LA VIDA CONSAGRADA (I) Contenido esaencial y diversos tipos de Vida Consagrada I.- Contenido esencial de la Vida Consagrada I.- Prescripciones del Código de Derecho Canónico y el Magisterio del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium y Perfectae Caritatis,
además de algunos números de otros documentos importantes para nuestro tema) y en Documentos posteriores de la autoridad suprema de la Iglesia.
1. Ubicación de los cánones sobre la Vida Consagrada dentro del Código de Derecho Canónico
Los cánones dedicados a la Vida Consagrada, están ubicados en el Libro II, dedicado al Pueblo de Dios, en la Parte III, después de las que tratan sobre todos los fieles (Parte I) y sobre la Constitución Jerárquica (Parte II). Se sigue de este modo, con bastante aproximación, el esquema de la carta magna de la eclesiología del Concilio, que es la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium.
En la Lumen Gentium, después del Capítulo dedicado al Pueblo de Dios (II), y del que trata sobre la Jerarquía (III), se pasaba a la vocación universal a la santidad (IV), para distinguir en los siguientes Capítulos los caminos de santificación de los laicos (V) y de los religiosos (VI).
Superada, los primeros intentos de ordenación sistemática de los cánones del Código, en los que la Vida Consagrada quedaba incluida dentro del Título de las «Asociaciones en la Iglesia», se destaca que es parte insoslayable de su estructura carismática, en orden a la santidad de los fieles.
Respecto a la distribución de los temas dentro de esta Parte III del Libro II del Código. En primer lugar, hay que destacar que consta de dos Secciones, con un tema bien definido cada una de ellas: los Institutos de Vida Consagrada para la Sección I y las Sociedades de Vida Apostólica para la Sección II.
Dentro de la Sección dedicada a los Institutos de Vida Consagrada, los cánones del Título I (cáns. 573-606) tienen una función introductoria, con principios teológicos (cáns. 573-578) y jurídicos (cáns. 579-606) comunes a los dos tipos de Institutos de Vida Consagrada que se reconocen hoy en la Iglesia (los Religiosos y los Seculares).
El Título II (cáns. 607-709) presenta las normas correspondientes a los Institutos religiosos y el Título III (cáns. 710-730) las correspondientes a los Institutos seculares. No debe asustar que sean una mayoría tan marcada los cánones dedicados a los Institutos religiosos ya que, cuando se habla de los Institutos seculares o de las Sociedades de Vida Apostólica, el Código remite muchas veces a los que se refieren a los Institutos religiosos. Parece que se ha considerado conveniente tratar a los Institutos religiosos como el «analogado principal» de los Institutos de Vida Consagrada, y por eso se detallan, al hablar de ellos, muchos temas para los que, cuando las soluciones en los otros Institutos resultan coincidentes, se remite a ellos.
2. El título «Vida Consagrada»
Para comenzar, digamos que la Comisión que redactó esta parte del Código cambió varias veces de nombre, a medida que avanzaba la elaboración de los cánones.
Primero era designado como el grupo que trabajaba en los cánones «sobre los religiosos». El término «religiosos» se entendía en este caso como lo había hecho la Lumen Gentium en el Concilio: abarcando a los miembros de los Institutos religiosos y a los de los Institutos seculares. Eso mismo ya mostraba que era una terminología confusa.
Por esta razón pasó a llamarse grupo «sobre los institutos de perfección». Trataban sobre los mismos temas, es decir, sobre todos aquellos institutos que, de alguna forma, profesaban los consejos evangélicos. Pero este título creaba polémica, porque algunos se oponían al mismo, diciendo que el llamado a la perfección era para todos los bautizados, y no privilegio de algunos, consagrados a la santidad de un modo peculiar, pero no exclusivo.
Por último, entonces, se cambió nuevamente el nombre del grupo, y se utilizó la expresión «Vida Consagrada». Se seguía incluyendo como materia del grupo de trabajo a todos los institutos que profesaban los consejos evangélicos, ya fuera por medio de votos, o de otros vínculos reconocidos por la Iglesia. No se había cambiado el contenido, sólo el título.
3. Contenido teológico de la Vida Consagrada (can. 573 § 1)
El can. 573 § 1, tomado de LG 44, define la identidad teológica de la Vida Consagrada, y permite identificar sus elementos esenciales.
3.1. Dimensión teologal
La Vida Consagrada relaciona con Dios a los que la asumen como forma de vida, creando vínculos especiales entre el consagrado y la santísima Trinidad.
En primer lugar, Dios Padre aparece en el corazón de la Vida Consagrada como forma especial de vida. Los consagrados «son dedicados totalmente a Dios como a su amor supremo» dice el can. 573 § 1. Esta dedicación, por la que el consagrado pertenece totalmente a Dios, le da una dimensión peculiar a la filiación, propia de todo bautizado, caracterizándola por la profesión de los consejos evangélicos.
Por otra parte, los consagrados «siguen a Cristo más de cerca...». Y este seguimiento de Cristo, que define la dimensión cristológica de la Vida Consagrada, se realiza a través de la profesión de los consejos evangélicos, que hacen revivir el género de vida propio de Jesús. Se dice «más de cerca», porque el seguimiento de Jesús por parte de los que profesan los consejos evangélicos es un seguimiento específico (especificado por esta profesión), pero no exclusivo. A él están llamados todos los bautizados.
Por último, también se indica en este canon que la vocación a la Vida Consagrada viene de Dios, tiene origen divino, y es fruto de la acción del Espíritu Santo. Es «bajo la acción del Espíritu Santo...», que los fieles siguen a Cristo más de cerca a Cristo.
3.2. Dimensión eclesial
La Vida Consagrada pertenece a la Iglesia, y participa, a su modo, de la sacramentalidad de toda la Iglesia y de todo el Pueblo de Dios. Podemos decir que se manifiesta esta dimensión sacramental de la Vida Consagrada al menos en dos maneras. Por un lado, representa y revive el género de vida asumido por Jesús. Por otro, manifiesta los bienes del Cielo, ya presentes en forma incoada, en nuestro tiempo. Es como un anuncio de la resurrección futura y la gloria del Reino.
