Juan Pablo II. Catequesis sobre el amor humano. Fuente (Catholic) (21-XI-79/25-XI-79)
1. Recordemos que Cristo, cuando le preguntaron sobre la unidad e indisolubilidad del matrimonio, se remitió a lo que era «al principio». Citó las palabras escritas en los primeros capítulos del Génesis. Tratamos, pues, de penetrar en el sentido propio de estas palabras y de estos capítulos, en el curso de las presentes reflexiones.
El significado de la unidad originaria del hombre, a quien Dios creó «varón y mujer», se obtiene (especialmente a la luz del Génesis 2, 23) conociendo al hombre en todo el conjunto de su ser, esto es, en toda la riqueza de ese misterio de la creación, que está en la base de la antropología teológica. Este conocimiento, es decir, la búsqueda de la identidad humana de aquel que al principio estaba «solo», debe pasar siempre a través de la dualidad, la «comunión». Recordemos el pasaje del Génesis 2, 23: «El hombre exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada».
A la luz de este texto, comprendemos que el conocimiento del hombre pasa a través de la masculinidad y feminidad, que son como dos «encarnaciones» de la misma soledad metafísica, frente a Dios y al mundo -como dos modos de «ser cuerpo» y a la vez hombre, que se completan recíprocamente-, como dos dimensiones complementarias de la autoconciencia y de la autodeterminación, y, al mismo tiempo, como dos conciencias complementarias del significado del cuerpo. Así, como ya demuestra el Génesis, 23, la feminidad, en cierto sentido, se encuentra a sí misma frente a la masculinidad, mientras que la masculinidad se confirma a través de la feminidad. Precisamente la función del sexo, que, en cierto sentido, es «constitutivo de la persona» (no sólo «atributo de la persona»), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como «el» o «ella». La presencia del elemento femenino junto al masculino y al mismo tiempo que él, tiene el significado de un enriquecimiento para el hombre en toda la perspectiva de la historia, comprendida también la historia de la salvación. Toda esta enseñanza sobre la unidad ha sido expresada ya originariamente en el Génesis 2, 23.
2. La unidad, de la que habla el Génesis 2, 24 («y vendrán a ser los dos una sola carne»), es sin duda la que se expresa y se realiza en el acto conyugal. La formulación bíblica, extremadamente concisa y simple, señala al sexo, feminidad y masculinidad, como esa característica del hombre -varón y mujer- que les permite, cuando se convierten en «una sola carne», someter al mismo tiempo toda su humanidad a la bendición de la fecundidad. Sin embargo, todo el contexto de la formulación lapidaria no nos permite detenernos en la superficie de la sexualidad humana, no nos consiente tratar del cuerpo y del sexo fuera de la dimensión plena del hombre y de la «comunión de las personas», sino que nos obliga a entrever desde el «principio» la plenitud y la profundidad propias de esta unidad, que varón y mujer deben constituir a la luz de la revelación del cuerpo.
Por lo tanto, ante todo, la expresión respectiva que dice: «El hombre... se unirá a su mujer» tan íntimamente que «los dos serán una sola carne», nos induce siempre a dirigirnos a lo que el texto bíblico expresa con anterioridad respecto a la unión en la humanidad, que une a la mujer y al varón en el misterio mismo de la creación. Las palabras del Génesis 2, 23, que acabamos de analizar, explican este concepto de modo particular. El varón y la mujer, uniéndose entre sí (en el acto conyugal) tan íntimamente que se convierten en «una sola carne», descubren de nuevo, por decirlo así, cada vez y de modo especial, el misterio de la creación, retornan así a esa unión en la humanidad («carne de mi carne y hueso de mis huesos»), que les permite reconocerse recíprocamente y, llamarse por su nombre, como la primera vez. Esto significa revivir, en cierto sentido, el valor originario virginal del hombre, que emerge del misterio de su soledad frente a Dios y en medio del mundo. El hecho de que se conviertan en «una sola carne» es un vínculo potente establecido por el Creador, a través del cual ellos descubren la propia humanidad, tanto en su unidad originaria, como en la dualidad de un misterioso atractivo recíproco. Pero el sexo es algo más que la fuerza misteriosa de la corporeidad humana, que obra casi en virtud del instinto. A nivel del hombre y en la relación recíproca de las personas, el sexo expresa una superación siempre nueva del límite de la soledad del hombre inherente a la constitución de su cuerpo y determina su significado originario. Esta superación lleva siempre consigo una cierta asunción de la soledad del cuerpo del segundo «yo» como propia.
