22 November 2024
 

 

 

 

 

Un don para el bien de todos

Desde el momento en que la vocación al sacerdocio es un don que Dios hace a algunos para el bien de todos, quisiera compartir con vosotros algunos pensamientos, precisamente a partir de la relación entre los sacerdotes y las demás personas, siguiendo el n. 3 de Presbyterorum ordinis, en el que se encuentra como un pequeño compendio de teología del sacerdocio, sacado de la Carta a los Hebreos: «Los presbíteros han sido tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los hombres para las cosas que se refieren a Dios, para ofrecer dones y sacrificios en remisión de los pecados; viven pues en medio de los demás hombres como hermanos en medio de los hermanos». Consideremos estos tres momentos: “tomados entre los hombres”, “constituidos en favor de los hombres”, presentes “en medio de los demás hombres”.

El sacerdote es un hombre que nace en determinado contexto humano; ahí aprende los primeros valores, absorbe la espiritualidad del pueblo, se acostumbra a las relaciones. También los sacerdotes tienen una historia, no son “hongos” que surgen de improviso en la Catedral el día de su ordenación. Es importante que los formadores y los mismos sacerdotes recuerden esto y sepan tener en cuenta dicha historia personal a lo largo del camino de la formación. En el día de la ordenación siempre digo a los sacerdotes, a los neo sacerdotes: acordaos de donde habéis sido tomados, del rebaño, ¡no os olvidéis de vuestra madre y de vuestra abuela! Esto lo decía Pablo a Timoteo, y yo también lo digo. Esto quiere decir que no se puede ser cura creyendo que uno ha sido formado en un laboratorio, no; comienza en la familia con la “tradición” de la fe y con toda la experiencia de la familia. Y hace falta que sea personalizada, porque es la persona concreta la que es llamada al discipulado y al sacerdocio, teniendo en cuenta en cada caso que es solo Cristo el Maestro a seguir y a quien configurarse.

Me gusta, en este sentido, recordar aquel fundamental “centro de pastoral vocacional” que es la familia, Iglesia doméstica y primer y fundamental lugar de formación humana, donde puede germinar en los jóvenes el deseo de una vida concebida como camino vocacional, para recorrer con empeño y generosidad.

En familia y en todos los demás otros contextos comunitarios –escuela, parroquia, asociaciones, grupos de amigos– aprendemos a estar en relación con personas concretas, nos hacemos modelar por el trato con ellos, y nos convertimos en lo que somos también gracias a ellos.

Un buen sacerdote, pues, es ante todo un hombre con su propia humanidad, que conoce su historia, con sus riquezas y sus heridas, y que ha aprendido a estar en paz con ella, alcanzando la serenidad de fondo, propia de un discípulo del Señor. La formación humana es pues una necesidad para los sacerdotes, para que aprendan a no dejarse dominar por sus limitaciones, sino más bien a sacar fruto de sus talentos.

Un sacerdote que sea un hombre pacífico sabrá difundir serenidad en torno a sí, incluso en los momentos difíciles, trasmitiendo la belleza del trato con el Señor. No es normal, en cambio, que un sacerdote esté con frecuencia triste, nervioso o duro de carácter; no está bien y no hace bien, ni al sacerdote, ni a su pueblo. Pero si tú tienes una enfermedad, estás neurótico, ¡ve al médico! Al médico espiritual y al médico clínico: te darán pastillas que te harán bien, ¡ambos! Pero, por favor, ¡que los fieles no paguen la neurosis de los curas! No peguéis a los fieles; cercanía de corazón con ellos.

Nosotros sacerdotes somos apóstoles de la alegría, anunciamos el Evangelio, es decir, la “buena noticia” por excelencia; claro que no somos nosotros los que damos la fuerza al Evangelio –algunos lo creen–, pero podemos favorecer u obstaculizar el encuentro entre el Evangelio y las personas. Nuestra humanidad es el “vaso de barro” donde guardamos el tesoro de Dios, un vaso que debemos cuidar, para trasmitir bien su precioso contenido.

Un sacerdote no puede perder sus raíces, siempre será un hombre del pueblo y de la cultura que lo generaron; nuestras raíces nos ayudan a recordar quiénes somos y dónde Cristo nos llamó. Nosotros sacerdotes no caemos de lo alto, sino que somos llamados, llamados por Dios, que nos toma “de entre los hombres”, para constituirnos “en favor de los hombres”. Me permito una anécdota. En una diócesis, hace años... No en una diócesis, no, en la Compañía había un buen sacerdote, joven, que llevaba dos años de sacerdote. Entró en confusión, habló con el padre espiritual, con sus superiores, con los médicos y dijo: “Me voy, no puedo más, me voy”. Y pensando en estas cosas –yo conocía a su madre, gente humilde– le dije: “¿Por qué no vas a tu madre y le hablas de esto?”. Y fue, se pasó todo el día con su madre, y volvió cambiado. Su madre le dio dos “bofetadas” espirituales, le dijo tres o cuatro verdades, lo puso en su sitio, y siguió adelante. ¿Por qué? Porque fue a la raíz. Por eso es importante no quitar la raíz de la que venimos. En el seminario debes hacer la oración mental… Sí, claro, eso hay que hacerlo, aprender… Pero ante todo reza como te enseñó tu madre, y luego sigue adelante. Pero siempre la raíz está ahí, la raíz de la familia, como aprendiste a rezar de niño, incluso con las misma palabras, comienza a rezar así. Luego ya avanzarás en la oración.