Los consejos evangélicos, por cuya profesión se constituye la Vida Consagrada, «son un don de Jesucristo a su Iglesia». Estos consejos, a través de los cuales algunas personas consagran su vida, son, entonces, una gracia de la Iglesia y para la Iglesia. Se comprende, entonces, la voz pasiva utilizada en la expresión que comentábamos en el apartado anterior. Es la Iglesia, desde esta perspectiva, la que recibe el don de la Vida Consagrada, y quien «dedica» a los que son llamados por Dios a esta forma de vida. Por eso, como veremos más adelante, será la autoridad eclesiástica la que podrá aprobar las diversas formas de Vida Consagrada, lo mismo que las Constituciones de los Institutos en los que ésta se realiza, y la que tendrá, además la responsabilidad de vigilarla y protegerla.
3.3. Dimensión espiritual
La ley suprema y vital del Reino de Dios es el amor. Los bautizados tienen, entonces, como exigencia espiritual máxima, la ley del amor. Esta ley del amor tomará un lugar y un modo de concreción muy especial, señalados por los consejos evangélicos, para los que asumen la Vida Consagrada.
Por una parte, el amor será la fuente que da origen a los consejos evangélicos. Es el amor de Dios el que llama a practicarlos, y es el amor a Dios y a los hombres lo que impulsa a algunos fieles a asumirlos como forma de vida. El amor está, así, en el origen de la Vida Consagrada.
Por otra parte, los consejos evangélicos son también un camino para la práctica del amor. Son, de esta manera, un medio que sirve para alcanzar un fin, que es el amor. Vista desde este lado, la Vida Consagrada, por la profesión de los consejos evangélicos, es un medio para la realización plena del amor. Es un medio cuya finalidad es alcanzar el amor.
Pero además, los consejos evangélicos son un modo concreto de realización de la vocación al amor. Se convierten en el modo concreto y peculiar con el que los que asumen la Vida Consagrada realizan en sus vidas el amor. Para los consagrados a través de los consejos evangélicos el amor toma la forma concreta de la pobreza, la castidad y la obediencia.
Con todo lo dicho, se ve que la Vida Consagrada, que comienza a ser desarrollada en el Código con este canon que estamos estudiando, no se refiere solamente a la consagración que recibe todo fiel cristiano por el bautismo. Se trata de una consagración distinta, por un «nuevo y peculiar título».
Esta consagración se realiza, a tenor del can. 573 § 1, por la profesión de los consejos evangélicos. La «consagración» propia de la Vida Consagrada y la profesión de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, se identifican. No existe una sin la otra, y viceversa.
4. Contenido canónico de la Vida Consagrada (can. 573 § 2)
Esta Vida Consagrada, identificada teológicamente en el § 1 del can. 573, es reconocida e institucionalizada por la Iglesia, en forma canónica. Así toman forman dentro de ella los Institutos de Vida Consagrada, como lo señala el can. 573 § 2, y las otras formas de Vida Consagrada reconocidas en los cáns. 603-604.
No es que la Iglesia apruebe la Vida Consagrada, considerada en sí misma, porque, como veíamos en el número anterior, ésta es de origen divino. Lo que la Iglesia hace es reconocer este don dado por Dios a la Iglesia, dándole un estatuto canónico. Con palabras del Concilio, podemos decir que lo que hace la Iglesia es elevar «con su sanción la profesión religiosa a la dignidad de estado canónico», y reconocer y aprobar jurídicamente los Institutos de Vida Consagrada.
Podemos comprobar esta afirmación dicha en el párrafo anterior de forma indirecta. Nunca se dice en el Código que la Vida Consagrada que sea de derecho pontificio o de derecho diocesano, simplemente se habla de la Vida Consagrada. En cambio, de los Institutos sí se dice que sean de derecho pontificio o de derecho diocesano, según sea la autoridad que los ha aprobado. Quiere decir que la aprobación es para los Institutos, no para la Vida Consagrada en sí misma, que es de origen divino.
Puede pensarse, y de hecho existen, formas de Vida Consagrada que no estén institucionalizada, es decir, que no tengan un reconocimiento público por parte de la Iglesia. Son las que realizan las personas que, en forma privada, asumen la forma de vida propia de los consejos evangélicos, sin aprobación especial de la autoridad eclesiástica.
Pero, además de estas formas, de carácter privado, existen las de carácter público, realizadas a través de los Institutos de Vida Consagrada, que tienen personalidad jurídica pública dentro de la Iglesia, es decir, son un sujeto de derecho y obligaciones dentro de la Iglesia, y que cuentan con la garantía de ser un don dado por el Espíritu Santo a la Iglesia, y reconocido por su autoridad.
5. Dimensión carismática de la Vida Consagrada (can. 574)
El canon 574 permite ubicar la Vida Consagrada, como forma o estado de vida, en la realidad de la Iglesia, y cuál es su aporte peculiar a la vida y la misión de la misma.
La comunión es, en la Iglesia, a la vez jerárquica y espiritual. Por eso, ella recibe del Espíritu Santo diversos dones, unos jerárquicos y otros carismáticos. Los dones jerárquicos, que vienen a la Iglesia a través de los sacramentos que imprimen carácter (bautismo, confirmación y orden sagrado), determinan la estructura jerárquica de la misma. Los dones carismáticos, que el Espíritu Santo distribuye entre los que El quiere, la enriquecen en su dimensión espiritual.
No se da una oposición entre los dones carismáticos y los dones jerárquicos en la Iglesia, porque a través de ambos se construye la comunión de la misma. Por otro lado, los que reciben el don jerárquico, reciben también dones carismáticos, y entre ellos el de reconocer los demás carismas.
