NORMAS ECLESIALES ANTE LAS APARICIONES

29 Mayo 2012.   CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

NORMAS SOBRE EL MODO DE PROCEDER EN EL DISCERNIMIENTO

DE PRESUNTAS APARICIONES Y REVELACIONES

PREFACIO

1. La Congregación para la Doctrina de la Fe se ocupa de las materias vinculadas a la promoción y tutela de la doctrina de la fe y la moral, y es competente, además, para el examen de otros problemas conexos con la disciplina de la fe, como  los casos de pseudo-misticismo, supuestas apariciones, visiones y mensajes atribuidos a un origen sobrenatural. Cumpliendo esta delicada tarea confiada al Dicasterio, hace más de treinta años fueron preparadas las  Normae de modo procedendi in diudicandis presumptis apparitionibus ac revelationibus. El documento, examinado por los Padres de la Sesión Plenaria de la Congregación, fue aprobado por el Siervo de Dios, Su Santidad el Papa Paulo VI el 24 de febrero de 1978 y emanado por el Dicasterio el día 25 de febrero de 1978. En aquel tiempo las Normae  fueron enviadas y dadas a conocer a los Obispos sin que se realizase una publicación oficial, en consideración a que se dirigen principalmente a los Pastores de la Iglesia.

2. Como es sabido, con el pasar del tiempo el Documento, en más de una lengua, ha ido publicándose en algunas obras sobre la materia,  pero sin la autorización previa de este Dicasterio, competente en la materia. Es necesario reconocer que los principales contenidos de estas importantes medidas normativas son hoy de dominio público. Por lo tanto, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado oportuno publicar las mencionadas normas, proveyéndolas de una traducción a las principales lenguas.

3. La actualidad de la problemática sobre las experiencias ligadas a los fenómenos sobrenaturales en la vida y misión de la Iglesia también ha sido notada recientemente por la solicitud pastoral de los Obispos reunidos en la XII Asamblea Ordinaria del Sínodo de Obispos sobre la Palabra de Dios, en octubre de 2008. Tal preocupación ha sido recogida  por el Santo Padre Benedicto XVI en un importante pasaje de la Exhortación Apostólica Post-sinodal  Verbum Domini, insertándola en el horizonte global de la economía de la salvación. Me parece oportuno recordar aquí la enseñanza del Sumo Pontífice, que debe acogerse como invitación a brindar una oportuna atención a los fenómenos sobrenaturales a los cuales se refiere también la presente publicación

«De este modo, la Iglesia expresa su conciencia de que Jesucristo es la Palabra definitiva de Dios; él es “el primero y el último” (Ap 1,17). Él ha dado su sentido definitivo a la creación y a la historia; por eso, estamos llamados a vivir el tiempo, a habitar la creación de Dios dentro de este ritmo escatológico de la Palabra; “la economía cristiana, por ser la alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (cf.  1 Tm 6,14;  Tt 2,13)” (Dei Verbum, n. 4). En efecto, como han recordado los Padres durante el Sínodo, la “especificidad del cristianismo se manifiesta en el acontecimiento Jesucristo, culmen de la Revelación, cumplimiento de las promesas de Dios y mediador del encuentro entre el hombre y Dios. Él, 'que nos ha revelado a Dios' (cf. Jn 1,18), es la Palabra única y definitiva entregada a la humanidad”. (Propositio  4). San Juan de la Cruz ha expresado admirablemente esta verdad: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra... Porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado a Él todo, dándonos el todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa o novedad” (Subida al Monte Carmelo, II, 22)»

