i Oh Dios, iluminadnos! Si la doctrina de la eternidad fuese dudosa, una opinión solamente probable, todavía debiéramos procurar con empeño vivir bien para no exponernos, si esa opinión era verdad, a ser eternamente infelices. Pero esa doctrina no es dudosa, sino cierta; no es mera opinión, sino verdad de fe: «Irá el hombre a la casa de la eternidad...» (Ecl., 12, 5).
«¡Oh, que la falta de fe—dice Santa Teresa—es la causa de tantos pecados y de que tantos cristianos se condenen!... Reavivemos, pues, nuestra fe, diciendo: ¡Creo en la vida eterna!» Creo que después de esta vida hay otra, que no acaba jamás.
Y con este pensamiento siempre a la vista, acudamos a los medios convenientes para asegurar la salvación. Frecuentemos los sacramentos, hagamos meditación diaria, pensemos en nuestra eterna salvación y huyamos de las ocasiones peligrosas. Y si fuera preciso apartarnos del mundo, dejémosle, porque ninguna precaución está de más para asegurarnos la eterna salvación. «No hay seguridad que sea excesiva donde se arriesga la eternidad», dice San Bernardo.
(1) Negotium, pro quo contendimos, aeternitas est.
AFECTOS Y SÚPLICAS
No hay, pues, ¡oh Dios mió!, término medio: o ser para siempre feliz, o para siempre desdichado; o he de verme en un mar de venturas, o en un piélago de tormen¬tos; con Vos en la gloria, o eternamente en el infierno, apartado de Vos; sé de seguro que muchas veces merecí ese infierno, pero también sé de cierto que perdonáis al que se arrepiente y libráis de la eterna condenación al que en Vos espera. Vos lo dijisteis: «Clamará a Mi..., y Yo le libraré y glorificaré» (Sal. 90, 15).
Perdonadme, pues, Señor mío, y libradme del infierno. Duéleme, ¡oh Bien Sumo!, sobre todas las cosas, de haberos ofendido. Volvedme pronto vuestra gracia y conce-dedme vuestro santo amor. Si ahora estuviese en el infierno, no podría amaros, sino que os odiaría eternamente... Pues ¿qué mal me habéis hecho para que os odiase?... Me amasteis hasta el extremo de morir por mí, y sois digno de infinito amor. ¡Oh Señor!, no permitáis que me aparte de Vos; os amo, y quiero amaros siempre. «¿Quién me separará del amor de Cristo?» (Ro., 8, 35). «¡ Ah Jesús mío, sólo el pecado puede apartarme de Vos! No lo permitáis (2), por la Sangre que por mi bien derramasteis.» Dadme antes la muerte...
¡ Oh Reina y Madre mía! Ayudadme con vuestras oraciones; alcanzadme la muerte, mil muertes, antes que me separe del amor de vuestro divino Hijo.
(2) Ne permitas me separarari a te.
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