22 November 2024
 

 

 

 

 

La Arquidiócesis de Ibagué cuenta con el Cementerio San Bonifacio adscrito a la Parroquia de Cristo Resucitado en el que se ofrecen servicios exequiales de inhumación de los restos mortales, en bóveda o en tierra, y de exhumación en osarios y cenizarios. Siguiendo un mandato cristiano de Caridad, el Cementerio ofrece a las familias menos favorecidas la posibilidad de sepultar a sus seres queridos de forma gratuita con el programa “Servicio de caridad” cumpliendo así la obra de misericordia de “enterrar a los difuntos” con dignidad.

Cementerio San Bonifacio
Av 1 calle 32 esquina Ibagué Tolima Colombia

264 4698 Telefax: 264 4698
Teléfono: 264 2925 E-mail:

El sacerdote administrador del Cementerio ha entregado la lista de precios que regirán en este año 2023

en los servicios, permisos, cenizarios, Bóvedas, lotes etc.

PERMISOS, DERECHOS DE INHUMACION, EXHUMACION Y OTROS 
Colocación de lápida y reja con vidrio $ 80,000
Colocación de lápida y reja sin vidrio $ 70,000
Destapada y tapada de osarios $ 180,000
Derechos de exhumación en fosas $ 350,000
Derechos de exhumación en Bóvedas $ 300,000
derechos de exhumacion en lotes $ 700,000
Derechos de exhumación en osarios y cenizarios  $ 180,000
Derecho en inhumacion en mausoleo $ 800,000
Derechos de exhumación en mausoleos $ 450,000
Administracion de osarios y cenizarios anual $ 25,000
Administracion de lotes sencillos y dobles anual  $ 80,000
Administracion de lotes multifamiliares anual $ 160,000
fosa y cruz para adulto por 5 años  $ 350,000
Lotes en arriendo por cinco años  $ 4,300,000

 

 

Colocación de lápidas, flores o jardineras $ 45.000
Colocación de rejas $ 45.000
Colocación de lápida y reja $ 55.000
Destapada o tapada de osarios $ 100.000
Derechos de exhumación en fosas $ 100.000
Derechos de exhumación en Bóvedas $ 160.000
Derechos de exhumación en osarios $ 90.000
Derechos de exhumación en mausoleos $ 250.000
Derechos para exhumación en lotes $ 350.000
Derechos para administración en lotes $ 350.000
Prorrogar por un año en Bóveda $ 220.000
Prorrogar por un año en lotes $ 5000.000
Reutilización de lotes $ 2.500.000

 

ARRIENDO DE BÓVEDAS
Para Adultos (Por 4 años) Para Niños (Por 3 años)
Nivel 1 $ 550,000 Nivel 1 $ 33,000
Nivel 2 $ 600,000 Nivel 2 $ 380,000
Nivel 3 $ 680,000 Nivel 3 $ 440,000
Nivel 4 $ 560,000 Nivel 4 $ 400,000
Nivel 5 $ 460,000 Nivel 5 $ 350,000
Nivel 6 $ 430,000 Nivel 6 $ 320,000
Nivel 7 $ 380,000 Nivel 7 $ 300,000
Nivel 8 $ 350,000 Nivel 8 $ 280,000

 

 

 

PRECIO CENIZARIOS Y OSARIOS
OSARIOS INDIVIDUALES OSARIOS FAMILIARES CENIZARIOS
Nivel 1  $ 670,000 Nivel 1  $ 1,570,000 Nivel 1  $ 490,000
Nivel 2  $ 720,000 Nivel 2  $ 1,770,000 Nivel 2  $ 530,000
Nivel 3  $ 740,000 Nivel 3  $ 1,820,000 Nivel 3  $ 560,000
Nivel 4  $ 760,000 Nivel 4  $ 1,720,000 Nivel 4  $ 610,000
Nivel 5  $ 770,000 Nivel 5  $ 1,670,000 Nivel 5  $ 640,000
Nivel 6  $ 780,000 Nivel 6  $ 1,520,000 Nivel 6  $ 650,000
Nivel 7  $ 690,000 Nivel 7  $ 1,470,000 Nivel 7  $ 620,000
Nivel 8  $ 680,000     Nivel 8  $ 600,000
Nivel 9  $ 660,000     Nivel 9  $ 520,000
Nivel 10  $ 650,000     Nivel 10  $ 510,000
Nivel 11  $ 640,000     Nivel 11  $ 480,000
Nivel 12  $ 630,000     Nivel 12  $ 460,000