Entre estos dones carismáticos, están los que permiten revivir el modo de vida, casto, pobre y obediente, de Jesús, y que reciben los que son llamados a la Vida Consagrada. Estos carismas son reconocidos e institucionalizados, en su forma de practicarlos, por la autoridad eclesial.
De allí que, como explica este canon, el estado (forma estable y reconocida) de la Vida Consagrada pertenece a la Iglesia y, más específicamente, pertenece a su estructura carismática o espiritual.
La vida y la santidad de la Iglesia no estaría completa sin este don de la Vida Consagrada, que ella recibe del Espíritu Santo. Por eso todos en la Iglesia, no sólo los que han asumido esta forma de vida, tienen que apoyar y promover la Vida Consagrada.
Por este lado podemos entender también la necesidad y la importancia de la inserción de los Institutos de Vida Consagrada en las Iglesias particulares, «en las cuales y desde las cuales existe la Iglesia universal». La Iglesia particular no estaría completa si no se desarrollaran en ella algunas concreciones de este don del Espíritu Santo para la vida y la santidad de la misma, que es la Vida Consagrada. Asimismo, no podría desarrollarse este don del Espíritu Santo a la Iglesia, que es la Vida Consagrada, si no fuera dentro de una Iglesia particular, que la Iglesia universal existe «en ellas y desde ellas».
«Algunos fieles» son llamados a este estado o forma de vida. Ya sean laicos o clérigos. Podríamos agregar que todos los fieles, por el bautismo, podrían ser llamados a este estado de Vida Consagrada. Pero de hecho, no todos son llamados. Aunque no hay un criterio selectivo a priori (el Espíritu sopla donde quiere), este estado de vida no es para todo el Pueblo de Dios.
6. Origen cristológico de los consejos evangélicos (can. 575)
Siguiendo a este canon, decimos que los consejos evangélicos son un don de Dios, cuyo contenido no ha inventado la Iglesia, sino que se encuentra en los Evangelios, donde encontramos la doctrina y el ejemplo de Cristo, que les sirven de fundamento.
Este origen divino limita, por un lado, la autoridad de la Iglesia, que no puede suprimirlos, sino regularlos, para apoyarlos y promoverlos. Y al mismo tiempo, hace referencia a un derecho positivo divino, contenido en la Palabra de Dios y la Tradición, que deberá inspirar toda la normativa eclesiástica dedicada a apoyar y promover esta forma de vida.
7. Regulación jerárquica de los consejos evangélicos (can. 576)
Siendo un «don divino que la Iglesia recibe de Dios», está suficientemente justificado que la autoridad eclesiástica tenga jurisdicción sobre la práctica de los mismos.
Cristo ha dejado a sus Apóstoles, con Pedro a la Cabeza, la potestad que El mismo ha recibido de su Padre, para que lleven adelante la misión de la Iglesia. El alcance universal de esa misión ha hecho que los Apóstoles establecieran sus Sucesores, a los que entregaron esa potestad, y que forman el Colegio episcopal, con el sucesor de Pedro, el Papa, a la Cabeza.
Siendo los consejos evangélicos un don al servicio de la comunión y de la misión de la Iglesia, entran dentro de la competencia de esta autoridad que han recibido los Sucesores de los Apóstoles.
La autoridad eclesiástica podrá, conforme a este can. 576:
Interpretar los consejos evangélicos. Tendremos ejemplos de esta función de interpretar los consejos evangélicos en cada aprobación o desaprobación de las interpretaciones de los consejos evangélicos que hacen los fundadores al presentar la aprobación de nuevos Institutos a la autoridad eclesiástica.
Regular su práctica dentro de la Iglesia con las leyes necesarias. Así vemos que la autoridad suprema (el Papa) dispone esta legislación universal que forman los cáns. 573- 746 del Código de Derecho Canónico.
Determinar formas estables de vivirlos, a través de la aprobación canónica. Las formas hoy determinadas son las que presentamos más adelante, al hablar de los diversos tipos de Vida Consagrada y los que se les asemejan.
Cuidar que los Institutos crezcan, conforme el espíritu de sus fundadores y las sanas tradiciones. Siendo la Vida Consagrada un don de Dios a la Iglesia, la autoridad eclesiástica no puede desentenderse de su crecimiento, esperando que sólo los interesados directamente en ella se ocupen del mismo. Tendrá que interesarse por los Institutos, siempre con la limitación que supone el respeto de la justa autonomía de cada Instituto.
Los consejos evangélicos, don de la Trinidad
Exhortación Apostólica Post-sinodal “Vita Consecrata” Juan Pablo II. 25 Marzo 1996.
20. Los consejos evangélicos son, pues, ante todo un don de la Santísima Trinidad. La vida consagrada es anuncio de lo que el Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu, realiza con su amor, su bondad y su belleza. En efecto, «el estado religioso [...] revela de manera especial la superioridad del Reino sobre todo lo creado y sus exigencias radicales. Muestra también a todos los hombres la grandeza extraordinaria del poder de Cristo Rey y la eficacia infinita del Espíritu Santo, que realiza maravillas en su Iglesia»[35].
Primer objetivo de la vida consagrada es el de hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas.
Más que con palabras, testimonian estas maravillas con el lenguaje elocuente de una existencia transfigurada, capaz de sorprender al mundo. Al asombro de los hombres responden con el anuncio de los prodigios de gracia que el Señor realiza en los que ama. En la medida en que la persona consagrada se deja conducir por el Espíritu hasta la cumbre de la perfección, puede exclamar: «Veo la belleza de tu gracia, contemplo su fulgor y reflejo su luz; me arrebata su esplendor indescriptible; soy empujado fuera de mí mientras pienso en mí mismo; veo cómo era y qué soy ahora. ¡Oh prodigio! Estoy atento, lleno de respeto hacia mí mismo, de reverencia y de temor, como si fuera ante ti; no sé qué hacer porque la timidez me domina; no sé dónde sentarme, a dónde acercarme, dónde reclinar estos miembros que son tuyos; en qué obras ocupar estas sorprendentes maravillas divinas»[36]. De este modo, la vida consagrada se convierte en una de las huellas concretas que la Trinidad deja en la historia, para que los hombres puedan descubrir el atractivo y la nostalgia de la belleza divina.