Ahora el segundo pasaje: “en favor de los hombres”. Aquí hay un punto fundamental de la vida y del ministerio de los presbíteros. Respondiendo a la vocación de Dios, se es sacerdotepara servir a los hermanos y hermanas. Las imágenes de Cristo que tomamos como referencia para el ministerio de los sacerdotes son claras: Él es el “Sumo Sacerdote”, del mismo modo cercano a Dios y cercano a los hombres; es el “Siervo”, que lava los pies y se hace próximo a los más débiles; es el “Buen Pastor”, que siempre tiene como fin el cuidado del rebaño.

Son las tres imágenes que debemos mirar, pensando en el ministerio de los sacerdotes, enviados a servir a los hombres, a hacerles alcanzar la misericordia de Dios, a anunciar su Palabra de vida. No somos sacerdotes para nosotros mismos y nuestra santificación está estrechamente vinculada a la de nuestro pueblo, nuestra unción a su unción: tú estás ungido para tu pueblo. Saber y recordar que estamos “constituidos para el pueblo” –pueblo santo, pueblo de Dios–, ayuda a los curas a no pensar en sí, a tener autoridad sin ser autoritarios, firmes pero no duros, alegres pero no superficiales, en definitiva, pastores, no funcionarios. Hoy, en ambas Lecturas de la Misa se ve claramente la capacidad de gozar que tiene el pueblo, cuando viene devuelto y purificado el templo (1Mac 4,36-37.52-59), y en cambio la incapacidad de alegría que tienen los jefes de los sacerdotes y los escribas ante la expulsión de los mercaderes del templo por parte de Jesús (Lc 19,45-48). Un sacerdote debe aprender a gozar, nunca debe perder –mejor así– la capacidad de alegría: si la pierde es que hay algo que no va. Y os digo sinceramente, yo tengo miedo de endurecerme, me da miedo. De los curas rígidos… ¡Lejos! ¡Te muerden! Y me viene a la mente aquella expresión de san Ambrosio, del siglo IV: “Donde está la misericordia está el espíritu del Señor, donde hay rigidez solo están sus ministros”. El ministro sin el Señor se vuelve rígido, y esto es un peligro para el pueblo de Dios. Pastores, no funcionarios.

El pueblo de Dios y la humanidad entera son destinatarios de la misión de los sacerdotes, a los que tiende toda la obra de la formación. La formación humana, la intelectual y la espiritual confluyen naturalmente en la pastoral, a la cual proporcionan instrumentos, virtudes y disposiciones personales. Cuando todo esto se armoniza y se amalgama con un genuino celo misionero, a lo largo del camino de una vida entera, el sacerdote puede cumplir la misión confiada por Cristo a su Iglesia.

Finalmente, los que del pueblo nació, con el pueblo debe permanecer; el sacerdote está siempre “en medio de los demás hombres”, no es un profesional de la pastoral o de la evangelización, que llega y hace lo que debe –quizá bien, pero como si fuese un oficio– y luego se va a vivir una vida separada. Se es sacerdote para estar en medio de la gente: la cercanía. Y me permito, hermanos obispos, también nuestra cercanía de obispos con nuestros curas. ¡Esto vale también para nosotros! Cuántas veces oímos las quejas de los curas: “He llamado al obispo porque tengo un problema… El secretario, la secretaria, me ha dicho que está muy ocupado, que está fuera, que no puede recibirme antes de tres meses…”. Dos cosas. La primera. Un obispo siempre está ocupado, gracias a Dios, pero si tú obispo recibes una llamada de un sacerdote y no puedes recibirlo porque tienes mucho trabajo, al menos coge el teléfono y llámalo para decirle: “¿Es urgente? ¿No es urgente? Ven tal día…”, Así se siente cercano. Hay obispos que parecen alejarse de los sacerdotes… Cercanía, ¡al menos una llamada telefónica! Y eso es amor de padre, fraternidad. Y la otra cosa. “No, tengo una conferencia en tal ciudad y luego tengo que hacer un viaje a América, y luego…”. Pero, mira, ¡el decreto de residencia de Trento aún está vigente! Y si tú no eres capaz de quedarte en la diócesis, dimite, y da la vuelta al mundo haciendo otro apostolado muy bueno. Pero si tú eres obispo de aquella diócesis, residencia. Estas dos cosas, cercanía residencia. ¡Esto es para nosotros los obispos! Uno se hace sacerdote para estar en medio de la gente.