 

Preparación para la muerte

Autor: San Alfonso María de Ligorio, Doctor de la Iglesia Capítulo 10: Medios de prepararse para la muerte

Memorare novissima tua, et in aeter-num non peccabis. Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás. ECLESIÁSTICO., 7, 40

PUNTO 1

Todos confesamos que hemos de morir, que sólo una vez hemos de morir, y que no hay cosa más importante que ésta, porque del trance de la muerte dependen la eterna bienaventuranza o la eterna desdicha.

Todos sabemos también que de vivir bien o mal procede el tener buena o mala muerte. ¿Por qué acaece, pues, que la mayor parte de los cristianos viven como si nunca hubiesen de morir, o como si el morir bien o mal importase poco? Se vive mal porque no se piensa en la muerte : «Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás.»

Preciso es convencernos de que la hora de la muerte no es propia para arreglar cuentas y asegurar con ellas el gran negocio de la salvación. Los prudentes del mundo toman oportunamente en los asuntos temporales todas las precauciones necesarias para obtener la ganancia, el cargo, el enlace convenientes, y con el fin de conservar o restablecer la salud del cuerpo, no desdeñan usar de los remedios adecuados.


¿Qué se diría del que, teniendo que presentarse en público concurso para ganar una cátedra, no quisiese adquirir la indispensable instrucción hasta el momento de acudir a los ejercicios? ¿No seria un loco el jefe de una plaza que aguardase a verla sitiada para hacer los abastecimientos de vituallas, armas y municiones? ¿No sería insensato el navegante que esperase la tempestad para proveerse de áncoras y cables?...

Pues tal es el cristiano que difiere hasta la hora de la muerte el arreglo de su conciencia. «Cuando se echare encima la destrucción como una tempestad..., entonces me llamarán, y no iré...; comerán los frutos de su camino» (Pr., 1, 27, 28 y 31).

La hora de la muerte es tiempo de confusión y de tormenta.

Entonces los pecadores pedirán el auxilio de Dios, pero sin conversión verdadera, sino sólo por el temor del infierno, que ya verán cercano, y por eso justamente no podrán gustar otros frutos que los de su mala vida. «Aquello que sembrare el hombre, eso también segará» (Ga., 6, 8). No bastará recibir los sacramentos, sino que será preciso morir aborreciendo el pecado- y amando a Dios sobre todas las cosas.

Mas, ¿cómo aborrecerá los placeres ilícitos quien hasta entonces los haya amado?... ¿Cómo habrá de amar a Dios sobre todas las cosas el que hasta aquel instante hubiere amado a las criaturas mas que a Dios?

Necias llamó el Señor—y en verdad lo eran—a las vírgenes que iban a preparar las lámparas cuando ya llegaba el Esposo. Todos temen la muerte repentina, que impide ordenar las cuentas del alma. Todos confiesan que los Santos fueron verdaderos sabios, porque supieron prepararse a morir antes que llegase la muerte...

Y nosotros, ¿qué hacemos? ¿Queremos correr el peligro de no disponernos a bien morir hasta que la muerte se avecine?

Hagamos ahora lo que en ese trance quisiéramos haber hecho... ¡ Oh, qué tormento traerá la memoria del tiempo perdido, y, sobré todo, del malamente empleado!... Tiempo de merecer que Dios nos concedió y que pasó para nunca volver.

¡Qué angustias nos dará el pensamiento de que ya no es posible hacer penitencia, ni frecuentar los sacramentos, ni oír la palabra de Dios, ni visitar en el templo a Jesús Sacramentado, ni hacer oración! Lo hecho, hecho está. Menester sería juicio sanísimo, quietud y serenidad para confesar bien, disipar graves escrúpulos y tranquilizar la conciencia..., ¡ pero ya no es tiempo! (Ap., 10, 6).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! Si yo hubiera muerto en aquella ocasión que sabéis, ¿dónde estaría ahora? Os doy gracias por haberme esperado y por todo ese tiempo en que debiera haberme hallado en el infierno, desde aquel instante en que os ofendí.