El reflejo de la vida trinitaria en los consejos
21. La referencia de los consejos evangélicos a la Trinidad santa y santificante revela su sentido más profundo. En efecto, son expresión del amor del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu Santo. Al practicarlos, la persona consagrada vive con particular intensidad el carácter trinitario y cristológico que caracteriza toda la vida cristiana.
La castidad de los célibes y de las vírgenes, en cuanto manifestación de la entrega a Dios con corazón indiviso (cf. 1 Co 7, 32-34), es el reflejo del amor infinito que une a las tres Personas divinas en la profundidad misteriosa de la vida trinitaria; amor testimoniado por el Verbo encarnado hasta la entrega de su vida; amor « derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo » (Rm 5, 5), que anima a una respuesta de amor total hacia Dios y hacia los hermanos.
La pobreza manifiesta que Dios es la única riqueza verdadera del hombre. Vivida según el ejemplo de Cristo que « siendo rico, se hizo pobre » (2 Co 8, 9), es expresión de la entrega total de sí que las tres Personas divinas se hacen recíprocamente. Es don que brota en la creación y se manifiesta plenamente en la Encarnación del Verbo y en su muerte redentora.
La obediencia, practicada a imitación de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34), manifiesta la belleza liberadora de una dependencia filial y no servil, rica de sentido de responsabilidad y animada por la confianza recíproca, que es reflejo en la historia de la amorosa correspondencia propia de las tres Personas divinas.
Por tanto, la vida consagrada está llamada a profundizar continuamente el don de los consejos evangélicos con un amor cada vez más sincero e intenso en dimensión trinitaria: amor a Cristo, que llama a su intimidad; al Espíritu Santo, que dispone el ánimo a acoger sus inspiraciones; al Padre, origen primero y fin supremo de la vida consagrada[37]. De este modo se convierte en manifestación y signo de la Trinidad, cuyo misterio viene presentado a la Iglesia como modelo y fuente de cada forma de vida cristiana.
La misma vida fraterna, en virtud de la cual las personas consagradas se esfuerzan por vivir en Cristo con « un solo corazón y una sola alma » (Hch 4, 32), se propone como elocuente manifestación trinitaria. La vida fraterna manifiesta al Padre, que quiere hacer de todos los hombres una sola familia; manifiesta al Hijo encarnado, que reúne a los redimidos en la unidad, mostrando el camino con su ejemplo, su oración, sus palabras y, sobre todo, con su muerte, fuente de reconciliación para los hombres divididos y dispersos; manifiesta al Espíritu Santo como principio de unidad en la Iglesia, donde no cesa de suscitar familias espirituales y comunidades fraternas.
La Pobreza Evangélica
Condición Esencial de la Vida Consagrada
L’OSSERVATORE ROMANO, 30 de noviembre de 1994
1. En el mundo contemporáneo, donde es tan estridente el contraste entre las formas antiguas y nuevas de codicia y las experiencias de inaudita miseria que viven enormes sectores de la población, aparece cada vez con mayor claridad, ya en el plano sociológico, el valor de la pobreza elegida libremente y practicada con coherencia. Además, desde el punto de vista cristiano, la pobreza ha sido considerada siempre una condición de vida que facilita seguir a Cristo en el ejercicio de la contemplación, de la oración y de la evangelización. Es importante para la Iglesia que numerosos cristianos hayan tomado una conciencia más viva del amor de Cristo a los pobres y sientan la urgencia de llevarles su ayuda. Pero también es verdad que las condiciones de la sociedad contemporánea muestran con mayor crudeza la distancia que existe entre el Evangelio de los pobres y un mundo a menudo tan obsesionado por perseguir los intereses relacionados con la avidez de la riqueza, convertida en ídolo que domina toda la vida. Por esta razón, la Iglesia siente cada vez más fuerte el impulso del Espíritu a ser pobre entre los pobres, a recordar a todos la necesidad de conformarse con el ideal de pobreza predicada y practicada por Cristo, y a imitarlo en su amor sincero y concreto a los pobres.
2. En especial, en la Iglesia se ha reavivado y consolidado la conciencia de la posición de frontera que los religiosos y todos los que quieren seguir a Cristo en la vida consagrada, tienen en este campo de los valores evangélicos, llamados como están a reflejar en sí mismos y a testimoniar al mundo la pobreza del Maestro y su amor a los pobres. Él mismo unió el consejo de pobreza tanto a la exigencia de despojarse personalmente del estorbo de los bienes terrenos para obtener el bien celestial, como a la caridad hacia los pobres: «Anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego, ven y sígueme»(Mc 10, 21).
Jesús, al pedirle esta renuncia, ponía al joven rico una condición previa para seguirlo, que comportaba la participación más íntima en el despojo de la Encarnación. Pablo recordará esto a los cristianos de Corinto, para alentarlos a ser generosos con los pobres, poniéndoles el ejemplo de aquel que «siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8, 9). Santo Tomás comenta: Jesús «defendió la pobreza material para darnos a nosotros las riquezas espirituales» (Summa Theol., 111, q. 40, a, 3). Todos los que, acogiendo su invitación, siguen voluntariamente el camino de la pobreza, que él instauró, son llevados a enriquecer espiritualmente la humanidad. Lejos de añadir simplemente su pobreza a la de los otros pobres que viven en el mundo, están llamados a proporcionarles la verdadera riqueza, que es de orden espiritual. Como he escrito en la exhortación apostólica Redemptionis donum, Cristo «es el maestro y el portavoz de la pobreza que enriquece» (n. 12).
