Cuando los Padres Conciliares aceptaron la idea de renovación del diaconado permanente, fueron determinados, como se sabe, de intereses diferentes.
Unos vieron al horizonte la futura falta de sacerdotes y esperaban, de cara a la situación de diáspora de las viejas iglesias locales y a la situación de misión en las nuevas, recibir un alivio[2].
Otros tomaron las ideas de los círculos para el diaconado existentes antes del Concilio y procuraron un fortalecimiento del carácter diacónico de la Iglesia[3].
Otros más consideraron el problema del celibato para los diáconos permanentes y más generalmente, el problema del celibato, como fundamental para la introducción del diaconado permanente[4].
Este problema del celibato jugó un papel importante, especialmente para los adversarios de la introducción del diaconado permanente. Ellos tuvieron miedo de que un paso tal iba a provocar un debate sobre el celibato sacerdotal. Este problema lo voy a dejar a un lado en mi presentación, como también el del diaconado para las mujeres. Estos son problemas que deben ser tratados separadamente, en otras circunstancias. En adelante, tendré como punto de partida el hecho de que el diácono permanente, concebido por el Concilio como un escalón independiente de la ordenación, no debe ser considerado a partir de la falta de sacerdotes, ni como un suplente para los sacerdotes que faltan. Por esto, voy a seguir, de manera particular el segundo momento susodicho. En mi opinión, desde el punto de vista de la diaconía, se abren caminos para el diaconado que ofrecerán oportunidades con importantes consecuencias para el futuro.
La introducción del diaconado permanente en muchas diócesis de la Iglesia católica fue preparada por muchos proyectos y experiencias pastorales, surgió de un movimiento "de abajo para arriba", particularmente en los así denominados "círculos para el diaconado". Estos impulsos "de abajo para arriba" fueron alentados ya por el Papa Pío XII y llevados seguidamente por muchos obispos en el Concilio Vaticano II. De manera correspondiente, la discusión en el Concilio fue marcada más por aspectos pragmático-pastorales que por aspectos puramente teológicos. Consideraciones teológicas fundamentales, particularmente las de Karl Rahner, Yves Congar y otros, se añadieron sin embargo muy pronto, y enseguida condujeron a la explicación que el diaconado no es una transformación del apostolado laico, sino una re-formación del ministerio ordenado en la Iglesia. Esta concepción fue confirmada por el Concilio y se fortaleció desde entonces.
El Concilio Vaticano II ve en el diaconado permanente "un ministerio de importancia altamente vital para la Iglesia". El Concilio introdujo -como fue dicho explícitamente- el diaconado permanente porque, en el caso contrario, las tareas pertenecientes a la esencia teológica del diaconado podrían ser cumplidas sólo con dificultad (LG 29).
Los fundamentos de la teología del ministerio eclesial son formulados en la "Lumen Gentium" de manera obligatoria. Se hizo a este respecto, la declaración fundamental de que el diaconado, tal como el presbiterado, pertenecen al ministerio ordenado que se administra con la imposición de las manos y la oración, y cuya plenitud pertenece al ministerio episcopal. (LG 28; OE 17; AG 16). Quien conoce un poco de la historia de la teología, sabe como una declaración tal fue inesperada al tiempo del Concilio. Esta declaración supera todo el desarrollo medieval, apelando a la liturgia y teología de los primeros siglos. Ella incluso casi quebró la restricción medieval del ministerio al presbiterado, en cuanto esta fue vista sólo desde el ángulo de la plenipotencia de consagración que tenía el sacerdote. Desde este ángulo restrictivo medieval, ni el diaconado, ni el episcopado pudieron ser vistos como sacramento.
La renovación fue posibilitada por un recurso a las liturgias de ordenación de la Iglesia primitiva y a los Padres de la Iglesia. A la luz de esta antigua tradición, el Concilio pudo clarificar de manera doctrinaria el pertenecer del diaconado, presbiterado y episcopado a un solo ministerio sacramental de la Iglesia. La renovación del diaconado permanente nació, por consiguiente, no sólo de las necesidades del presente, sino también de un análisis teológico de las reverencias determinantes de la fe. Sólo de este doble movimiento pudo surgir la renovación del diaconado permanente y ganar su forma obligatoria en la Iglesia.