Dadme luz y conocimiento del gran mal que hice al perder voluntariamente vuestra gracia, que merecisteis para mí con vuestro sacrificio en la cruz... Perdonadme, pues, Jesús mío, que yo me arrepiento de todo corazón y sobre todos los males de haber menospreciado vuestra bondad infinita.

Espero que me habréis perdonado... Ayudadme, Salvador mío, para que no vuelva a perderos jamás... ¡Ah Señor! Si volviese a ofenderos después de haber recibido de Vos tantas luces y gracias, ¿no sería digno de un infierno sólo creado para mí?... ¡No lo permitáis, por los merecimientos de la Sangre que por mí derramasteis!

Dadme la santa perseverancia; dadme vuestro amor... Os amo, Sumo Bien mío; no quiero dejar de amaros jamás. Tened, Dios mío, misericordia de mí, por el amor de Jesucristo.

Encomendadme a Dios, ¡oh Virgen María!, que vuestros ruegos nunca son desechados por aquel Señor que tanto os ama.

PUNTO 2

Puesto que es seguro, hermano mío, que has de morir, póstrate en seguida a los pies del Crucifijo; dale fervientes gracias por el tiempo que su misericordia te concede a fin de que arregles tu conciencia, y luego examina todos los pecados de la vida pasada, especialmente los de tu juventud.

Considera los mandamientos divinos; recuerda los cargos y ocupaciones que tuviste, las amistades que frecuentaste; anota tus faltas y haz--—si no lo has hecho—una confesión general de toda tu vida... ¡Oh, cuánto ayuda la confesión general para poner en buen orden la vida de un cristiano! Piensa que esa cuenta sirve para la eternidad, y hazla como si estuvieres a punto de darla ante Jesucristo, juez. Arroja de tu corazón todo afecto al mal, y todo rencor u odio.

Quita cualquier motivo de escrúpulo acerca de los bienes ajenos, de la fama hurtada, de los escándalos dados, y resuelve firmemente huir de todas las ocasiones en que pudieras perder a Dios. Y considera que lo que ahora parece difícil, imposible te parecerá en el momento de la muerte.


Lo que más importa es que resuelvas poner por obra los medios de conservar la gracia de Dios. Esos medios son: oír misa diariamente; meditar en las verdades eternas; frecuentar, a lo menos una vez por semana, la confesión y comunión; visitar todos los días al Santísimo Sacramento y a la Virgen María; asistir a los ejercicios de las Congregaciones o Hermandades a que pertenezcas; tener lectura espiritual; hacer todas las noches examen de conciencia; practicar alguna especial devoción en obsequio de la Virgen, como ayunar todos los sábados, y, además, proponer el encomendarte con suma frecuencia a Dios y a su Aladre Santísima, invocando a menudo, sobre todo en tiempo de tentación, los sagrados nombres de Jesús y María. Tales son los medios con que podemos alcanzar una buena muerte y la eterna salvación.

El hacer esto, gran señal será de nuestra predestinación. Y en cuanto a lo pasado, confiad en la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, que os da estas luces porque quiere salvaros, y esperad en la intercesión de María, que os alcanzará las gracias necesarias. Con tal orden de vida y la esperanza puesta en Jesús y en la Virgen, ¡cuánto nos ayuda Dios y qué fuerza adquiere el alma!

Pronto, pues, lector mío, entrégate del todo a Dios, que te llama, y empieza a gozar de esa paz que hasta ahora, por culpa tuya, no tuviste. ¿Y qué mayor paz puede disfrutar el alma si cuando busques cada noche el preciso descanso te es dado decir: Aunque viniese esta noche la muerte, espero que moriré en gracia de Dios?