Teniendo presente todo esto, el Santo Padre Benedicto XVI destaca: «El Sínodo ha recomendado “ayudar a los fieles a distinguir bien la Palabra de Dios de las revelaciones privadas” (Propositio 47), cuya función “no es la de... 'completar'  la  Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia” (Catecismo de la Iglesia Católica, 67). El valor de las revelaciones privadas es esencialmente diferente al de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en ella, en efecto, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viva de la Iglesia, Dios mismo nos habla. El criterio de verdad de una revelación privada es su orientación con respecto a Cristo. Cuando nos aleja de Él, entonces no procede ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el Evangelio y no hacia fuera. La revelación privada es una ayuda  para esta fe, y se manifiesta como creíble precisamente cuando remite a la única revelación pública. Por eso, la aprobación eclesiástica de una revelación privada indica esencialmente que su mensaje no contiene nada contrario a la fe y a las buenas costumbres; es lícito hacerlo público, y los fieles pueden dar su asentimiento de forma prudente. Una revelación privada puede introducir nuevos acentos, dar lugar a nuevas formas de piedad o profundizar las antiguas. Puede tener un cierto carácter profético (cf.  1 Ts 5,19-21) y prestar una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el presente; de ahí que no se pueda descartar. Es una ayuda que se ofrece pero que no es obligatorio usarla. En cualquier caso, ha de ser un alimento de la fe, esperanza y caridad, que son para todos la vía permanente de la salvación. (Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, El mensaje de Fátima, 26 de junio de 2000: Ench. Vat. 19, n 974-1021)»[1]

4. Es viva esperanza de esta Congregación que la publicación oficial de las Normas sobre el modo de proceder en el discernimiento de presuntas apariciones y revelaciones  pueda ayudar a los Pastores de la Iglesia Católica en su empeño para la exigente tarea del discernimiento de las presuntas apariciones y revelaciones, mensajes y locuciones o, más en general, fenómenos extraordinarios o de presunto origen sobrenatural. Al mismo tiempo desea que el texto pueda ser útil a los teólogos y expertos en este ámbito de la experiencia viva de la Iglesia, que hoy reviste una cierta importancia y requiere una reflexión más profunda

 

William Card. Levada

Prefecto

 

Ciudad del Vaticano, 14 de diciembre de 2011, memoria litúrgica de San Juan de la Cruz

1 Exhortación Apostólica Post-sinodal Verbum Domini sobre la Palabra de Dios en la vida y

misión de la Iglesia, 30 de septiembre de 2010, n. 14: AAS 102 (2010) 695-696. Al respecto véanse

también los pasajes del Catecismo de la Iglesia Católica dedicados al tema (cfr nn. 66-67). 

 

SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

NORMAS SOBRE EL MODO DE PROCEDER 

EN EL DISCERNIMIENTO

DE PRESUNTAS APARICIONES Y REVELACIONES

NOTA PREVIA

Origen y carácter de estas Normas

Durante la Congregación Plenaria Anual del mes de noviembre de 1974, los Padres de esta Sagrada

Congregación examinaron los problemas relativos a presuntas apariciones y a las revelaciones con las que frecuentemente están ligadas, llegando a las siguientes conclusiones:

 

1. Hoy más que en épocas anteriores, debido a los medios de comunicación (mass media), las noticias de tales apariciones se difunden rápidamente entre los fieles y, además, la facilidad de viajar de un lugar a otro favorece que las peregrinaciones sean más frecuentes, de modo que la

Autoridad eclesiástica se ve obligada a discernir con prontitud sobre la materia.

 

2. Por otra parte, la mentalidad actual y las exigencias de una investigación científicamente crítica hacen más difícil o casi imposible emitir con la debida rapidez aquel juicio con el que en el pasado se concluían las investigaciones sobre estas cuestiones (constat de supernaturalitate, non constat de supernaturalitate: consta el origen sobrenatural, no consta el origen sobrenatural) y que ofrecía a los ordinarios la posibilidad de permitir o de prohibir el culto público u otras formas de devoción entre los fieles.

