9 de septiembre 2017. “Las vocaciones mueren cuando se quieren nutrir de honores”. Mensaje Papa Francisco a los sacerdotes, religiosos, religiosas, en Medellín Colombia, con motivo de su visita apostólica. «Queridos sacerdotes, consagrados, consagradas, seminaristas. Queridas familias, ¡queridos ‘paisas’. La alegoría de la vid verdadera que acabamos de escuchar del Evangelio de Juan se da en el contexto de la última cena de Jesús.
En ese ambiente de intimidad, de cierta tensión pero cargada de amor, el Señor lavó los pies de los suyos, quiso perpetuar su memoria en el pan y el vino, y también les habló a los que más quería desde lo hondo de su corazón. En esa primera noche «eucarística», en esa primera caída del sol después del gesto de servicio, Jesús abre su corazón; les entrega su testamento. Y así como en aquel cenáculo se siguieron reuniendo posteriormente los Apóstoles, algunas mujeres y María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1,13-14), hoy también acá en este espacio nos hemos reunido nosotros a escucharlo, a escucharnos.
La hermana Leidy de San José, María Isabel y el padre Juan Felipe nos han dado su testimonio. También cada uno de los que estamos aquí podríamos narrar la propia historia vocacional. Todos coincidirían en la experiencia de Jesús que sale a nuestro encuentro, que nos primerea y que de ese modo nos ha captado el corazón. Como dice el Documento de Aparecida: «Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo» (n. 29).
Muchos de ustedes, jóvenes, habrán descubierto este Jesús vivo en sus comunidades; comunidades de un fervor apostólico contagioso, que entusiasman y suscitan atracción. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas; la vida fraterna y fervorosa de la comunidad es la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 107).
Los jóvenes son naturalmente inquietos y, si bien asistimos a una crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas formas de militancia y voluntariado. Cuando lo hacen captados por Jesús, sintiéndose parte de la comunidad, se convierten en «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra (cf. ibíd., 107). Esa es la vid a la que se refiere Jesús en el texto que hemos proclamado: la vid que es el «pueblo de la alianza».
Profetas como Jeremías, Isaías o Ezequiel se refieren a él como una vid, hasta un salmo, el 80, canta diciendo: «Tú sacaste de Egipto una vid… le preparaste terreno, echó raíces y llenó toda la región» (vv.9-10). A veces expresan el gozo de Dios ante su vid, otras su enojo, desconcierto y despecho; jamás se desentiende de ella, nunca deja de padecer sus distancias, de salir al encuentro de este pueblo que, cuando se aleja de Él se seca, arde y se destruye. ¿Cómo es la tierra, el sustento, el soporte donde crece esta vid en Colombia? ¿En qué contextos se generan los frutos de las vocaciones de especial consagración? Seguramente en ambientes llenos de contradicciones, de claroscuros, de situaciones vinculares complejas.
Nos gustaría contar con un mundo, con familias y vínculos más llanos, pero somos parte de esta crisis cultural, y en medio de ella, contando con ella, Dios sigue llamando. Sería casi evasivo pensar que todos ustedes han escuchado el llamado de Dios en medio de familias sostenidas por un amor fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la fidelidad o la paciencia (cf. Exhort. ap. Amoris laetitia, 5).
Algunas, quiera Dios que muchas, serán así. Pero tener los pies sobre la tierra es reconocer que nuestros procesos vocacionales, el despertar del llamado de Dios, nos encuentra más cerca de aquello que ya relata la Palabra de Dios y del que tanto sabe Colombia: «Un sendero de sufrimiento y de sangre […] la violencia fratricida de Caín sobre Abel y los distintos litigios entre los hijos y entre las esposas de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a las tragedias que llenan de sangre a la familia de David, hasta las múltiples dificultades familiares que surcan la narración de Tobías o la amarga confesión de Job abandonado» (ibíd., 20).
Desde el comienzo ha sido así: Dios manifiesta su cercanía y su elección; Él cambia el curso de los acontecimientos al llamar a hombres y mujeres en la fragilidad de la historia personal y comunitaria. No tengamos miedo, en esa tierra compleja Dios siempre ha hecho el milagro de generar buenos racimos, como las arepas al desayuno. ¡Que no falten vocaciones en ninguna comunidad, en ninguna familia de Medellín!