¡Qué consuelo si al oír el fragor del trueno, al sentir temblar la tierra, podemos esperar resignados la muerte, si Dios lo dispusiese así!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Cuánto os agradezco, Señor, las luces que me comunicáis!... Aunque tantas veces os abandone y me aparté de Vos, no me habéis abandonado. Si lo hubiereis hecho, ciego estaría yo aún, como quise estarlo en la vida pasada ; obstinado en mis culpas me hallaría, y no tendría voluntad ni de dejarlas ni de amaros.

Ahora siento grandísimo dolor de haberos ofendido, vivo deseo de estar en vuestra gracia, y profundo aborrecimiento de aquellos malditos placeres que me hicieron perder vuestra amistad. Todos estos afectos gracias son que de Vos proceden y que me mueven a esperar que querréis perdonarme y salvarme...

Y pues Vos, Señor, a pesar de mis muchos pecados, no me abandonáis y deseáis mi salvación, me entrego totalmente a Vos, duélame de todo corazón de haberos ofendido, y propongo querer antes mil veces perder la vida que vuestra gracia...

Os amo, Soberano Bien; os amo, Jesús mío, que por mi moristeis, y espero por vuestra preciosísima Sangre que jamás volveré a apartarme de Vos. No, Jesús mío; no quiero perderos otra vez, sino amaros eternamente. Conservad siempre y acrecentad mi amor a Vos, como os lo suplico por vuestros merecimientos...

¡ María, mi esperanza, rogad por mi a Jesús !

PUNTO 3

Es preciso que procuremos hallarnos a todas horas como quisiéramos estar a la hora de la muerte. «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor» (Ap., 14, 15). Dice San Ambrosio que los que bien mueren son, aquellos que a morir están ya muertos al mundo, o sea desprendidos de los bienes que por fuerza entonces dejarán.

Por eso es necesario que desde ahora aceptemos el abandono de nuestra hacienda, la separación de nuestros deudo y de todos los bienes terrenales. Si no lo hacemos así voluntariamente en la vida, forzosa y necesariamente la haremos al morir; pero entonces no será sin gran dolor y grave peligro de nuestra salvación eterna.

Adviértenos, además, San Agustín que ayuda mucho para morir tranquilo arreglar en vida los intereses temporales, haciendo las disposiciones relativas a los bienes que hemos de dejar, a fin de que en la hora postrera sólo pensemos en unirnos a Dios, Convendrá entonces no ocuparse sino en las cosas de Dios y de la gloria, que son harto preciosos los últimos momentos de la vida para disiparlos en asuntos terrenos.

En el trance de la muerte se completa y perfecciona la corona de los justos, porque entonces se obtiene la mejor cosecha de méritos, abrazando los dolores y la misma muerte con resignación o amor.

Mas no podrá tener al morir estos buenos sentimientos quien no se hubiere en vida ejercitado en ellos. Para este fin, algunos fieles practican con gran aprovechamiento la devoción de renovar cada mes la protestación de muerte, con todos los actos en tal trance propios de un cristiano, y después de haber confesado y comulgado, imaginando que se hallan moribundos y a punto de salir de esta vida.

Lo que viviendo no se hace, difícil es hacerlo al morir. La gran sierva de Dios Sor Catalina de San Alberto, hija de Santa Teresa, suspiraba en la hora de la muerte, y exclamaba: «No suspiro, hermanas mías, por temor de la muerte, que desde hace veinticinco años la estoy esperando ; suspiro al ver tantos engañados pecadores, que esperan para reconciliarse con Dios a que llegue esta hora de la muerte, en que apenas puedo pronunciar el nombre de Jesús.»


Examina, pues, hermano mío, si tu corazón tiene apego todavía a alguna cosa de la tierra, a determinadas personas, honras, hacienda, casa, conversación o diversiones, y considera que no has de vivir aquí eternamente. Algún día, muy pronto, lo dejarás todo; ¿por qué, pues, quieres mantener el afecto en esas cosas aceptando el riesgo de tener muerte sin paz?... Ofrécete, desde luego, por completo a Dios, que puede, cuando le plazca, privarte de esos bienes.

El que desee morir resignado ha de tener resignación desde ahora en cuantos accidentes contrarios puedan acaecerle, y ha de apartar de sí los afectos a las cosas del mundo. Figuraos que vais a morir—dice San Jerónimo—, y fácilmente lo despreciaréis todo.

