca importancia cuando eran enamorados. Comienzan a pensar mal el uno del otro, así como a tener sospechas, recelos y desconfianzas, que traban la armonía en la convivencia y el mismo amor que se juraron para toda la vida. Surgen, además, nuevos problemas que no los había antes de vivir los dos compartiendo la misma vida.

Malo es si se quedan soportando todo eso en el silencio. Peor todavía si optan por echárselo en cara al otro, descomedidamente, acusando e hiriendo. Poner las cosas en claro, confrontando al otro en una pelea, queriendo ver quién tiene más razón o mayor culpa, no es el camino para la Unidad; lo es para el simple desahogo y para un distanciamiento cada vez más grande.

Si en lugar de pelearse deciden, uno o los dos, ponerse a “razonar serenamente” para aclarar los pensamientos desde los que están actuando y que están siendo causa de ese problema, ojalá logren mantenerse en la pretendida serenidad sin acusar al otro de culpable; es muy probable que, sea como fuere, logren en el mejor de los casos un “armisticio”, mas no la deseada paz. Pero si en lugar de confrontarse, o de querer aclarar las cosas, uno de ellos opta por la confianza de comunicar al otro el sentimiento fuerte que le afecta a causa del problema que viven, y el otro escucha esa confidencia como un gesto de genuino amor, acogiéndolo no con la cabeza sino con el corazón, entonces están verdaderamente dialogando, dándose mutuamente de veras, el uno manifestándose con amor, y el otro acogiendo con el corazón al que es su pareja, no en lo que dice, sino en cómo es sintiéndose así; y mantienen el no ser dos sino una sola carne.

Ese es el único camino válido, no sólo para conocer las heridas, sino para curarlas; y para conseguir el logro de la Unidad que todos desean mantener para siempre cuando se casan; aquellos que se unen en matrimonio de cristianos, juran su amor ante Dios, para que El pueda bendecir esa unión, desde la fe en su plan divino para el matrimonio. No se lo juran ante el “hombre” que preside como testigo cualificado el matrimonio en el que se unen en público, ni tampoco se lo prometen el uno al otro; ambos se lo prometen a Dios, y así deben recordar siempre esa promesa para cumplirla como sagrada.

Siempre, en la vida, se tienen amigos. Quizás con mayor fuerza de amor durante la adolescencia. Pero entre los amigos que se tengan, solamente uno puede ser “amigo íntimo”. Sólo a él se le cuentan los secretos e intimidades, diciéndole:”Si no es a ti ¿a quién se lo voy a contar”; y respondiendo el otro: “Es claro, si no es a mí ¿a quién vas a contárselo?” Esa persona, para un niño, será su mamá; para un adolescente, su amigo especial; para un joven, su enamorada; para un casado, ha de serlo su cónyuge, no sus papás o sus hermanos. “Intimo” es aquel para quien no hay secretos, a quien se le cuenta todo, en quien uno confía plenamente, con quien uno lo comparte todo sin reserva alguna. Hablando el uno, y escuchándole el otro con el corazón, terminan diciéndose ”¡Qué feliz me siento de haberte conocido y haberme casado contigo!”. Esa es la Intimidad. Se la goza siempre, dialogando sobre los sentimientos.

Un peligro para la total Unidad en la pareja puede ser la autoridad, que es necesaria en el matrimonio, y que se le atribuye al marido. Pero la autoridad, para ser según Cristo y su Iglesia, es función de servicio en el amor, donde es mayor el que más sirve, y sirve más el que más ama (Mt 20, 25-28; y 23, 11): limpiando las suciedades en lugar de censurarlas o criticarlas (Jn 13, 15). La autoridad es para construir, y no para destruir con la fuerza de ella (2Co 13, 10). Es servir, no como quien sirve a hombres, sino a Dios (Ef 6, 6), como en Jesús se ve servido Dios; amando de tal modo que nuestro servicio sea grato a Dios como el de Jesús. San Pablo pide a los esposos someterse así el uno al otro como a Cristo (Ef 5, 21), porque somos su Iglesia, Esposa suya, su Cuerpo. “Serán una sola carne”, como la Iglesia lo es en Cristo, el único que tiene ciertamente toda la autoridad.

