Lo que más importa es que resuelvas poner por obra los medios de conservar la gracia de Dios. Esos medios son: oír misa diariamente; meditar en las verdades eternas; frecuentar, a lo menos una vez por semana, la confesión y comunión; visitar todos los días al Santísimo Sacramento y a la Virgen María; asistir a los ejercicios de las Congregaciones o Hermandades a que pertenezcas; tener lectura espiritual; hacer todas las noches examen de conciencia; practicar alguna especial devoción en obsequio de la Virgen, como ayunar todos los sábados, y, además, proponer el encomendarte con suma frecuencia a Dios y a su Aladre Santísima, invocando a menudo, sobre todo en tiempo de tentación, los sagrados nombres de Jesús y María. Tales son los medios con que podemos alcanzar una buena muerte y la eterna salvación.
El hacer esto, gran señal será de nuestra predestinación. Y en cuanto a lo pasado, confiad en la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, que os da estas luces porque quiere salvaros, y esperad en la intercesión de María, que os alcanzará las gracias necesarias. Con tal orden de vida y la esperanza puesta en Jesús y en la Virgen, ¡cuánto nos ayuda Dios y qué fuerza adquiere el alma!
Pronto, pues, lector mío, entrégate del todo a Dios, que te llama, y empieza a gozar de esa paz que hasta ahora, por culpa tuya, no tuviste. ¿Y qué mayor paz puede disfrutar el alma si cuando busques cada noche el preciso descanso te es dado decir: Aunque viniese esta noche la muerte, espero que moriré en gracia de Dios?
¡Qué consuelo si al oír el fragor del trueno, al sentir temblar la tierra, podemos esperar resignados la muerte, si Dios lo dispusiese así!
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Cuánto os agradezco, Señor, las luces que me comunicáis!... Aunque tantas veces os abandone y me aparté de Vos, no me habéis abandonado. Si lo hubiereis hecho, ciego estaría yo aún, como quise estarlo en la vida pasada ; obstinado en mis culpas me hallaría, y no tendría voluntad ni de dejarlas ni de amaros.
Ahora siento grandísimo dolor de haberos ofendido, vivo deseo de estar en vuestra gracia, y profundo aborrecimiento de aquellos malditos placeres que me hicieron perder vuestra amistad. Todos estos afectos gracias son que de Vos proceden y que me mueven a esperar que querréis perdonarme y salvarme...
Y pues Vos, Señor, a pesar de mis muchos pecados, no me abandonáis y deseáis mi salvación, me entrego totalmente a Vos, duélame de todo corazón de haberos ofendido, y propongo querer antes mil veces perder la vida que vuestra gracia...
Os amo, Soberano Bien; os amo, Jesús mío, que por mi moristeis, y espero por vuestra preciosísima Sangre que jamás volveré a apartarme de Vos. No, Jesús mío; no quiero perderos otra vez, sino amaros eternamente. Conservad siempre y acrecentad mi amor a Vos, como os lo suplico por vuestros merecimientos...
¡ María, mi esperanza, rogad por mi a Jesús !
PUNTO 3
Es preciso que procuremos hallarnos a todas horas como quisiéramos estar a la hora de la muerte. «Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor» (Ap., 14, 15). Dice San Ambrosio que los que bien mueren son, aquellos que a morir están ya muertos al mundo, o sea desprendidos de los bienes que por fuerza entonces dejarán.
Por eso es necesario que desde ahora aceptemos el abandono de nuestra hacienda, la separación de nuestros deudo y de todos los bienes terrenales. Si no lo hacemos así voluntariamente en la vida, forzosa y necesariamente la haremos al morir; pero entonces no será sin gran dolor y grave peligro de nuestra salvación eterna.
Adviértenos, además, San Agustín que ayuda mucho para morir tranquilo arreglar en vida los intereses temporales, haciendo las disposiciones relativas a los bienes que hemos de dejar, a fin de que en la hora postrera sólo pensemos en unirnos a Dios, Convendrá entonces no ocuparse sino en las cosas de Dios y de la gloria, que son harto preciosos los últimos momentos de la vida para disiparlos en asuntos terrenos.
En el trance de la muerte se completa y perfecciona la corona de los justos, porque entonces se obtiene la mejor cosecha de méritos, abrazando los dolores y la misma muerte con resignación o amor.
Mas no podrá tener al morir estos buenos sentimientos quien no se hubiere en vida ejercitado en ellos. Para este fin, algunos fieles practican con gran aprovechamiento la devoción de renovar cada mes la protestación de muerte, con todos los actos en tal trance propios de un cristiano, y después de haber confesado y comulgado, imaginando que se hallan moribundos y a punto de salir de esta vida.
Lo que viviendo no se hace, difícil es hacerlo al morir. La gran sierva de Dios Sor Catalina de San Alberto, hija de Santa Teresa, suspiraba en la hora de la muerte, y exclamaba: «No suspiro, hermanas mías, por temor de la muerte, que desde hace veinticinco años la estoy esperando ; suspiro al ver tantos engañados pecadores, que esperan para reconciliarse con Dios a que llegue esta hora de la muerte, en que apenas puedo pronunciar el nombre de Jesús.»