Autor: Blanca Mijares. Toda la Iglesia debe, con gran caridad, hacer todo lo posible para fortalecer el amor a Cristo y a la Iglesia de los fieles que se encuentran en situación matrimonial irregular, para que puedan acogen el mensaje cristiano sobre el matrimonio y soportar con fe los sufrimientos de su situación. Hay que hacerles comprender que no se trata de discriminarlos sino de ser fieles a la voluntad de Jesucristo que restableció la indisolubilidad del matrimonio y la confió a su Iglesia como don. Por eso, es necesario que toda la comunidad eclesial los ame y acompañe para ayudarlos a comprender la verdad y puedan vivirla.
Para la Iglesia el matrimonio cristiano constituye el fundamento de la familia y es una alianza por la que un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de vida y de amor, que por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos; y que entre bautizados es, además, un sacramento.
Además, para la Iglesia, el origen del matrimonio no es sólo cultural, sino que procede de la misma naturaleza humana en cuanto que, como dice el libro del Génesis 1-27, al principio "Dios los creó hombre y mujer". El matrimonio es una institución divina y no un producto cultural cuyas principales características -unidad, indisolubilidad y apertura a la vida- vienen definidas por la propia naturaleza del amor entre un hombre y una mujer, imagen del Divino, que exige a los esposos o cónyuges amarse el uno al otro para siempre y alcanzar su mayor expresión en la procreación. Es por ello, que la Iglesia se ha opuesto tradicionalmente al matrimonio polígamo, al matrimonio poliándrico y al matrimonio homosexual.
El fundamento del matrimonio se encuentra en las siguientes palabras del Génesis:
"Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer; y vendrán a ser los dos una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne".
El fiel que está conviviendo habitualmente “more uxorio” con una persona que no es su legítima esposa o su legítimo marido, no puede acceder a la Comunión eucarística. En el caso de que él lo juzgara posible, los pastores y los confesores, dada la gravedad de la materia y las exigencias del bien espiritual de la persona y del bien común de la Iglesia, tienen el grave deber de advertirle que dicho juicio de conciencia riñe abiertamente con la doctrina de la Iglesia. También tienen que recordar esta doctrina cuando enseñan a todos los fieles que les han sido encomendados.
El c. 915 dice que: “No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o de la declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave”.
La prohibición de dar la comunión a los divorciados vueltos a casar deriva de la ley divina y trasciende el ámbito de las leyes eclesiásticas positivas. San Pablo decía: “Así, pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma el pan y beba del cáliz: pues el que come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propia condenación” 1 Cor. 11, 27-29.
Gran responsabilidad tienen los pastores sobre la salvación de éstos fieles, ya que por un lado, en consideración de sus dificultades y sufrimientos generados por encontrarse en situaciones matrimoniales irregulares, deben hacerles sentir la caridad de Cristo y la materna cercanía de la Iglesia; acogiéndolos con amor, exhortándolos a confiar en la misericordia de Dios y, con prudencia y respeto, sugerirles caminos concretos de conversión y de participación en la vida de la comunidad eclesial.
La auténtica comprensión y la genuina misericordia no se encuentran separadas de la verdad, los pastores tienen el deber de recordar a estos fieles la doctrina de la Iglesia acerca de la celebración de los sacramentos y especialmente de la recepción de la Eucaristía.
Fiel a la palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio.
Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa situación.
Esta norma no tiene un carácter punitivo o discriminatorio, sino que expresa una situación objetiva que de por sí hace imposible el acceso a la Comunión eucarística: “Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía.
Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.
Para los fieles que permanecen en esa situación matrimonial, el acceso a la Comunión eucarística sólo se abre por medio de la absolución sacramental, que puede ser concedida “únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, -como, por ejemplo, la educación de los hijos- no pueden cumplir la obligación de la separación, "asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos". En este caso ellos pueden acceder a la Comunión eucarística, permaneciendo firme sin embargo la obligación de evitar el escándalo.
La Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio” recuerda a los pastores que, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien las diversas situaciones y los exhorta a animar a los divorciados que se han casado otra vez para que participen en diversos momentos de la vida de la Iglesia. Al mismo tiempo, reafirma la praxis constante y universal, “fundada en la Sagrada Escritura, de no admitir a la Comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar”, indicando los motivos de la misma. La estructura de la Exhortación y el tenor de sus palabras dejan entender claramente que tal praxis, presentada como vinculante, no puede ser modificada basándose en las diferentes situaciones.
Esto no significa que la Iglesia no sienta una especial preocupación por la situación de estos fieles que de ningún modo se encuentran excluidos de la comunión eclesial. Se preocupa por acompañarlos pastoralmente y por invitarlos a participar en la vida eclesial en la medida en que sea compatible con las disposiciones del derecho divino, sobre las cuales la Iglesia no posee poder alguno para dispensar.
Es necesario iluminar a los fieles interesados a fin de que no crean que su participación en la vida de la Iglesia se reduce exclusivamente a la cuestión de la recepción de la Eucaristía. Se debe ayudar a los fieles a profundizar su comprensión del valor de la participación al sacrificio de Cristo en la Misa, de la comunión espiritual, de la oración, de la meditación de la palabra de Dios, de las obras de caridad y de justicia.
El matrimonio, en cuanto imagen de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia así como núcleo basilar y factor importante en la vida de la sociedad civil, es esencialmente una realidad pública. El consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada, ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto, el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento.
La Exhortación “Familiaris Consortio”, cuando invita a los pastores a saber distinguir las diversas situaciones de los divorciados vueltos a casar, recuerda también el caso de aquellos que están subjetivamente convencidos en conciencia de que el anterior matrimonio, irreparablemente destruido, jamás había sido válido. Ciertamente es necesario discernir a través de la vía del fuero externo establecida por la Iglesia si existe objetivamente esa nulidad matrimonial. La disciplina de la Iglesia, al mismo tiempo que confirma la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos para el examen de la validez del matrimonio de los católicos, ofrece actualmente nuevos caminos para demostrar la nulidad de la anterior unión, con el fin de excluir en cuanto sea posible cualquier diferencia entre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva conocida por la recta conciencia.
Atenerse al juicio de la Iglesia y observar la disciplina vigente sobre la obligatoriedad de la forma canónica en cuanto necesaria para la validez de los matrimonios de los católicos es lo que verdaderamente ayuda al bien espiritual de los fieles interesados.
La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y vivir en la comunión eclesial es vivir en el Cuerpo de Cristo y nutrirse del Cuerpo de Cristo. Al recibir el sacramento de la Eucaristía, la comunión con Cristo Cabeza jamás puede estar separada de la comunión con sus miembros, es decir con la Iglesia. Por esto el sacramento de nuestra unión con Cristo es también el sacramento de la unidad de la Iglesia. Recibir la Comunión eucarística riñendo con la comunión eclesial es por lo tanto algo en sí mismo contradictorio. La comunión sacramental con Cristo incluye y presupone el respeto, muchas veces difícil, de las disposiciones de la comunión eclesial y no puede ser recta y fructífera si el fiel, aunque quiera acercarse directamente a Cristo, no respeta esas disposiciones.