Cada uno debe recordar las ocasiones en las que sintió gran felicidad al experimentar la Intimidad en la acogida que alguien le hizo en su corazón sin defraudarle. También los sacerdotes o los Religiosos con su Voto de Celibato: al haber experimentado esa “intimidad” de hablar y ser acogidos, con la fortuna de tener a su lado a un compañero, a su Superior, a veces su gente, y siempre al Señor en un momento de “consolación intensa” en su vida de oración, con quien tener confianza total.

No cabe duda que, el entender la Unidad de la pareja como algo semejante a la Unidad que vive Dios, y el gozar de esa manera la auténtica Intimidad, son elementos fundamentales de lo que nos estamos planteando: la “Espiritualidad Matrimonial”. Entenderlo, vivirlo así, y cultivarlo, como el gran tesoro del vivir en matrimonio, vocación que da Dios para ser de su Reino y gozarlo. Para ello da también, a los que El quiere elegir, la vocación a consagrársele para ser, en el Celibato, su Esposa la Iglesia, hermosa, santa e inmaculada, hecha por El y solamente para El como su Madre la Virgen.

 

Recordar ambos alguna ocasión en la que él/ella se sintió muy feliz al experimentar la intimidad de contar a su pareja algún sentimiento y verse escuchado por el otro como nadie le escucharía con el corazón , y sin quedar defraudado por haber tenido esa confianza única.

UNIDAD DE DIOS Y EN PAREJA

P. Vicente Gallo, S.J.

                1. "Los dos serán una sola carne" (Mt 19,5)

La relación de pareja en el matrimonio puede estudiarse, para tratar de entenderla, desde una visión de reflexión humana. Pero los cristianos, debemos hacerlo desde la fe en el plan de Dios, que nos lo revela la Biblia. Vivir ese plan de Dios, además de entenderlo, es la espiritualidad del matrimonio cristiano, nuestro tema.

Jesús, como Palabra de Dios que es él para nuestra fe, preguntado acerca del matrimonio proclama que el matrimonio es unión del marido y la mujer para toda la vida. Para que los escribas y fariseos lo entendieran, apela a lo que en la Biblia se dice desde el principio: “Dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Gén 2, 24). Y añade Jesús: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien: lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). Para quienes creemos en Cristo, esta es una Palabra definitiva de Dios (Jn 1, 18).

La Biblia, desde el comienzo mismo, presenta al hombre como creado a “imagen y semejanza de Dios” haciéndolos hombre y mujer para vivir unidos en matrimonio (Gén 1, 26-27). Pero “a Dios nadie le ha visto nunca” (Jn 1, 18). A Dios sólo podemos conocerlo según lo que de El nos ha revelado su Hijo Jesucristo (Mt 11, 27), quien es la Palabra de Dios que “se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14), y que vino del cielo para manifestar a los hombres el nombre de Dios (Jn 17, 6): Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas siendo el único Dios, no tres Dioses sino uno solo.

De ese único Dios verdadero, “el hombre”, el varón junto con la mujer, es una imagen o retrato de Dios, y es un semejante a Dios con quien El pudiera tratar: no sólo como para tener con quien hacerse compañía, sino con quien pactar una Alianza. Cuando Jesús dice, del hombre y la mujer, que Dios los creó para que, unidos en matrimonio, “ya no sean dos sino uno, y lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, sin duda alguna pensaba en lo que él sabía y revelaba acerca de Dios, que siendo tres Personas distintas hacen un Dios único.

Dios es el infinitamente feliz. Pero es feliz así, siendo como es, Tres Personas en Relación de Amor, puesto que “Dios es Amor” (1Jn 4, 16). “Nosotros hemos conocido el Amor que Dios nos tiene y hemos creído en El” (1Jn 4, 16). “El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1Jn 4, 7). Así nos dice la Palabra de Dios hecha carne para revelarnos los secretos de Dios (Mt 11, 25-27). En consecuencia, quien es “imagen y semejanza de Dios” desde la diferencia de ser dos siendo varón y mujer, no solamente debe hacer “uno” como lo es Dios en tres Personas distintas, sino que sólo podrá ser feliz, como lo es Dios, viviendo la relación de pareja a “imagen y semejanza” del Amor que vemos en Dios, en la verdadera Unidad de la Intimidad que será una realidad hermosa viviéndola en el amor.