 

Por las causas mencionadas, para que la devoción suscitada entre los fieles por hechos de este género pueda manifestarse de modo que quede a salvo la plena comunión con la Iglesia y se produzcan los frutos gracias a los cuales la misma Iglesia pueda discernir más tarde la verdadera naturaleza de los hechos, los Padres estimaron que debe ser seguida en esta materia la praxis que se expone a continuación. Cuando se tenga la certeza de los hechos relativos  a una presunta aparición o revelación, le corresponde por oficio a la Autoridad eclesiástica:

a)       En primer lugar juzgar sobre el hecho según los criterios positivos y negativos (cf. infra, n. I).

b)       Después, en caso de que este examen haya resultado favorable, permitir algunas manifestaciones

c)       públicas de culto o devoción y seguir vigilándolas con toda prudencia (lo cual equivale a la formula

“por el momento nada obsta”: pro nunc nihil obstare).

d)      Finalmente, a la luz del tiempo transcurrido y de la experiencia adquirida, si fuera el caso, emitir un juicio sobre la verdad y sobre el carácter sobrenatural del hecho (especialmente en consideración

e)       de la abundancia de los frutos espirituales provenientes de la nueva devoción).

 

I. Criterios para juzgar, al menos con probabilidad, el carácter de presuntas apariciones o

revelaciones

A)     Criterios positivos

a) La certeza moral o, al menos, una gran probabilidad acerca de la existencia del hecho, adquirida gracias a una investigación rigurosa.

b) Circunstancias particulares relacionadas con la existencia y la naturaleza del hecho, es decir:

1. Cualidades personales del sujeto o de los sujetos (principalmente equilibrio psíquico, honestidad y rectitud de vida, sinceridad y docilidad habitual hacia la Autoridad eclesiástica, capacidad para retornar a un régimen normal de vida de fe, etc.).

2. Por lo que se refiere a la revelación, doctrina teológica y espiritual verdadera y libre de error.

3. Sana devoción y frutos espirituales abundantes y constantes (por ejemplo: espíritu de oración, conversiones, testimonios de caridad, etc.).

B) Criterios negativos

a) Error manifiesto acerca del hecho.

b) Errores doctrinales que se atribuyen al mismo Dios a la Santísima Virgen María o a algún santo, teniendo en cuenta, sin embargo, la posibilidad de  que el sujeto haya añadido —aun de modo inconsciente— elementos meramente humanos e incluso algún error de orden natural a una verdadera revelación sobrenatural. (cfr. San Ignacio, Ejercicios. n. 336).

c) Afán evidente de lucro vinculado estrechamente al mismo hecho.

d) Actos gravemente inmorales cometidos por el sujeto o sus seguidores durante el hecho o con ocasión del mismo.

e) Enfermedades psíquicas o tendencias psicopáticas presentes en el sujeto que hayan influido ciertamente en el presunto hecho sobrenatural, psicosis o histeria colectiva, u otras cosas de este género.

 

Debe notarse que estos criterios, tanto positivos como negativos, son indicativos y no taxativos, y deben ser empleados cumulativamente, es decir, con cierta convergencia recíproca.

II. Sobre el modo de conducirse de la autoridad eclesiástica competente

1. Con ocasión de un presunto hecho sobrenatural que espontáneamente algún tipo de culto o devoción entre los fieles, incumbe a la Autoridad eclesiástica competente el grave deber de informarse sin dilación y de vigilar con diligencia.

2. La Autoridad eclesiástica competente, si nada lo impide teniendo en cuenta los criterios mencionados anteriormente, puede intervenir para permitir o promover algunas formas de culto o devoción cuando los fieles lo soliciten legítimamente (encontrándose, por tanto, en comunión con los Pastores y no movidos por un espíritu sectario). Sin embargo hay que velar para que esta forma de proceder no se interprete como aprobación del carácter sobrenatural del los hecho por parte de la Iglesia. (cf. Nota previa, c).