3. Si contemplamos a este Maestro, aprendemos de él el verdadero sentido de la pobreza evangélica y la grandeza de la vocación a seguirlo por el camino de esa pobreza. Y, ante todo, vemos que Jesús vivió verdaderamente como pobre. Según san Pablo, él, Hijo de Dios, abrazó la condición humana como una condición de pobreza, y en esta condición humana siguió una vida de pobreza. Su nacimiento fue el de un pobre, como indica el establo donde nació y el pesebre donde lo puso su madre. Durante treinta años vivió en una familia en la que José se ganaba el pan diario con su trabajo de carpintero, trabajo que después él mismo compartió (cf. Mi 13, 55; Mc 6, 3). En su vida pública pudo decir de sí: «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Lc 9, 58), para indicar su entrega total a la misión mesiánica en condiciones de pobreza. Y murió como esclavo y pobre, despojado literalmente de todo, en la cruz. Había elegido ser pobre hasta el fondo.
4. Jesús proclamó las bienaventuranzas de los pobres: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios (Lc 6, 20). A este respecto, hay recordar que ya en el Antiguo Testamento se había hablado de los «pobres del Señor» (cf Sal 74, 19; 149, 4 s), objeto de la benevolencia divina (cf. Is 49, 13; 66, 2). No se trataba simplemente de personas que se hallaban en un estado de indigencia, sino más bien de personas humildes que buscaban a Dios y se ponían con confianza bajo su protección. Estas disposiciones de humildad y confianza aclaran la expresión que emplea el evangelista Mateo en la versión de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres de espíritu» (Mt 5, 3). Son pobres de espíritu todos los que no ponen su confianza en el dinero o en los bienes materiales, sino que, por el contrario, se abren al reino de Dios. Pero es precisamente éste el valor de la pobreza que Jesús alaba y aconseja come, opción de vida, que puede incluir una renuncia voluntaria a los bienes, y precisamente en favor de los pobres, Es un privilegio de algunos ser elegidos y llamados por él para seguir este camino,
5. Sin embargo, Jesús afirma que todos necesitan hacer una opción fundamental acerca de los bienes de la tierra: liberarse de su tiranía. Nadie puede servir a dos señores. O se sirve a Dios o se sirve al dinero (cf. Lc 16, 13; Mi 6, 24). La idolatría de mammona, o sea del dinero, es incompatible con el servicio a Dios. Jesús nos hace notar que los ricos se apegan más fácilmente al dinero (llamado con el término arameo mammona que significa tesoro), y les resulta difícil dirigirse a Dios: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios» (Lc 18, 24-25; cf. par.).
Jesús advierte acerca del doble peligro de los bienes de la tierra, a saber, que con la riqueza el corazón se cierre a Dios, y se cierre también al prójimo, como se ve en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (cf. Lc. 16,19-31). Sin embargo, Jesús no condena de modo absoluto la posesión de los bienes terrenos: le apremia más bien recordar a quienes los poseen el doble mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo. Pero, a quien puede y quiere comprenderlo, pide mucho más.
6. El Evangelio es claro sobre este unto: Jesús, a quienes llamaba e invitaba a seguirlo, pedía que compartieran su misma pobreza mediante la renuncia a lo bienes, fueran pocos o muchos. Ya hemos citado su invitación al Joven nco: «Cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres» (Mc 10, 2 l). Era una exigencia fundamental, repetida muchas veces, aunque se tratara de dejar la casa o los campos (cf, Mc 10, 29; par.), o la barca (cf. Mt 4, 22) o incluso todo: «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío» (1,c 14, 33). A sus discípulos, es decir, a los llamados a seguirlo mediante la entrega total de sí mismos, Jesús les decía: «Vended vuestros bienes y dad limosna» (Lc 12, 33).
7. Esta pobreza se pide a quienes aceptan seguir a Cristo en la vida consagrada. Su pobreza se concreta también en un hecho jurídico, como recuerda el Concilio, que tener diversas expresiones: desde la renuncia radical a la propiedad de bienes, como en las antiguas órdenes mendicantes y como se admite hoy también para los miembros de las otras congregaciones religiosas (cf. Perfectae caritatis, 13), hasta otras formas posibles que el Concilio alienta a buscar (cf. ib.). Lo que importa es que se viva realmente la pobreza como participación en la pobreza de Cristo: «Por lo que atañe a la pobreza religiosa, no basta someterse a los superiores en el uso de los bienes, sino que es menester que los religiosos sean pobres de hecho y de espíritu, teniendo sus tesoros en el cielo (cf. Mt 6, 20)» (ib., 13).
Los Institutos mismos están llamados a brindar un testimonio colectivo de la pobreza. El Concilio, dando nueva autoridad a la voz de numerosos maestros de la espiritualidad y de la vida religiosa, ha subrayado de modo especial que los institutos «eviten .. toda especie de lujo, de lucro inmoderado y de acumulación de bienes» (ib., 13). Y añado que su pobreza ha de estar animada por un espíritu de participación entre las diversas provincias y casas, y de generosidad para con las «necesidades de la Iglesia y el sustento de los necesitados» (ib.).
8. Otro punto, que reaparece cada vez más en el desarrollo reciente de las formas de pobreza, se manifiesta en la recomendación del Concilio sobre «la ley común del trabajo» (ib., 13). Anteriormente existía una opción y una praxis de mendicidad que era signo de pobreza, humildad y caridad benéfica para con los indigentes. Hoy es más bien con su trabajo como los religiosos se procuran lo necesario para su sustento y sus obras. Es una ley de vida y una praxis de pobreza. Abrazarla libre y gozosamente significa aceptar el consejo y creer en la bienaventuranza evangélica de la pobreza. Es el servicio mayor que bajo este aspecto, los religiosos pueden prestar al Evangelio: testimoniar y practicar el espíritu de abandono confiado en las manos del Padre, como verdaderos seguidores de Cristo, quien vivió ese espíritu, lo enseñó y lo dejó como herencia a la Iglesia.
