6 October 2024
 

INSTRUCCIÓN SOBRE ALGUNAS CUESTIONES ACERCA DE LA COLABORACION DE LOS FIELES LAICOS EN EL SAGRADO MINISTERIO DE LOS SACERDOTES

 CIUDAD DEL VATICANO 1997  PREMISA

Del misterio de la Iglesia nace la llamada dirigida a todos los miembros del Cuerpo místico para que participen activamente en la misión y edificación del Pueblo de Dios en una comunión orgánica, según los diversos ministerios y carismas. El eco de tal llamada se ha sentido constantemente en los documentos del Magisterio, sobre todo del Concilio Ecuménico Vaticano II(1) en adelante. En particular en las últimas tres Asambleas generales ordinarias del Sínodo de los Obispos, se ha reafirmado la identidad, en la común dignidad y diversidad de funciones propias, de los fieles laicos, de los sagrados ministros y de los consagrados, y se ha estimulado a todos los fieles a edificar la Iglesia colaborando en comunión para la salvación del mundo.

 Es necesario tener presente la urgencia y la importancia de la acción apostólica de los fieles laicos en el presente y en el futuro de la evangelización. La Iglesia no puede prescindir de esta obra, porque le es connatural, en cuanto Pueblo de Dios, y porque tiene necesidad de ella para realizar la propia misión evangelizadora.

 La llamada a la participación activa de todos los fieles a la misión de la Iglesia no ha sido desatendida. El Sínodo de los Obispos del 1987 ha constatado « como el Espiritu ha continuado a rejuvenecer la Iglesia suscitando nuevas energías de santidad y de participación en tantos fieles laicos. Esto es testimoniado, entre otras cosas, por el nuevo estilo de colaboración entre sacerdotes, religiosos y fieles laicos; por la participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis; por los múltiples servicios y tareas confiadas a los fieles laicos y por ellos asumidas; por el fresco florecer de grupos, asociaciones y movimientos de espiritualidad y de compromiso laical; por la participación más amplia y significativa de las mujeres en la vida de la Iglesia y en el desarrollo de la sociedad ».(2) De igual modo en la preparación del Sínodo de los Obispos del 1994 sobre la vida consagrada se ha encontrado « en todas partes un deseo sincero de instaurar auténticas relaciones de comunión y de colaboración entre Obispos, institutos de vida consagrada, clero secular y laicos ».(3) En la sucesiva Exhortación Apostólica post-sinodal, el Sumo Pontífice confirma el aporte específico de la vida consagrada a la misión y edificación de la Iglesia.(4)

 Se tiene, en efecto, una colaboración de todos los fieles en los dos ámbitos de la misión de la Iglesia, sea en aquel espiritual de llevar el mensaje de Cristo y de su gracia a los hombres, sea en aquel temporal de permear y perfeccionar el orden de las realidades seculares con el espíritu evangélico.(5) Especialmente en el primer ámbito —evangelización y santificación— « el apostolado de los laicos y el ministerio pastoral se completan mutuamente ».(6) En él, los fieles laicos, de ambos sexos,

 tienen innumerables ocasiones de hacerse activos, con el coherente testimonio de vida personal, familiar y social, con el anuncio y la condivisión del evangelio de Cristo en todo ambiente y con el compromiso de enuclear, defender y rectamente aplicar los principios cristianos a los problemas actuales.(7) En particular los Pastores son invitados « a reconocer y promover los ministerios, los oficios y las funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y además, para muchos de ellos, en el Matrimonio ».(8)

 En realidad la vida de la Iglesia, en este campo, ha conocido, sobre todo después del notable impulso dado por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio Pontificio, un sorprendente florecer de iniciativas pastorales.

 Hoy, en particular, el prioritario compromiso de la nueva evangelización, que implica a todo el Pueblo de Dios, exige junto al « especial protagonismo » del sacerdote, la total recuperación de la conciencia de la índole secular de la misión del laico.(9)

 Esta empresa abre de par en par a los fieles laicos horizontes inmensos —algunos de ellos todavía por explorar— de compromiso secular en el mundo de la cultura, del arte, del espectáculo, de la búsqueda cientifica, del trabajo, de los medios de comunicación, de la política, de la economía, etc., y les pide de genialidad de crear siempre modadilades más eficaces para que estos ambientes encuentren en Jesucristo la plenitud de su significado.(10)

 Dentro de esta vasta área de concorde trabajo, sea especificamente espiritual o religiosa, sea en la consecratio mundi, existe un campo más especial, aquel que se relaciona con el sagrado ministerio de los clérigos, en el ejercicio del cual pueden ser llamados a colaborar los fieles laicos, hombres y mujeres, y, naturalmente, también los miembros no ordenados de los Institutos de Vida Consagrada y de las Sociedades de Vida Apostólica. A tal ámbito particular se refiere el Concilio Ecuménico Vaticano II, allí en donde enseña: « La jerarquía encomienda a los seglares ciertas funciones que están más estrechamente unidas a los deberes de los pastores, como, por ejemplo, en la exposición de la doctrina cristiana, en determinados actos litúrgicos y en la cura de almas ».(11)

 Precisamente porque se trata de tareas intimamente relacionadas con los deberes de los pastores —que para ser tales deben ser marcados con el Sacramento del Orden— se exige, de parte de todos aquellos que en cualquier modo están implicados, una particular atención para que se salvaguarden bien, sea la naturaleza y la misión del sagrado ministerio, sea la vocación y la índole secular de los fieles laicos. Colaborar no significa, en efecto, sustituir.

 Debemos constatar, con viva satisfacción, que en muchas Iglesias particulares la colaboración de los fieles no ordenados en el ministerio pastoral del clero se desarrolla de manera bastante positiva, con abundantes frutos de bien, en el respeto los límites fijados por la naturaleza de los sacramentos y por la diversidad de carismas y funciones eclesiales, con soluciones generosas e inteligentes para hacer frente a las situaciones de falta o escasez de sagrados ministros.(12) De este modo se ha aclarado aquel aspecto de la comunión, por el que algunos miembros de la Iglesia se ocupan con solicitud de remediar, en la medida en que les es posible, no siendo marcados por el carácter del sacramento del Orden, a situaciones de emergencia y crónicas necesidades en algunas comunidades.(13) Tales fieles son llamados y delegados para asumir precisas tareas, tan importantes cuanto delicadas, sostenidos por la gracia del Señor, acompañados por los sagrados ministros y bien acogidos por las comunidades en favor de las cuales prestan el propio servicio. Los sagrados pastores agradecen profundamente la generosidad con la cual numerosos consagrados y fieles laicos se ofrecen para este específico servicio, desarrollado con un fiel sensus Ecclesiae y edificante dedicación. Particular gratitud y estímulo va a cuantos asumen estas tareas en situaciones de persecución de la comunidad cristiana, en los ambientes de misión, sean ellos territoriales o culturales, allí en donde la Iglesia aún está escasamente radicada, y la presencia del sacerdote es sólo esporádica.(14)

 No es este el lugar para profundizar toda la riqueza teológica y pastoral del papel de los fieles laicos en la Iglesia. La misma ha sido ya aclarada ampliamente en la Exhortación Apostólica Chritifidelis laici.

 El objetivo del presente documento, más bien, es simplemente aquel de dar una respuesta clara y autorizada a las urgentes y numerosas peticiones enviadas a nuestros Dicasterios de parte de obispos, sacerdotes y laicos los cuales, de frente a nuevas formas de actividad « pastoral » de los fieles no ordenados en el ámbito de las parroquias y de las diócesis, han pedido de ser iluminados.


 Con frecuencia, en efecto, se trata de praxis que, si bien originadas en situaciones de emergencia y precariedad, y repetidamente desarrolladas con la voluntad de brindar una generosa ayuda en las actividades pastorales, pueden tener consecuencias gravemente negativas para la entera comunión eclesial. Tales prácticas, en realidad están presentes de modo especial en algunas regiones y, a veces, varian bastante al interno de la misma zona.

 Las mismas, sin embargo, son un llamado a la grave responsabilidad, pastoral de cuantos, sobre todo Obispos,(15) son responsables de la promoción y tutela de la disciplina universal de la Iglesia sobre la base de algunos principios doctrinales ya claramente enunciados por el Concilio Ecumenico Vaticano II(16) y por el sucesivo Magisterio Pontificio.(17)

 Se ha tenido un trabajo de reflexión al interno de nuestros Dicasterios, se ha reunido un Simposio en el que han participado representantes de los Episcopados mayormente interesados en el problema y, en fin, se ha realizado una amplia consulta entre los numerosos Presidentes de las Conferencias Episcopales y otros Presules y expertos de distintas disciplinas eclesiásticas y áreas geográficas. Ha resultado un clara convergencia en el sentido preciso de la presente Instrucción que, sin embargo, no pretende agotar el tema, bien porque se limita a considerar los casos hoy más conocidos, bien por la extrema variedad de circunstancias particulares en las cuales tales casos se verifican.

 El texto, redactado sobre la segura base del magisterio extraordinario y ordinario de la Iglesia, se confía para su fiel aplicación, a los Obispos interesados, pero se hará conocer también de los Présules de aquellas circunscripciones eclesiásticas en donde, aunque no se presenten de momento praxis abusivas, podrían ser implicados en breve tiempo, dada la actual rapidez de difusión de los fenómenos.

 Antes de dar respuesta a los casos concretos que nos han sido enviados, se estima necesario anteponer en mérito al significado del Orden sagrado en la constitución de la Iglesia, algunos breves y esenciales elementos teológicos tendientes a favorecer una motivada inteligencia de la misma disciplina eclesiástica la cual, en el respeto de la verdad y de la comunión eclesial, pretende promover los derechos y los deberes de todos, para aquella « salvación de las almas que debe ser en la Iglesia la ley suprema ».(18)

 PRINCIPIOS TEOLOGICOS

 1. El sacerdocio común y el sacerdocio ministerial

 Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ha deseado que su único e indivisible sacerdocio fuese participado a su Iglesia. Esta es el pueblo de la nueva alianza, en el cual, por la « regeneración y la acción del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo, para ofrecer, mediante todas las actividades del cristiano, sacrificios espirituales y hacer conocer los prodigios de Aquel que de las tinieblas le llamó a su admirable luz (cfr. 1 Pe 2, 4-10).(19) « Un sólo Señor, una sola fe, un solo bautismo (Ef 4, 5); común es la dignidad de los miembros que deriva de su regeneración en Cristo, común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección ».(20) Vigente entre todos « una auténtica igualdad en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo », algunos son constituidos, por voluntad de Cristo, « doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás ».(21) Sea el sacerdocio común de los fieles, sea el sacerdocio ministerial o jerárquico, « aunque diferentes esencialmente y no sólo de grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo ».(22) Entre ellos se tiene una eficaz unidad porque el Espíritu Santo unifica la Iglesia en la comunión y en el servicio y la provee de diversos dones jerárquicos y carismáticos.(23)

 La diferencia esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial no se encuentra, por tanto, en el sacerdocio de Cristo, el cual permanece siempre único e indivisible, ni tampoco en la santidad a la cual todos los fieles son llamados: « En efecto, el sacerdocio ministerial no significa de por sí un mayor grado de santidad respecto al sacerdocio común de los fieles; pero, por medio de él, los presbíteros reciben de Cristo en el Espíritu un don particular, para que puedan ayudar al Pueblo de Dios a ejercitar con fidelidad y plenitud el sacerdocio común que les ha sido conferido ».(24) En la edificación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, está vigente la diversidad de miembros y de funciones, pero uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la necesidad de servicios (cfr. 1 Cor 12, 1-11).(25)

 La diversidad está en relación con el modo de participación al sacerdocio de Cristo y es esencial en el sentido que « mientras el sacerdocio común de los fieles se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal —vida de fe, de esperanza y de caridad, vida según el Espíritu— el sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común, en orden al desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos ».(26) En consecuencia, el sacerdocio ministerial « difiere esencialmente del sacerdocio común de los fieles porque confiere un poder sagrado para el servicio de los fieles ».(27) Con este fin se exhorta el sacerdote « a crecer en la conciencia de la profunda comunión que lo víncula al Pueblo de Dios » para « suscitar y desarrollar la corresponsabilidad en la común y única misión de salvación, con la diligente y cordial valoración de todos los carismas y tareas que el Espíritu otorga a los creyentes para la edificación de la Iglesia ».(28)

 Las características que diferencian el sacerdocio ministerial de los Obispos y de los presbíteros de aquel común de los fieles, y delinean en consecuencia los confines de la colaboración de estos en el sagrado ministerio, se pueden sintetizar así:

 a) el sacerdocio ministerial tiene su raíz en la sucesión apostólica y está dotado de una potestad sacra,(29) la cual consiste en la facultad y responsabilidad de obrar en persona de Cristo Cabeza y Pastor;(30)

 b) esto es lo que hace de los sagrados ministros servidores de Cristo y de la Iglesia, por medio de la proclamación autorizada de la Palabra de Dios, de la celebración de los Sacramentos y de la guía pastoral de los fieles.(31)

 Poner el fundamento del ministerio ordenado en la sucesión apostólica, en cuanto tal ministerio continúa la misión recibida de los Apóstoles de parte de Cristo, es punto esencial de la doctrina eclesiólogica católica.(32)

 El ministerio ordenado, por tanto, es constituido sobre el fundamento de los Apóstoles para la edificación de la Iglesia:(33) « está totalmente al servicio de la Iglesia misma ».(34) « A la naturaleza sacramental del ministerio eclesial está intrinsicamente ligado el carácter de servicio. Los ministros en efecto, en cuanto dependen totalmente de Cristo, quien les confiere la misión y autoridad, son verdaderamente 'esclavos de Cristo' (cfr. Rm 11), a imagen de El que, libremente ha tomado por nosotros 'la forma de siervo' (Flp 2, 7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos ».(35)

 2. Unidad y diversidad en las funciones ministeriales

 Las funciones del ministerio ordenado, tomadas en su conjunto, constituyen, en razón de su único fundamento,(36) una indivisible unidad. Una y única, en efecto, como en Cristo,(37) es la raíz de acción salvífica, significada y realizada por el ministro en el desarrollo de las funciones de enseñar, santificar y gobernar a los fieles. Esta unidad cualifica esencialmente el ejercicio de las funciones del sagrado ministerio, que son siempre ejercicio, bajo diversas prospectivas, de la función de Cristo, Cabeza de la Iglesia.

