2 de mayo de 2015. Autor: Pbro. Raúl Ortiz Toro. Licenciatura en Teología Patrística e Historia de la Teología - Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (Italia) - Maestría en Bioética - Universidad Pontificia Regina Apostolorum de Roma (Italia). Docente, Seminario Mayor San José de Popayán, Colombia. Con respecto a las arduas discusiones sobre la mal llamada “muerte digna”, hace un par de días leí un mensaje en twitter que decía: “Si no están de acuerdo con la eutanasia,
pues no se la practiquen. Dejen morir con dignidad.” La propuesta, lógica a la luz del subjetivismo moderno, resulta verdaderamente egoísta. La persona humana hace parte de una comunidad en la que cada quien es responsable del otro y donde aún resuena la pregunta de Dios al homicida luego de la muerte de Abel: “¿Dónde está tu hermano?”. El mundo actual desmoralizado pareciera responder con la misma altanería con la que contesta Caín a través de su evasiva dolosa: “No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9). Como estamos creciendo en esa sociedad en la que cada cual anda por su lado, resuelve sus problemas como le parezca, poco se interesa por el dolor o la alegría ajenas, entonces por ello muchos no entienden por qué la Iglesia siente como deber propio sentar su voz profética para denunciar el despotismo de la mal llamada laicidad del Estado. La Iglesia no puede quedarse callada. Busca que la persona humana encuentre la Verdad, el sentido de la vida, la opción fundamental, la comprensión del dolor y el sufrimiento dentro de la dinámica de la existencia, y se logre el cuestionamiento del utilitarismo que pretende que la dignidad humana sea solo un añadido gradual de acuerdo a una falsa concepción de “calidad de vida” medida en aspectos de perspectiva temporal y excepción del dolor.
Ahora bien, también es cierto que a veces nos quedamos cortos porque utilizamos un lenguaje que a mucha gente no le dice nada. Estamos convencidos de lo que predicamos, pero no logramos persuadir a quienes deberíamos; algunos de los temas a los que más se resisten los indiferentes podrían ser: Dios es creador de toda vida y en su Providencia dispone nuestros días, desde la concepción hasta la muerte natural. El sufrimiento de una persona humana tiene un carácter salvífico, a ejemplo de Cristo, que nos salvó con su Sangre. La Iglesia tiene el deber de salvaguardar el derecho a la vida de quienes, sumidos en una grave enfermedad, no siempre son conscientes de sus decisiones irreversibles. La ética laicista se mueve en otro contexto y por ello juzga estos argumentos como irrelevantes y nuestros estudios como precientíficos. El gran reto es que el punto de partida sea la antropología para luego llegar a las convicciones teológicas: ¿Te sientes apoyado por tu familia? ¿Por qué quieres morir? ¿En algún momento de tu vida tuviste que darle sentido a un sufrimiento del que te repusiste y luego viste sus efectos positivos? ¿Temes al rechazo y a la soledad?
Como sacerdote he tenido que escuchar la confesión de muchas personas en estado de grave enfermedad que me dicen: “Pídale a Dios que me lleve”. En todos los casos he descubierto ausencia de amor familiar, de cercanía de los amigos, de vinculación del enfermo como parte activa del hogar, ausencia de confianza en Dios y, por supuesto, carencia de cuidados paliativos que con medicina eficaz alivien el dolor.
Después de 18 años de la sentencia C-239 (1997) de la Corte Constitucional sobre “homicidio por piedad”, la misma Corte en la sentencia T-970 (2014) instó al Ministerio de Salud para que redactara un Protocolo para la Conformación de Comités Interdisciplinares para la aplicación de la eutanasia. El Min. Salud firmó así el 20 de abril de 2015 la Resolución 1216. Hay varios excesos, desde el mismo hecho que ni la Corte Constitucional, ni el Ministerio tienen ordenamiento legislativo, por lo cual ese Protocolo nació viciado.
Pero también el contenido es aterrador: por ejemplo el que la decisión de aplicar la eutanasia sea “sustitutiva”, dejando a los familiares del enfermo que está inconsciente, la decisión de segar la vida (Res.1216 art. 15), que la conformación de los comités no sea para defender la vida sino para supervisar la muerte (Sentencia T-970 Nro. 7.2.5) y que los integrantes de dichos comités no puedan hacer objeción de conciencia, de modo que deben presuponer una tendencia eutanásica (Res.1216 art.6). Igualmente, la negativa para que las instituciones presenten objeción de conciencia que “solo es predicable de los médicos” vinculados al procedimiento (Res.1216 art.8).
Lamentablemente, este tipo de protocolos guardan motivaciones de orden económico. A las instituciones que deberían cuidar la salud les resulta menos onerosa la muerte que la aplicación de cuidados paliativos, que son efectivos pero de alto costo; escudados en una falsa piedad hacia el enfermo, abogan por la cama vacía, cuando en realidad lo que ya tienen vaciado, hace mucho tiempo, es el corazón.