20 de marzo de 2015. Autor: Padre, Raúl Ortíz Toro. Licenciado en teología patrística e historia de la teología. Maestría en Bioética, Roma, Italia. Docente, Seminario Mayor, Arquidiócesis de Popayán, Colombia. Para no pocos sería una verdadera alegría que la Iglesia se vanagloriara de ser la Institución sin pecados que muchos pretenden. Ahora bien, sin llegar a justificar el mal en una institución que es, ante todo, de origen divino, debemos comprender que “trigo y cizaña” en el campo de la Iglesia, hasta el final de los tiempos cuando Dios discierna, es no solo una parábola escatológica sino, precisamente por ello, ante todo profética.
El pecado está ahí como ese “misterio de iniquidad” del cual nos habla san Pablo (2 Tes. 2,7) pero sobre el cual prevalece el “ministerio de la salvación” de Cristo quien no vino a condenar al mundo sino a salvarlo (cf Jn 12,47). En todas las épocas de la historia de la Iglesia ella ha tenido que enfrentar la debilidad de sus miembros – fieles y ministros - y las consecuencias de sus actos. Hay una expresión referida a la Iglesia que se remonta a San Ambrosio y que hace alusión a esta realidad: “Casta Meretrix” (Meretriz casta) y el santo la ilumina con el ejemplo de Rahab, quien a pesar de su historia de mala vida fue instrumento de Dios (Josué 2, 1-24 y Hb 11,31) y mereció estar en la genealogía de Cristo (Mt 1, 5). No se trata, pues, de una “Iglesia pecadora” sino una Iglesia compuesta por santos y pecadores, es decir, como lo expresa mejor el mismo san Ambrosio, “Inmaculata ex maculatis”.
Jesús no tolera el pecado pero mira con ojos de misericordia al pecador que se arrepiente y se convierte: “Levántate, vete y no peques más” le dice a la mujer adúltera que todos querían apedrear (cf. Jn 8, 1-11). Ese es un argumento que para la Iglesia pesa mucho cuando se trata de los errores de sus miembros; para quien no es afín a la Iglesia es simplemente una evasiva a la responsabilidad. Por ello la misma Iglesia, en los casos más tristes como el tema de la pederastia, exige hoy día que estos delitos se denuncien y se procesen según el ordenamiento del derecho civil y penal de cada nación. La Iglesia ha entendido que debe ser así y lo está cumpliendo.
No nos detengamos solo en ese pecado que es atroz delito a la vez. Detengámonos en los pecados en general sobre todo en el ámbito de los ministros de la Iglesia. Algunos piensan que la validez de los sacramentos depende de la santidad del sacerdote desconociendo que en la liturgia sacramental éste actúa “en la persona de Cristo” y la gracia se transmite no por el mérito sacerdotal. Alguna vez un feligrés me preguntó si estaban realmente casados con su esposa y bautizados sus hijos pues el padre de su pueblo “se había salido” por “diversos motivos”. Recordé entonces aquella concluyente frase de San Agustín en su Comentario al Evangelio de Juan: “(El Bautista) aprendió que habría en Cristo una propiedad tal, en virtud de la cual, aunque fuesen muchos los ministros, santos o pecadores, la santidad del bautismo sólo se otorgaría a aquel sobre quien descendió la paloma, pues de él se dijo: Éste es el que bautiza en el Espíritu Santo. Bautice Pedro o Pablo o Judas, siempre es él quien bautiza”.