 Si, por tanto, el ejercicio de parte del ministro ordenado del munus docendi, sanctificandi et regendi constituye la sustancia del ministerio pastoral, las diferentes funciones de los sagrados ministros, formando una indivisible unidad, no se pueden entender separadamente las unas de las otras, al contrario, se deben considerar en su mutua correspondencia y complementariedad. Sólo en algunas de esas, y en cierta medida, pueden colaborar con los pastores otros fieles no ordenados, si son llamados a dicha colaboración por la legítima Autoridad y en los debidos modos. « En efecto, El mismo conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación ».(38) «El ejercio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor: en realidad no es la tarea la que constituye un ministro, sino la ordenación sacramental. Solo el Sacramento del Orden atribuye al ministerio ordenado de los Obispos y presbíteros una peculiar participación al oficio de Cristo Cabeza y Pastor y a su sacerdocio eterno. La función que se ejerce en calidad de suplente, adquiere su legitimación, inmediatamente y formalmente, de la delegación oficial dada por los pastores, y en su concreta actuación es dirigido por la autoridad eclesiástica ».(39)

 Es necesario reafirmar esta doctrina porque algunas prácticas tendientes a suplir a las carencias numéricas de ministros ordenados en el seno de la comunidad, en algunos casos, han podido influir sobre una idea de sacerdocio común de los fieles que tergiversa la índole y el significado específico, favorenciendo, entre otras cosas, la disminución de los candidatos al sacerdocio y oscureciendo la especificidad del seminario como lugar tipico para la formación del ministro ordenado. Se trata de fenómenos intimanente relacionados, sobre cuya interdependencia se deberá oportunamente reflexionar para llegar a sabias conclusiones operativas.

 3. Insustitubilidad del ministerio ordenado


 Una comunidad de fieles para ser llamada Iglesia y para serlo verdaderamente, no puede derivar su guía de criterios organizativos de naturaleza asociativa o política. Cada Iglesia particular debe a Cristo su guía, porque es El fundamentalmente quien ha concedido a la misma Iglesia el ministerio apostólico, por lo que ninguna comunidad tiene el poder de darlo a sí misma,(40) o de establecerlo por medio de una delegación. El ejercicio del munus de magisterio y de gobierno, exige, en efecto, la canónica o jurídica determinación de parte de la autoridad jerárquica.(41)

 El sacerdocio ministerial, por tanto, es necesario a la existencia misma de la comunidad como Iglesia: « no se debe pensar en el sacerdocio ordenado (...) como si fuera posterior a la comunidad eclesial, como si ésta pudiera concebirse como constituida ya sin este sacerdocio ».(42) En efecto, si en la comunidad llega a faltar el sacerdote, ella se encuentra privada de la presencia y de la función sacramental de Cristo Cabeza y Pastor, esencial para la vida misma de la comunidad eclesial.

 El sacerdocio ministerial es por tanto absolutamente insostituible. Se llega a la conclusión inmediatamente de la necesidad de una pastoral vocacional que sea diligente, bien organizada y permanente para dar a la Iglesia los necesarios ministros como también a la necesidad de reservar una cuidadosa formación a cuantos, en los seminarios, se preparan para recibir el presbiterado. Otra solución para enfrentar los problemas que se derivan de la carencia de sagrados ministros resultaría precaria.

 « El deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo ante todo con una vida plenamente cristiana ».(43) Todos los fieles son corresponsables en el contribuir a fortalecer las respuestas positivas a la vocación sacerdotal, con una siempre mayor fidelidad en el seguimiento de Cristo superando la indiferencia del ambiente, sobre todo en las sociedades fuertemente marcadas por el materialismo.

 4. La colaboracion de fieles no ordenados en el ministerio pastoral

 

En los documentos conciliares, entre los varios aspectos de la participación de fieles no marcados por el carácter del Orden a la misión de la Iglesia, se considera su directa colaboración en las tareas específicas de los pastores.(44) En efecto, « cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exige, los pastores pueden confiar a los fieles no ordenados, según las normas establecidas por el derecho universal, algunas tareas que están relacionadas con su propio ministerio de pastores pero que no exigen el carácter del Orden ».(45) Tal colaboración ha sido sucesivamente regulada por la legislación post-conciliar y, en modo particular, por el nuevo Código de Derecho Canónico.

 Este, después de haberse referido a las obligaciones y los derechos de todos los fieles,(46) en el título sucesivo, dedicado a las obligaciones y derechos de los fieles laicos, trata no solo de aquello que especificamente les compete, teniendo presente su condición secular,(47) sino también de tareas o funciones que en realidad no son exclusivamente de ellos. De estas, algunas corresponderían a cualquier fiel sea o no ordenado,(48) otras, al contrario se colocan en la línea de directo servicio en el sagrado ministerio de los fieles ordenados.(49) Respecto a estas últimas tareas o funciones, los fieles no ordenados no son detentores de un derecho a ejercerlas, pero son « hábiles para ser llamados por los sagrados pastores en aquellos oficios eclesiásticos y en aquellas tareas que están en grado de ejercitar según las prescripciones del derecho »,(50) o también « donde no haya ministros (...) pueden suplirles en algunas de sus funciones (...) según las prescripciones del derecho ».(51)


 Al fin que una tal colaboración se pueda inserir armonicamente en la pastoral ministerial, es necesario que, para evitar desviaciones pastorales y abusos disciplinares, los principios doctrinales sean claros y que, de consecuencia, con coherente determinación, se promueva en toda la Iglesia una atenta y leal aplicación de las disposiciones vigentes, no alargando, abusivamente, los límites de excepcionalidad a aquellos casos que no pueden ser juzgados como « excepcionales ».

 Cuando, en algún lugar, se verifiquen abusos o prácticas trasgresivas, los Pastores adopten todos los medios necesarios y oportunos para impedir a tiempo su difusión y para evitar que se altere la correcta comprensión de la naturaleza misma de la Iglesia. En particular, aplicarán aquellas normas disciplinares establecidas, las cuales enseñan a conocer y respetar realmente la distinción y complementariedad de funciones que son vitales para la comunión eclesial. En donde tales prácticas abusivas están ya difundidas, es absolutamente indispensable la intervención responsable de quien tiene la autoridad de hacerlo, haciéndose así verdadero artífice de comunión, la cual puede ser constituída exclusivamente en torno a la verdad. Comunión, verdad, justicia, paz y caridad son términos interdependientes.(52)

 A la luz de los principios apenas recordados se señalan a continuación los oportunos remedios para enfrentar los abusos señalados a nuestros Dicasterios. Las disposiciones que siguen son tomadas de la normativa de la Iglesia.

 DISPOSICIONES PRACTICAS

 Artículo 1

 Necesidad de una terminología apropiada

 El Santo Padre en el Discurso dirigido a los participantes en el Simposio sobre « Colaboración de los fieles laicos en el ministerio presbiteral », ha subrayado la necesidad de aclarar y distinguir las varias acepciones que el término « ministerio » ha asumido en el lenguaje teológico y canónico.(53)

 § 1. « Desde hace un cierto tiempo se ha introducido el uso de llamar ministerio no solo los officia (oficios) y los munera (funciones) ejercidos por los Pastores en virtud del sacramento del Orden, sino también aquellos ejercidos por los fieles no ordenados, en virtud del sacerdocio bautismal. La cuestión del lenguaje se hace más compleja y delicada cuando se reconoce a todos los fieles la posibilidad de ejercitar —en calidad de suplentes, por delegación oficial conferida por los Pastores— algunas funciones más propias de los clérigos, las cuales, sin embargo, no exigen el carácter del Orden. Es necesario reconocer que el lenguaje se hace incierto, confuso y, por lo tanto, no útil para expresar la doctrina de la fe, todas las veces que, en cualquier manera, se ofusca la diferencia 'de esencia y no sólo de grado' que media entre el sacerdocio bautismal y el sacerdocio ordenado ».(54)

 § 2. « Aquello que ha permitido, en algunos casos, la extensión del termino ministerio a los munera propios de los fieles laicos es el hecho de que también estos, en su medida, son participación al único sacerdocio de Cristo. Los Officia a ellos confiados temporalmente, son, más bien, esclusivamente fruto de una delegación de la Iglesia. Sólo la constante referencia al único y fontal 'ministerio de Cristo' (...) permite, en cierta medida, aplicar también a los fieles no ordenados, sin ambiguedad, el término ministerio: sin que éste sea percibido y vivido como una indebida aspiración al ministerio ordenado, o como progresiva erosión de su especificidad.

 En este sentido original, el termino ministerio (servitium) manifiesta solo la obra con la cual los miembros de la Iglesia prolongan, a su interno y para el mundo, la misión y el ministerio de Cristo. Cuando, al contrario, el termino es diferenciado en relación y en comparación entre los distintos munera e officia, entonces es necesario advertir con claridad que sólo en fuerza de la sagrada ordenación éste obtiene aquella plenitud y correspondencia de significado que la tradición siempre le ha atribuido ».(55)

 § 3. El fiel no ordenado puede asumir la denominación general de « ministro extraordinario », sólo si y cuando es llamado por la Autoridad competente a cumplir, unicamente en función de suplencia, los encargos, a los que se refiere el can. 230, § 3,(56) además de los cann. 943 y 1112. Naturalmente puede ser utilizado el término concreto con que canónicamente se determina la función confiada, por ejemplo, catequista, acólito, lector, etc.

 La delegación temporal en las acciones litúrgicas, a las que se refiere el can. 230, § 2, no confiere alguna denominación especial al fiel no ordenado.(57) No es lícito por tanto, que los fieles no ordenados asuman, por ejemplo, la denominación de « pastor », de « capellán », de « coordinador », « moderador » o de títulos semejantes que podrían confundir su función con aquella del Pastor, que es unicamente el Obispo y el presbítero.(58)

 Artículo 2

 El ministerio de la palabra(59)

 § 1. El contenido de tal ministerio consiste « en la predicación pastoral, la catequesis, y en puesto privilegiado la homilía ».(60)

 El ejercicio original de las relativas funciones es propio del Obispo diocesano, como moderador, en su Iglesia, de todo el ministerio de la palabra,(61) y es también propio de los presbíteros, sus cooperadores.(62)

 Este ministerio corresponde también a los diáconos, en comunión con el obispo y su presbiterio.(63)

 § 2. Los fieles no ordenados participan según su propia índole, a la función profética de Cristo, son constituidos sus testigos y proveídos del sentido de la fe y de la gracia de la palabra. Todos son llamados a convertirse, cada vez más, en heraldos eficaces « de lo que se espera » (cfr. Heb 11, 1).(64) Hoy, la obra de la catequesis, en particular, mucho depende de su compromiso y de su generosidad al servicio de la Iglesia.

 Por tanto, los fieles y particularmente los miembros de los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica pueden ser llamados a colaborar, en los modos legítimos, en el ejercicio del ministerio de la palabra.(65)

 § 3. Para que la colaboración de que se habla en el § 2 sea eficaz, es necesario retomar algunas condiciones relativas a las modalidades de tal colaboración.

 El C.I.C., can. 766, establece las condiciones por las cuales la competente Autoridad puede admitir los fieles no ordenados a predicar in ecclesia vel oratorio. La misma expresión utilizada, admitti possunt, resalta, como en ningún caso, se trata de un derecho propio como aquel específico de los Obispos(66) o de una facultad como aquella de los presbíteros o de los diáconos.(67)

 Las condiciones a las que se debe someter tal admisión —« si en determinadas circunstancias se necesita de ello », « si en casos particulares lo aconseja la utilidad »— evidencia la excepcionalidad del hecho. El can. 766, además, precisa que se debe siempre obrar iuxta Episcoporum conferentiae praescripta. En esta última claúsula el canón citado establece la fuente primaria para discernir rectamente en relación a la necesidad o utilidad, en los casos concretos, ya que en las mencionadas prescripciones de la Conferencia Episcopal, que necesitan de la "recognitio" de la Sede Apostólica, se deben señalar los oportunos criterios que puedan ayudar al Obispo diocesano en el tomar las apropiadas decisiones pastorales, que le son propias por la naturaleza misma del oficio episcopal.

 § 4. En circunstancias de escasez de ministros sagrados en determinadas zonas, pueden presentarse casos en los que se manifiesten permanentemente situaciones objetivas de necesidad o de utilidad, tales de sugerir la admisión de fieles no ordenados a la predicación.

 La predicación en las iglesias y oratorios, de parte de los fieles no ordenados, puede ser concedida en suplencia de los ministros sagrados o por especiales razones de utilidad en los casos particulares previstos por la legislación universal de la Iglesia o de las Conferencias Episcopales, y por tanto no se puede convertir en un hecho ordinario, ni puede ser entendida como auténtica promoción del laicado.

 § 5. Sobre todo en la preparación a los sacramentos, los catequistas se preocupen de orientar los intereses de los catequizandos a la función y a la figura del sacerdote como solo dispensador de los misterios divinos a los que se están preparando.

 Artículo 3

 La homilia

 § 1. La homilía, forma eminente de predicación « qua per anni liturgici cursum ex textu sacro fidei mysteria et normae vitae christianae exponuntur »,(68) es parte de la misma liturgia.

 Por tanto, la homilía, durante la celebración de la Eucaristía, se debe reservar al ministro sagrado, sacerdote o diácono.(69) Se excluyen los fieles no ordenados, aunque desarrollen la función llamada « asistentes pastorales » o catequistas, en cualquier tipo de comunidad o agrupación. No se trata, en efecto, de una eventual mayor capacidad expositiva o preparación teológica, sino de una función reservada a aquel que es consagrado con el Sacramento del Orden, por lo que ni siquiera el Obispo diocesano puede dispensar de la norma del canón,(70) dado que no se trata de una ley meramente disciplinar, sino de una ley que toca las funciones de enseñanza y santificación estrechamente unidas entre si.

 No se puede admitir, por tanto, la praxis, en ocasiones asumida, por la cual se confía la predicación homilética a seminaristas estudiantes de teología, aún no ordenados.(71) La homilía no puede, en efecto, considerarse como una práctica para el futuro ministerio.

 Se debe considerar abrogada por el can. 767, § 1 cualquier norma anterior que haya podido admitir fieles no ordenados a pronunciar la homilia durante la celebración de la Santa Misa.(72)

 § 2. Es licita la propuesta de una breve monición para favorecer la mayor inteligencia de la liturgia que se celebra y también cualquier eventual testimonio siempre según las normas litúrgicas y en ocasión de las liturgias eucarísticas celebradas en particulares jornadas (jornada del seminario, del enfermo, etc.), si se consideran objetivamente convenientes, como ilustrativas de la homilía regularmente pronunciada por el sacerdote celebrante. Estas explicaciones y testimonios no deben asumir características tales de llegar a confundirse con la homilía.

