19 de septiembre de 2014. Pbro. Raúl Ortiz Toro. Licenciatura en Teología Patristica e Historia de la Teología - Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (Italia) - Maestría en Bioetica - Universidad Pontificia Regina Apostolorum de Roma (Italia). Docente, Seminario Mayor San José de Popayán, Colombia. Un escéptico o indiferente religioso ¡y, cómo no, un ateo de los de verdad! – pues hay muchos que “gracias a Dios son ateos” – ha de estarse preguntando si la religión en lugar de liberar al hombre de su estadio pre científico, animista, no hace más que atrasar el pensamiento humano o reforzar su regresión a estados cavernarios
cuando habla del demonio o de fuerzas espirituales antagónicas, temas que, según algunos sectores de lo que llamamos “ciencias exactas”, ya han sido superados por la misma ciencia experimental.
Según el positivismo, una doctrina que pretende confirmar como válido solo el conocimiento que proviene de la ciencia, la humanidad ha tenido una especie de etapas en el desarrollo histórico del pensamiento: la primera etapa se desarrolla en el ámbito teológico por lo cual el hombre entiende que todas las causas de los acontecimientos de diversa índole se remiten en última instancia a la divinidad (la caída de un rayo expresaría la furia de Dios). En una segunda estaría el estadio metafísico donde el hombre apela a entidades abstractas como la naturaleza (el rayo sería una poderosa descarga de electricidad estática). Finalmente, la tercera fase del pensamiento será la positiva: el hombre observa todo tipo de fenómenos y en lugar de buscar la causa analiza las leyes que los rigen (el rayo estaría condicionado por la inducción electrostática o los mecanismos de polarización).
Este planteamiento ha sido aplicado en distintos ámbitos del conocimiento humano y ha llegado a la sociología religiosa, razón por la cual el pensamiento contemporáneo rechaza con frecuencia muchos de nuestros principios básicos: como, por ejemplo, la existencia de Dios y la Providencia divina, la vida eterna, la existencia del alma, etc., enmarcándonos en ese estadio primitivo del pensamiento y reduciéndonos a una categoría precientífica y por lo tanto digna de descrédito.
Por ello, ante este argumento de si es posible que una entidad maléfica como el demonio pueda tomar posesión de una persona, podemos evidenciar dos posiciones: por una parte, no es de extrañar que este tema sea tomado por el escéptico como simple folclore o atraso. Y no es de extrañar, también, que muchos creyentes exageren a tal punto de remitir a una posesión todo tipo de manifestaciones extrañas en las personas.
Haciéndonos una especie de examen y reconocimiento pudiéramos decir que muchas veces en la Iglesia propiciamos una cosmovisión errada del mundo espiritual cuando atribuimos a enfermedades físicas o traumas psicóticos una influencia demoniaca. Y hemos de darle una cierta razón a quien piense que con el tema del señalamiento de posesiones diabólicas, sin mayor examen, dimos pie a malas comprensiones de la realidad; porque, si bien es cierto que ya dejamos dicho en el pasado artículo que la existencia del demonio es un hecho del cual no podemos sustraernos, sin embargo, sí es muy cierto que la imaginería popular y en muchos casos la falta de evangelización del pueblo sobre este asunto fue creando una cosmovisión propia al punto de “satanizar” muchos fenómenos donde simplemente con un poco de sensatez y de cordura se puede deducir que no se trata de una injerencia del demonio.
Dice, al respecto, el Catecismo de la Iglesia Católica (No. 1673) que muy distinto al caso de posesión “es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante, asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de un presencia del Maligno y no de una enfermedad”. Y en el mismo sentido el Ritual de Exorcismos expresa que “El exorcista, en caso de alguna, así llamada, intervención diabólica, debe observar la máxima circunspección y prudencia, imprescindible en estos casos. En primer lugar no debe creer fácilmente que alguien que padece alguna enfermedad, especialmente psicológica, esté poseído por el demonio. Del mismo modo, no debe creer que hay posesión por la sola afirmación de alguien que expresa estar especialmente tentado, desolado o atormentado por el diablo, pues la persona podría estar engañada por la propia imaginación”. (Prenotandos, 14).
Con mucha frecuencia nos llegan a los sacerdotes casos de posibles posesiones; sin embargo, con una mirada atenta y un diálogo sensato se corrobora que de por medio puede haber algún trastorno psicológico o una enfermedad clínica que no requieren exorcismo sino ayuda clínica: es el caso de la epilepsia, el autismo, la psicosis, la esquizofrenia, la bipolaridad, las neuropatías o el simple desorden disociativo de la personalidad, etc. Por esta razón el exorcista, directamente delegado por el Obispo, debe cerciorarse de que la persona haya pasado por manos del médico general, el psicólogo y el psiquiatra, si es el caso. Nunca el exorcista debe confiar simplemente en su juicio personal o peor aún en el juicio de quien se cree poseído o de su familia.
En nuestro pasado artículo tratamos de dejar en claro que el demonio es una entidad maligna de naturaleza espiritual (ni naturaleza divina, ni humana), con voluntad y entendimiento y por lo tanto, no una persona pero sí un ser con carácter personal e inmortal, no eterno. Pero, ¿este ser espiritual puede tomar posesión de algo o de alguien? La tradición cristiana ha diferenciado entre infestación y posesión: la primera se refiere a las cosas, lugares y animales donde el demonio ejerce su influencia; la segunda, hace referencia a la influencia sobre la persona humana. Aproximadamente, de cien casos de posible posesión, no más que uno o dos pueden llegar a ser ciertos.
La persona humana es una unidad substancial de alma y cuerpo de carácter racional y relacional; por ello, el ser humano es un cuerpo espiritualizado y un espíritu corporeizado, no simple alma por un lado y cuerpo por el otro, sino unidad substancial de estas dos realidades que tradicionalmente hemos separado. Por ello, de ser posible una posesión demoniaca, solo lo sería en el ámbito de las manifestaciones corpóreas de la persona humana; dicho en otros términos, un espíritu maligno solo podría influenciar la exterioridad de los actos pero nunca poseer el alma humana que es donde reside la imagen de Dios en el hombre. Tampoco se puede decir, simplemente, que el demonio posee el cuerpo, como si se tratara de una entidad vacía que espera un principio moderador de sus actos ya que el cuerpo y el alma son una unidad inseparable por cuanto es una unidad substancial.
Por ello, el poseído, cuando es consciente de lo que le aqueja es libre de ponerse en contacto con un sacerdote idóneo para que ore por él; es más, el alma de un poseso puede estar en gracia de Dios si cuando no está en trance de posesión se ha confesado. De modo que podemos suponer que si muere en esta condición puede salvarse. Así las cosas, cuando hablamos de posesión demoniaca estamos hablando de una persona que presenta unas manifestaciones de su comportamiento influenciadas por el espíritu del mal, es decir, una posesión de la exterioridad de sus actos; no podemos concluir que en esa persona está el demonio o es el demonio. Y para llegar a esta conclusión se ha de andar con pies de plomo para no hacer incluso un daño peor a quien se encuentra en esta situación; ya he referido que de cien posibles casos de posesión quizá uno llegue a ser cierto. Prudencia y oración son las bases del discernimiento.