Solamente la fidelidad en el amor produce la verdadera felicidad; como Dios es infinitamente feliz por la infinita fidelidad en el Amor de sus tres Personas. Vivir el amor matrimonial desde la fe, con una fidelidad semejante a como la viven las tres Personas divinas haciendo un solo Dios, lo hemos dicho y lo repetimos, es lo más fundamental de la espiritualidad del matrimonio cristiano. No es para sentirse desdichados vivir bajo el yugo pesado de una fidelidad tan absoluta, sino para ser felices de veras, con una felicidad semejante a la de Dios, abrazando decididamente la opción de la total fidelidad

En la vida de matrimonio es un hecho que son dos los que permanecen pareja en su relación de amor; no sólo dos personas distintas, sino varón el uno y mujer el otro, con las diferencias que tiene el ser varón frente al ser mujer. Unas diferencias que no desaparecerán ellas solas con el correr el tiempo de vivir juntos; sino que deben mantenerlas, porque cada uno tiene el deber de mantener su propia personalidad para con ella entregarse al otro y hacerse felices ambos de esa manera.

Desde que nació cada uno, el mundo les enseñó a vivir cada uno su propia vida, les enseña a buscar la felicidad manteniéndose dos en el matrimonio, y les pone ante los ojos los demás matrimonios que viven siendo de veras dos, para buscar en ello el modo de no perder su felicidad personal. Pero Dios los llama a ser uno, “una sola carne”: hechos uno al casarse, deben mantener esa unidad cumpliendo la promesa de fidelidad en el amor del uno al otro; amor que Dios lo ha puesto en el corazón de ambos, amor con el que Dios los unió, amor como es el Amor de Dios, amor que deben mantener sin fisuras, porque está sentenciado: “lo que Dios ha unido, nunca lo separe el hombre”. La fidelidad en el matrimonio no es sólo no caer ninguno de los dos en el adulterio, sino mantenerse siempre firmes en la Unidad que Dios hizo con ellos al unirlos en matrimonio, para que ello sea el modo de ser felices.

Desde la fe en Dios y en su plan para el matrimonio, los dos esposos tienen la obligación de trabajar el logro permanente de ser Uno en la vida de Relación de pareja, entendiendo el amor no como lo entiende el mundo, sino como lo entiende Dios. Tenemos larga experiencia de tal Amor todos los que hemos creído en ese Dios que se nos ha mostrado dándonos a su Hijo para que vivamos de él.

Como ya lo enseñó San Pablo, desde el comienzo de la fe cristiana, es un amor que siempre les exigirá comprenderse el uno al otro, servirse el uno al otro, no tenerse envidia, no exhibirlo con arrogancia, no creerse importantes por estar amando; un amor que no admite malos modales, ni busca ver qué saca del otro amándole, que no se irrita con cólera por cualquier falta del otro en el amor; no lleva cuentas de lo malo que halle en el otro (para un día podérselo echar en cara) ni se alegra de algo malo que encontró, sino que se goza con la verdad de lo bueno y hermoso que el otro tiene. Un amor que disculpa al otro sin límites, que cree en el otro sin límites, que sigue esperando en el otro sin límites, que aguanta al otro sin límites y, en consecuencia, es un amor que nunca pasa (ver 1Co 13, 4-8). Así es el Amor que siempre hemos visto en Dios y en el que hemos creído; y ese es el amor con el que deben amarse los esposos que se casaron delante de Dios por la fe que tienen en El.

La penosa realidad que encontramos en muchos matrimonios de cristianos, que se casaron ante la Iglesia con su Sacramento, radica en que, ya cuando se casaron con el Sacramento, no conocieron lo que eso era, ni creyeron en las obligaciones que implicaba el casarse así. Nadie se lo hizo conocer, ni siquiera el sacerdote que en nombre de la Iglesia presidía y acogía el Sacramento. Tampoco llegaron a conocer lo que es el Amor de Dios, diferente de lo que en el mundo se llama “amor”; por lo que no se casaron con “el amor de Dios puesto en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5), ni se amaron nunca con ese amor, sino con lo que el mundo llama “amor”.