 § 3. La posibilidad del « diálogo » en la homilía,(73) puede ser, alguna vez, prudentemente usada por el ministro celebrante como medio expositivo con el cual no se delega a los otros el deber de la predicación.

 § 4. La homilía fuera de la Santa Misa puede ser pronunciada por fieles no ordenados según lo establecido por el derecho o las normas litúrgicas y observando las claúsulas allí contenidas.

 § 5. La homilía no puede ser confiada, en ningún caso, a sacerdotes o diáconos que han perdido el estado clerical o que, en cualquier caso, han abandonado el ejercicio del sagrado ministerio.(74)


 Artículo 4

 El párroco y la parroquia

 Los fieles no ordenados pueden desarrollar, como de hecho en numerosos casos sucede, en las parroquias, en ámbitos tales como centros hospitalarios, de asistencia, de instrucción, en las cárceles, en los Obispados Castrenses, etc., trabajos de efectiva colaboración en el ministerio pastoral de los clérigos. Una forma extraordinaria de colaboración, en las condiciones previstas, es aquella regulada por el can. 517, § 2.

 § 1. La recta comprensión y aplicación de tal canón, según el cual « si ob sacerdotum penuriam Episcopus dioecesanus aestimaverit participationem in exercitio curae pastoralis paroeciae concrecendam esse diacono aliive personae sacerdotali charatere non insignitae aut personarum communitati, sacerdotem constituat aliquem qui, potestatibus et facultatibus parochi instructus, curam pastoralem moderetur », exige que tal disposición excepcional tenga lugar respetando escrupulosamente las claúsulas en él contenidas, es decir:

 a) ob sacerdotum penuriam, y no por razones de comodidad o de una equivocada « promoción del laicado », etc.

 b) permaneciendo el hecho de que se trata de participatio in exercitio curae pastoralis y no de dirigir, coordinar, moderar o gobernar la parroquia, cosa que según el texto del canón, compete sólo a un sacerdote.

 Precisamente porque se trata de casos excepcionales, es necesario, sobre todo, considerar la posibilidad de valerse, por ejemplo, de sacerdotes ancianos, todavía con posibilidades de trabajar, o de confiar diversas parroquias a un solo sacerdote o a un coetus sacerdotum.(75)

 Se tiene presente, de todos modos, la preferencia que el mismo canon establece para el diácono.

 Permanece la afirmación, en la misma normativa canónica, que estas formas de participación en el cuidado de las parroquias no se pueden identificar, en algún modo, con el oficio de párroco. La normativa ratifica que también en aquellos casos excepcionales « Episcopus dioecesanus (...) sacerdotem constituat aliquem qui, potestatibus et facultatibus parochi instructus, curam pastoralem moderetur ». El oficio de párroco, en efecto, puede ser válidamente confiado solamente a un sacerdote (cfr. can. 521, § 1), también en los casos de objetiva penuria de clero.(76)

 § 2. A tal propósito se debe tener en cuenta que el párroco es el pastor propio de la parroquia a él confiada(77) y permanece como tal hasta cuando no ha cesado su oficio pastoral.(78)

 La presentación de la dimisión del párroco por haber cumplido 75 años de edad no lo hace por eso mismo cesar ipso iure de su oficio pastoral. Esto se verifica sólo cuando el Obispo diocesano —después de la prudente consideración de todas las circunstancias— haya aceptado definitivamente sus dimisiones, a norma del can. 538, § 3, y se lo haya comunicado por escrito.(79) Aún más, a la luz de situaciones de penuria de sacerdotes existentes en algunas partes, será sabio hacer uso, a tal propósito, de una particular prudencia.

 También considerando el derecho que cada sacerdote tiene de ejercitar las propias funciones inherentes a la ordenación recibida, a no ser que se presenten graves motivos de salud o de disciplina, se recuerda que el 75o año de edad no constituye un motivo que oblige el Obispo diocesano a la aceptación de la dimisión. Esto también para evitar una concepción funcionalista del sagrado ministerio.(80)

 Artículo 5

 Los organismos de colaboración en la Iglesia particular

 Estos organismos, pedidos y experimentados positivamente en el camino de la renovación de la Iglesia según el Concilio Vaticano II y codificados en la legislación canónica, representan una forma de participación activa en la misión de la Iglesia como comunión.

 § 1. La normativa del código sobre el Consejo presbiteral establece cuales sacerdotes puedan ser miembros.(81) El mismo, en efecto, es reservado a los sacerdotes, porque encuentra su fundamento en la común participación del Obispo y de los sacerdotes en el mismo sacerdocio y ministerio.(82)

 No pueden, por tanto, gozar del derecho de elección ni activo ni pasivo, los diáconos y los otros fieles no ordenados, aunque si son colaboradores de los sagrados ministros, así como los presbíteros que han perdido el estado clerical o que, en cualquier caso, han abandonado el ejercicio del sagrado ministerio.

 § 2. El Consejo pastoral, diocesano o parroquial(83) y el consejo parroquial para los asuntos económicos,(84) de los cuales hacen parte los fieles no ordenados, gozan unicamente de voto consultivo y no pueden, de algún modo, convertirse en organismos deliberativos. Pueden ser elegidos para tal cargo sólo aquellos fieles que poseen las cualidades exigidas por la normativa canónica.(85)

 § 3. Es propio del párroco presidir los consejos parroquiales. Son por tanto inválidas, y en consecuencia nulas, las decisiones deliberativas de un consejo parroquial no reunido bajo la presidencia del párroco o contra él.(86)

 § 4. Todos los consejos diocesanos pueden manifestar válidamente el propio consenso a un acto del Obispo sólo cuando tal consenso ha sido solicitado expresamente por el derecho.

 § 5. Dadas las realidades locales los Ordinarios pueden valerse de especiales grupos de estudio o de expertos en cuestiones particulares. Sin embargo, los mismos no pueden constituirse en organismos paralelos o de desautorización de los consejos diocesanos presbiteral y pastoral, como también de los consejos parroquiales, regulados por el derecho universal de la Iglesia en los cann. 536, § 1 y 537.(87) Si tales organismos han nacido en pasado en base a costumbres locales o a circunstancias particulares, se dispongan los medios necesarios para adaptarlos conforme a la legislación vigente de la Iglesia.

 § 6. Los Vicarios foráneos, llamados también decanos, arciprestes o con otros nombres, y aquellos que se le equiparan, « pro-vicarios », « pro-decanos », etc. deben ser siempre sacerdotes.(88) Por tanto, quien no es sacerdote no puede ser validamente nombrado a tales cargos.

 Artículo 6

 Las celebraciones litúrgicas

 § 1. Las acciones litúrgicas deben manifestar con claridad la unidad ordenada del Pueblo de Dios en su condición de comunión orgánica(89) y por tanto la íntima conexión que media entre la acción liturgica y la manifestación de la naturaleza orgánicamente estructurada de la Iglesia.

 Esto se da cuando todos los participantes desarrollan con fe y devoción la función propia de cada uno.

 § 2. Para que también en este campo, sea salvaguardada la identidad eclesial de cada uno, se deben abandonar los abusos de distinto tipo que son contrarios a cuanto prevee el canon 907, según el cual en la celebración eucarística, a los diáconos y a los fieles no ordenados, no les es consentido pronunciar las oraciones y cualquier parte reservada al sacerdote celebrante —sobre todo la oración eucarística con la doxología conclusiva— o asumir acciones o gestos que son propios del mismo celebrante. Es también grave abuso el que un fiel no ordenado ejercite, de hecho, una casi « presidencia » de la Eucaristía dejando al sacerdote solo el mínimo para garantizar la válidez.

 En la misma línea resulta evidende la ilicitud de usar, en las ceremonias litúrgicas, de parte de quien no ha sido ordenado, ornamentos reservados a los sacerdotes o a los diáconos (estola, casulla, dalmática).

 Se debe tratar cuidadosamente de evitar hasta la misma apariencia de confusión que puede surgir de comportamientos litúrgicamente anómalos. Como los ministros ordenados son llamados a la obligación de vestir todos los sagrados ornamentos, así los fieles no ordenados no pueden asumir cuanto no es propio de ellos.

 Para evitar confusiones entre la liturgia sacramental presidida por un clérigo o un diácono con otros actos animados o guiados por fieles no ordenados, es necesario que para estos últimos se adopten formulaciones claramente diferentes.

 Artículo 7

 Las celebraciones dominicales en ausencia de presbitero

 § 1. En algunos lugares, las celebraciones dominicales(90) son guiadas, por la falta de presbíteros o diáconos, por fieles no ordenados. Este servicio, válido cuanto delicado, es desarrollado según el espíritu y las normas específicas emanadas en mérito por la competente Autoridad eclesiástica.(91) Para animar las mencionadas celebraciones el fiel no ordenado deberá tener un especial mandato del Obispo, el cual pondrá atención en dar las oportunas indicaciones acerca de la duración, lugar, las condiciones y el presbítero responsable.

 § 2. Tales celebraciones, cuyos textos deben ser los aprobados por la competente Autoridad eclesiástica, se configuran siempre como soluciones temporales.(92) Está prohibido inserir en su estructura elementos propios de la liturgia sacrificial, sobre todo la « plegaria eucarística », aunque si en forma narrativa, para no engendrar errores en la mente de los fieles.(93) A tal fin debe ser siempre recordado a quienes toman parte en ellas que tales celebraciones no sustituyen al Sacrificio eucarístico y que el precepto festivo se cumple solamente participando a la S. Misa.(94) En tales casos, allí donde las distancias o las condiciones físicas lo permitan, los fieles deben ser estimulados y ayudados todo el posible para cumplir con el precepto.

 Artículo 8

 El ministro extraordinario de la Sagrada Comunión

 Los fieles no ordenados, ya desde hace tiempo, colaboran en diversos ambientes de la pastoral con los sagrados ministros a fin que « el don inefable de la Eucaristía sea siempre más profundamente conocido y se participe a su eficacia salvífica con siempre mayor intensidad ».(95)


 Se trata de un servicio litúrgico que, responde a objetivas necesidades de los fieles, destinado, sobre todo, a los enfermos y a las asambleas litúrgicas en las cuales son particularmente numerosos los fieles que desean recibir la sagrada Comunión.

 § 1. La disciplina canónica sobre el ministro extraordinario de la sagrada Comunión debe ser, sin embargo, rectamente aplicada para no generar confusión. La misma establece que el ministro ordinario de la sagrada Comunión es el Obispo, el presbítero y el diacono,(96) mientras son ministros extraordinarios sea el acólito instituido, sea el fiel a ello delegado a norma del can. 230, § 3. (97)

 Un fiel no ordenado, si lo sugieren motivos de verdadera necesidad, puede ser delegado por el Obispo diocesano, en calidad de ministro extraordinario, para distribuir la sagrada Comunión también fuera de la celebración eucarística, ad actum vel ad tempus, o en modo estable, utilizando para esto la apropiada forma litúrgica de bendición. En casos excepcionales e imprevistos la autorización puede ser concedida ad actum por el sacerdote que preside la celebración eucarística.(98)

 § 2. Para que el ministro extraordinario, durante la celebración eucarística, pueda distribuir la sagrada Comunión, es necesario o que no se encuentren presentes ministros ordinarios o que, estos, aunque presentes, se encuentren verdaderamente impedidos.(99) Pueden desarrollar este mismo encargo también cuando, a causa de la numerosa participación de fieles que desean recibir la sagrada Comunión, la celebración eucarística se prolongaría excesivamente por insuficiencia de ministros ordinarios. (100)

 Tal encargo es de suplencia y extraordinario (101) y debe ser ejercitado a norma de derecho. A tal fin es oportuno que el Obispo diocesano emane normas particulares que, en estrecha armonía con la legislación universal de la Iglesia, regulen el ejercicio de tal encargo. Se debe proveer, entre otras cosas, a que el fiel delegado a tal encargo sea debidamente instruido sobre la doctrina eucarística, sobre la índole de su servicio, sobre las rúbricas que se deben observar para la debida reverencia a tan augusto Sacramento y sobre la disciplina acerca de la admisión para la Comunión.

 Para no provocar confusiones han de ser evitadas y suprimidas algunas prácticas que se han venido creando desde hace algún tiempo en

 algunas Iglesias particulares, como por ejemplo:

 — la comunión de los ministros extraordinarios como si fueran concelebrantes;

 — asociar, a la renovación de las promesas de los sacerdotes en la S. Misa crismal del Jueves Santo, otras categorías de fieles que renuevan los votos religiosos o reciben el mandato de ministros extraordinarios de la Comunión.

 — el uso habitual de los ministros extraordinarios en las SS. Misas, extendiendo arbitrariamente el concepto de « numerosa participación ».

 Artículo 9

 El apostolado para los enfermos

 § 1. En este campo, los fieles no ordenados pueden aportar una preciosa colaboracion. (102) Son innumerables los testimonios de obras y gestos de caridad que personas no ordenadas, bien individualmente o en formas de apostolado comunitario, tienen hacia los enfermos. Ello constituye una presencia cristiana de primera línea en el mundo del dolor y de la enfermedad. Allí donde los fieles no ordenados acompañan a los enfermos en los momentos más graves es para ellos deber principal suscitar el deseo de los Sacramentos de la Penitencia y de la sagrada Unción, favoreciendo las disposiciones y ayudándoles a preparar una buena confesión sacramental e individual, como también a recibir la Santa Unción. En el hacer uso de los sacramentales, los fieles no ordenados pondrán especial cuidado para que sus actos no induzcan a percibir en ellos aquellos sacramentos cuya administración es propia y exclusiva del Obispo y del Presbítero. En ningún caso, pueden hacer la Unción aquellos que no son sacerdotes, ní con óleo bendecido para la Unción de los

 Enfermos, ni con óleo no bendecido.

 § 2. Para la administración de este sacramento, la legislación canónica acoge la doctrina teológicamente cierta y la practica multisecular de la Iglesia, (103) según la cual el único ministro válido es el sacerdote. (104) Dicha normativa es plenamente coherente con el misterio teológico significado y realizado por medio del ejercicio del servicio sacerdotal.

 Debe afirmarse que la exclusiva reserva del ministerio de la Unción al sacerdote está en relación de dependencia con el sacramento del perdón de los pecados y la digna recepción de la Eucaristía. Ningún otro puede ser considerado ministro ordinario o extraordinario del sacramento, y cualquier acción en este sentido constituye simulación del sacramento. (105)

 Artículo 10

 La asistencia a los Matrimonios

 § 1. La posibilidad de delegar a fieles no ordenados la asistencia a los matrimonios puede revelarse necesaria, en circunstancias muy particulares de grave falta de ministros sagrados.