Incluso en la relación triple entre el episcopado, el presbiterado y el diaconado se llegó, en el Concilio Vaticano II, a una nueva reflexión. Hasta ese Concilio, los tres escalones de la ordenación pudieron ser entendidos como un tipo de carrera ascendente. Contrario a eso, el Concilio hizo una transformación de la manera de ver las cosas. El Concilio tiene como punto de partida, en el sentido de la Iglesia primitiva, el obispo, y le concede la plenitud de la ordenación (LG 21). Diáconos y presbíteros participan en este único ministerio sacramental, cuya plenitud corresponde al obispo, de manera específica y gradual. Los dos -el sacerdote y el diácono- son colaboradores del obispo, y así son considerados en su dependencia y pertenencia hacia este último. Los diáconos y presbíteros, de manera correspondiente, ejercen su ministerio como representantes del obispo, el cual, confrontándose con la multitud de sus tareas, necesita colaboradores y ayudantes.
Los diáconos, sin embargo, siendo pertenecientes a un obispo, no son solamente "prolongaciones" de este último. El que, últimamente, concede la ordenación sacramental, es el mismo Jesucristo, la ordenación da a los que la reciben un signo sacramental (carácter indelebilis) que les hace semejantes a Cristo, el único Sumo Sacerdote, Pastor y Obispo. Con esto, el ordenado ya no debe tener una disponibilidad absoluta hacia el obispo, sino tiene un cierto grado de independencia y responsabilidad propia (ya que recibió en la ordenación una relación inmediata con Cristo) que el obispo tiene que respetar. Los obispos, presbíteros y diáconos participan así, de manera diferente, a la misión de Cristo y deben tener una relación fraternal y colaborar de manera colegial. Los sacerdotes y diáconos no son simplemente sometidos al obispo sino este último debe dirigirse a ellos y tratarles como hermanos y amigos.
De la diferente participación al único ministerio de Jesucristo surgen algunas consecuencias por un más detallado esclarecimiento de las relaciones entre los ministerios del sacerdote y del diácono. En cuanto el diaconado fue tan solo una transición al presbiterado, el diácono apareció como inferior al sacerdote. Esta inferioridad/superioridad jerárquica puede aparecer incluso si uno lee superficialmente LG 29. Citamos: "Un escalón más bajo en la jerarquía lo ocupan los diáconos…" Pero, al mirar más atentamente, se puede notar que no se trata aquí de la inferioridad o sumisión del diácono al sacerdote, sino de una menor participación al ministerio del obispo. Esto aparece claramente en LG 28, donde se dice: "Cristo, al cual el Padre santificó y envió al mundo (Jn 10, 36) hizo, por intermedio de los apóstoles, sus sucesores, los obispos, participar en su propia ordenación y misión. Estos, por su parte, transmitieron las tareas de su ministerio, en una múltiple gradación, a varios miembros de la Iglesia, según el derecho. Así que el ministerio proveniente de la divina intención está ejercitado en varios órdenes por aquellos, que desde tiempos antiguos, tienen los nombres de obispos, sacerdotes y diáconos". Estas diferentes gradaciones en la participación al ministerio episcopal corresponden pues a varios ordenes. El obispo, por así decir, tiene dos brazos para apoyarlo, que tienen diferentes funciones, pero que deben colaborar.
"La teología tradicional de la ordenación de los escalones ascendentes, y la concepción de que la consagración episcopal es una ampliación no esencial a la ordenación sacerdotal, fueron abrogadas"[5]. Debe hablarse ahora de una teología de la ordenación relativa a la diferente participación al ministerio episcopal y así mismo de una relación directa del diácono con el obispo, que incluye, por supuesto, una colaboración fraternal con el sacerdote, que también tiene una participación en el ministerio episcopal.