El bien que los sacerdotes pueden hacer nace sobre todo de su cercanía y de un tierno amor por las personas. No son filántropos o funcionarios, los curas son padres y hermanos. La paternidad de un sacerdote hace mucho bien.

Cercanía, entrañas de misericordia, mirada amable: hacer experimentar la belleza de una vida vivida según el Evangelio y el amor de Dios que se hace concreto también a través de sus ministros. Dios que no rechaza nunca. Y aquí pienso en el confesionario. Siempre se pueden encontrar caminos para dar la absolución. Acoger bien. Pero algunas veces no se puede absolver. Hay sacerdotes que dicen: “No, de esto no te puedo absolver, vete”. Ese no es el camino. Si tú no puedes dar la absolución, explícalo y dile: “Dios te ama mucho, Dios te quiere. Para llegar a Dios hay muchos caminos. Yo no te puedo dar la absolución, te doy la bendición. Pero vuelve, vuelve siempre aquí, que cada vez que vuelvas te daré la bendición como señal de que Dios te ama”. Y aquel hombre o aquella mujer se van llenos de alegría porque han encontrado la imagen del Padre, que no rechaza nunca; de una manera o de otra los ha abrazado.

Un buen examen de conciencia para un sacerdote es también este: si el Señor volviese hoy, ¿dónde me encontraría? «Donde está tu tesoro, ahí estará tu corazón» (Mt 6,21). ¿Y mi corazón dónde está? ¿En medio de la gente, rezando con y por la gente, implicado en sus alegrías y sufrimientos, o más bien en medio de las cosas del mundo, en los negocios terrenos, en mis “espacios” privados? Un sacerdote no puede tener un espacio privado, porque está siempre o con el Señor o con el pueblo. Yo pienso en esos curas que conocí en  mi ciudad, cuando no había secretaría telefónica, sino que dormían con el teléfono en la mesita de noche, y a cualquier hora llamase la gente, se levantaban a dar la unción: ¡no se moría nadie sin los sacramentos! Ni en el descanso tenían un espacio privado. Eso es celo apostólico. La respuesta a esta pregunta: ¿dónde está mi corazón?, puede ayudar a cada sacerdote a orientar su vida y su ministerio al Señor.

El Concilio dejó a la Iglesia “perlas preciosas”. Como el mercader del Evangelio de Mateo (13,45), hoy vamos a la búsqueda de ellas, para sacar nuevo impulso y nuevos instrumentos para la misión que el Señor nos confía.

Una cosa que quisiera añadir al texto –¡perdonadme!– es el discernimiento vocacional, la admisión al seminario. Buscar la salud de aquel chico, salud espiritual, salud material, física, psíquica. Una vez, apenas nombrado maestro de novicios, en el año 72, fui a llevar a la psicóloga los resultados del test de personalidad, un test sencillo que se hacía como uno de los elementos del discernimiento. Era una buena mujer, y también un buen médico. Me decía: “este tiene este problema pero puede seguir si va así…”. También era una buena cristiana, pero en algunos casos era inflexible: “Este no puede”. “Pero doctora, es tan bueno este chico”. “Ahora es bueno, pero sepa que hay jóvenes que saben inconscientemente, no son conscientes, pero sienten inconscientemente que están  psíquicamente enfermos y buscan para su vida estructuras fuertes que les defiendan, para poder salir adelante. Y van bien, hasta el momento en que se sienten bien establecidos y ahí comienzan los problemas”. “Me parece un poco extraño…”. Y la respuesta no la olvidaré nunca, la misma del Señor a Ezequiel: “Padre, ¿usted no ha pensado nunca porqué hay tantos policías torturadores? Entran jóvenes, parecen sanos, pero cuando se sienten seguros, la enfermedad comienza a salir. Esas son las instituciones fuertes que buscan esos enfermos inconscientes: la policía, el ejército, el clero… Y luego tantas enfermedades que todos conocemos que salen fuera”. Es curioso. Cuando me doy cuenta de que un joven es demasiado rígido, es muy fundamentalista, no me da confianza; detrás hay algo que ni él mismo sabe. Pero cuando se siente seguro… Ezequiel 16, no recuerdo el versículo, pero es cuando el Señor dice a su pueblo todo lo que ha hecho por él: lo encontró recién nacido, y luego lo vistió, lo desposó… “Y luego, cuando tú te sentiste segura, te prostituiste”. Es una regla, una regla de vida. Ojos abiertos a la misión en los seminarios. Ojos abiertos.

Discurso del Santo Padre Francisco

Congreso de la Congregación para el Clero en el 50º aniversario de los Decretos Conciliares Optatam totius y Presbyterorum ordinis

Viernes, 20 de noviembre de 2015