CONSAGRACION MEDIANTE TRES VOTOS
Para conseguir la perfección de la caridad, se consagran a Dios con los tres votos canónicos de pobreza, castidad y obediencia, el mayor de todos es la obediencia, porque inmola la libertad de la voluntad en manos del superior, signo del Señor. Pero, ninguno de los tres votos tiene por objeto la caridad, pues no se puede consagrar a Dios algo que no se tiene, y no se tiene lo que es don de Dios, como la caridad, que es don infuso. A Dios sólo se puede consagrar lo que se tiene: los bienes terrenos, para sofocar la concupiscencia de los ojos por la virtud de la pobreza; la sexualidad, para mortificar la concupiscencia de la carne, por la castidad; y la libertad, para sacrificar la soberbia de la vida (1 Jn 2, 16), por la obediencia. San Juan de la Cruz formulará este despojo con el símbolo de las “Noches”, la del sentido y la del espíritu, que tienen por fin liberar a la persona de la esclavitud de lo que puede sofocar el desarrollo de la caridad. Y porque esas pasiones son las que puede esclavizar, precisamente por eso se ofrecen. Por tanto, el fin de los votos es hacer estallar el sepulcro del corazón humano; liberar y dejar abierta el alma para que el Espíritu pueda encender la caridad de Dios hasta llegar a su consumación y perfección, a la medida de Cristo. "Si mortificáis las obras de la carne por el Espíritu, viviréis" (Rm 8, 13). Teniendo en cuenta que las “Noches”, son patrimonio de todo cristiano.
EL BAUTISMO, LA RAIZ PARA SEGUIR A CRISTO
"El estado religioso aparece como una de las maneras de vivir una consagración más íntima que tiene su raíz en el bautismo y se dedica totalmente a Dios. En la vida consagrada, los fieles de Cristo se proponen, bajo la moción del Espíritu Santo, seguir más de cerca a Cristo, entregarse a Dios amado por encima de todo y, persiguiendo la caridad en el servicio del Reino, significar y anunciar en la Iglesia la gloria del mundo futuro" expone el Catecismo de la Iglesia (CIC 916). La consagración a Dios se hace mediante el seguimiento de Cristo, lo que da al estado religioso cristiano una nota peculiar y específica que lo diferencia claramente de cualquier otra institución análoga que exista o pueda existir en religiones no cristianas, que tienen también sus “monjes”. Vivir para Dios siguiendo a Cristo es común a todos los cristianos. Pero el seguimiento practicado por los religiosos consiste en seguir a Cristo mediante la práctica permanente y visible y eclesial, de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.
EL CONCILIO VATICANO II BASADO EN SANTO TOMAS
“El Sacrosanto Concilio ha enseñado ya en la Constitución "Lumen gentium", que la prosecución de la caridad perfecta por la práctica de los consejos evangélicos tiene su origen en la doctrina y en los ejemplos del Divino Maestro y se presenta como preclaro signo del Reino de los cielos. Los miembros de las Instituciones religiosas profesan castidad, pobreza y obediencia, en conformidad con las exigencias de nuestro tiempo. Ya desde los orígenes de la Iglesia hubo hombres y mujeres que se esforzaron por seguir con más libertad a Cristo por la práctica de los consejos evangélicos y llevaron una vida dedicada a Dios. Muchos de ellos, bajo la inspiración del Espíritu Santo, erigieron familias religiosas a las cuales la Iglesia, con su autoridad, acogió y aprobó de buen grado. De ahí, por designios divinos, floreció la admirable variedad de familias religiosas que contribuyó a que la Iglesia, no sólo estuviera equipada para toda obra buena (Tim., 3,17) y preparada para la edificación del Cuerpo de Cristo, sino también para que, hermoseada con los diversos dones de sus hijos, se presente como esposa que se engalana para su Esposo, y poner de manifiesto la multiforme sabiduría de Dios. En medio de tanta diversidad de dones, todos los que son llamados por Dios a la práctica de los consejos evangélicos y los profesan, se consagran de modo particular al Señor, siguiendo a Cristo, quien, virgen y pobre, redimió y santificó a los hombres por su obediencia hasta la muerte de Cruz. Así, impulsados por la caridad que el Espíritu Santo difunde en sus corazones, viven más y más para Cristo y para su Cuerpo, que es la Iglesia. Porque cuanto más fervientemente se unan a Cristo por medio de esta donación de sí mismos, que abarca la vida entera, más exuberante resultará la vida de la Iglesia y más intensamente fecundo su apostolado”.
ORDEN EN LOS CONSEJOS EVANGÉLICOS
El Concilio Vaticano II trata de los consejos evangélicos guardando siempre este orden: castidad consagrada, pobreza, obediencia. La verdad es que la Sagrada Escritura habla más claramente sobre la virginidad que sobre la pobreza y la obediencia, tal como son practicadas en la vida religiosa. Pero sería un error creer que el Concilio acepta la opinión de quienes piensan que la Sagrada Escritura no dice nada sobre la pobreza y obediencia que se practica en la vida religiosa. Santo Tomás ve todos y cada uno de los consejos expresados en la Sagrada Escritura, y sobre todo la vida personal de Cristo (q.186 a.3-5). Para él no es más bíblica la castidad que la pobreza o que la obediencia y dispone los consejos en este orden: pobreza, castidad, obediencia. Empieza por lo mínimo y termina con lo máximo. La pobreza es el consejo de menor contenido vital, porque recae sobre bienes externos a la persona. Hoy, se da a la pobreza una primacía indiscutible y casi absorbente, porque otros temas, o no son valorados, o se los presenta desde la perspectiva de la pobreza y subordinados a ella. Cuando Santo Tomás dice que para alcanzar la perfección de la caridad el primer fundamento es la pobreza voluntaria, renunciando la persona a toda propiedad (q.186 a.3), considera que la pobreza es el primer fundamento, no como elemento principal en torno al cual giran subordinados todos los demás, sino como punto de partida e inicial en la vida religiosa. “Las palabras del Señor muestran que la pobreza no es ella misma la perfección, sino un instrumento puesto al servicio de la perfección... y, el mínimo entre los tres principales” (q.188 a.7 ad 1). Después sigue la castidad consagrada y la obediencia, que es el consejo de máxima perfección. Tampoco hoy faltan quienes pretenden que la primacía corresponde a la castidad. Pero el razonamiento de Santo Tomás es luminoso e irrebatible. Por la obediencia se ofrece a Dios lo supremo del hombre, la libertad de poder organizar la propia vida de modo autónomo, que vale más que la castidad, por la que se consagra a Dios el cuerpo, y que la pobreza, que ofrece los bienes exteriores. Santo Tomás afirma que la obediencia es el más esencial al estado religioso (q.186 a.8). Y así lo repite en las cuestiones (q.186 a.5 ad 5; a.6 ad 3; q.188 a.7 ad 1).