 Tal posibilidad, sin embargo, está condicionada a la verificación de tres requisitos. El Obispo diocesano, en efecto, puede conceder tal delegación únicamente en las casos en los cuales faltan sacerdotes o diáconos y sólo después de haber obtenido, para la propia diócesis, el voto favorable de la Conferencia Episcopal y la necesaria licencia de la Santa Sede. (106)

 § 2. También en estos casos se debe observar la normativa canónica sobre la validez de la delegación (107) y sobre la idoneidad, capacidad y actitud del fiel no ordenado. (108)

 § 3. Excepto el caso extraordinario previsto por el can. 1112 del CIC, por absoluta falta de sacerdotes o de diáconos que puedan asistir a la celebración del matrimonio, ningún ministro ordenado puede delegar a un fiel no ordenado para tal asistencia y la relativa petición y recepción del consentimiento matrimonial a norma del can. 1108, § 2.

 Artículo 11

 El ministro del Bautismo

 Se debe alabar particularmente la fe con la cual no pocos cristianos, en dolorosas situaciones de persecución, pero también en territorios de misión y en casos de especial necesidad, han asegurado —y aún aseguran— el sacramento del Bautismo a las nuevas generaciones, cuando se da la ausencia de ministros ordenados.

 Además del caso de necesidad, la normativa canónica establece que, en el caso que el ministro ordinario faltara o fuera impedido, (109) el fiel no ordenado pueda ser ministro extraordinario del bautismo. (110) Sin embargo, se debe estar atento a interpretaciones demasiado extensivas y evitar conceder tal facultad de modo habitual.

 Así, por ejemplo, la ausencia o el impedimento, que hacen lícita la delegación de fieles no ordenados a administrar el bautismo, no pueden asimilarse a las circunstancias de excesivo trabajo del ministro ordinario o a su no residencia en el territorio de la parroquia, como tampoco a su no disponibilidad para el día previsto por la familia. Tales motivaciones no constituyen razones suficientes.

 Artículo 12

 La animación de la celebración de las exequias eclesiásticas

 En las actuales circunstancias de creciente descristianización y de abandono de la practica religiosa, el momento de la muerte y de las exequias puede constituir una de las más oportunas ocasiones pastorales para un encuentro directo de los ministros ordenados con aquellos fieles que, ordinariamente, no frecuentan.

 Por tanto, es auspicable que, aunque con sacrificio, los sacerdotes o los diáconos presiedan personalmente ritos fúnebres según las más laudables costumbres locales, para orar convenientemente por los difuntos, acercándose a las familias y aprovechando para una oportuna evangelización.

 Los fieles no ordenados pueden animar las exequias eclesiásticas sólo en caso de verdadera falta de un ministro ordenado y observando las normas litúrgicas para el caso. (111) A tal función deberán ser bien preparados, sea bajo el aspecto doctrinal que litúrgico.

 Artículo 13

 Necesaria selección y adecuada formación

 Es deber de la Autoridad competente, cuando se diera la objetiva necesidad de una "suplencia", en los casos anteriormente detallados, de procurar que la persona sea de sana doctrina y ejemplar conducta de vida. No pueden, por tanto, ser admitidos al ejercicio de estas tareas aquellos católicos que no llevan una vida digna, no gozan de buena fama, o se encuentran en situaciones familiares no coherentes con la enseñanza moral de la Iglesia. Además, la persona debe poseer la formación debida para el adecuado cumplimiento de las funciones que se le confían.

 A norma del derecho particular perfeccionen sus conocimientos frecuentando, por cuanto sea posible, cursos de formación que la Autoridad competente organizará en el ámbito de la Iglesia particular, (112) en ambientes diferentes de los seminarios, que son reservados sólo a los candidatos al sacerdocio, (113) teniendo gran cuidado que la doctrina enseñada sea absolutamente conforme al magisterio eclesial y que el clima sea verdaderamente espiritual.

 CONCLUSION

 La Santa Sede confía el presente documento al celo pastoral de los Obispos diocesanos de las varias Iglesias particulares y a los otros Ordinarios, en la confianza que su aplicación produzca frutos abundantes para el crecimiento, en la comunión, entre los sagrados ministros y los fieles no ordenados.

 En efecto, como ha recordado el Santo Padre, « es necesario reconocer, defender, promover, discernir y coordinar con sabiduría y determinación el don peculiar de todo miembro de la Iglesia, sin confusión de papeles, de funciones o de condiciones teológicas y canónicas ». (114)

 Si, de una parte, la escasez numérica de sacerdotes es especialmente advertida en algunas zonas, en otras se verifica un prometente florecer de vocaciones que deja entrever positivas perspectivas para el futuro. Las soluciones propuestas para la escasez de ministros ordenados, por tanto, no pueden ser que transitorias y contemporáneas a una prioridad pastoral específica para la promoción de las vocaciones al sacramento del Orden. (115)

 A tal propósito recuerda el Santo Padre que « en algunas situaciones locales se han creado soluciones generosas e inteligentes. La misma normativa del Código de Derecho Canónico ha ofrecido posibilidades nuevas que, sin embargo, van aplicadas rectamente para no caer en el equívoco de considerar ordinarias y normales soluciones normativas que han sido previstas para situaciones extraordinarias de falta o de escasez de ministros sagrados ». (116)

 Este documento pretende trazar precisas directivas para asegurar la eficaz colaboración de los fieles no ordenados en tales contingencias y en el respeto a la integridad del ministerio pastoral de los clérigos. « Es necesario hacer comprender que estas precisaciones y distinciones no nacen de la preocupación de defender privilegios clericales, sino de la necesidad de ser obedientes a la voluntad de Cristo, respetando la forma constitutiva que El ha indeleblemente impreso a su Iglesia ». (117)

 Su recta aplicación, en el cuadro de la vital communio jerárquica, ayudará a los mismos fieles laicos, invitados a desarrollar todas las ricas potencialidades de su identidad y de una « disponibilidad siempre más grande para vivirla en el cumplimiento de la propia misión. (118)

 La apasionada recomendación que el Apóstol de las gentes dirige a Timoteo, « Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús (...) proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, exhorta (...) vigila atentamente (...) desempeña a la perfección tu ministerio » (2 Tim. 4, 1-5), interpela en modo especial los sagrados Pastores llamados a desarrollar la propia tarea de « promover la disciplina común a toda la Iglesia (...) y urgir la observancia de todas las leyes eclesiásticas ». (119)

 Tal gravoso deber constituye el instrumento necesario para que las ricas energias existentes en cada estado de la vida eclesial sean correctamente orientadas según los maravillosos designios del Espíritu Santo y la communio sea realidad efectiva en el cuotidiano camino de la entera comunidad.

 La Virgen Maria, Madre de la Iglesia, a cuya intercesión confiamos este documento, nos ayude a todos a comprender sus intenciones y a hacer toda clase de esfuerzo para su fiel aplicación al fin de una más amplia fecundidad apostólica.

 Quedan revocadas las leyes particulares y las costumbres vigentes que sean contrarias a estas normas, como asimismo eventuales facultades concedidas ad experimentum por la Santa Sede o por cualquier otra autoridad a ella subordinada.

El Sumo Pontífice, en fecha del 13 Agosto 1997, ha aprobado de forma específica el presente decreto general ordenando su promulgación.  Del Vaticano, 15 Agosto 1997. Solemnidad de la Asunción de la B.V. María. Congregación para el Clero

 CARTA ENCÍCLICA ECCLESIA DE EUCHARISTIA DEL SUMO PONTÍFICE  JUAN PABLO II A LOS OBISPOS A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS  A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS

SOBRE LA EUCARISTÍA EN SU RELACIÓN CON LA IGLESIA.  AÑO 2003 

 INTRODUCCIÓN

 1. La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28[SV1] , 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única. Desde que, en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, ha empezado su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza.

 Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es « fuente y cima de toda la vida cristiana ».(1) « La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo ».(2) Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor.


 2. Durante el Gran Jubileo del año 2000, tuve ocasión de celebrar la Eucaristía en el Cenáculo de Jerusalén, donde, según la tradición, fue realizada la primera vez por Cristo mismo. El Cenáculo es el lugar de la institución de este Santísimo Sacramento. Allí Cristo tomó en sus manos el pan, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo: « Tomad y comed todos de él, porque esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros » (cf. Mt 26, 26; Lc 22, 19; 1 Co 11[SV2] , 24). Después tomó en sus manos el cáliz del vino y les dijo: « Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados » (cf. Mc 14, 24; Lc 22, 20; 1 Co 11, 25). Estoy agradecido al Señor Jesús que me permitió repetir en aquel mismo lugar, obedeciendo su mandato « haced esto en conmemoración mía » (Lc 22, 19[SV3] ), las palabras pronunciadas por Él hace dos mil años.

 Los Apóstoles que participaron en la Última Cena, ¿comprendieron el sentido de las palabras que salieron de los labios de Cristo? Quizás no. Aquellas palabras se habrían aclarado plenamente sólo al final del Triduum sacrum, es decir, el lapso que va de la tarde del jueves hasta la mañana del domingo. En esos días se enmarca el mysterium paschale; en ellos se inscribe también el mysterium eucharisticum.

 3. Del misterio pascual nace la Iglesia[SV4] . Precisamente por eso la Eucaristía, que es el sacramento por excelencia del misterio pascual, está en el centro de la vida eclesial. Se puede observar esto ya desde las primeras imágenes de la Iglesia que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles: « Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión[SV5] , a la fracción del pan y a las oraciones » (2, 42).La « fracción del pan » evoca la Eucaristía. Después de dos mil años seguimos reproduciendo aquella imagen primigenia de la Iglesia. Y, mientras lo hacemos en la celebración eucarística, los ojos del alma se dirigen al Triduo pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo, durante la Última Cena y después de ella. La institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní. Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella tarde, cuando Cristo en oración experimentó una angustia mortal y « su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra » (Lc 22, 44).La sangre, que poco antes había entregado a la Iglesia como bebida de salvación en el Sacramento eucarístico, comenzó a ser derramada; su efusión se completaría después en el Gólgota, convirtiéndose en instrumento de nuestra redención: « Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros [...] penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna » (Hb 9, 11-12).

 4. La hora de nuestra redención. Jesús, aunque sometido a una prueba terrible, no huye ante su « hora »: « ¿Qué voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! » (Jn 12, 27). Desea que los discípulos le acompañen y, sin embargo, debe experimentar la soledad y el abandono: « ¿Conque no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad, para que no caigáis en tentación » (Mt 26, 40-41). Sólo Juan permanecerá al pie de la Cruz, junto a María y a las piadosas mujeres. La agonía en Getsemaní ha sido la introducción a la agonía de la Cruz del Viernes Santo. La hora santa, la hora de la redención del mundo. Cuando se celebra la Eucaristía ante la tumba de Jesús, en Jerusalén, se retorna de modo casi tangible a su « hora », la hora de la cruz y de la glorificación. A aquel lugar y a aquella hora vuelve espiritualmente todo presbítero que celebra la Santa Misa, junto con la comunidad cristiana que participa en ella.

 « Fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos ». A las palabras de la profesión de fe hacen eco las palabras de la contemplación y la proclamación: « Ecce lignum crucis in quo salus mundi pependit. Venite adoremus ». Ésta es la invitación que la Iglesia hace a todos en la tarde del Viernes Santo. Y hará de nuevo uso del canto durante el tiempo pascual para proclamar: « Surrexit Dominus de sepulcro qui pro nobis pependit in ligno. Aleluya ».

 5. « Mysterium fidei! – ¡Misterio[SV6]  de la fe! ». Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: « Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús! ».

 Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos.

 Este pensamiento nos lleva a sentimientos de gran asombro y gratitud. El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una « capacidad » verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística. Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: « Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros ». El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio.

 6. Con la presente Carta encíclica, deseo suscitar este « asombro » eucarístico, en continuidad con la herencia jubilar que he querido dejar a la Iglesia con la Carta apostólica Novo millennio ineunte y con su coronamiento mariano Rosarium Virginis Mariae. Contemplar el rostro de Cristo, y contemplarlo con María, es el « programa » que he indicado a la Iglesia en el alba del tercer milenio, invitándola a remar mar adentro en las aguas de la historia con el entusiasmo de la nueva evangelización. Contemplar a Cristo implica saber reconocerle dondequiera que Él se manifieste, en sus multiformes presencias, pero sobre todo en el Sacramento vivo de su cuerpo y de su sangre. La Iglesia vive del Cristo eucarístico, de Él se alimenta[SV7]  y por Él es iluminada. La Eucaristía es misterio de fe y, al mismo tiempo, « misterio de luz ».(3)Cada vez que la Iglesia la celebra, los fieles pueden revivir de algún modo la experiencia de los dos discípulos de Emaús: « Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron » (Lc 24, 31).

 7. Desde que inicié mi ministerio de Sucesor de Pedro, he reservado siempre para el Jueves Santo, día de la Eucaristía y del Sacerdocio, un signo de particular atención, dirigiendo una carta a todos los sacerdotes del mundo. Este año, para mí el vigésimo quinto de Pontificado, deseo involucrar más plenamente a toda la Iglesia en esta reflexión eucarística, para dar gracias a Dios también por el don de la Eucaristía y del Sacerdocio: « Don y misterio ».(4) Puesto que, proclamando el año del Rosario, he deseado poner este mi vigésimo quinto año bajo el signo de la contemplación de Cristo con María, no puedo dejar pasar este Jueves Santo de 2003 sin detenerme ante el rostro eucarístico » de Cristo, señalando con nueva fuerza a la Iglesia la centralidad de la Eucaristía. De ella vive la Iglesia. De este « pan vivo » se alimenta. ¿Cómo no sentir la necesidad de exhortar a todos a que hagan de ella siempre una renovada experiencia?

 8. Cuando pienso en la Eucaristía, mirando mi vida de sacerdote, de Obispo y de Sucesor de Pedro, me resulta espontáneo recordar tantos momentos y lugares en los que he tenido la gracia de celebrarla. Recuerdo la iglesia parroquial de Niegowic donde desempeñé mi primer encargo pastoral, la colegiata de San Florián en Cracovia, la catedral del Wawel, la basílica de San Pedro y muchas basílicas e iglesias de Roma y del mundo entero. He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades... Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico.¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo.

