19 de noviembre de 2014. ¿SOLO EL DEMONIO ES ENEMIGO DEL ALMA? Autor: Pbro. Raúl Ortiz Toro. Licenciatura en Teología Patrística e Historia de la Teología - Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (Italia) - Maestría en Bioética - Universidad Pontificia Regina Apostolorum de Roma (Italia). Docente, Seminario Mayor San José de Popayán, Colombia Ha aparecido una corriente de falsa doctrina en la actualidad que asegura que solo el demonio es el enemigo del alma,
de modo que estamos ante una especie de insoslayable influencia del maligno cuando pecamos; esta posición, al cuanto más equivocada lo que hace es brindarle al demonio un protagonismo exagerado. A pesar de que el pecado en general ocasiona una enemistad con Dios de la cual se beneficia sobre todo el maligno, que quiere ese distanciamiento, no obstante la tradición cristiana ha dicho lo contrario pues ha sintetizado en tres los enemigos del alma: El mundo, el demonio y la carne.
Esto quiere decir que los enemigos que impiden la amistad con Dios son: un ser espiritual maléfico (demonio), las realidades y circunstancias adversas a Dios (el mundo) y nuestro propio juicio y debilidad (carne). Estos enemigos del alma son los que nos conducen al pecado como “abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente” (Catecismo, No. 387). En el pecado confluyen estos tres enemigos, no uno solo. Así fue como en el pecado primigenio “El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gn 3, 1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rm. 5, 19). En adelante, todo pecado será desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad”. (Catecismo, No. 397).
No podemos medir qué tanto le corresponde al demonio su participación en la tentación y en el pecado; pero, lo que sí podemos decir es que “la raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15, 19-20)” (Catecismo No. 1853). El demonio, que es el padre de la mentira, como lo define el evangelio de san Juan (8,44), instiga la tentación pero ni es él quien peca ni es el pecado un simple efecto de su influencia que no cuente con nuestra libertad. De modo que la responsabilidad personal cuenta mucho. A nadie le toca pecar. Ni el pecar es una obligación porque se esté bajo la influencia del demonio.
Cuando se dice que el mundo y la carne también son enemigos del alma reconocemos que hay situaciones que pueden ocasionar un ambiente propicio para el pecado. En el caso del “mundo”, como enemigo del alma, hablamos de las circunstancias del entorno que pueden llegar a ocasionar un debilitamiento de la fuerza que debemos tener para no caer en el pecado. Por ejemplo, es el caso de los jóvenes que encuentran en sus colegios, en el contacto con sus mismos compañeros, un ambiente propicio para iniciarse en la rebeldía, la vida sexual activa, los juegos esotéricos, el irrespeto a la autoridad de padres y maestros, etc. El ambiente de indiferencia religiosa crea una barrera para que un joven cristiano cumpla con sus deberes para con Dios y sus semejantes. Igualmente, el ambiente laicista propiciado por ciertas instancias del Estado genera, por ejemplo, leyes que ponen en consideración las verdades de fe o las posiciones morales: en el caso colombiano, la despenalización del aborto en tres casos concretos, la legalidad de uniones de parejas del mismo sexo, la licitud del homicidio por compasión (antesala de la eutanasia), la eutanasia para niños mayores de siete años, como en el caso de Bélgica, etc. Todo esto se enmarca en un mundo adverso y enemigo no solo del alma sino de Dios. No nos imaginemos entonces al diablo haciendo “lobby” para que esto ocurra; se trata, de algo mucho más complejo: son la voluntad y el entendimiento humano, facultades superiores del alma donde el diablo no puede tomar posesión, las que con un acto de libertad se vuelven en contra de Dios creando un ambiente desfavorable para su Reinado.
Por parte de la “carne” hablamos ante todo de lo que nos dice la primera carta de san Juan (2, 16) cuando nos habla de la concupiscencia de la carne (satisfacción desordenada del placer), la concupiscencia de los ojos (la curiosidad desordenada y el interés desmedido por los bienes terrenos) y la soberbia de la vida (ser autoreferenciales y sumidos en la vanagloria).
Un ejemplo sobre la concupiscencia de la carne: el placer sexual en una pareja de esposos no es pecado siempre y cuando estén abiertos a la vida y al crecimiento como pareja; estar abiertos a la vida no quiere decir, simplemente, que se dedicarán solamente a tener hijos, pues ya Pablo VI en una encíclica (De la Vida Humana) dijo que en vista de la paternidad responsable es lícito “espaciar” la procreación, a través de la castidad matrimonial y los métodos naturales, pero no evitar definitivamente la llegada de los hijos. Pero si debido a la concupiscencia de la carne los esposos se dedican simplemente a utilizar sus cuerpos como fuente de placer egoísta encontramos que allí “la carne” ha desvirtuado la santidad inherente a su unión conyugal. Detrás de todo esto no siempre está el demonio como actor principal sino la debilidad de la voluntad del hombre y la mujer que pueden encaminarse a Dios a través de una correcta valoración de su cuerpo y sus sentidos.
Otro ejemplo, pero ahora sobre la concupiscencia de los ojos, o curiosidad: tenemos muchas aficiones y podemos cultivarlas; placeres sanos que nos ayudan a llevar una vida equilibrada pero que, desordenados, pueden inducirnos al alejamiento de Dios, sin que por ello esté el demonio detrás mas sí la carne: un aficionado al fútbol que olvida la misa dominical por ir a un partido. Es un problema de prelación en sus responsabilidades como cristiano y no una simple insidia del maligno.
Finalmente, con respecto a la carne como “soberbia de la vida”, hablemos, por ejemplo, de ciertos tipos de personalidad en los que se encuentra el carácter irascible, es decir, la persona que con facilidad puede desbordar en un ataque de ira. Este defecto de la personalidad es, en sí, una característica que no es pecaminosa de suyo, como no es pecado la tendencia al pecado sino el pecado mismo; en otros términos, la tentación no es pecado pero sí el “caer” en la tentación. Por ello a una persona irascible, que sabe dominar su ira, no puede imputársele una influencia del demonio por su carácter. Simplemente, se trata de su personalidad muchas veces influenciada por factores familiares o de formación que si no sabe manejar puede sí ocasionar pecados contra la caridad.
Así, mundo, demonio y carne, tres enemigos, no solo uno. Las armas contra éstos están dadas en la oración, el ayuno y la caridad que ordenan la libertad a su recto ejercicio; porque, en últimas, es en nosotros mismos donde se cuece la tentación que antecede al pecado más que en un factor exterior como el demonio. “La tentación no necesita del demonio. Se basta a sí misma. ¿Si no, quién tentó al demonio?” (Fortea, cuestión 18).