Y esta vid —que es la de Jesús— tiene el atributo de ser la verdadera. Él ya utilizó este término en otras ocasiones en el Evangelio de Juan: la luz verdadera, el verdadero pan del cielo, o el testimonio verdadero. Ahora, la verdad no es algo que recibimos —como el pan o la luz— sino que brota desde adentro. Somos pueblo elegido para la verdad, y nuestro llamado tiene que ser en la verdad. No puede haber lugar, si somos sarmientos de esta vid, si nuestra vocación está injertada en Jesús, para el engaño, la doblez, las opciones mezquinas.
Todos tenemos que estar atentos para que cada sarmiento sirva para lo que fue pensado: dar frutos. Desde los comienzos, a quienes les toca acompañar los procesos vocacionales, tendrán que motivar la recta intención, un deseo auténtico de configurarse con Jesús, el pastor, el amigo, el esposo. Cuando los procesos no son alimentados por esta savia verdadera que es el Espíritu de Jesús, entonces hacemos experiencia de la sequedad y Dios descubre con tristeza aquellos tallos ya muertos.
Las vocaciones de especial consagración mueren cuando se quieren nutrir de honores, cuando están impulsadas por la búsqueda de una tranquilidad personal y de promoción social, cuando la motivación es «subir de categoría», apegarse a intereses materiales, que llega incluso a la torpeza del afán de lucro. Como he dicho ya en otras ocasiones, el diablo entra por el bolsillo. Esto no es privativo de los comienzos, todos nosotros tenemos que estar atentos porque la corrupción en los hombres y mujeres que están en la Iglesia empieza así, poco a poco, luego —nos lo dice Jesús mismo— se enraíza en el corazón y acaba desalojando a Dios de la propia vida.
«No se puede servir a Dios y al dinero» (Mt 6,21.24), no podemos aprovecharnos de nuestra condición religiosa y de la bondad de nuestro pueblo para ser servidos y obtener beneficios materiales. Hay situaciones, estilos y opciones que muestran los signos de sequedad y de muerte: ¡No pueden seguir entorpeciendo el fluir de la savia que alimenta y da vida! El veneno de la mentira, el ocultamiento, la manipulación y el abuso al Pueblo de Dios, a los frágiles y especialmente a los ancianos y niños no pueden tener cabida en nuestra comunidad; son ramas que decidieron secarse y que Dios nos manda cortar.
Pero Dios no sólo corta; la alegoría continúa diciendo que Dios limpia la vid de imperfecciones. La promesa es que daremos fruto, y en abundancia, como el grano de trigo, si somos capaces de entregarnos, de donar la vida libremente. Tenemos en Colombia ejemplos de que esto es posible. Pensemos en santa Laura Montoya, una religiosa admirable cuyas reliquias tenemos con nosotros y que desde esta ciudad se prodigó en una gran obra misionera en favor de los indígenas de todo el país. ¡Cuánto nos enseña la mujer consagrada de entrega silenciosa, abnegada, sin mayor interés que expresar el rostro maternal de Dios!
Así mismo, podemos recordar al beato Mariano de Jesús Euse Hoyos, uno de los primeros alumnos del Seminario de Medellín, y a otros sacerdotes y religiosas de Colombia, cuyos procesos de canonización han sido introducidos; como también otros tantos, miles de colombianos anónimos que, en la sencillez de su vida cotidiana, han sabido entregarse por el Evangelio y que ustedes llevarán en su memoria y serán estímulo en su entrega. Todos nos muestran que es posible seguir fielmente la llamada del Señor, que es posible dar mucho fruto.
La buena noticia es que Él está dispuesto a limpiarnos, que no estamos terminados, que como buenos discípulos estamos en camino. ¿Cómo va cortando Jesús los factores de muerte que anidan en nuestra vida y distorsionan el llamado? Invitándonos a permanecer en Él; permanecer no significa solamente estar, sino que indica mantener una relación vital, existencial, de absoluta necesidad; es vivir y crecer en unión íntima y fecunda con Jesús, fuente de vida eterna. Permanecer en Jesús no puede ser una actitud meramente pasiva o un simple abandono sin consecuencias en la vida cotidiana y concreta.
Permítanme proponerles tres modos de hacer efectivo este permanecer:
1. Permanecemos tocando la humanidad de Cristo: Con la mirada y los sentimientos de Jesús, que contempla la realidad no como juez, sino como buen samaritano; que reconoce los valores del pueblo con el que camina, así como sus heridas y pecados; que descubre el sufrimiento callado y se conmueve ante las necesidades de las personas, sobre todo cuando estas se ven avasalladas por la injusticia, la pobreza indigna, la indiferencia, o por la perversa acción de la corrupción y la violencia. Con los gestos y palabras de Jesús, que expresan amor a los cercanos y búsqueda de los alejados; ternura y firmeza en la denuncia del pecado y el anuncio del Evangelio; alegría y generosidad en la entrega y el servicio, sobre todo a los más pequeños, rechazando con fuerza la tentación de dar todo por perdido, de acomodarnos o de volvernos sólo administradores de desgracias.