3. En razón de su oficio doctrinal y pastoral, la Autoridad competente puede intervenir  motu proprio  e incluso debe hacerlo en circunstancias graves, por ejemplo: para corregir o prevenir

 

abusos en el ejercicio del culto y de la devoción, para condenar doctrinas erróneas, para evitar el peligro de misticismo falso o inconveniente, etc.

4. En los casos dudosos que no amenacen en modo alguno el bien de la Iglesia, la Autoridad eclesiástica competente debe abstenerse de todo juicio y actuación directa (porque puede suceder que, pasado un tiempo, se olvide el hecho presuntamente sobrenatural); sin embargo no deje de vigilar para que, si fuera necesario, se pueda intervenir pronto y prudentemente.

 

III. Sobre la autoridad competente para intervenir

1. El deber de vigilar o intervenir compete en primer lugar al Ordinario del lugar.

2. La Conferencia Episcopal regional o nacional puede intervenir en los siguientes casos:

a) Cuando el Ordinario del lugar, después de haber realizado lo que le compete, recurre a ella para discernir con mayor seguridad sobre la cuestión.

b) Cuando la cuestión ha trascendido ya al ámbito nacional o regional, contando siempre con el consenso del Ordinario del lugar.

3. La Sede Apostólica puede intervenir a petición del mismo Ordinario o de un grupo cualificado de fieles, o también directamente, en razón de la jurisdicción universal del Sumo Pontífice (cf. infra,

IV).

 

IV. Sobre la intervención de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe

1. a) La intervención de la Sagrada Congregación puede ser solicitada por el Ordinario, después de haber llevado a cabo cuanto le corresponde, o por un grupo cualificado de fieles. En este segundo caso debe evitarse que el recurso a la Sagrada Congregación se realice por razones sospechosas, por ejemplo: para forzar al Ordinario a que cambie sus  legítimas decisiones, confirmar algún grupo sectario, etc.

b) Corresponde a la Sagrada Congregación intervenir motu proprio en los casos más graves, sobre todo si la cuestión afecta a una parte notable de la Iglesia, habiendo consultado siempre al Ordinarioy, si el caso lo requiriese, habiendo consultado también a la Conferencia episcopal. 

2. Corresponde a la Sagrada Congregación juzgar la actuación del Ordinario y aprobarla o disponer, cuando sea posible y conveniente, un nuevo examen de la cuestión, distinto del estudio llevado a cabo por el Ordinario. Dicho examen puede ser llevado a cabo por ella misma o por una comisión especial.

Las presentes normas fueron examinadas en la Congregación Plenaria de esta Sagrada

Congregación y aprobadas por el Sumo Pontífice PP. Paulo VI, el día 24 de febrero de 1978.

Roma, palacio de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, 25 de febrero de 1978.

Franjo Card. Šeper

Prefecto

+Fr. Jérôme Hamer, o. p.

Secretario

VEN ESPÍRITU DE DIOS

27 Mayo 2012  Autor:  Alfonso Llanos SJ.  Fuente, el tiempo Colombia. "Espíritu Santo: reconozco y agradezco tu presencia activa y consoladora, desde mi remota infancia hasta mis recientes horas de soledad y vejez."

Hoy es Domingo de Pentecostés. Hoy celebra la Iglesia Católica la venida del Espíritu Santo sobre los primeros creyentes en Jesús resucitado. El Espíritu Santo es el Espíritu del Padre, el Espíritu de Dios, la presencia personal de Dios en el mundo, en cada uno de nosotros. El Espíritu Santo es el amor de Dios, el consuelo de Dios, la acción de Dios.

La abundancia de su presencia, que inundó los corazones de los primeros creyentes en Cristo, es el fruto ubérrimo de la pasión, muerte y exaltación de Jesús. Cuando se apareció Jesús, ya exaltado, a sus discípulos y a las santas mujeres -María santísima, María Magdalena, María la de Cleofás- derramó desde su seno la plenitud de su Espíritu. Sopló sobre ellos -símbolo visible de que el Espíritu salía del fondo del corazón de Dios-, les comunicó su perdón, su amor y su paz. Recibid al Espíritu Santo. Perdonad los pecados e id por todo el mundo predicando la fraternidad, la solidaridad y el amor.