Si aún no habéis hecho la elección de estado, elegid el que en la hora de la muerte querríais haber escogido, el que pudiera procuraros más dichoso tránsito a la eternidad. Si ya lo habéis elegido, haced lo que al morir quisierais haber hecho en vuestro estado.

Proceded como si cada día fuese el último de vuestra vida, cada acción la postrera que hiciereis; la última oración, la última confesión, la última comunión. Imagínate que estás moribundo, tendido en el lecho, y que oyes aquellas imperiosas palabras: Sal de este mundo. ¡ Cuan-to pueden ayudar estos pensamientos para dirigirnos bien y menospreciar las cosas mundanas!

«Bienaventurado el siervo a quien hallare su Señor así haciendo cuando viniere» (Mt., 24, 46). El que espera la muerte a todas horas, aun cuando muera de repente, no dejará de morir bien.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Todo cristiano, cuando se le anuncia la hora de la muerte, debe hallarse preparado para decir: «Me quedan, Señor, pocas horas de vida; quiero emplearlas en amaros cuanto pueda, para seguiros amándoos en la eternidad. Poco me queda que ofreceros, pero os ofrezco estos dolores y el sacrificio de mi vida, en unión del que os ofreció por mí Jesucristo en la cruz. Pocas y breves son, Señor, las penas que padezco, en comparación de las que he merecido; mas tales como son, las abrazo en muestra del amor que os tengo. Resignóme a cuantos castigos queráis darme en esta y en la otra vida. Y con tal que pueda amaros eternamente, castigadme cuanto os plazca; pero no me privéis de vuestro amor. Reconozco que no me» merezco amaros por haber tantas veces despreciado vuestro amor; mas Vos no sabéis desechar a un alma arrepentida.

Duélame, ¡oh Suma Bondad!, de haberos ofendido. Os amo con todo mi corazón, y en Vos confío enteramente. Vuestra muerte es mi esperanza, ¡oh Redentor mío! Y en vuestras manos taladradas encomiendo mi alma...

¡Oh Jesús mío!, para salvarme disteis vuestra Sangre toda. No permitáis que me aparte de Vos. Os amo, Eterno Dios, y espero que os amaré en toda la eternidad...

¡Virgen y Madre mía, ayudadme en mi última hora! ¡ Os entrego mi alma !¡ Pedid a vuestro Hijo que se apiade de mí! ¡ A Vos me encomiendo; libradme de la eterna condenación!

Capítulo 14: La vida presente es un viaje a la eternidad
La vida presente es un viaje a la eternidad
Ibit Homo In domum aeternitatis suae.
Irá el hombre a la casa casa de su eternidad.
Ecl. 12, 5.

PUNTO 1

Al considerar que en este mundo tantos malvados viven prósperamente, y tantos justos, al contrario, viven llenos de tribulaciones, los mismos gentiles, con el solo auxilio de la luz natural, conocieron la verdad de que existiendo Dios, y siendo Dios justísimo, debe haber otra vida en que los impíos sean castigados y premiados los buenos.

Pues esto mismo que los gentiles conocieron con las luces de la razón, nosotros los cristianos lo confesamos también por la luz de la fe: No tenemos aquí ciudad permanente, mas buscamos la que está por venir (He., 13,14).

Esta tierra no es nuestra patria, sino lugar de tránsito por donde pasamos para llegar en breve a la casa de la eternidad (Ecl., 12, 5). De suerte, lector mío, que la casa en que vives no es tu propia casa, sino como una hospedería que pronto, y cuando menos lo pienses, tendrás que dejar; y los primeros en arrojarte de ella cuando llegue la muerte serán tus parientes y allegados... ¿Cuál será, pues, tu verdadera casa? Una fosa será la morada de tu cuerpo hasta el día del juicio, y tu alma irá a la casa de la eternidad, o al Cielo, o al infierno.

Por eso nos dice San Agustín: «Huésped eres que pasa y mira.» Necio sería el viajero que, yendo de paso por una comarca, quisiera emplear todo su patrimonio en comprarse allí una casa, que al cabo de pocos días tendría que dejar. Considera, por consiguiente, dice el Santo, que estáis de paso en este mundo, y no pongas tu afecto en lo que ves. Mira y pasa, y procúrate una buena morada donde para siempre habrás de vivir.

