3 December 2024
 

26 noviembre 2015. Encuentro con el clero, los religiosos, religiosas y los seminaristas. Discurso del santo padre Francisco.  Cuando un consagrado, una consagrada, un sacerdote, se olvida de Cristo crucificado, ¡pobrecito!, cayó en un pecado muy feo, un pecado que le da asco a Dios, que lo hace vomitar a Dios, el pecado de la tibieza. 

Campo de deportes de la St Mary’s School, Nairobi (Kenia). Jueves 26 de noviembre de 2015  Muchas gracias por su presencia. Me gustaría mucho hablarles en inglés, pero mi inglés es pobre. He tomado algunas notas y quisiera decirles muchas cosas, a cada uno de ustedes, pero me da miedo hablar y preferiría hacerlo en mi lengua madre. Mons. Miles hará la traducción. Gracias por su comprensión.

Cuando se leía la Carta de san Pablo me tocó: «Estoy firmemente convencido de que aquel que comenzó en ustedes la buena obra la irá completando hasta el Día de Cristo Jesús» (Flp 1,6).

 El Señor nos ha elegido, y Él comenzó su obra el día que nos miró en el bautismo, y el día que nos miró después, cuando nos dijo «si tenés ganas vení conmigo». Y, bueno, ahí nos metimos en fila y empezamos el camino; pero el camino lo empezó Él, no nosotros. En el Evangelio leemos de uno curado que quiso seguir el camino y Jesús le dijo: «No». En el seguimiento de Jesucristo, sea en el sacerdocio, sea en la vida consagrada, se entra por la puerta; la puerta es Cristo; Él llama, Él empieza, Él va haciendo el trabajo. Hay algunos que quieren entrar por la ventana. No sirve eso. Por favor, si alguno ve que un compañero o una compañera entró por la ventana, abrácelo y explíquele que mejor que se vaya, y que sirva a Dios en otro lado, porque nunca va a llegar a término una obra que no empezó Jesús por la puerta.

Y esto nos tiene que llevar a una conciencia de elegidos: «Yo fui mirado, yo fui elegido». Me impresiona el comienzo del capítulo 16 de Ezequiel: Eras hijo de extranjeros, estabas recién nacido y tirado. Yo pasé, te limpié y te llevé conmigo (cf. vv. 6-9). Ese es el camino, esa es la obra que el Señor comenzó cuando los miró. Hay algunos que no saben para qué Dios los llama, pero sienten que Dios los llamó. Vayan tranquilos, Él les hará comprender para qué los llamó. Hay otros que quieren seguir al Señor, pero con interés, por interés. Acordémonos de la mamá de Santiago y Juan: «Señor te quiero pedir que cuando partas la torta le des la parte más grande a mis dos hijos. Uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Da la tentación de seguir a Jesús por ambición: ambición de dinero, ambición de poder. Todos podemos decir: «Cuando yo empecé a seguir a Jesús ni se me ocurrió eso». Pero a otro se le ocurrió y, poco a poco, te lo sembró en el corazón como una cizaña. En la vida del seguimiento de Jesús no hay lugar ni para la propia ambición, ni para las riquezas, ni para ser una persona importante en el mundo. A Jesús se lo sigue hasta el último paso de su vida terrena: la cruz. Después, Él se encarga de resucitarte, pero, hasta ahí, andá vos. Y esto se lo digo en serio, porque la Iglesia no es una empresa, no es una ONG, la Iglesia es un misterio, es el misterio de la mirada de Jesús sobre cada uno, que le dice: «Vení». Queda claro, el que llama es Jesús. Se entra por la puerta, no por la ventana, y se sigue el camino de Jesús.

Evidentemente, Jesús cuando nos elige no nos canoniza, seguimos siendo los mismos pecadores. Yo les pediría, por favor, si hay acá algún sacerdote o alguna religiosa, o algún religioso que no se sienta pecador, que levante la mano. Todos somos pecadores, yo el primero, después ustedes. Pero nos lleva adelante la ternura y el amor de Jesús. «Aquel que empezó la buena obra en ustedes la continuará y la completará hasta el día de Jesucristo». Eso nos lleva adelante, el amor de Jesús. ¿Ustedes se acuerdan, en el Evangelio, cuándo lloró el apóstol Santiago? ¿Se acuerda alguno, o no? ¿Y cuándo lloró el apóstol Juan? ¿Y cuándo lloró algún otro apóstol? Uno sólo nos dice el Evangelio que lloró, el que se dio cuenta que era pecador, tan pecador era que había traicionado a su Señor, y cuando se dio cuenta de eso, lloró. Después, Jesús lo hizo Papa. ¿Quién entiende a Jesús? Un misterio. Nunca dejen de llorar. Cuando a un sacerdote, a un religioso o religiosa, se le secan las lágrimas algo no funciona. Llorar por la propia infidelidad, llorar por el dolor del mundo, llorar por la gente que está descartada, por los viejitos abandonados, por los niños asesinados, por las cosas que no entendemos; llorar cuando nos preguntan, «¿por qué?». Ninguno de nosotros tiene todos los «porqué», todas las respuestas a los «porqué». Hay un autor ruso que se preguntaba por qué sufren los niños. Y cada vez que yo saludo a un niño con cáncer, con tumor, con una enfermedad rara – como se llaman ahora – pregunto: «¿Por qué sufre este niño?». Y yo no tengo respuesta para esto, solamente miro a Jesús en la cruz. Hay situaciones en la vida que solamente nos llevan a llorar mirando a Jesús en la cruz y esa es la única respuesta para ciertas injusticias, para ciertos dolores, para ciertas situaciones de la vida. San Pablo le decía a sus discípulos: «Acordáte de Jesucristo, acordáte de Jesucristo crucificado». Cuando un consagrado, una consagrada, un sacerdote, se olvida de Cristo crucificado, ¡pobrecito!, cayó en un pecado muy feo, un pecado que le da asco a Dios, que lo hace vomitar a Dios, el pecado de la tibieza. Queridos sacerdotes, hermanas y hermanos, cuiden de no caer en el pecado de la tibieza.