Cuando después de casados alguien se lo hace conocer, es normal que digan lo que a mí me dijo un esposo en trance de separarse de su esposa, pero que aún pensaba que la seguía amando: “Puedo afirmar que nunca he amado así a mi mujer; nadie me lo enseñó hasta ahora”. Reconocía los errores que él había cometido en el matrimonio, se sentía culpable de ellos; pero, al concluir con la afirmación que refiero, le parecía que todos esos errores eran secundarios: lo principal era que nunca supo entender bien el amor. Ahora, quería amarla de verdad y recomenzar así su matrimonio.

UNIDAD DE DIOS Y EN PAREJA

P. Vicente Gallo, S.J.

                2. “Lo que Dios ha unido, que nunca lo separe el hombre” (Mt 19, 6)

Dios no sólo hizo al hombre y a la mujer para vivir su Relación de matrimonio en tal Unidad que ella los hiciese ser “imagen y semejanza de Dios mismo”. En cada pareja de quienes se casaron enamorados, es Dios quien los hizo el uno para el otro. Dios los llamó a cada uno desde ese otro. Dios hizo que terminaran encontrándose. Cuando por fin se encontraron ambos, sintieron lo que dijo el primer hombre al ver a la mujer hecha para él: “esto es distinto” (Gén 2, 23). Eso fue su enamoramiento. El secreto para que ese matrimonio sea consistente está en que mantengan siempre firme, como cosa de Dios, el enamoramiento con el que se casaron y en el que Dios se gozó al verlo.

Pero con las manos pecadoras de ambos, con las de sus padres o hermanos que debieron dejar de serlo como Dios lo quiso cuando estos dos se casaron (Gén 2, 24), y con las manos del “mundo”, que son todos los demás organizados a su manera, “el hombre” puede romper el lazo con que Dios los unió, y la hermosa realidad de ser Uno como Dios, como Dios mismo los unió (Mt 19, 6) para amarse con un Amor semejante al Amor con el que Dios ama. Lo que Dios ha unido, lo separará el hombre.

La vida de relación entre los hombres, y también la relación de pareja en el matrimonio, se funda en necesidades humanas que ya hemos mencionado: la de “ser amado”, la de “ser valorado”, y la de “pertenecer a otros” a la vez que “mantener la propia autonomía”. Esas cuatro necesidades se ven satisfechas cuando, en el matrimonio, los dos de la pareja mantienen la fidelidad en el amor que los hace ser uno en lugar de dos. Desde esa satisfacción provienen los sentimientos de felicidad, gozo, gratitud, paz, ilusión, confianza, emoción, fortaleza, y otros parecidos.

Pero cuando cualquiera de esas necesidades se ve insatisfecha, brotan los sentimientos de tristeza, vaciez, soledad, fracaso, desilusión, amargura, desánimo, dolor por estar herido, y los sentimientos semejantes. Cuando alguna de dichas necesidades se ve amenazada, se siente temor, angustia, alarma, miedo, desorientación, inseguridad, preocupación, y otros sentimientos así. Cuando, en alguna de las mencionadas necesidades, uno se ve agredido, bloqueado, impedido, lo que siente será enojo, cólera, rabia, odio, resentimiento, confusión, desesperación, u otros sentimientos parecidos.

Desde situaciones así, cada uno puede optar por buscarse una salida de diversas maneras. Acaso tratando de recuperar la satisfacción de esa necesidad en algo fuera del matrimonio, como irse con los amigos a divertirse, buscar sus pasatiempos personales prescindiendo de su pareja, ver televisión, ir al cine o ver películas aunque sea en su propia casa, navegar en internet, darse a la bebida, buscar otra mujer u otro hombre, acaso dedicarse al apostolado en la Parroquia o donde fuere.

También puede optar por buscarse alguna compensación satisfaciendo más otra de esas cuatro necesidades, cuando es en una en la que se encuentra insatisfecho: por ejemplo, desatender el ser amado, que no lo encuentra, con lograr el ser valorado como inteligente, hábil, conocedor de muchas cosas, ser muy estimado profesionalmente, u otros valores en los que se vea reconocido. O viceversa, al no verse valorado, compensarlo con mirar los muchos aspectos en que puede gozar de ser amado y la mucha gente que le ama, trabajando el que esto sea más verdad. Parecidas compensaciones puede buscar en verse autónomo, el que no logra vivir en pertenencia; o buscar en una pertenencia más grande, la incapacidad que tiene de ser autónomo y libre en sus determinaciones. Y esto no es un juego de palabras o de conceptos, sino una verdad que es necesario percatarse de ella para evitar vivir en ese desarreglo, nefasto para uno mismo y más para la vida de relación.