 9. La Eucaristía, presencia salvadora[SV8]  de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia. Así se explica la esmerada atención que ha prestado siempre al Misterio eucarístico, una atención que se manifiesta autorizadamente en la acción de los Concilios y de los Sumos Pontífices. ¿Cómo no admirar la exposición doctrinal de los Decretos sobre la Santísima Eucaristía y sobre el Sacrosanto Sacrificio de la Misa promulgados por el Concilio de Trento? Aquellas páginas han guiado en los siglos sucesivos tanto la teología como la catequesis, y aún hoy son punto de referencia dogmática para la continua renovación y crecimiento del Pueblo de Dios en la fe y en el amor a la Eucaristía. En tiempos más cercanos a nosotros, se han de mencionar tres Encíclicas: la Mirae Caritatis de León XIII (28 de mayo de 1902),(5) Mediator Dei de Pío XII (20 de noviembre de 1947)(6)y la Mysterium Fidei de Pablo VI (3 de septiembre de 1965).(7)

 El Concilio Vaticano II, aunque no publicó un documento específico sobre el Misterio eucarístico, ha ilustrado también sus diversos aspectos a lo largo del conjunto de sus documentos, y especialmente en la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en la Constitución sobre la Sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium.


Yo mismo, en los primeros años de mi ministerio apostólico en la Cátedra de Pedro, con la Carta apostólica Dominicae Cenae (24 de febrero de 1980),(8) he tratado algunos aspectos del Misterio eucarístico y su incidencia en la vida de quienes son sus ministros. Hoy reanudo el hilo de aquellas consideraciones con el corazón aún más lleno de emoción y gratitud, como haciendo eco a la palabra del Salmista: « ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre » (Sal 116, 12-13).

 10. Este deber de anuncio por parte del Magisterio se corresponde con un crecimiento en el seno de la comunidad cristiana. No hay duda de que la reforma litúrgica del Concilio ha tenido grandes ventajas para una participación más consciente, activa y fructuosa de los fieles en el Santo Sacrificio del altar. En muchos lugares, además, la adoración del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación devota de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico.

 Desgraciadamente, junto a estas luces, no faltan sombras. En efecto, hay sitios donde se constata un abandono casi total del culto de adoración eucarística. A esto se añaden, en diversos contextos eclesiales, ciertos abusos que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento. Se nota a veces una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico. Privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno. Además, queda a veces oscurecida la necesidad del sacerdocio ministerial, que se funda en la sucesión apostólica, y la sacramentalidad de la Eucaristía se reduce únicamente a la eficacia del anuncio. También por eso, aquí y allá, surgen iniciativas ecuménicas que, aun siendo generosas en su intención, transigen con prácticas eucarísticas contrarias a la disciplina con la cual la Iglesia expresa su fe. ¿Cómo no manifestar profundo dolor por todo esto? La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones.

 Confío en que esta Carta encíclica contribuya eficazmente a disipar las sombras de doctrinas y prácticas no aceptables, para que la Eucaristía siga resplandeciendo con todo el esplendor de su misterio.

 CAPÍTULO I

 MISTERIO DE LA FE

 11. « El Señor Jesús, la noche en que fue entregado » (1 Co 11, 23), instituyó[SV9]  el Sacrificio eucarístico de su cuerpo y de su sangre. Las palabras del apóstol Pablo nos llevan a las circunstancias dramáticas en que nació la Eucaristía. En ella está inscrito de forma indeleble el acontecimiento de la pasión y muerte del Señor. No sólo lo evoca sino que lo hace sacramentalmente presente. Es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos.(9) Esta verdad la expresan bien las palabras con las cuales, en el rito latino, el pueblo responde a la proclamación del « misterio de la fe » que hace el sacerdote: « Anunciamos tu muerte, Señor ».

 La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don[SV10]  de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues « todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos... ».(10)

 Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y « se realiza la obra de nuestra redención ».(11) Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas. Ésta es la fe que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don.(12) Deseo, una vez más, llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, mis queridos hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podía hacer Jesús por nosotros? Verdaderamente, en la Eucaristía nos muestra un amor que llega « hasta el extremo » (Jn 13, 1), un amor que no conoce medida.

 12. Este aspecto de caridad universal del Sacramento eucarístico se funda en las palabras mismas del Salvador. Al instituirlo, no se limitó a decir « Éste es mi cuerpo », « Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre », sino que añadió « entregado por vosotros... derramada por vosotros » (Lc 22, 19-20). No afirmó solamente que lo que les daba de comer y beber era su cuerpo y su sangre, sino que manifestó su valor sacrificial, haciendo presente de modo sacramental su sacrificio, que cumpliría después en la cruz algunas horas más tarde, para la salvación de todos. « La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor ».(13)

 La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado. De este modo, la Eucaristía aplica a los hombres de hoy la reconciliación obtenida por Cristo una vez por todas para la humanidad de todos los tiempos. En efecto, « el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio ».(14) Ya lo decía elocuentemente san Juan Crisóstomo: « Nosotros ofrecemos siempre el mismo Cordero, y no uno hoy y otro mañana, sino siempre el mismo. Por esta razón el sacrificio es siempre uno sólo [...]. También nosotros ofrecemos ahora aquella víctima, que se ofreció entonces y que jamás se consumirá ».(15)

 La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica.(16) Lo que se repite es su celebración memorial, la « manifestación memorial » (memorialis demonstratio),(17) por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario.

 13. Por su íntima relación con el sacrificio del Gólgota, la Eucaristía es sacrificio en sentido propio y no sólo en sentido genérico, como si se tratara del mero ofrecimiento de Cristo a los fieles como alimento espiritual. En efecto, el don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cf. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (cf. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre: « sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección ».(18)


 Al entregar su sacrificio a la Iglesia, Cristo ha querido además hacer suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia, llamada a ofrecerse también a sí misma unida al sacrificio de Cristo. Por lo que concierne a todos los fieles, el Concilio Vaticano II enseña que « al participar en el sacrificio eucarístico, fuente y cima de la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con ella ».(19)

 14. La Pascua de Cristo incluye, con la pasión y muerte, también su resurrección. Es lo que recuerda la aclamación del pueblo después de la consagración: « Proclamamos tu resurrección ». Efectivamente, el sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía « pan de vida » (Jn 6, 35.48), « pan vivo » (Jn 6, 51). San Ambrosio lo recordaba a los neófitos, como una aplicación del acontecimiento de la resurrección a su vida: « Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día ».(20) San Cirilo de Alejandría, a su vez, subrayaba que la participación en los santos Misterios « es una verdadera confesión y memoria de que el Señor ha muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro ».(21)

 15. La representación sacramental en la Santa Misa del sacrificio de Cristo, coronado por su resurrección, implica una presencia muy especial que –citando las palabras de Pablo VI– « se llama “real”, no por exclusión, como si las otras no fueran “reales”, sino por antonomasia, porque es sustancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro ».(22) Se recuerda así la doctrina siempre válida del Concilio de Trento: « Por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. Esta conversión, propia y convenientemente, fue llamada transustanciación por la santa Iglesia Católica ».(23) Verdaderamente la Eucaristía es « mysterium fidei », misterio que supera nuestro pensamiento y puede ser acogido sólo en la fe, como a menudo recuerdan las catequesis patrísticas sobre este divino Sacramento. « No veas –exhorta san Cirilo de Jerusalén– en el pan y en el vino meros y naturales elementos, porque el Señor ha dicho expresamente que son su cuerpo y su sangre: la fe te lo asegura, aunque los sentidos te sugieran otra cosa ».(24)

 « Adoro te devote, latens Deitas », seguiremos cantando con el Doctor Angélico. Ante este misterio de amor, la razón humana experimenta toda su limitación. Se comprende cómo, a lo largo de los siglos, esta verdad haya obligado a la teología a hacer arduos esfuerzos para entenderla.

 Son esfuerzos loables, tanto más útiles y penetrantes cuanto mejor consiguen conjugar el ejercicio crítico del pensamiento con la « fe vivida » de la Iglesia, percibida especialmente en el « carisma de la verdad » del Magisterio y en la « comprensión interna de los misterios », a la que llegan sobre todo los santos.(25) La línea fronteriza es la señalada por Pablo VI: « Toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independiente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros ».(26)

 16. La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el cuerpo y la sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su sangre, « derramada por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: « Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí » (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente. La Eucaristía es verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento. Cuando Jesús anuncia por primera vez esta comida, los oyentes se quedan asombrados y confusos, obligando al Maestro a recalcar la verdad objetiva de sus palabras: « En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros » (Jn 6, 53). No se trata de un alimento metafórico: « Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida » (Jn 6, 55).

 17. Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: « Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente ».(27)La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: « Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones [...] para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos ».(28) Y, en el Misal Romano, el celebrante implora que: « Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu ».(29) Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como « sello » en el sacramento de la Confirmación.

 18. La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26): « ... hasta que vuelvas ». La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y « prenda de la gloria futura ».(30) En la Eucaristía, todo expresa la confiada espera: « mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo ».(31) Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo: « El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día » (Jn 6, 54). Esta garantía de la resurrección futura proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el « secreto » de la resurrección. Por eso san Ignacio de Antioquía definía con acierto el Pan eucarístico « fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte ».(32)

 19. La tensión escatológica suscitada por la Eucaristía expresa y consolida la comunión con la Iglesia celestial. No es casualidad que en las anáforas orientales y en las plegarias eucarísticas latinas se recuerde siempre con veneración a la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, a los ángeles, a los santos apóstoles, a los gloriosos mártires y a todos los santos. Es un aspecto de la Eucaristía que merece ser resaltado: mientras nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial, asociándonos con la multitud inmensa que grita: « La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero » (Ap 7, 10). La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino.


 20. Una consecuencia significativa de la tensión escatológica propia de la Eucaristía es que da impulso a nuestro camino histórico, poniendo una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas. En efecto, aunque la visión cristiana fija su mirada en un « cielo nuevo » y una « tierra nueva » (Ap 21, 1), eso no debilita, sino que más bien estimula nuestro sentido de responsabilidad respecto a la tierra presente.(33) Deseo recalcarlo con fuerza al principio del nuevo milenio, para que los cristianos se sientan más que nunca comprometidos a no descuidar los deberes de su ciudadanía terrenal. Es cometido suyo contribuir con la luz del Evangelio a la edificación de un mundo habitable y plenamente conforme al designio de Dios.

 Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. Y ¿qué decir, además, de las tantas contradicciones de un mundo « globalizado », donde los más débiles, los más pequeños y los más pobres parecen tener bien poco que esperar? En este mundo es donde tiene que brillar la esperanza cristiana. También por eso el Señor ha querido quedarse con nosotros en la Eucaristía, grabando en esta presencia sacrificial y convival la promesa de una humanidad renovada por su amor. Es significativo que el Evangelio de Juan, allí donde los Sinópticos narran la institución de la Eucaristía, propone, ilustrando así su sentido profundo, el relato del « lavatorio de los pies », en el cual Jesús se hace maestro de comunión y servicio (cf. Jn 13, 1-20). El apóstol Pablo, por su parte, califica como « indigno » de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacia los pobres (Cf. 1 Co 11, 17.22.27.34).(34)

 Anunciar la muerte del Señor « hasta que venga » (1 Co 11, 26), comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo « eucarística ». Precisamente este fruto de transfiguración de la existencia y el compromiso de transformar el mundo según el Evangelio, hacen resplandecer la tensión escatológica de la celebración eucarística y de toda la vida cristiana: « ¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20).

 CAPÍTULO II

 LA EUCARISTÍA EDIFICA LA IGLESIA

 21. El Concilio Vaticano II ha recordado que la celebración eucarística es el centro del proceso de crecimiento de la Iglesia. En efecto, después de haber dicho que « la Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios »,(35) como queriendo responder a la pregunta: ¿Cómo crece?, añade: « Cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado (1 Co 5, 7), se realiza la obra de nuestra redención. El sacramento del pan eucarístico significa y al mismo tiempo realiza la unidad de los creyentes, que forman un sólo cuerpo en Cristo (cf. 1 Co 10, 17) ».(36)

 Hay un influjo causal de la Eucaristía en los orígenes mismos de la Iglesia. Los evangelistas precisan que fueron los Doce, los Apóstoles, quienes se reunieron con Jesús en la Última Cena (cf. Mt 26, 20; Mc 14, 17; Lc 22, 14). Es un detalle de notable importancia, porque los Apóstoles « fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía sagrada ».(37)Al ofrecerles como alimento su cuerpo y su sangre, Cristo los implicó misteriosamente en el sacrificio que habría de consumarse pocas horas después en el Calvario. Análogamente a la alianza del Sinaí, sellada con el sacrificio y la aspersión con la sangre,(38) los gestos y las palabras de Jesús en la Última Cena fundaron la nueva comunidad mesiánica, el Pueblo de la nueva Alianza.

 Los Apóstoles, aceptando la invitación de Jesús en el Cenáculo: « Tomad, comed... Bebed de ella todos... » (Mt 26, 26.27), entraron por vez primera en comunión sacramental con Él. Desde aquel momento, y hasta al final de los siglos, la Iglesia se edifica a través de la comunión sacramental con el Hijo de Dios inmolado por nosotros: « Haced esto en recuerdo mío... Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío » (1 Co 11, 24-25; cf. Lc 22, 19).

 22. La incorporación a Cristo, que tiene lugar por el Bautismo, se renueva y se consolida continuamente con la participación en el Sacrificio eucarístico, sobre todo cuando ésta es plena mediante la comunión sacramental. Podemos decir que no solamente cada uno de nosotros recibe a Cristo, sino que también Cristo nos recibe a cada uno de nosotros. Él estrecha su amistad con nosotros: « Vosotros sois mis amigos » (Jn 15, 14). Más aún, nosotros vivimos gracias a Él: « el que me coma vivirá por mí » (Jn 6, 57). En la comunión eucarística se realiza de manera sublime que Cristo y el discípulo « estén » el uno en el otro: « Permaneced en mí, como yo en vosotros » (Jn 15, 4).

 Al unirse a Cristo, en vez de encerrarse en sí mismo, el Pueblo de la nueva Alianza se convierte en « sacramento » para la humanidad,(39)signo e instrumento de la salvación, en obra de Cristo, en luz del mundo y sal de la tierra (cf. Mt 5, 13-16), para la redención de todos.(40)La misión de la Iglesia continúa la de Cristo: « Como el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20, 21). Por tanto, la Iglesia recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo.(41)

 23. Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo. San Pablo se refiere a esta eficacia unificadora de la participación en el banquete eucarístico cuando escribe a los Corintios: « Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan » (1 Co 10, 16-17). El comentario de san Juan Crisóstomo es detallado y profundo: « ¿Qué es, en efecto, el pan? Es el cuerpo de Cristo. ¿En qué se transforman los que lo reciben? En cuerpo de Cristo; pero no muchos cuerpos sino un sólo cuerpo. En efecto, como el pan es sólo uno, por más que esté compuesto de muchos granos de trigo y éstos se encuentren en él, aunque no se vean, de tal modo que su diversidad desaparece en virtud de su perfecta fusión; de la misma manera, también nosotros estamos unidos recíprocamente unos a otros y, todos juntos, con Cristo ».(42) La argumentación es terminante: nuestra unión con Cristo, que es don y gracia para cada uno, hace que en Él estemos asociados también a la unidad de su cuerpo que es la Iglesia. La Eucaristía consolida la incorporación a Cristo, establecida en el Bautismo mediante el don del Espíritu (cf. 1 Co 12, 13.27).