Hoy, todo colombiano se encuentra sediento de Dios. Necesitamos conversión, perdón, sinceridad, vida nueva, honestidad.

Necesitamos todos de la efusión del Espíritu Santo:

-Que allí donde haya corrupción, haya honestidad; -donde hay guerrilla, que haya diálogo, reconciliación y paz; -donde hay frialdad e indiferencia, que haya calor de Dios; -donde hay división, que haya unión y fraternidad; -donde hay discordia matrimonial, que haya unión y haya hogar; -donde hay fragilidad, que haya fortaleza y valor; -donde hay fracaso, que haya confianza y superación; -donde haya envidia, que haya comunicación, solidaridad y amor.

-Ven, Espíritu Santo: ilumina a nuestros gobernantes para que cuiden de los pobres, de los afectados por las calamidades públicas, de los desocupados y enfermos. Ilumina a los padres de familia para que sepan educar a sus hijos en el respeto a la autoridad, en la responsabilidad y en la fe en Dios. Ilumina y fortalece a los sacerdotes para que haya en ellos castidad, celo, sensata y sólida predicación.

Ven, Espíritu Santo, sobre la Iglesia, humillada y avergonzada por los pecados de algunos de sus sacerdotes, pero siempre dispuesta a resucitar y servir. Ven, Espíritu Santo, atrae a los fieles para que no se retiren, defraudados, del seno de la Iglesia, y permanezcan fieles a Jesucristo hasta la hora de la muerte.

Danos tus siete dones:

Entendimiento, para comprender las verdades de la fe;Ciencia, para conocer las Sagradas Escrituras; Sabiduría, para gustar de la presencia de Dios en nuestras vidas y cultivar los valores del espíritu; Consejo, para orientar al que vaga fuera del Camino, Verdad y Vida, que es Jesús, y no encuentra el sentido de la vida, de la muerte y del dolor; Fortaleza, para vencer las tentaciones del Maligno y perseverar en el camino del bien, y Piedad para orar y fomentar la humilde entrega al cumplimiento de la voluntad de Dios.

Y Santo Temor de Dios, para que aprendamos a respetarlo a él, presente en el anciano y el mendigo, en el niño y la mujer.

Espíritu Santo: reconozco y agradezco tu presencia activa y consoladora, desde mi remota infancia hasta mis recientes horas de soledad y vejez. Tus siete dones me han acompañado siempre para realizar mis 55 años de sacerdocio con fidelidad, alegría y generosidad. Has alejado de mí el odio, la envidia y la amargura; me has enseñado a perdonar, a olvidar, a amar y a ser feliz. Me consuela tu palabra, que me enseña a decir con el salmista: "Solo tú mantienes alta mi cabeza". O bien: "Solo tú me ayudas a vivir tranquilo". "Solo tú me haces libre y feliz". Gracias por haberme enseñado, desde niño, a conocer, amar y adorar a Jesucristo. Guía mis pasos, ya débiles y vacilantes, para que no me aparte del camino que conduce al encuentro con Dios.

Espíritu Santo: danos tu bendición, tu perdón y tu paz.

ALFONSO LLANO ESCOBAR, S. J.

La Santísima Virgen es Discípula

María, discípula y maestra   La mujer de la palabra y el silencio

Por el padre José Antonio Pérez, ssp*

                ROMA, Domingo 20 mayo 2012 (ZENIT).- Entre las numerosas páginas del beato Santiago Alberione sobre María, existe un opúsculo, María discípula y maestra, de 1959, por tanto anterior al Concilio, pero que contiene algunas intuiciones muy hermosas de valor permanente. En él, como escribía el padre Juan Roatta, uno de los mejores conocedores de nuestro fundador, María “se presenta como una sencilla síntesis de opuestos, a la luz de Dios: es la esclava del Señor y la reina de los apóstoles; es discípula y maestra, virgen y madre...” En ese equilibrio, la ve como el perfecto instrumento de Dios y, por tanto, como el gran ideal para el desarrollo de la personalidad y para la eficacia de la misión apostólica.