ESCUCHANDO A DIOS, ESCUCHANDO A TU PAREJA

P. Vicente Gallo, S.J.

3. Las cartas de amor

Los enamorados se escriben cartas con frecuencia; a veces, cada día. Les salen del corazón. En ellas necesitan decirse lo que se aman, aunque uno y otro lo sepan sin que necesiten repetírselo tantas veces. No necesitan “noticias” que contarse en esas cartas, novedades ocurridas; sencillamente necesitan decirse que se aman, y tampoco esto es novedad para ellos. Las parejas de casados, cuando por necesidades imperiosas de la vida o del trabajo tienen que vivir en ciudades separadas, si están verdaderamente enamorados, se escriben con frecuencia parecida sus “cartas de amor”: no con el fin de hacer notar su presencia al otro para que este no le haga una mala jugada, pero sí para hacerse presentes el uno al otro, porque están muy seguros de que siguen amándose con fidelidad.

En esas “cartas de amor” no se cuida demasiado la redacción precisa ni la ortografía en ella. Cuando el uno lee la carta del otro, no se fija en esos detalles, sencillamente porque no le interesan: no se leen con la mente analítica, sino con el corazón. No se busca la ortografía con que se escribe, ni lo bonito de la letra, ni lo cuidado de la redacción; sólo se atiende al corazón que habla de esa manera y el amor de la persona que lo escribe. Y se lee una vez, quizás, para descifrar lo escrito; pero otra, y quizás más veces, para gozar el amor que en la carta se expresa.

Para dialogar sobre los sentimientos, es muy valioso hacerlo con una “carta de amor” como esas que hemos dicho de quienes están enamorados. La comunicación que se le hace al otro es una prueba del amor que se le tiene, por el que se tienen con él hasta esas confidencias; y sirve, como todas las cartas de amor, para alimentar el enamoramiento que se quiere mantener vivo aun con esos sentimientos no guardados sino comunicados.

Hacer por escrito un “intercambio de ideas u opiniones” puede servir para puntualizar mejor lo que se dice; pero normalmente resulta un escrito frío, indica falta de confianza y crea mayor distanciamiento, pues hace que el análisis que el otro haga, acerca de eso que está escrito, genere una mayor agudeza suya para opinar lo contrario y aferrarse a sus propias opiniones. Si se escriben para “confrontarse”, todavía es más contraproducente: aunque en el escrito se hable de amor y de confianza, el que lo lee lo toma sólo como desaire, como falta de amor y de la confianza de hablar dando la cara, los separa mucho más. ¡Cuidado con escribir misivas de ese tipo! Que suele ser pernicioso.

Ante una “carta de amor” para dialogar sobre los sentimientos que le embargan a uno, después de leer el otro lo que ahí se le expresa con tanto amor y confianza, sería deseable que el otro respondiese con otra “carta de amor” suya, referida a esos sentimientos y a decirle cómo le comprende, cómo se identifica con él o ella, y la seguridad que le da de que siempre estará a su lado para ser su apoyo y su ayuda en lo que necesite. Cuando el otro haya leído esta carta de respuesta, seguramente hablarán los dos juntos sobre lo escrito, y experimentarán tal intimidad al hacerlo amándose, que terminarán dándose un beso o un abrazo con el calor que necesitaban sentir en el amor que se tienen.

Experimentar esa intimidad, es sumamente importante en la relación de una pareja en matrimonio. Sin esa manera de dialogar mediante “cartas de amor”, se sentirá esa “intimidad” sólo alguna vez, acaso en alguna situación especial de haberse sentido comprendidos y apoyados el uno por el otro. Pero si, ojalá cada día, se escriben una “carta de amor”, teniendo un diálogo consiguiente así de caluroso, aunque sea por sentimientos normales por cusas nimias, cada día vivirán, gozarán y consolidarán esa intimidad, que es el amor que Dios quiere para ellos y que ellos mismos soñaron juntos al casarse ante Dios con el Sacramento del Matrimonio. Esa manera de “dialogar”, entre cristianos casados, es indiscutiblemente un elemento muy valioso de lo que estamos llamando “espiritualidad matrimonial”.