¡Dichoso de ti si te salvas!... ¡Cuan hermosa la gloria!... Los más suntuosos palacios de los reyes son como chozas respecto de la ciudad del Cielo, única que pudo llamarse Ciudad de perfecta hermosura. Allí no habrá nada que desear. Estaréis en la gozosa compañía de los Santos, de la divina Madre de Nuestro Señor Jesucristo y sin temor de ningún mal. Viviréis, en suma, abismados en un mar de alegría de continua beatitud, que siempre durará (Is., 35, 10). Y este gozo será tan perfecto y grande, que por toda la eternidad y en cada instante parecerá nuevo.

Si, por el contrario, te condenas, ¡ desdichado de tí ! Te hallarás sumergido en un mar de fuego y de dolor, desesperado, abandonado de todos y privado de tu Dios... ¿Y por cuánto tiempo?... ¿Acaso cuando hubieren pasa¬do cien años, o mil, habrá concluido tu pena?... ¡Oh, no acabará!... ¡Pasarán mil millones de años y de siglos, y el infierno que padecieres estará comenzando!... ¿Qué son mil años respecto de la eternidad?... Menos de un día que ya pasó... (Sal. 89, 4). ¿Quieres ahora saber cuál será tu casa en la eternidad?... Será la que merezcas; la que te fabriques tú mismo con tus obras.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ved, pues, Señor, la casa que merecí con mi vida: la cárcel del infierno, donde apenas hube cometido el primer grave pecado, debí estar abandonado de Vos y sin esperanza de amaros nuevamente. ¡Bendita sea para siempre vuestra misericordia, porque me esperasteis, Señor, y me disteis tiempo para remediar tanto mal! ¡ Bendita sea para siempre la Sangre de Jesucristo, que mereció para mí esa misericordia!... No quiero, Dios mío, abusar más de vuestra paciencia. Me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido, no tanto por el infierno que merecí como por haber ultrajado vuestra infinita bondad.


No más, Dios mío; no más. Antes morir que volver a ofenderos. Si yo estuviese ahora en el infierno, ¡ oh Sumo Bien mío!, no podría ya amaros, ni Vos podríais amarme a mí... Os amo, Señor, y quiero que me améis. Bien sé que no lo merezco; pero lo merece Jesucristo, que se sa¬crificó en la cruz para que me perdonaseis y amarais. Por amor de vuestro divino Hijo, dadme, pues, ¡oh Eterno Padre!, la gracia de que yo os ame siempre de todo corazón... Os amo, Padre mío, que me disteis a vuestro Hijo Jesús. Os amo, Hijo de Dios, que moristeis por mí.

Os amo, ¡oh Madre de Jesucristo!, que con vuestra intercesión me habéis alcanzado tiempo de penitencia. Alcanzadme ahora, Señora mía, dolor de mis pecados, el amor de Dios y la santa perseverancia.

PUNTO 2

«Si el árbol cayere hacia el austro o hacia el aquilón, en cualquier lugar en que cayere, allí quedará» (Ecl., 11, 3). Donde caiga, en la hora de la muerte, el árbol de tu alma, allí quedará para siempre. No hay, pues, término medio: o reinar eternamente en la gloria, o gemir esclavo en el infierno. O siempre ser bienaventurado, en un mar de inefable dicha, o estar siempre desesperado en una cárcel de tormentos.

San Juan Crisóstomo, considerando que aquel rico calificado de dichoso en el mundo luego fue condenado al infierno, mientras que Lázaro, tenido por infeliz, porque era pobre, fue después felicísimo en el Cielo, exclama:

« ¡ Oh infeliz felicidad, que produjo al rico eterna desventura!... ¡Oh feliz desdicha, que llevó al pobre a la felicidad eterna! »

¿De qué sirve atormentarse, como hacen algunos, diciendo: «¿Quién sabe si estaré condenado o predestinado?...» Cuando cortan el árbol, ¿hacia dónde cae?... Cae hacia donde está inclinado... ¿A qué lado te inclinas, hermano mío?... ¿Qué vida llevas?... Procura inclinarte siempre hacia el austro, consérvate en gracia de Dios, huye del pecado, y así te salvarás y estarás predestinado al Cielo.