LA PRIMACIA DE LA CARIDAD
Pero los tres consejos, no son la perfección misma, sino sólo instrumentos para alcanzar la caridad, que es la plenitud y reclama el cumplimiento de todos los otros preceptos. Las ponderaciones de la obediencia en la vida religiosa llegaron al extremo de decir: cristiano es el que ama, religioso es el que obedece, lo cual coloca la vida religiosa fuera de la vida cristiana, que equivale a darle muerte. El cristiano es el que ama, porque Cristo mismo puso la caridad como señal de sus discípulos y religioso es quien por amor abraza la obediencia para permitir que el amor se exprese con mayor facilidad y libertad la vida de Cristo, quien, sufriendo la muerte, cumplió el supremo acto de obediencia por amor y realizó el supremo acto de libertad dentro del amor al Padre y a todos los hombres, con la unción y bajo la guía del Espíritu Santo: “Aquí estoy para hacer tu voluntad”.
LA OBEDIENCIA DEL RELIGIOSO Y DEL CRISTIANO
Es un deber común a todos obedecer a los prelados en las cosas necesarias para una vida virtuosa, dice Santo Tomás. Es propio de los religiosos obedecer en lo que pertenece a la consecución de la perfección. Quienes viven en el mundo se reservan para sí algo y entregan a Dios algo, y en esto se someten por obediencia a los prelados. Los religiosos, en cambio, se entregan totalmente ellos con todas sus cosas a Dios, por lo cual su obediencia es universal (q.186 a.5 ad 1). El religioso pone su vida entera, en la duración y en sus trabajos (q.186 a.5 ad 4), bajo la obediencia; los laicos, en cambio, no tienen el deber de practicar este modo de obediencia. Santo Tomás habla de esta obediencia como ordenada al logro de la perfección; él presupone que los consejos, incluida la obediencia, sólo son instrumentos que facilitan el camino hacia una perfección obligatoria para todos en cuanto término de aspiración.
DIMENSIONES DE LA VIDA CONSAGRADA
1. Varias veces, en las catequesis anteriores, he hablado de los «consejos evangélicos», que en la vida consagrada se traducen en los «votos» -o al menos compromisos de castidad, pobreza y obediencia. Adquieren su pleno significado en el contexto de una vida totalmente dedicada a Dios, en comunión con Cristo. El adverbio «totalmente» (totaliter), que utiliza santo Tomás de Aquino para especificar el valor esencial de la vida religiosa, es muy expresivo. «La religión es la virtud por la cual se ofrece algo para el culto y el servicio de Dios. Por eso se llaman religiosos por antonomasia aquellos que se consagran totalmente al servicio divino, ofreciéndose a Dios como holocausto» (Summa Theol., II-II, q. 186, a. 1). Es un concepto tomado de la tradición de los Padres, especialmente de san Jerónimo (cf. Epist. 125. ad Rusticum), y de san Gregorio Magno (cf. Super Ezech., hom. 20). El Concilio Vaticano II, que cita a santo Tomás de Aquino, hace suya esta doctrina y habla de la «consagración a Dios», íntima y perfecta, que como desarrollo de la consagración bautismal se realiza en el estado religioso mediante los vínculos de los consejos evangélicos (cf. Lumen gentium, 44).
2. Adviértase que en esta consagración no es el compromiso humano lo que tiene la prioridad. La iniciativa viene de Cristo, que pide un pacto de libre consentimiento cuando se le sigue. Es él quien, tomando posesión de la persona humana, la «consagra».
Según el Antiguo Testamento, Dios mismo consagraba a las personas o las cosas, comunicándoles de algún modo su propia santidad. Esto no hay que entenderlo en el sentido de que Dios santificase internamente a las personas, y mucho menos las cosas, sino en el sentido de que tomaba posesión de ellas y las reservaba para su servicio directo. Los objetos «sagrados» estaban destinados al culto del Señor, y por eso podían servir sólo en el ámbito del templo y del culto, no para lo que era profano. Este era el carácter sagrado atribuido a las cosas, que no podían tocar manos profanas (por ejemplo, el Arca de la Alianza, o los cálices del templo de Jerusalén, profanados -como se lee en 1 M 1, 22 -por Antíoco Epífanes). A su vez, el pueblo de Israel fue «santo» como «propiedad del Señor» (segullah = el tesoro personal del soberano), y por eso tenía un carácter sagrado (cf. Ex 19, 5: Dt 7, 6; Sal 135, 4, etc.). Para dirigir su palabra a esta «segullah», Dios se elegía «portavoces», «hombres de Dios», «profetas», que debían hablar en su nombre. Él los santificaba (moralmente) mediante la relación de confianza y especial amistad que les reservaba, hasta el punto de que algunos de esos personajes eran calificados como «amigos de Dios» (cf. Sb 7, 27; Is 41, 8; St 2, 23).