Esta concepción del último Concilio es en acuerdo con la de los primeros siglos. San Pablo recuerda ya a los diáconos en una relación inmediata con los obispos (Fl 1,1). San Ignacio de Antioquía describe los diáconos como colaboradores (syndouloi) suyos (es decir, no de los sacerdotes) (Fl 4; Smirn. 4,1; Ef 2,1; Magn. 2,1). Según la Tradición Apostólica de Hipólito, los diáconos "no son llamados al presbiterado, sino al servicio del obispo, y para cumplir las tareas planteadas por este último" (Trad. apost. 8). La "Didascalia Apostolorum" advierte: "Sed unánimes, obispos, presbíteros y diáconos, porque constituís un solo cuerpo". El diácono es descrito incluso como "oreja, boca, corazón y alma del obispo" (Didasc. II, 44). A veces, parece que los diáconos tenían una posición tan poderosa que -como lo señalan San Jerónimo y el Ambrosiaster- los presbíteros protestaban con toda energía.
Después de aclarar, de esta manera, que el diácono participa del único ministerio sacramental de la Iglesia y representa una característica específica de este ministerio, debemos considerar ahora la forma concreta y esencial en la que se presenta este ministerio en el diaconado.
LG 29, citando brevemente la Tradición Apostólica de Hipólito, dice lo decisivo en este asunto. El Concilio subraya que el diácono "no está ordenado para el sacerdocio, sino para el servicio (ministerium)". De esta forma los ministerios sacerdotal y diaconal quedan claramente delimitados. El diácono no es un "mini-sacerdote" ni un suplente por la falta del sacerdote. Con esto, el diaconado deja de ser sólo un escalón para el presbiterado: se trata de un ministerio independiente. Tiene una marca propia del ministerio de la Iglesia de Jesucristo.
La ordenación "Para el servicio" significa que el diácono tiene la Diakonía cristiana como responsabilidad especial. Ya el Libro de los Hechos de los Apóstoles menciona que los apóstoles no podían cuidar solos del servicio de las mesas y para no descuidar el servicio de la Palabra, necesitaban ayuda (Hch 6,2).
Incluso según San Ignacio de Antioquía dice que a los diáconos se los confía el servicio de Jesucristo (Ef 2,10) y lo que dice Hipólito sobre la orden eclesiástica, muestra que los diáconos cuidaban de los enfermos y tenían que informar al obispo sobre este servicio (Trad.apost.8; cf. Didasc.II, 44). Así que los diáconos, en la Iglesia primitiva, cumpliendo una tarea confiada por los obispos, cuidaban, en primer lugar, de los pobres. El Concilio cita explícitamente la carta de Policarpo: que los diáconos tienen que ser unánimes: "Misericordiosos, asiduos, abiertos hacia la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos" (Fl 5,2; cit. en LG 29).
Por supuesto, el amor por el prójimo y el servicio a los hermanos siguiendo a Cristo son requeridos a todos los cristianos bautizados y confirmados. También queda claro que el carácter de servicio -como lo recuerda incesantemente el Concilio- es propio también de los sacerdotes, obispos, de toda la Iglesia. LG 24 dice claramente que el ministerio episcopal "es verdaderamente un servicio, por lo cual es denominado en las Escrituras como "diakoneia", es decir, servicio (cf. Hch 1,17 y 25;21,10; Rm11, 13;1 Tm 1,12)". A los obispos, presbíteros y diáconos, se les pide, conjuntamente, ejercitar la diaconía de Jesucristo hacia los pobres y necesitados de todo tipo y promoverla en la Iglesia. Al obispo se le ata esto particularmente al alma con su consagración. El diácono toma parte en ese ministerio diaconal del obispo de forma muy especial. El debe "representar de modo especial en la Iglesia la dimensión diaconal propia al ministerio eclesial, es decir, el servicio de esclavo cumplido por Jesucristo">[6].