22 de noviembre 2016. Autor: Padre, Raúl Ortiz Toro – Docente seminario mayor, Popayán, Colombia. El arte de confesar °°° Una pareja de holandeses pregunta, estupefacta, a un guía en la Basílica de San Pedro: “What is this?” (¿Qué es esto?). Algunos japoneses se acercan; quieren saber de qué se trata. El grupo se encuentra delante de un invento de San Carlos Borromeo en el siglo XVI, que el guía señala con el dedo índice y acompaña el gesto con una voz un tanto sepulcral, como si se tratara de un artificio de esoterismo, diciendo: “Es un confesionario”. Los oyentes deben seguir preguntando, porque no les dice nada la descripción: ¿Para qué sirve? ¿Quién lo usa? ¿Qué importancia tiene?
Desde hace ya un buen tiempo se nos viene diciendo que el sacramento de la confesión está en crisis. Algunos confesionarios en la actualidad suelen estar vacíos: en Europa por falta de penitentes y en América por falta de confesores. Hace un tiempo salió una noticia novedosa en Francia sobre un sacerdote que había revivido su parroquia con un “novedoso método”: Se sentaba a confesar. Toco el tema porque en la conclusión del Año Jubilar de la Misericordia la gente ha acudido masivamente al sacramento de la confesión pero son, en general, los que regularmente se confiesan; algunos casos excepcionales se presentan, pero el gran porcentaje de penitentes es de fieles que suelen hacerlo y, la verdad, no son muchos, comparados con la cantidad de católicos que asisten a Misa.
Algún sacerdote se quejaba de que antes del Concilio Vaticano II había más confesiones que comuniones y que después del Concilio más comuniones que confesiones. ¿Es verdad? Y, si lo es, ¿Qué cambió después de 1965? Si bien es cierto que el Concilio alentó en algunos numerales a la práctica de la confesión, sin embargo, el cambio de paradigma pastoral supuso una prelación a las formas no sacramentales de la Reconciliación como, por ejemplo, el acto penitencial de la Misa que, en lengua propia, permitió una mayor conciencia de pecado pero sin la catequesis suficiente consintió pensar que era suficiente incluso para el perdón de los pecados graves; además de ello, el perdón de los pecados por la escucha de la Palabra de Dios (no en vano la oración secreta del sacerdote, después de proclamar el evangelio, es: “Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados”) y la oración de perdón en la oración individual, influencia de corte pentecostal, con la que muchos se conforman en la comodidad y soledad de su habitación.
Pero también es cierto que gran parte de la crisis de la confesión se debe a que los sacerdotes dedicamos poco tiempo a este sacramento; además, en algunos casos, la moderna terapia psicológica ha desplazado a la confesión como método de catarsis para quienes la usaban con este fin y, sobre todo, la pérdida del sentido de pecado ha ocasionado que muchos no vean útil pedir perdón. Lo que sí es cierto es que una de las maneras concretas de sentirse pastor el sacerdote es sentándose a confesar. No es fácil; se encuentran allí casos de santidad que nos cuestionan, casos de conversión que nos alientan a seguir dando una palabra de misericordia, casos de contumacia que nos mueven a la compasión y a la oración. Un buen legado de este Año Jubilar, para penitentes y sacerdotes, ha de ser cuestionarnos sobre el papel de la confesión en nuestra vida: si hemos hecho lo suficiente y si lo hemos hecho bien.