Pero no existía persona o medio o instrumento institucional que pudiese transmitir por fuerza intrínseca a los hombres, aun a los más disponibles, la santidad de Dios. Ésta sería la gran novedad del bautismo cristiano, por medio del cual los creyentes tienen «el corazón purificado» (Hb 10, 22), y están interiormente «lavados... santificados... justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Co 6, 1 l).
3. Elemento esencial de la Ley evangélica es la gracia, que es una fuerza de vida justificante y salvífica, como explica santo Tomás (cf. Summa Theol., I-II, q. 106, a. 2), siguiendo a san Agustín (cf. De spiritu et littera, c. 17). Cristo toma posesión de la persona desde dentro ya con el bautismo, en el que comienza su acción santíficadora, «consagrándola» y suscitando en ella la exigencia de una respuesta que él mismo hace posible con su gracia en la medida de la capacidad físico-psíquica, espiritual y moral de] sujeto. El dominio soberano que ejerce la gracia de Cristo en la consagración no disminuye en absoluto la libertad de la respuesta a la llamada ni el valor y la importancia del compromiso humano. Eso resulta especialmente evidente en la llamada a la práctica de los consejos evangélicos. La invitación de Cristo va acompañada de una gracia que eleva a la persona humana, dotándola de capacidades de orden superior para seguir esos consejos. Esto significa que en la vida consagrada existe un desarrollo de la misma personalidad humana, no frustrada sino elevada y valorizada por el don divino.
4. El hombre que acepta el llamamiento y sigue los consejos evangélicos cumple un acto fundamental de amor a Dios, como se lee en la constitución Lumen gentium (n, 44) del Concilio Vaticano II. Los votos religiosos tienen la finalidad de realizar un vértice de amor: de un amor completo, dedicado a Cristo bajo el impulso del Espíritu Santo y ofrecido al Padre por medio de Cristo. De ahí el valor de oblación y de consagración de la profesión religiosa, que en la tradición cristiana oriental y occidental es considerada como un baptismus flaminis, en cuanto que «el corazón de un hombre es impulsado por el Espíritu Santo a creer en Dios, a amarlo y a arrepentírse de sus pecados» (Summa Theol., III, q. 66, a. 11).
He expuesto esta idea de un bautismo casi nuevo en la carta Redemptionis donum: «La profesión refigiosa -escribí allí-, sobre la base sacramental del bautismo en la que está fundamentada, es una nueva "sepultura en la muerte de Cristo"; nueva, mediante la conciencia y la opción; nueva, mediante el amor y la vocación; nueva, mediante la incesante "conversión". Tal "sepultura en la muerte" hace que el hombre, "sepultado con Cristo", viva como Cristo en una "vida nueva". En Cristo crucificado encuentran su fundamento último tanto la consagración bautismal como la profesión de los consejos evangélicos, la cual -según las palabras del Vaticano II- "constituye una especial consagración". Esta es a la vez muerte y liberación. San Pablo escribe: "consideraos muertos al pecado"; al mismo tiempo, sin embargo, llama a esta muerte "liberación de la esclavitud del pecado". Pero sobre todo la consagración religiosa constituye, sobre la base sacramental del bautismo, una nueva vida "por Dios en Jesucristo"» (n. 7).
5. Esta vida es tanto más perfecta y recoge más abundantes los frutos de la gracia bautismal (cf. Lumen gentium, 44), en cuanto que la íntima unión con Cristo, adquirida en el bautismo, se desarrolla en una unión más completa. En efecto, el mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, que se impone a los bautizados, se observa en plenitud con el amor dedicado a Dios mediante los consejos evangélicos. Es una peculiar consagración, (Perfectae caritatis, 5); una consagración más íntima al servicio divino «por un título nuevo y especial» (Lumen gentium, 44); una consagración nueva, que no se puede considerar una implicación o una consecuencia lógica del bautismo. El bautismo no implica necesariamente una orientación hacia el celibato y la renuncia a la posesión de los bienes en la forma de los consejos evangélicos. En la consagración religiosa, en cambio, se trata de la llamada a una vida que conlleva el don de un carisma original no concedido a todos, como afirma Jesús cuando habla del celibato voluntario (cf. Mt 19, 10-12). Es, un acto soberano de Dios, que libremente elige, llama, abre un camino, vinculado sin duda a la consagración bautismal, pero distinto de ella.
6. De modo análogo, se puede decir que la profesión de los consejos evangélicos desarrolla ulteriormente la consagración realizada en el sacramento de la confirmación. Es un nuevo don del Espíritu Santo, conferido para una vida cristiana activa en un compromiso más íntimo de colaboración y servicio a la Iglesia para producir, con los consejos evangélicos, nuevos frutos de santidad y de apostolado, más allá de las exigencias de la consagración de la confirmación. También el sacramento de la confirmación -y el carácter de la militancia cristiana y del apostolado cristiano que conlleva- está en la raíz de la vida consagrada.
En este sentido es justo ver los efectos del bautismo y de la confirmación en la consagración que implica la aceptación de los consejos evangélicos y encuadrar la vida religiosa, que por su naturaleza es carismática, en la economía sacramental. En esta línea, se puede también observar que, para los religiosos sacerdotes, también el sacramento del orden produce sus frutos en la práctica de los consejos evangélicos, incluyendo la exigencia de una pertenencia más íntima al Señor. Los votos de castidad, pobreza y obediencia tienden a realizar concretamente esta pertenencia.
7. El vínculo de los consejos evangélicos con los sacramentos del bautismo, de la confirmación y del orden, sirve para mostrar el valor esencial que representa la vida consagrada para el desarrollo de la santidad de la Iglesia. Y por eso deseo concluir con la invitación a orar -orar mucho- para obtener que el Señor conceda cada vez más el don de la vida consagrada a la Iglesia que él mismo ha querido e instituido como «santa».