2. Permanecemos contemplando su divinidad: Despertando y sosteniendo la admiración por el estudio que acrecienta el conocimiento de Cristo porque, como recuerda san Agustín, no se puede amar a quien no se conoce (cf. La Trinidad, Libro X, cap. I, 3). Privilegiando para ese conocimiento el encuentro con la Sagrada Escritura, especialmente el Evangelio, donde Cristo nos habla, nos revela su amor incondicional al Padre, nos contagia la alegría que brota de la obediencia a su voluntad y del servicio a los hermanos. Quien no conoce las Escrituras, no conoce a Jesús. Quien no ama las Escrituras, no ama a Jesús (cf. San Jerónimo, Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24,17). ¡Gastemos tiempo en una lectura orante de la Palabra! En auscultar en ella qué quiere Dios para nosotros y nuestro pueblo.
Que todo nuestro estudio nos ayude a ser capaces de interpretar la realidad con los ojos de Dios, que no sea un estudio evasivo de los aconteceres de nuestro pueblo, que tampoco vaya al vaivén de modas o ideologías. Que no viva de añoranzas ni quiera encorsetar el misterio, que no quiera responder a preguntas que ya nadie se hace y dejar en el vacío existencial a aquellos que nos cuestionan desde las coordenadas de sus mundos y sus culturas. Permanecer y contemplar su divinidad haciendo de la oración parte fundamental de nuestra vida y de nuestro servicio apostólico. La oración nos libera del lastre de la mundanidad, nos enseña a vivir de manera gozosa, a elegir alejándonos de lo superficial, en un ejercicio de auténtica libertad. Nos saca de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una experiencia religiosa vacía y nos lleva a ponernos con docilidad en las manos de Dios para realizar su voluntad y hacer eficaz su proyecto de salvación.
Y en la oración, adorar. Aprender a adorar en silencio. Seamos hombres y mujeres reconciliados para reconciliar. Haber sido llamados no nos da un certificado de buena conducta e impecabilidad; no estamos revestidos de una aureola de santidad. Todos somos pecadores y necesitamos del perdón y la misericordia de Dios para levantarnos cada día; Él arranca lo que no está bien y hemos hecho mal, lo echa fuera de la viña y lo quema. Nos deja limpios para poder dar fruto. Así es la fidelidad misericordiosa de Dios para con su pueblo, del que somos parte. Él nunca nos dejará tirados al costado del camino. Dios hace de todo para evitar que el pecado nos venza y cierre las puertas de nuestra vida a un futuro de esperanza y de gozo.
3. Finalmente, hay que permanecer en Cristo para vivir en la alegría: Si permanecemos en Él, su alegría estará en nosotros. No seremos discípulos tristes y apóstoles amargados. Al contrario, reflejaremos y portaremos la alegría verdadera, el gozo pleno que nadie nos podrá quitar, difundiremos la esperanza de vida nueva que Cristo nos ha traído. El llamado de Dios no es una carga pesada que nos roba la alegría. Dios no nos quiere sumidos en la tristeza y el cansancio que vienen de las actividades mal vividas, sin una espiritualidad que haga feliz nuestra vida y aun nuestras fatigas. Nuestra alegría contagiosa tiene que ser el primer testimonio de la cercanía y del amor de Dios. Somos verdaderos dispensadores de la gracia de Dios cuando trasparentamos la alegría del encuentro con Él.
En el Génesis, después del diluvio, Noé planta una vid como signo del nuevo comienzo; finalizando el Éxodo, los que Moisés envió a inspeccionar la tierra prometida, volvieron con un racimo de uvas, signo de esa tierra que manaba leche y miel. Dios se ha fijado en nosotros, en nuestras comunidades y familias. El Señor ha puesto su mirada sobre Colombia: ustedes son signo de ese amor de predilección. Nos toca ofrecer todo nuestro amor y servicio unidos a Jesucristo, nuestra vid. Y ser promesa de un nuevo inicio para Colombia, que deja atrás diluvios de desencuentro y violencia, que quiere dar muchos frutos de justicia y paz, de encuentro y solidaridad. Que Dios los bendiga; que Dios bendiga la vida consagrada en Colombia. Y no se olviden de rezar por mí.