Y para huir del pecado, tengamos presente siempre el gran pensamiento de la eternidad, que así, con razón, le llama San Agustín.

Este pensamiento movió a muchos jóvenes a abandonar el mundo y vivir en la soledad, para atender sólo a los negocios del alma. Y en verdad que acertaron, pues ahora, en el Cielo, se regocijan de su resolución, y se regocijarán eternamente.

A una señora que vivía alejada de Dios, la convirtió el Santo M. Avila sin más que decirle: «Pensad, señora, en estas dos palabras: siempre y jamás.» El Padre Pablo Séñeri, por un pensamiento de la eternidad que tuvo un día, no pudo conciliar luego el sueño, y se entregó desde entonces a la vida más austera.

Dresselio refiere que un obispo, con ese pensamiento de la eternidad, llevaba santísima vida, diciendo mentalmente: «A cada instante estoy a las puertas de la eternidad.» Cierto monje se encerró en una tumba, y exclamaba sin cesar: «¡Oh eternidad, eternidad!...» «Quien cree en la eternidad—decía el citado Santo Avila—y no se hace santo, debiera estar encerrado en la casa de locos.»

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío, tened piedad de mí!... Sabia que pe¬cando me condenaba yo mismo a eterno dolor, y con todo, quise oponerme a vuestra voluntad santísima... ¿Y por qué?... Por un miserable placer... Perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de todo corazón. No me rebelaré nunca más contra vuestra santa voluntad. ¡ Desdichado de mí si me hubierais enviado la muerte en el tiempo de mi mala vida! Hallárame en el infierno aborreciendo vuestra voluntad. Mas ahora la amo, y quiero amarla siempre. Enseñadme y ayudadme a cumplir en lo sucesivo vuestro divino beneplácito (Sal. 142,10).

No he de contradeciros más, ¡oh Bondad infinita!; antes bien, os dirigiré solamente esta súplica: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo.» Haced que cumpla perfectamente vuestra voluntad, y nada más pediré. ¿Pues qué otra cosa queréis, Dios mío, sino mi bien y mi salvación?

¡ Ah Padre Eterno! Oídme por amor de Jesucristo, que me enseña lo que he de pediros, como en su nombre os pido: Fiat voluntas tua! Fiat voluntas tua! «¡Hágase tu voluntad!...» ¡Oh dichoso de mí si paso la vida que me resta y muero haciendo vuestra santa voluntad!....

i Oh María, bienaventurada Virgen, que hicisteis siempre con toda perfección la voluntad de Dios, alcanzadme por vuestros méritos que la cumpla yo hasta el fin de mi vida!

PUNTO 3

«Irá el hombre a la casa de su eternidad», dice el Pro¬feta (Ecl, 12, 5). «Irá», para denotar que cada cual ha de ir a la casa que quisiere. No le llevarán, sino que irá por su propia y libre voluntad. Cierto es que Dios quiere que nos salvemos todos, pero no quiere salvarnos a la fuerza. Puso ante nosotros la vida y la muerte, y la que eligiéremos se nos dará (Ecl, 15, 18).

Dice también Jeremías (Jer., 21, 8) que el Señor nos ha dado dos vías para caminar: una la de la gloria, otra la del infierno. A nosotros toca escoger. Pues el que se empeña en andar por la senda del infierno, ¿cómo podrá llegar a la gloria?

De admirar es que, aunque todos los pecadores quieran salvarse, ellos mismos se condenan al infierno, diciendo: Espero salvarme. «Mas ¿quién habrá tan loco—dice San Agustín—que quiera tomar mortal veneno con esperanza de curarse?... Y con todo, cuántos cristianos, cuántos locos se dan, pecando, a sí propios la muerte, y dicen: «Luego pensaré en el remedio...» ¡Oh error deplorable, que a tantos ha enviado al infierno!