Y, ¿qué otra cosa les puedo decir que les pueda dar un mensaje de mi corazón a ustedes? Que nunca se alejen de Jesús. Esto quiere decir que nunca dejen de orar. «Padre, pero a veces es tan aburrido orar, uno se cansa, se duerme». Dormíte delante del Señor. Es una manera de rezar, pero quedáte ahí, delante del Señor, rezá, no dejes la oración. Si un consagrado deja la oración, el alma se seca, como esos higos ya secos, son feos, tienen una apariencia fea. El alma de una religiosa, de un religioso, de un sacerdote que no reza, es un alma fea. Perdón, pero es así. Les dejo esta pregunta: «¿Yo le quito tiempo al sueño, a la radio, a la televisión, a las revistas, para rezar, o prefiero lo otro?». Ponerse delante de Aquel que empezó la obra y que la está terminando en cada uno de ustedes. La oración...

 

Y una última cosa que les quisiera decir, antes de decirles otra. Es que todo el que se dejó elegir por Jesús es para servir, para servir al pueblo de Dios, para servir a los más pobres, a los más descartados, a los más humildes, para servir a los niños y a los ancianos, para servir también a la gente que no es consciente de la soberbia y del pecado que lleva dentro, para servir a Jesús. Dejarse elegir por Jesús es dejarse elegir para servir, no para hacerse servir. Hace un año, más o menos, hubo un encuentro de sacerdotes –las monjas se salvan– y, durante esos ejercicios espirituales, cada día había un turno de sacerdotes que tenían que servir a la mesa, algunos de ellos se quejaron: «No. Nosotros tenemos que ser servidos, nosotros pagamos, podemos pagar para que nos sirvan». Por favor, no diga eso en la Iglesia. Servir, no «servirse de».

 

Bueno, esto es lo que les quería decir, que sentí todo de golpe cuando escuché esta frase de san Pablo, confiado en que «Aquel que empezó la buena obra en ustedes la continuará, y la completará, hasta el día de Jesucristo». Me decía un cardenal mayor, un año más que yo, que cuando él va al cementerio donde ve misioneros, misioneras, sacerdotes, religiosos, religiosas que han dado su vida, él se pregunta: «¿Y por qué a estos no los canonizan mañana, porque pasaron su vida sirviendo?». Y a mí me emociona cuando saludo después de una misa a un sacerdote, una religiosa, que me dice: «Hace 30, 40 años que estoy en este hospital de niños autistas, o que estoy en las misiones del Amazonas o que estoy en tal lugar o en tal otro». Me toca el alma. Esta mujer o este hombre entendió que seguir a Jesús es servir a los demás y no servirse de los demás.

 

Bueno, les agradezco mucho. Pero, «qué Papa maleducado que es éste», ¿no? Nos dio consejos, nos dio palos, y no nos dice gracias. Yo les quiero decir, lo último que les quiero decir, «la frutilla de la torta». Quiero darles gracias a ustedes. Gracias por animarse a seguir a Jesús. Gracias por cada vez que se sienten pecadores. Gracias por cada caricia de ternura que dan a quien lo necesita. Gracias por todas las veces que ayudaron a morir en paz a tanta gente. Gracias por quemar la vida en la esperanza. Gracias por dejarse ayudar y corregir, y perdonar todos los días. Y les pido, al darles gracias, que no se olviden de rezar por mí, porque yo lo necesito. Muchas gracias.

 

Palabras al final del encuentro

Les agradezco el buen rato que pasamos juntos, pero yo tengo que salir por esta puerta, porque están los niños enfermos de cáncer y quisiera verlos a ellos y darles una caricia. A ustedes les agradezco mucho, y ustedes, los seminaristas –que no los nombré pero están incluidos en todo lo que dije–, y, si alguno no se anima por este camino, da tiempo, busque otro trabajo, cásese y haga una buena familia. Gracias.