3. Por esto está ligada a la elección. La formulación misma del Génesis 2, 24 indica no sólo que los seres humanos creados como varón y mujer, han sido creados para la unidad, sino también que precisamente esta unidad, a través de la cual se convierten en «una sola carne», tiene desde el principio un carácter de unión que se deriva de una elección. Efectivamente, leemos: «El hombre abandonará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer». Si el hombre pertenece «por naturaleza» al padre y a la madre, en virtud de la generación, en cambio «se une» a la mujer (o al marido) por elección. El texto del Génesis 2, 24 define este carácter del vínculo conyugal a la primera mujer, pero al mismo tiempo lo hace también en la perspectiva de todo el futuro terreno del hombre. Por esto, Cristo, en su tiempo, se remitirá a ese texto, de actualidad también en su época. Creados a imagen de Dios, también en cuanto forman una auténtica comunión de personas, el primer hombre y la primera mujer deben constituir el comienzo y el modelo de esta comunión para todos los hombres y mujeres que en cualquier tiempo se unirán tan íntimamente entre sí, que formaran «una sola carne». El cuerpo que, a través de la propia masculinidad o feminidad, ayuda a las dos desde el principio («una ayuda semejante a él») a encontrarse en comunión de personas, se convierte, de modo especial, en el elemento constitutivo de su unión, cuando se hacen marido y mujer. Pero esto se realiza a través de una elección recíproca. Es la elección que establece el pacto conyugal entre las personas (20), que sólo a base de ella se convierten en «una sola carne».
4. Esto corresponde a la estructura de la soledad del hombre, y en concreto a la «soledad de los dos». La elección, como expresión de autodeterminación, se apoya sobre el fundamento de esa estructura, es decir, sobre el fundamento de su autoconciencia.
Sólo a base de la propia estructura del hombre, él «es cuerpo» y, a través del cuerpo, es también varón y mujer. Cuando ambos se unen tan íntimamente entre sí que se convierten en «una sola carne», su unión conyugal presupone una conciencia madura del cuerpo. Más aún, comporta una conciencia especial del significado de ese cuerpo en el donarse recíproco de las personas. También en este sentido, Génesis 2, 24 es un texto perspectivo. Efectivamente, demuestra que en cada unión conyugal del hombre y de la mujer se descubre de nuevo la misma conciencia originaria del significado unitivo del cuerpo en su masculinidad y feminidad; con esto el texto bíblico indica, al mismo tiempo, que en cada una de estas uniones se renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su profundidad originaria y fuerza vital. «Tomada del hombre» como «carne de su carne», la mujer se convierte a continuación, como «esposa» y a través de su maternidad, en madre de los vivientes (cf. Gén 3, 20), porque su maternidad tiene su propio origen también en él. La procreación se arraiga en la creación, y cada vez, en cierto sentido, reproduce su misterio.
5. A este tema dedicaremos una reflexión especial: «El conocimiento y la procreación». En ella habrá que referirse todavía a otros elementos del texto bíblico. El análisis del significado de la unidad originaria, hecho hasta ahora, demuestran de qué modo «desde el principio» esa unidad del hombre y de la mujer, inherente al misterio de la creación, se da también como un compromiso en la perspectiva de todos los tiempos siguientes.