 La acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía. Bien consciente de ello es el autor de la Liturgia de Santiago: en la epíclesis de la anáfora se ruega a Dios Padre que envíe el Espíritu Santo sobre los fieles y sobre los dones, para que el cuerpo y la sangre de Cristo « sirvan a todos los que participan en ellos [...] a la santificación de las almas y los cuerpos ».(43)La Iglesia es reforzada por el divino Paráclito a través la santificación eucarística de los fieles.

 24. El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión del cuerpo de Cristo, la Iglesia alcanza cada vez más profundamente su ser « en Cristo como sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(44)

 A los gérmenes de disgregación entre los hombres, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigada en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del cuerpo de Cristo. La Eucaristía, construyendo la Iglesia, crea precisamente por ello comunidad entre los hombres.

 25. El culto que se da a la Eucaristía fuera de la Misa es de un valor inestimable en la vida de la Iglesia. Dicho culto está estrechamente unido a la celebración del Sacrificio eucarístico. La presencia de Cristo bajo las sagradas especies que se conservan después de la Misa –presencia que dura mientras subsistan las especies del pan y del vino(45)–, deriva de la celebración del Sacrificio y tiende a la comunión sacramental y espiritual.(46) Corresponde a los Pastores animar, incluso con el testimonio personal, el culto eucarístico, particularmente la exposición del Santísimo Sacramento y la adoración de Cristo presente bajo las especies eucarísticas.(47)

 Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el « arte de la oración »,(48) ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!

 Numerosos Santos nos han dado ejemplo de esta práctica, alabada y recomendada repetidamente por el Magisterio.(49) De manera particular se distinguió por ella San Alfonso María de Ligorio, que escribió: « Entre todas las devociones, ésta de adorar a Jesús sacramentado es la primera, después de los sacramentos, la más apreciada por Dios y la más útil para nosotros ».(50) La Eucaristía es un tesoro inestimable; no sólo su celebración, sino también estar ante ella fuera de la Misa, nos da la posibilidad de llegar al manantial mismo de la gracia. Una comunidad cristiana que quiera ser más capaz de contemplar el rostro de Cristo, en el espíritu que he sugerido en las Cartas apostólicas Novo millennio ineunte y Rosarium Virginis Mariae, ha de desarrollar también este aspecto del culto eucarístico, en el que se prolongan y multiplican los frutos de la comunión del cuerpo y sangre del Señor.


 CAPÍTULO III

 APOSTOLICIDAD DE LA EUCARISTÍA Y DE LA IGLESIA

 26. Como he recordado antes, si la Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía, se deduce que hay una relación sumamente estrecha entre una y otra. Tan verdad es esto, que nos permite aplicar al Misterio eucarístico lo que decimos de la Iglesia cuando, en el Símbolo niceno-constantinopolitano, la confesamos « una, santa, católica y apostólica ». También la Eucaristía es una y católica. Es también santa, más aún, es el Santísimo Sacramento. Pero ahora queremos dirigir nuestra atención principalmente a su apostolicidad.

 27. El Catecismo de la Iglesia Católica, al explicar cómo la Iglesia es apostólica, o sea, basada en los Apóstoles, se refiere a un triple sentido de la expresión. Por una parte, « fue y permanece edificada sobre “el fundamento de los apóstoles” (Ef 2, 20), testigos escogidos y enviados en misión por el propio Cristo ».(51) También los Apóstoles están en el fundamento de la Eucaristía, no porque el Sacramento no se remonte a Cristo mismo, sino porque ha sido confiado a los Apóstoles por Jesús y transmitido por ellos y sus sucesores hasta nosotros. La Iglesia celebra la Eucaristía a lo largo de los siglos precisamente en continuidad con la acción de los Apóstoles, obedientes al mandato del Señor.

 El segundo sentido de la apostolicidad de la Iglesia indicado por el Catecismo es que « guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles ».(52) También en este segundo sentido la Eucaristía es apostólica, porque se celebra en conformidad con la fe de los Apóstoles. En la historia bimilenaria del Pueblo de la nueva Alianza, el Magisterio eclesiástico ha precisado en muchas ocasiones la doctrina eucarística, incluso en lo que atañe a la exacta terminología, precisamente para salvaguardar la fe apostólica en este Misterio excelso. Esta fe permanece inalterada y es esencial para la Iglesia que perdure así.

 28. En fin, la Iglesia es apostólica en el sentido de que « sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los Obispos, a los que asisten los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia ».(53) La sucesión de los Apóstoles en la misión pastoral conlleva necesariamente el sacramento del Orden, es decir, la serie ininterrumpida que se remonta hasta los orígenes, de ordenaciones episcopales válidas.(54) Esta sucesión es esencial para que haya Iglesia en sentido propio y pleno.

 La Eucaristía expresa también este sentido de la apostolicidad. En efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, los fieles « participan en la celebración de la Eucaristía en virtud de su sacerdocio real »,(55) pero es el sacerdote ordenado quien « realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo ».(56) Por eso se prescribe en el Misal Romano que es únicamente el sacerdote quien pronuncia la plegaria eucarística, mientras el pueblo de Dios se asocia a ella con fe y en silencio.(57)

 29. La expresión, usada repetidamente por el Concilio Vaticano II, según la cual el sacerdote ordenado « realiza como representante de Cristo el Sacrificio eucarístico »,(58) estaba ya bien arraigada en la enseñanza pontificia.(59) Como he tenido ocasión de aclarar en otra ocasión, in persona Christi « quiere decir más que “en nombre”, o también, “en vez” de Cristo. In “persona”: es decir, en la identificación específica, sacramental con el “sumo y eterno Sacerdote”, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie ».(60) El ministerio de los sacerdotes, en virtud del sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena.

 La asamblea que se reúne para celebrar la Eucaristía necesita absolutamente, para que sea realmente asamblea eucarística, un sacerdote ordenado que la presida. Por otra parte, la comunidad no está capacitada para darse por sí sola el ministro ordenado. Éste es un don que recibe a través de la sucesión episcopal que se remonta a los Apóstoles. Es el Obispo quien establece un nuevo presbítero, mediante el sacramento del Orden, otorgándole el poder de consagrar la Eucaristía. Pues « el Misterio eucarístico no puede ser celebrado en ninguna comunidad si no es por un sacerdote ordenado, como ha enseñado expresamente el Concilio Lateranense IV.(61)

 30. Tanto esta doctrina de la Iglesia católica sobre el ministerio sacerdotal en relación con la Eucaristía, como la referente al Sacrificio eucarístico, han sido objeto en las últimas décadas de un provechoso diálogo en el ámbito de la actividad ecuménica. Hemos de dar gracias a la Santísima Trinidad porque, a este respecto, se han obtenido significativos progresos y acercamientos, que nos hacen esperar en un futuro en que se comparta plenamente la fe. Aún sigue siendo del todo válida la observación del Concilio sobre las Comunidades eclesiales surgidas en Occidente desde el siglo XVI en adelante y separadas de la Iglesia católica: « Las Comunidades eclesiales separadas, aunque les falte la unidad plena con nosotros que dimana del bautismo, y aunque creamos que, sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico, sin embargo, al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión de Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa ».(62)

 Los fieles católicos, por tanto, aun respetando las convicciones religiosas de estos hermanos separados, deben abstenerse de participar en la comunión distribuida en sus celebraciones, para no avalar una ambigüedad sobre la naturaleza de la Eucaristía y, por consiguiente, faltar al deber de dar un testimonio claro de la verdad. Eso retardaría el camino hacia la plena unidad visible. De manera parecida, no se puede pensar en reemplazar la santa Misa dominical con celebraciones ecuménicas de la Palabra o con encuentros de oración en común con cristianos miembros de dichas Comunidades eclesiales, o bien con la participación en su servicio litúrgico. Estas celebraciones y encuentros, en sí mismos loables en circunstancias oportunas, preparan a la deseada comunión total, incluso eucarística, pero no pueden reemplazarla.

 El hecho de que el poder de consagrar la Eucaristía haya sido confiado sólo a los Obispos y a los presbíteros no significa menoscabo alguno para el resto del Pueblo de Dios, puesto que la comunión del único cuerpo de Cristo que es la Iglesia es un don que redunda en beneficio de todos.

 31. Si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal. Por eso, con ánimo agradecido a Jesucristo, nuestro Señor, reitero que la Eucaristía « es la principal y central razón de ser del sacramento del sacerdocio, nacido efectivamente en el momento de la institución de la Eucaristía y a la vez que ella ».(63)

 Las actividades pastorales del presbítero son múltiples. Si se piensa además en las condiciones sociales y culturales del mundo actual, es fácil entender lo sometido que está al peligro de la dispersión por el gran número de tareas diferentes. El Concilio Vaticano II ha identificado en la caridad pastoral el vínculo que da unidad a su vida y a sus actividades. Ésta –añade el Concilio– « brota, sobre todo, del sacrificio eucarístico que, por eso, es el centro y raíz de toda la vida del presbítero ».(64) Se entiende, pues, lo importante que es para la vida espiritual del sacerdote, como para el bien de la Iglesia y del mundo, que ponga en práctica la recomendación conciliar de celebrar cotidianamente la Eucaristía, « la cual, aunque no puedan estar presentes los fieles, es ciertamente una acción de Cristo y de la Iglesia ».(65) De este modo, el sacerdote será capaz de sobreponerse cada día a toda tensión dispersiva, encontrando en el Sacrificio eucarístico, verdadero centro de su vida y de su ministerio, la energía espiritual necesaria para afrontar los diversos quehaceres pastorales. Cada jornada será así verdaderamente eucarística.

 Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la llamada al sacerdocio.

 32. Toda esto demuestra lo doloroso y fuera de lo normal que resulta la situación de una comunidad cristiana que, aún pudiendo ser, por número y variedad de fieles, una parroquia, carece sin embargo de un sacerdote que la guíe. En efecto, la parroquia es una comunidad de bautizados que expresan y confirman su identidad principalmente por la celebración del Sacrificio eucarístico. Pero esto requiere la presencia de un presbítero, el único a quien compete ofrecer la Eucaristía in persona Christi. Cuando la comunidad no tiene sacerdote, ciertamente se ha de paliar de alguna manera, con el fin de que continúen las celebraciones dominicales y, así, los religiosos y los laicos que animan la oración de sus hermanos y hermanas ejercen de modo loable el sacerdocio común de todos los fieles, basado en la gracia del Bautismo. Pero dichas soluciones han de ser consideradas únicamente provisionales, mientras la comunidad está a la espera de un sacerdote.

 El hecho de que estas celebraciones sean incompletas desde el punto de vista sacramental ha de impulsar ante todo a toda la comunidad a pedir con mayor fervor que el Señor « envíe obreros a su mies » (Mt 9, 38); y debe estimularla también a llevar a cabo una adecuada pastoral vocacional, sin ceder a la tentación de buscar soluciones que comporten una reducción de las cualidades morales y formativas requeridas para los candidatos al sacerdocio.

 33. Cuando, por escasez de sacerdotes, se confía a fieles no ordenados una participación en el cuidado pastoral de una parroquia, éstos han de tener presente que, como enseña el Concilio Vaticano II, « no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía ».(66) Por tanto, considerarán como cometido suyo el mantener viva en la comunidad una verdadera « hambre » de la Eucaristía, que lleve a no perder ocasión alguna de tener la celebración de la Misa, incluso aprovechando la presencia ocasional de un sacerdote que no esté impedido por el derecho de la Iglesia para celebrarla.

 CAPÍTULO IV

 EUCARISTÍA

Y COMUNIÓN ECLESIAL

 34. En 1985, la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos reconoció en la « eclesiología de comunión » la idea central y fundamental de los documentos del Concilio Vaticano II.(67) La Iglesia, mientras peregrina aquí en la tierra, está llamada a mantener y promover tanto la comunión con Dios trinitario como la comunión entre los fieles. Para ello, cuenta con la Palabra y los Sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la cual « vive y se desarrolla sin cesar »,(68) y en la cual, al mismo tiempo, se expresa a sí misma. No es casualidad que el término comunión se haya convertido en uno de los nombres específicos de este sublime Sacramento.

 La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo. Un insigne escritor de la tradición bizantina expresó esta verdad con agudeza de fe: en la Eucaristía, « con preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio [de la comunión] es tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo deseo humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta ».(69) Precisamente por eso, es conveniente cultivar en el ánimo el deseo constante del Sacramento eucarístico. De aquí ha nacido la práctica de la « comunión espiritual », felizmente difundida desde hace siglos en la Iglesia y recomendada por Santos maestros de vida espiritual. Santa Teresa de Jesús escribió: « Cuando [...] no comulgáredes y oyéredes misa, podéis comulgar espiritualmente, que es de grandísimo provecho [...], que es mucho lo que se imprime el amor ansí deste Señor ».(70)

 35. La celebración de la Eucaristía, no obstante, no puede ser el punto de partida de la comunión, que la presupone previamente, para consolidarla y llevarla a perfección. El Sacramento expresa este vínculo de comunión, sea en la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros, sea en la dimensión visible, que implica la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico. La íntima relación entre los elementos invisibles y visibles de la comunión eclesial, es constitutiva de la Iglesia como sacramento de salvación.(71) Sólo en este contexto tiene lugar la celebración legítima de la Eucaristía y la verdadera participación en la misma. Por tanto, resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus vínculos.

 36. La comunión invisible, aun siendo por naturaleza un crecimiento, supone la vida de gracia, por medio de la cual se nos hace « partícipes de la naturaleza divina » (2 Pe 1, 4), así como la práctica de las virtudes de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, sólo de este modo se obtiene verdadera comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. No basta la fe, sino que es preciso perseverar en la gracia santificante y en la caridad, permaneciendo en el seno de la Iglesia con el « cuerpo » y con el « corazón »; (72) es decir, hace falta, por decirlo con palabras de san Pablo, « la fe que actúa por la caridad » (Ga 5, 6).