También podemos pensar que, un modo excelente de hacer oración, puede ser escribir a Dios una “carta de amor” sobre los sentimientos que a uno le están afectando; diciéndole a Dios con mucho amor lo que solamente se dice a quien es amigo íntimo, hablando no de cosas más o menos de fuera de uno, sino hablando de lo más profundo que uno tiene, hablando de sí mismo. Ponerse después a escuchar lo que le responde Dios al haber leído esa carta, es un acto importante de fe en el amor que le une con Dios; si trata de poner por escrito lo que siente que Dios le está respondiendo, puede ocupar todo ello más de media hora de la mejor oración, la que más enciende la fe, la esperanza, y el amor que se tiene en nuestra relación con Dios que nos ama.

No es porque Dios necesite de una carta nuestra para entendernos ni para amarnos. Como San Agustín lo repite con frecuencia, es porque nosotros necesitamos experimentar el amor y la confianza que le tenemos, así como el amor que Dios nos tiene, lo cercano que siempre está para con nosotros, y su fidelidad en la decisión de estar siendo siempre nuestra ayuda y nuestro consolador. Haciendo con este manera de orar nuestra oración, mediante una “carta de amor”, es menos fácil perdernos al estar orando, quizás durmiéndonos o muy distraídos; y es más seguro el sentir ese calor de intimidad al pasar un buen rato tratando nuestras cosas con Dios, que es la verdadera oración

Indudablemente, este tema de comunicarse con mucho amor en la vida de pareja, y saber escucharse con el corazón más que sólo con la mente, es un elemento de importancia capital para tener y vivir la verdadera espiritualidad matrimonial. No es simplemente algo muy importante en la buena vida de relación, sino que, para los matrimonios cristianos, es algo indispensable para vivir su Sacramento.

¿Dialogamos frecuentemente el uno con el otro comunicándonos los sentimientos que nos invaden y desde los que pensamos y hacemos muchas cosas en relación a la pareja? Cuando hacemos una de esas confidencias ¿nos sentimos escuchados por la pareja, o nos sentiríamos más escuchados por otra persona?

 

ESCUCHANDO A DIOS, ESCUCHANDO A TU PAREJA

P. Vicente Gallo, S.J

2. "¡No me comprendes!

                Esa dolorosa expresión se la han escuchado, sin duda, muchos padres a sus hijos, principalmente cuando son adolescentes y necesitan mucho ser comprendidos. Los niños, más que ser comprendidos, piden ser oídos: llorando, gritando, hablando ellos cuando se tiene una visita. Los adultos, si no se los escucha, son ya capaces de quedarse ellos con lo suyo. Pero los adolescentes, que comienzan a tener opinión propia y sentimientos fuertes que los afectan, todavía son inseguros, y necesitan no sólo que se los escuche, sino que se los comprenda y de ese modo se los apoye.

Los hijos tienen que “escuchar”, no sólo “oír” a sus papás; pero igualmente los papás a sus hijos. Pero mucho más un esposo a su pareja: porque necesita ser comprendido y apoyado por el otro, como se lo prometieron al casarse. Igual que en nuestra relación con Dios: no solamente Él tiene que escucharnos a nosotros, que siempre nos escucha y nos comprende; mucho más nosotros tenemos que escucharle a El y comprenderle. No sólo he de ir a Dios para pedirle lo que a mí me interesa, sino para escuchar y aceptar yo lo que me pide El.

“Amar es entregarse olvidándose de sí buscando lo que al otro pueda hacerle feliz”. Es una gran definición del “amor”, que lamentablemente casi nunca se cumple, queriendo hacer del matrimonio una plataforma para ver cada uno en qué puede servirse del otro. El egoísmo es lo contrario al amor. De ello nacen la mayor parte de los conflictos y aun de las separaciones matrimoniales.