No seamos nosotros de estos dementes; consideremos que se trata de la eternidad. Si tanto trabajo se toma el hombre para procurarse una casa cómoda, vasta, sana y en buen sitio, como si tuviera seguridad de que ha de habitarla toda su vida, ¿por qué se muestra tan descuidado cuando se trata de la casa en que ha de estar eternamente?, dice San Euquerio (1).

No se trata de uña morada más o menos cómoda o espaciosa, sino de vivir en un lugar lleno de delicias, entre los amigos de Dios, o en una cárcel colmada de tormentos, entre la turba infame de los malvados, herejes e idólatras... ¿Por cuánto tiempo?... No por veinte ni por cuarenta años, sino por toda la eternidad. ¡Gran negocio, sin duda! No cosa de poco momento, sino de suma impor¬tancia.

Cuando Santo Tomás Moro fué condenado a muerte por Enrique VIII, su esposa, Luisa, procuró persuadirle que consintiera en lo que el rey quería. Pero Santo Tomás Moro le replicó: «Dime, Luisa; ya ves que soy viejo, ¿cuánto tiempo podré vivir aún?» «Podréis vivir todavía veinte años más», dijo la esposa. « ¡ Oh, inconsiderado negocio!—exclamó entonces Tomás—. ¿Por veinte años de vida en la tierra quieres que pierda una eternidad de dicha y que me condene a eterna desventura?»


i Oh Dios, iluminadnos! Si la doctrina de la eternidad fuese dudosa, una opinión solamente probable, todavía debiéramos procurar con empeño vivir bien para no exponernos, si esa opinión era verdad, a ser eternamente infelices. Pero esa doctrina no es dudosa, sino cierta; no es mera opinión, sino verdad de fe: «Irá el hombre a la casa de la eternidad...» (Ecl., 12, 5).

«¡Oh, que la falta de fe—dice Santa Teresa—es la causa de tantos pecados y de que tantos cristianos se condenen!... Reavivemos, pues, nuestra fe, diciendo: ¡Creo en la vida eterna!» Creo que después de esta vida hay otra, que no acaba jamás.

Y con este pensamiento siempre a la vista, acudamos a los medios convenientes para asegurar la salvación. Frecuentemos los sacramentos, hagamos meditación diaria, pensemos en nuestra eterna salvación y huyamos de las ocasiones peligrosas. Y si fuera preciso apartarnos del mundo, dejémosle, porque ninguna precaución está de más para asegurarnos la eterna salvación. «No hay seguridad que sea excesiva donde se arriesga la eternidad», dice San Bernardo.

(1) Negotium, pro quo contendimos, aeternitas est.

AFECTOS Y SÚPLICAS

No hay, pues, ¡oh Dios mió!, término medio: o ser para siempre feliz, o para siempre desdichado; o he de verme en un mar de venturas, o en un piélago de tormen¬tos; con Vos en la gloria, o eternamente en el infierno, apartado de Vos; sé de seguro que muchas veces merecí ese infierno, pero también sé de cierto que perdonáis al que se arrepiente y libráis de la eterna condenación al que en Vos espera. Vos lo dijisteis: «Clamará a Mi..., y Yo le libraré y glorificaré» (Sal. 90, 15).

Perdonadme, pues, Señor mío, y libradme del infierno. Duéleme, ¡oh Bien Sumo!, sobre todas las cosas, de haberos ofendido. Volvedme pronto vuestra gracia y conce-dedme vuestro santo amor. Si ahora estuviese en el infierno, no podría amaros, sino que os odiaría eternamente... Pues ¿qué mal me habéis hecho para que os odiase?... Me amasteis hasta el extremo de morir por mí, y sois digno de infinito amor. ¡Oh Señor!, no permitáis que me aparte de Vos; os amo, y quiero amaros siempre. «¿Quién me separará del amor de Cristo?» (Ro., 8, 35). «¡ Ah Jesús mío, sólo el pecado puede apartarme de Vos! No lo permitáis (2), por la Sangre que por mi bien derramasteis.» Dadme antes la muerte...

¡ Oh Reina y Madre mía! Ayudadme con vuestras oraciones; alcanzadme la muerte, mil muertes, antes que me separe del amor de vuestro divino Hijo.

(2) Ne permitas me separarari a te.