 La integridad de los vínculos invisibles es un deber moral bien preciso del cristiano que quiera participar plenamente en la Eucaristía comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. El mismo Apóstol llama la atención sobre este deber con la advertencia: « Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa » (1 Co 11, 28). San Juan Crisóstomo, con la fuerza de su elocuencia, exhortaba a los fieles: « También yo alzo la voz, suplico, ruego y exhorto encarecidamente a no sentarse a esta sagrada Mesa con una conciencia manchada y corrompida. Hacer esto, en efecto, nunca jamás podrá llamarse comunión, por más que toquemos mil veces el cuerpo del Señor, sino condena, tormento y mayor castigo ».(73)

 Precisamente en este sentido, el Catecismo de la Iglesia Católica establece: « Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar ».(74) Deseo, por tanto, reiterar que está vigente, y lo estará siempre en la Iglesia, la norma con la cual el Concilio de Trento ha concretado la severa exhortación del apóstol Pablo, al afirmar que, para recibir dignamente la Eucaristía, « debe preceder la confesión de los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal ».(75)

 37. La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía, al hacer presente el Sacrificio redentor de la Cruz, perpetuándolo sacramentalmente, significa que de ella se deriva una exigencia continua de conversión, de respuesta personal a la exhortación que san Pablo dirigía a los cristianos de Corinto: « En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! » (2 Co 5, 20). Así pues, si el cristiano tiene conciencia de un pecado grave está obligado a seguir el itinerario penitencial, mediante el sacramento de la Reconciliación para acercarse a la plena participación en el Sacrificio eucarístico.

 El juicio sobre el estado de gracia, obviamente, corresponde solamente al interesado, tratándose de una valoración de conciencia. No obstante, en los casos de un comportamiento ex- terno grave, abierta y establemente contrario a la norma moral, la Iglesia, en su cuidado pastoral por el buen orden comunitario y por respeto al Sacramento, no puede mostrarse indiferente. A esta situación de manifiesta indisposición moral se refiere la norma del Código de Derecho Canónico que no permite la admisión a la comunión eucarística a los que « obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave ».(76)

 38. La comunión eclesial, como antes he recordado, es también visible y se manifiesta en los lazos vinculantes enumerados por el Concilio mismo cuando enseña: « Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los Obispos, mediante los lazos de la profesión de fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión ».(77)

 La Eucaristía, siendo la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia, exige que se celebre en un contexto de integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión. De modo especial, por ser « como la consumación de la vida espiritual y la finalidad de todos los sacramentos »,(78)requiere que los lazos de la comunión en los sacramentos sean reales, particularmente en el Bautismo y en el Orden sacerdotal. No se puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico. Cristo es la verdad y da testimonio de la verdad (cf. Jn 14, 6; 18, 37); el Sacramento de su cuerpo y su sangre no permite ficciones.

 39. Además, por el carácter mismo de la comunión eclesial y de la relación que tiene con ella el sacramento de la Eucaristía, se debe recordar que « el Sacrificio eucarístico, aun celebrándose siempre en una comunidad particular, no es nunca celebración de esa sola comunidad: ésta, en efecto, recibiendo la presencia eucarística del Señor, recibe el don completo de la salvación, y se manifiesta así, a pesar de su permanente particularidad visible, como imagen y verdadera presencia de la Iglesia una, santa, católica y apostólica ».(79) De esto se deriva que una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las demás comunidades católicas.

 La comunión eclesial de la asamblea eucarística es comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice. En efecto, el Obispo es el principio visible y el fundamento de la unidad en su Iglesia particular.(80) Sería, por tanto, una gran incongruencia que el Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia fuera celebrado sin una verdadera comunión con el Obispo. San Ignacio de Antioquía escribía: « se considere segura la Eucaristía que se realiza bajo el Obispo o quien él haya encargado ».(81) Asimismo, puesto que « el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles »,(82) la comunión con él es una exigencia intrínseca de la celebración del Sacrificio eucarístico. De aquí la gran verdad expresada de varios modos en la Liturgia: « Toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente, como en el caso de las Iglesias cristianas separadas de Roma ».(83)

 40. La Eucaristía crea comunión y educa a la comunión. San Pablo escribía a los fieles de Corinto manifestando el gran contraste de sus divisiones en las asambleas eucarísticas con lo que estaban celebrando, la Cena del Señor. Consecuentemente, el Apóstol les invitaba a reflexionar sobre la verdadera realidad de la Eucaristía con el fin de hacerlos volver al espíritu de comunión fraterna (cf. 1 Co 11, 17-34). San Agustín se hizo eco de esta exigencia de manera elocuente cuando, al recordar las palabras del Apóstol: « vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte » (1 Co 12, 27), observaba: « Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros ».(84) Y, de esta constatación, concluía: « Cristo el Señor [...] consagró en su mesa el misterio de nuestra paz y unidad. El que recibe el misterio de la unidad y no posee el vínculo de la paz, no recibe un misterio para provecho propio, sino un testimonio contra sí ».(85)

 41. Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la Eucaristía, es uno de los motivos de la importancia de la Misa dominical. Sobre ella y sobre las razones por las que es fundamental para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles, me he ocupado en la Carta apostólica sobre la santificación del domingo Dies Domini,(86) recordando, además, que participar en la Misa es una obligación para los fieles, a menos que tengan un impedimento grave, lo que impone a los Pastores el correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir este precepto.(87) Más recientemente, en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, al trazar el camino pastoral de la Iglesia a comienzos del tercer milenio, he querido dar un relieve particular a la Eucaristía dominical, subrayando su eficacia creadora de comunión: Ella –decía– « es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad ».(88)

 42. La salvaguardia y promoción de la comunión eclesial es una tarea de todos los fieles, que encuentran en la Eucaristía, como sacramento de la unidad de la Iglesia, un campo de especial aplicación. Más en concreto, este cometido atañe con particular responsabilidad a los Pastores de la Iglesia, cada uno en el propio grado y según el propio oficio eclesiástico. Por tanto, la Iglesia ha dado normas que se orientan a favorecer la participación frecuente y fructuosa de los fieles en la Mesa eucarística y, al mismo tiempo, a determinar las condiciones objetivas en las que no debe administrar la comunión. El esmero en procurar una fiel observancia de dichas normas se convierte en expresión efectiva de amor hacia la Eucaristía y hacia la Iglesia.

 43. Al considerar la Eucaristía como Sacramento de la comunión eclesial, hay un argumento que, por su importancia, no puede omitirse: me refiero a su relación con el compromiso ecuménico. Todos nosotros hemos de agradecer a la Santísima Trinidad que, en estas últimas décadas, muchos fieles en todas las partes del mundo se hayan sentido atraídos por el deseo ardiente de la unidad entre todos los cristianos. El Concilio Vaticano II, al comienzo del Decreto sobre el ecumenismo, reconoce en ello un don especial de Dios.(89) Ha sido una gracia eficaz, que ha hecho emprender el camino del ecumenismo tanto a los hijos de la Iglesia católica como a nuestros hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales.

 La aspiración a la meta de la unidad nos impulsa a dirigir la mirada a la Eucaristía, que es el supremo Sacramento de la unidad del Pueblo de Dios, al ser su expresión apropiada y su fuente insuperable.(90) En la celebración del Sacrificio eucarístico la Iglesia eleva su plegaria a Dios, Padre de misericordia, para que conceda a sus hijos la plenitud del Espíritu Santo, de modo que lleguen a ser en Cristo un sólo un cuerpo y un sólo espíritu.(91) Presentando esta súplica al Padre de la luz, de quien proviene « toda dádiva buena y todo don perfecto » (St 1, 17), la Iglesia cree en su eficacia, pues ora en unión con Cristo, su cabeza y esposo, que hace suya la súplica de la esposa uniéndola a la de su sacrificio redentor.

 44. Precisamente porque la unidad de la Iglesia, que la Eucaristía realiza mediante el sacrificio y la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, exige inderogablemente la completa comunión en los vínculos de la profesión de fe, de los sacramentos y del gobierno eclesiástico, no es posible concelebrar la misma liturgia eucarística hasta que no se restablezca la integridad de dichos vínculos. Una concelebración sin estas condiciones no sería un medio válido, y podría revelarse más bien un obstáculo a la consecución de la plena comunión, encubriendo el sentido de la distancia que queda hasta llegar a la meta e introduciendo o respaldando ambigüedades sobre una u otra verdad de fe. El camino hacia la plena unidad no puede hacerse si no es en la verdad. En este punto, la prohibición contenida en la ley de la Iglesia no deja espacio a incertidumbres,(92) en obediencia a la norma moral proclamada por el Concilio Vaticano II.(93)

 De todos modos, quisiera reiterar lo que añadía en la Carta encíclica Ut unum sint, tras haber afirmado la imposibilidad de compartir la Eucaristía: « Sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más “con un mismo corazón” ».(94)

 45. Si en ningún caso es legítima la concelebración si falta la plena comunión, no ocurre lo mismo con respecto a la administración de la Eucaristía, en circunstancias especiales, a personas pertenecientes a Iglesias o a Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica. En efecto, en este caso el objetivo es satisfacer una grave necesidad espiritual para la salvación eterna de los fieles, singularmente considerados, pero no realizar una intercomunión, que no es posible mientras no se hayan restablecido del todo los vínculos visibles de la comunión eclesial.

 En este sentido se orientó el Concilio Vaticano II, fijando el comportamiento que se ha de tener con los Orientales que, encontrándose de buena fe separados de la Iglesia católica, están bien dispuestos y piden espontáneamente recibir la eucaristía del ministro católico.(95) Este modo de actuar ha sido ratificado después por ambos Códigos, en los que también se contempla, con las oportunas adaptaciones, el caso de los otros cristianos no orientales que no están en plena comunión con la Iglesia católica.(96)

 46. En la Encíclica Ut unum sint, yo mismo he manifestado aprecio por esta normativa, que permite atender a la salvación de las almas con el discernimiento oportuno: « Es motivo de alegría recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de la Eucaristía, de la Penitencia, de la Unción de enfermos a otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero que desean vivamente recibirlos, los piden libremente, y manifiestan la fe que la Iglesia católica confiesa en estos Sacramentos. Recíprocamente, en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos pueden solicitar los mismos Sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en que sean válidos ».(97)

 Es necesario fijarse bien en estas condiciones, que son inderogables, aún tratándose de casos particulares y determinados, puesto que el rechazo de una o más verdades de fe sobre estos sacramentos y, entre ellas, lo referente a la necesidad del sacerdocio ministerial para que sean válidos, hace que el solicitante no esté debidamente dispuesto para que le sean legítimamente administrados. Y también a la inversa, un fiel católico no puede comulgar en una comunidad que carece del válido sacramento del Orden.(98)

 La fiel observancia del conjunto de las normas establecidas en esta materia(99) es manifestación y, al mismo tiempo, garantía de amor, sea a Jesucristo en el Santísimo Sacramento, sea a los hermanos de otra confesión cristiana, a los que se les debe el testimonio de la verdad, como también a la causa misma de la promoción de la unidad.

 CAPÍTULO V

 

DECORO DE LA CELEBRACIÓN

EUCARÍSTICA

 47. Quien lee el relato de la institución eucarística en los Evangelios sinópticos queda impresionado por la sencillez y, al mismo tiempo, la « gravedad », con la cual Jesús, la tarde de la Última Cena, instituye el gran Sacramento. Hay un episodio que, en cierto sentido, hace de preludio: la unción de Betania. Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos –en particular en Judas (cf. Mt 26, 8; Mc 14, 4; Jn 12, 4)– una reacción de protesta, como si este gesto fuera un « derroche » intolerable, considerando las exigencias de los pobres. Pero la valoración de Jesús es muy diferente. Sin quitar nada al deber de la caridad hacia los necesitados, a los que se han de dedicar siempre los discípulos –« pobres tendréis siempre con vosotros » (Mt 26, 11; Mc 14, 7; cf. Jn 12, 8)–, Él se fija en el acontecimiento inminente de su muerte y sepultura, y aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece también después de la muerte, por estar indisolublemente unido al misterio de su persona.

 En los Evangelios sinópticos, el relato continúa con el encargo que Jesús da a los discípulos de preparar cuidadosamente la « sala grande », necesaria para celebrar la cena pascual (cf. Mc 14, 15; Lc 22, 12), y con la narración de la institución de la Eucaristía. Dejando entrever, al menos en parte, el esquema de los ritos hebreos de la cena pascual hasta el canto del Hallel (cf. Mt 26, 30; Mc 14, 26), el relato, aún con las variantes de las diversas tradiciones, muestra de manera tan concisa como solemne las palabras pronunciadas por Cristo sobre el pan y sobre el vino, asumidos por Él como expresión concreta de su cuerpo entregado y su sangre derramada. Todos estos detalles son recordados por los evangelistas a la luz de una praxis de la « fracción del pan » bien consolidada ya en la Iglesia primitiva. Pero el acontecimiento del Jueves Santo, desde la historia misma que Jesús vivió, deja ver los rasgos de una « sensibilidad » litúrgica, articulada sobre la tradición veterotestamentaria y preparada para remodelarse en la celebración cristiana, en sintonía con el nuevo contenido de la Pascua.

 48. Como la mujer de la unción en Betania, la Iglesia no ha tenido miedo de « derrochar », dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la Eucaristía. No menos que aquellos primeros discípulos encargados de preparar la « sala grande », la Iglesia se ha sentido impulsada a lo largo de los siglos y en las diversas culturas a celebrar la Eucaristía en un contexto digno de tan gran Misterio. La liturgia cristiana ha nacido en continuidad con las palabras y gestos de Jesús y desarrollando la herencia ritual del judaísmo. Y, en efecto, nada será bastante para expresar de modo adecuado la acogida del don de sí mismo que el Esposo divino hace continuamente a la Iglesia Esposa, poniendo al alcance de todas las generaciones de creyentes el Sacrificio ofrecido una vez por todas sobre la Cruz, y haciéndose alimento para todos los fieles. Aunque la lógica del « convite » inspire familiaridad, la Iglesia no ha cedido nunca a la tentación de banalizar esta « cordialidad » con su Esposo, olvidando que Él es también su Dios y que el « banquete » sigue siendo siempre, después de todo, un banquete sacrificial, marcado por la sangre derramada en el Gólgota. El banquete eucarístico es verdaderamente un banquete « sagrado », en el que la sencillez de los signos contiene el abismo de la santidad de Dios: « O Sacrum convivium, in quo Christus sumitur! » El pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, es « panis angelorum », pan de los ángeles, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: « Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo » (Mt 8, 8; Lc 7, 6).