Es normal “pedir”, pero “no oír” al otro; acaso “oír”, pero no “escucharle”. De ahí vienen los problemas y las peleas en cualquiera de las áreas de convivir en la pareja: el dinero, el trabajo, el descanso, los caprichos legítimos o los irracionales, los hijos y su cuidado, los padres o familiares del uno y los del otro, los amigos, las diversiones, el tiempo que han de dedicarse, la salud que deben cuidar, el trance de la muerte, etc.

Los gobernantes, y los que tienen poder en cualquier nivel, generalmente “oyen” al Pueblo o a quienes tienen debajo; el problema está en que no los “escuchan” con el corazón. Igual ocurre en el Pueblo y los súbditos respecto a los gobernantes o los que mandan. Suele ser el origen de los conflictos sociales. No olvidando que lo mismo sucede en la Parroquias, o en los Colegios Religiosos entre el sacerdote y sus fieles, “el Cura” y “los seglares”. Ojalá siquiera en estos últimos casos se diera el “escuchar” como debe escucharse a Dios. Cuando al otro se le “escucha” como “escuchando a Dios”, el escuchar es más verdadero. En el matrimonio, esa escucha es un punto muy importante de la espiritualidad matrimonial, que es nuestro tema.

Pero tenemos que recordar, cuantas veces sea oportuno, que hay diversos modos de hablar y de escuchar en toda vida de relación, y concretamente en la de la pareja en matrimonio. Un primer modo es el de confrontar ante los problemas o conflictos con el otro. Muchas veces se debe confrontar, no dejar las cosas así. Pero siempre habrá de hacerse con mucho amor, como Dios nos ama a ambos y quiere la felicidad de los dos en la pareja, “amaos como yo os he amado”, que dijo Jesús para ser suyos. De esa manera deberán “escucharse”: no sólo “oyéndose” el uno al otro (a veces con gritos), sino comprendiendo, aceptándose, perdonándose, sanándose si hubo heridas. Como Dios nos escucha. Sólo así se logrará la paz. Si no es de ese modo, el confrontar causa heridas y es negativo hacerlo

Otro modo de hablar y escucharse en la pareja puede ser el intercambiar opiniones sobre los problemas que están ocurriendo en cualquiera de la áreas de relación, que antes mencionábamos, aunque sea el caso de que no hay conflictos de enfrentamiento, sino necesidad de aclararse y ponerse de acuerdo para vivir en unidad y buena paz. También en este caso el “hablar” debe ser con el amor que se tienen en su matrimonio, con el amor con que se le habla a Dios. Y el “escucharse” debería ser igualmente como se le escucha a Dios, y como Él nos escucha. Sólo así puede lograrse el objetivo deseable en la discusión o intercambio de ideas: la buena armonía, la buena inteligencia mutua, una mayor paz, una más grata convivencia en la pareja. Si no fuese así, de nada sirve (1Cor 13, 2).

Un tercer modo de hablar y de escucharse la pareja es dialogar sobre los sentimientos. Siempre se tienen sentimientos positivos de gozo, de satisfacción, de alegría, o sentimientos negativos, de tristeza, de temor, o de cólera. Los mencionábamos específicamente en el tema anterior. Según el signo con que estén afectadas las necesidades en las diversas áreas de relación en la pareja: necesidad de ser amado, necesidad de ser valorado, necesidad de pertenecer amando, y necesidad de ser autónomo, satisfechas o insatisfechas, surgen los diversos sentimientos, positivos o negativos

No se trata de “hablar” para manifestar al otro su pensamiento acerca del problema, y mucho menos para acusar. Sino para manifestar al otro los sentimientos que tiene ante la presencia de ese problema; hablando al otro con mucho amor y por la confianza que se le tiene. El otro debe “escuchar” con el amor que responde a la confianza que se le está teniendo, como quien escucha a Dios, queriendo que la palabra no caiga en roca, sino en tierra preparada para dar fruto. Se escucha no con la inteligencia analizando lo que se oye, sino con el corazón acogiendo lo que se escucha y a quien habla. De esa manera se logra no sólo armonía y cierta unidad en la pareja, sino la deseable intimidad, lo único capaz de hacer sentir la felicidad de vivir unidos en pareja, tanto como soñaban cuando se enamoraron.

Fuente:  Formando a los laicos.