23 November 2024
 

31 de agosto de 2014.  Pbro. Raúl Ortiz Toro. Licenciatura en Teología Patristica e Historia de la Teología - Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (Italia) - Maestría en Bioetica - Universidad Pontificia Regina Apostolorum de Roma (Italia). Docente, Seminario Mayor San José de Popayán, Colombia  Si la pregunta sobre la existencia de Dios está hoy en día muy en boga y nos toca, con razón, ofrecer argumentos para defenderla, podemos decir que en las últimas décadas la cuestión se ha extendido a la existencia del diablo (acusador) o demonio (maligno) o satanás (adversario)

 a propósito, escribía Charles Baudelaire, un conocido literato francés, que “la mayor astucia del diablo es hacernos creer que no existe”; quizá por ello, en alguna ocasión, por allá en los años setenta del siglo pasado, el obispo de Estrasburgo (Francia), Monseñor Elchinger, llegó a proponer una especie de acto de fe a propósito del demonio: “Creo en su existencia, en su influencia, en su inteligencia sutil, en su capacidad suprema de disimulo… en su capacidad consumada de llegar a hacer creer que no existe”. (G. Hubert El diablo hoy).

La existencia del diablo ha de afirmarse pero sin olvidar que no se ha de caer en el fundamentalismo de endilgarle todas las desgracias del mundo o de verlo como enemigo único del alma; con razón, la tradición cristiana siempre ha defendido que no solo el demonio es enemigo del alma sino también el mundo y la carne. De lo contrario, estaríamos cayendo en una especie de demoniocentrismo, dándole un protagonismo desmedido ignorando que el verdadero centro tiene que ser Cristo, quien por su sangre nos ha dado una nueva vida (Cf. Colosenses 1,14). Aquí hay que anotar que ciertas corrientes de espiritualidad tratan tanto el tema del demonio que terminan desplazando temas fundamentales como la vida de gracia, la bondad del hombre, la providencia divina. Ni qué decir de los que ven influencias del demonio en casos clínicos que deben tratarse médicamente (como la epilepsia) o psiquiátricamente (como los trastornos psicóticos).

Por otra parte, si damos pie a un debate sobre la existencia del diablo, esta pregunta es muy distinta a la cuestión sobre el mal, que en términos muy sencillos es “ausencia de un bien particular” (Santo Tomás de Aquino) y tiene a veces una connotación subjetiva y cultural. Acaso habrá alguien que no crea en el mal (mal moral: un pecado; mal físico: un terremoto; mal metafísico: el sufrimiento; o, incluso, el mal estético del cual hablaba Hegel: la necesidad de contrastes en la vida, etc) o que no haya experimentado las consecuencias de éste.

Así las cosas, el mal es mucho más que el diablo (porque el mal que, por una parte, no tiene origen en Dios Creador, por otra, no tiene origen siempre y necesariamente en el demonio; por ejemplo, un terremoto que es un mal evidente no está causado por el diablo sino que responde a las leyes de la naturaleza, respetadas por Dios (Leibniz)). Y aunque el mal supere al diablo, no obstante el diablo es más peligroso que el mal.

Al respecto, en primer lugar, la doctrina cristiana considera que el mal existe como un misterio de inequidad, usando una expresión paulina (2 de Tesalonicenses 2,7). Detrás de esta realidad hay un misterio que ya en la cultura hebrea se evidencia en el relato del pecado original que encontramos en el Génesis (capítulo 3), y que no tiene relación causal en Dios ni en un semidios, como quisieran los defensores del maniqueísmo, que creen que hay dos principios: el bien y el mal a los cuales corresponden dos dioses: un dios bueno y un dios malo.

En segundo lugar, el diablo es una especie de prototipo del miedo y la repulsión que tiene el hombre religioso al mal, o sea en él ve el resumen del mal. Ya se ha dicho que no se trata de un semi-dios con poderes sobrenaturales, ni siquiera de una persona o de una simple fuerza impersonal o un espectro. Para ir dando una definición, el Catecismo de la Iglesia Católica habla de este personaje y lo enmarca en el primer artículo del credo Nicenoconstantinopolitano: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”. De allí que, en primer lugar, debemos concluir que lo que no es Dios, es criatura. El diablo, por lo tanto, ha sido creado. Se trata de una creatura y por lo tanto, es un ser limitado y su límite natural es en sí la voluntad de Dios, es decir, lo que él le permite hacer.

Pensará alguien: “¡Dios injusto! ¡Permite al diablo actuar en contra del hombre!”. Pero no es así de sencillo. La respuesta la encontramos en la Sagrada Escritura, cuando en la carta de Santiago (1,2) se afirma: “Considerad como perfecta alegría, hermanos míos, cuando os veáis cercados por diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia”. Si bien no todas las pruebas provienen del diablo, todo lo que hace el diablo sí es una prueba para el hombre, como lo vemos en el libro de Job. A juicio del padre J.A. Fortea, un famoso exorcista español, “Dios sabía que los demonios aunque por un lado fueran causa de males, también serían ocasión de mayores bienes, pues serían ocasión de que la virtud fuera más valiosa” (Summa Daemoniaca, cuestión 26). Y dice el Catecismo (numeral 395): “Que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero “nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Romanos 8,28).

Después de decir que el diablo es una criatura debemos afirmar que se trata de una entidad maligna de naturaleza espiritual (ni naturaleza divina, ni humana), con voluntad y entendimiento y por lo tanto, no una persona pero sí un ser con carácter personal e inmortal, no eterno (Cf.  Catecismo, 330). Fue un ángel bueno creado por Dios que se hizo malo a sí mismo (Cf. Catecismo, 391) a través del rechazo irremediable, con su voluntad y entendimiento, a Dios y a su Reino. Está condenado eternamente y como su decisión fue irrevocable, esto lo hace imperdonable, razón por la cual no podemos hablar ni siquiera como hipótesis de un arrepentimiento del diablo que lo lleve a su conversión (Algunos ven en la doctrina de la apocatástasis de Orígenes de Alejandría esta posición herética).

Dejar en firme la existencia del diablo nos ayuda a comprender que hay una entidad maligna espiritual que quiere seducirnos para que sigamos su mismo destino: la condenación. El diablo encarna la envidia, que siente al vernos encaminados a la santidad de Dios, a la vida eterna, a la contemplación de Dios que no podrá disfrutar; con la tentación para que pequemos y con el pecado mismo va cumpliendo su cometido. El hombre reacciona ante este despotismo de quien nos quiere ver esclavos del mal y, con la conversión, expresada en el dolor por haber pecado, y a través de un propósito de cambio, la confesión sacramental y una sensata penitencia la libertad del hombre se encamina a seguir edificando el Reino de Dios en su vida.