 49. En el contexto de este elevado sentido del misterio, se entiende cómo la fe de la Iglesia en el Misterio eucarístico se haya expresado en la historia no sólo mediante la exigencia de una actitud interior de devoción, sino también a través de una serie de expresiones externas, orientadas a evocar y subrayar la magnitud del acontecimiento que se celebra. De aquí nace el proceso que ha llevado progresivamente a establecer una especial reglamentación de la liturgia eucarística, en el respeto de las diversas tradiciones eclesiales legítimamente constituidas. También sobre esta base se ha ido creando un rico patrimonio de arte. La arquitectura, la escultura, la pintura, la música, dejándose guiar por el misterio cristiano, han encontrado en la Eucaristía, directa o indirectamente, un motivo de gran inspiración.

 Así ha ocurrido, por ejemplo, con la arquitectura, que, de las primeras sedes eucarísticas en las « domus » de las familias cristianas, ha dado paso, en cuanto el contexto histórico lo ha permitido, a las solemnes basílicas de los primeros siglos, a las imponentes catedrales de la Edad Media, hasta las iglesias, pequeñas o grandes, que han constelado poco a poco las tierras donde ha llegado el cristianismo. Las formas de los altares y tabernáculos se han desarrollado dentro de los espacios de las sedes litúrgicas siguiendo en cada caso, no sólo motivos de inspiración estética, sino también las exigencias de una apropiada comprensión del Misterio. Igualmente se puede decir de la música sacra, y basta pensar para ello en las inspiradas melodías gregorianas y en los numerosos, y a menudo insignes, autores que se han afirmado con los textos litúrgicos de la Santa Misa. Y, ¿acaso no se observa una enorme cantidad de producciones artísticas, desde el fruto de una buena artesanía hasta verdaderas obras de arte, en el sector de los objetos y ornamentos utilizados para la celebración eucarística?

 Se puede decir así que la Eucaristía, a la vez que ha plasmado la Iglesia y la espiritualidad, ha tenido una fuerte incidencia en la « cultura », especialmente en el ámbito estético.

 50. En este esfuerzo de adoración del Misterio, desde el punto de vista ritual y estético, los cristianos de Occidente y de Oriente, en cierto sentido, se han hecho mutuamente la « competencia ». ¿Cómo no dar gracias al Señor, en particular, por la contribución que al arte cristiano han dado las grandes obras arquitectónicas y pictóricas de la tradición greco-bizantina y de todo el ámbito geográfico y cultural eslavo? En Oriente, el arte sagrado ha conservado un sentido especialmente intenso del misterio, impulsando a los artistas a concebir su afán de producir belleza, no sólo como manifestación de su propio genio, sino también como auténtico servicio a la fe. Yendo mucho más allá de la mera habilidad técnica, han sabido abrirse con docilidad al soplo del Espíritu de Dios.

 El esplendor de la arquitectura y de los mosaicos en el Oriente y Occidente cristianos son un patrimonio universal de los creyentes, y llevan en sí mismos una esperanza y una prenda, diría, de la deseada plenitud de comunión en la fe y en la celebración. Eso supone y exige, como en la célebre pintura de la Trinidad de Rublëv, una Iglesia profundamente « eucarística » en la cual, la acción de compartir el misterio de Cristo en el pan partido está como inmersa en la inefable unidad de las tres Personas divinas, haciendo de la Iglesia misma un « icono » de la Trinidad.

 En esta perspectiva de un arte orientado a expresar en todos sus elementos el sentido de la Eucaristía según la enseñanza de la Iglesia, es preciso prestar suma atención a las normas que regulan la construcción y decoración de los edificios sagrados. La Iglesia ha dejado siempre a los artistas un amplio margen creativo, como demuestra la historia y yo mismo he subrayado en la Carta a los artistas.(100) Pero el arte sagrado ha de distinguirse por su capacidad de expresar adecuadamente el Misterio, tomado en la plenitud de la fe de la Iglesia y según las indicaciones pastorales oportunamente expresadas por la autoridad competente. Ésta es una consideración que vale tanto para las artes figurativas como para la música sacra.

 51. A propósito del arte sagrado y la disciplina litúrgica, lo que se ha producido en tierras de antigua cristianización está ocurriendo también en los continentes donde el cristianismo es más joven. Este fenómeno ha sido objeto de atención por parte del Concilio Vaticano II al tratar sobre la exigencia de una sana y, al mismo tiempo, obligada « inculturación ». En mis numerosos viajes pastorales he tenido oportunidad de observar en todas las partes del mundo cuánta vitalidad puede despertar la celebración eucarística en contacto con las formas, los estilos y las sensibilidades de las diversas culturas. Adaptándose a las mudables condiciones de tiempo y espacio, la Eucaristía ofrece alimento, no solamente a las personas, sino a los pueblos mismos, plasmando culturas cristianamente inspiradas.

 No obstante, es necesario que este importante trabajo de adaptación se lleve a cabo siendo conscientes siempre del inefable Misterio, con el cual cada generación está llamada confrontarse. El « tesoro » es demasiado grande y precioso como para arriesgarse a que se empobrezca o hipoteque por experimentos o prácticas llevadas a cabo sin una atenta comprobación por parte de las autoridades eclesiásticas competentes. Además, la centralidad del Misterio eucarístico es de una magnitud tal que requiere una verificación realizada en estrecha relación con la Santa Sede. Como escribí en la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Asia, « esa colaboración es esencial, porque la sagrada liturgia expresa y celebra la única fe profesada por todos y, dado que constituye la herencia de toda la Iglesia, no puede ser determinada por las Iglesias locales aisladas de la Iglesia universal ».(101)

 52. De todo lo dicho se comprende la gran responsabilidad que en la celebración eucarística tienen principalmente los sacerdotes, a quienes compete presidirla in persona Christi, dando un testimonio y un servicio de comunión, no sólo a la comunidad que participa directamente en la celebración, sino también a la Iglesia universal, a la cual la Eucaristía hace siempre referencia. Por desgracia, es de lamentar que, sobre todo a partir de los años de la reforma litúrgica postconciliar, por un malentendido sentido de creatividad y de adaptación, no hayan faltado abusos, que para muchos han sido causa de malestar. Una cierta reacción al « formalismo » ha llevado a algunos, especialmente en ciertas regiones, a considerar como no obligatorias las « formas » adoptadas por la gran tradición litúrgica de la Iglesia y su Magisterio, y a introducir innovaciones no autorizadas y con frecuencia del todo inconvenientes.

 Por tanto, siento el deber de hacer una acuciante llamada de atención para que se observen con gran fidelidad las normas litúrgicas en la celebración eucarística. Son una expresión concreta de la auténtica eclesialidad de la Eucaristía; éste es su sentido más profundo. La liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad en que se celebran los Misterios. El apóstol Pablo tuvo que dirigir duras palabras a la comunidad de Corinto a causa de faltas graves en su celebración eucarística, que llevaron a divisiones (skísmata) y a la formación de facciones (airéseis) (cf. 1 Co 11, 17-34). También en nuestros tiempos, la obediencia a las normas litúrgicas debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía. El sacerdote que celebra fielmente la Misa según las normas litúrgicas y la comunidad que se adecua a ellas, demuestran de manera silenciosa pero elocuente su amor por la Iglesia. Precisamente para reforzar este sentido profundo de las normas litúrgicas, he solicitado a los Dicasterios competentes de la Curia Romana que preparen un documento más específico, incluso con rasgos de carácter jurídico, sobre este tema de gran importancia. A nadie le está permitido infravalorar el Misterio confiado a nuestras manos: éste es demasiado grande para que alguien pueda permitirse tratarlo a su arbitrio personal, lo que no respetaría ni su carácter sagrado ni su dimensión universal.

 CAPÍTULO VI

 EN LA ESCUELA DE MARÍA,

MUJER « EUCARÍSTICA »

 53. Si queremos descubrir en toda su riqueza la relación íntima que une Iglesia y Eucaristía, no podemos olvidar a María, Madre y modelo de la Iglesia. En la Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, presentando a la Santísima Virgen como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, he incluido entre los misterios de la luz también la institución de la Eucaristía.(102) Efectivamente, María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él.

 A primera vista, el Evangelio no habla de este tema. En el relato de la institución, la tarde del Jueves Santo, no se menciona a María. Se sabe, sin embargo, que estaba junto con los Apóstoles, « concordes en la oración » (cf. Hch 1, 14), en la primera comunidad reunida después de la Ascensión en espera de Pentecostés. Esta presencia suya no pudo faltar ciertamente en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos « en la fracción del pan » (Hch 2, 42).

 Pero, más allá de su participación en el Banquete eucarístico, la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio.

 54. Mysterium fidei! Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta. Repetir el gesto de Cristo en la Última Cena, en cumplimiento de su mandato: « ¡Haced esto en conmemoración mía! », se convierte al mismo tiempo en aceptación de la invitación de María a obedecerle sin titubeos: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). Con la solicitud materna que muestra en las bodas de Caná, María parece decirnos: « no dudéis, fiaros de la Palabra de mi Hijo. Él, que fue capaz de transformar el agua en vino, es igualmente capaz de hacer del pan y del vino su cuerpo y su sangre, entregando a los creyentes en este misterio la memoria viva de su Pascua, para hacerse así “pan de vida” ».

 55. En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

 Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. A María se le pidió creer que quien concibió « por obra del Espíritu Santo » era el « Hijo de Dios » (cf. Lc 1, 30.35). En continuidad con la fe de la Virgen, en el Misterio eucarístico se nos pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino.

 « Feliz la que ha creído » (Lc 1, 45): María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. Cuando, en la Visitación, lleva en su seno el Verbo hecho carne, se convierte de algún modo en « tabernáculo » –el primer « tabernáculo » de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como « irradiando » su luz a través de los ojos y la voz de María. Y la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

 56. María, con toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía. Cuando llevó al niño Jesús al templo de Jerusalén « para presentarle al Señor » (Lc 2, 22), oyó anunciar al anciano Simeón que aquel niño sería « señal de contradicción » y también que una « espada » traspasaría su propia alma (cf. Lc 2, 34.35). Se preanunciaba así el drama del Hijo crucificado y, en cierto modo, se prefiguraba el « stabat Mater » de la Virgen al pie de la Cruz. Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de « Eucaristía anticipada » se podría decir, una « comunión espiritual » de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión y se manifestará después, en el período postpascual, en su participación en la celebración eucarística, presidida por los Apóstoles, como « memorial » de la pasión.

 ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: « Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros » (Lc 22, 19)? Aquel cuerpo entregado como sacrificio y presente en los signos sacramentales, ¡era el mismo cuerpo concebido en su seno! Recibir la Eucaristía debía significar para María como si acogiera de nuevo en su seno el corazón que había latido al unísono con el suyo y revivir lo que había experimentado en primera persona al pie de la Cruz.

 57. « Haced esto en recuerdo mío » (Lc 22, 19). En el « memorial » del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su pasión y muerte. Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: « !He aquí a tu hijo¡ ». Igualmente dice también a todos nosotros: « ¡He aquí a tu madre! » (cf. Jn 19, 26.27).

 Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa tomar con nosotros –a ejemplo de Juan– a quien una vez nos fue entregada como Madre. Significa asumir, al mismo tiempo, el compromiso de conformarnos a Cristo, aprendiendo de su Madre y dejándonos acompañar por ella. María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente.

 58. En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama « mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador », lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre « por » Jesús, pero también lo alaba « en » Jesús y « con » Jesús. Esto es precisamente la verdadera « actitud eucarística ».

 Al mismo tiempo, María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la « pobreza » de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se « derriba del trono a los poderosos » y se « enaltece a los humildes » (cf. Lc 1, 52). María canta el « cielo nuevo » y la « tierra nueva » que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!

 CONCLUSIÓN

 59. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine! ». Hace pocos años he celebrado el cincuentenario de mi sacerdocio. Hoy experimento la gracia de ofrecer a la Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el Jueves Santo de mi vigésimo quinto año de ministerio petrino. Lo hago con el corazón henchido de gratitud. Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han « concentrado » y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa « contemporaneidad ». Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (cf. Lc 24, 3.35).

 Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira. Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos –« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote–, pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final del discurso eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la Iglesia y en nombre de todos vosotros: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna » (Jn 6, 68).

 60. En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia, estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de « inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste ».(103) La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía.

 Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos remediar nuestra indigencia?

 61. El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete –no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada.

 La vía que la Iglesia recorre en estos primeros años del tercer milenio es también la de un renovado compromiso ecuménico. Los últimos decenios del segundo milenio, culminados en el Gran Jubileo, nos han llevado en esa dirección, llamando a todos los bautizados a corresponder a la oración de Jesús « ut unum sint » (Jn 17, 11). Es un camino largo, plagado de obstáculos que superan la capacidad humana; pero tenemos la Eucaristía y, ante ella, podemos sentir en lo profundo del corazón, como dirigidas a nosotros, las mismas palabras que oyó el profeta Elías: « Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti » (1 Re 19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha puesto a nuestra disposición nos alienta hacia la meta de compartirlo plenamente con todos los hermanos con quienes nos une el mismo Bautismo. Sin embargo, para no desperdiciar dicho tesoro se han de respetar las exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en la sucesión apostólica.

 Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad cristiana celosa en custodiar este « tesoro ». Impulsada por el amor, la Iglesia se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque « en este Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación ».(104)

 62. Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los Santos, grandes intérpretes de la verdadera piedad eucarística. Con ellos la teología de la Eucaristía adquiere todo el esplendor de la experiencia vivida, nos « contagia » y, por así decir, nos « enciende ».Pongámonos, sobre todo, a la escucha de María Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro, como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor. Al contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo vemos un resquicio del « cielo nuevo » y de la « tierra nueva » que se abrirán ante nuestros ojos con la segunda venida de Cristo. La Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y, en cierto modo, su anticipación: « Veni, Domine Iesu! » (Ap 22, 20).

 En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos. Si ante este Misterio la razón experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y en un amor sin límites.

 Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz:

 « Bone pastor, panis vere,

Iesu, nostri miserere... ».

“Buen pastor, pan verdadero, o Jesús, piedad de nosotros: nútrenos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos.

Tú que todo lo sabes y puedes, que nos alimentas en la tierra, conduce a tus hermanos a la mesa del cielo a la alegría de tus santos”. Roma, junto a San Pedro, 17 de abril, Jueves Santo, del año 2003, vigésimo quinto de mi Pontificado y Año del Rosario.  IOANNES PAULUS II