María, maestra

                La Virgen “fue la que más cerca estuvo de su Hijo y, al mismo tiempo, la que hizó más que nadie por darlo al mundo”, escribía el beato Santiago Alberione. Y hacía este razonamiento: “Se dice: a Jesús por María; pues también se podrá decir: a Jesús Maestro por María Maestra... Jesús es el único Maestro; María es maestra por participación”. En realidad, María no escribió ningún libro, ni tuvo una cátedra para enseñar, ni se dedicó a predicar... Y, sin embargo, fue maestra y formadora de Jesús y de la Iglesia, de los apóstoles y de todos los cristianos. ¿En qué sentido?

Para el beato Santiago Alberione, María es maestra porque ha dado al mundo a Jesucristo Maestro, la Verdad por antonomasia. Ella es, según san Epifanio, “el Libro sublime que ha propuesto al mundo la lectura del Verbo”. María es maestra por la santidad de su ejemplo; si queremos configurarnos con Cristo, el camino más fácil es María, Libro que contiene todas las virtudes: la fe (“Dichosa tú que has creído”, Lc 1,45); la esperanza (“Haced lo que él os diga”, Jn 2,5); el amor (“Hágase en mí según tu palabra”, Lc 1,38); por la eficacia de sus oraciones; por la autoridad de sus consejos, pues es la llena de gracia y sabiduría. María “predica no con palabras, sino encarnando al Verbo, escribiendo un Libro con su propia sangre”, concluía Alberione.

Pero María es maestra por ser discípula, por estar totalmente abierta a la escucha y a la participación en el destino de su Hijo muerto y resucitado. En ella, escucha y seguimiento, están íntimamente unidos, como elementos indisolubles del verdadero discipulado.

María, discípula

La autoridad del magisterio de María se debe, pues, a su perfecto discipulado con relación al Verbo, al que ella, con su “hágase” ha dado un cuerpo. Hasta tal punto que la verdadera grandeza de María no estriba tanto en su maternidad ni en otros privilegios, cuanto en haber sido fiel y fecunda escuchadora de la palabra de Dios. Jesús mismo lo reconoce cuando, ante el grito de la mujer entusiasmada por sus palabras, responde: “Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27). María es la primera en seguir a Jesús en su misión, compartiendo sus opciones, y así se convierte en la perfecta discípula del Señor

Además, ella es la mujer de la escucha de la voluntad de Dios expresada en los acontecimientos, que conserva y medita en su corazón (cf Lc 11,27-28; 2,19; 2,51). Su fe no era simple adhesión intelectual, sino experiencia vital. Lo afirma Juan Pablo II en la Catechesi tradendae: “Ella fue la primera de sus discípulos: primera en el tiempo, pues ya al encontrarlo en el templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su corazón; la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios con tanta profundidad. Madre y a la vez discípula, decía de ella san Agustín, añadiendo atrevidamente que esto fue para ella más importante que lo otro” (n. 73).

Decía Pablo VI que ponernos a su escuela nos “obliga a dejarnos fascinar por ella, por su estilo evangélico, por su ejemplo educador y transformante: es una escuela que nos enseña a ser cristianos”.

Reina de los Apóstoles

Y nos enseña también a ser apóstoles, ya que “apostolado es hacer lo que hizo María: dio a Jesús al mundo, a Jesús Maestro, camino, verdad y vida. Dando a Jesús camino nos ha dado la moral cristiana; dándonos a Jesús verdad nos ha dado la dogmática; y dándonos a Jesús vida nos ha dado la gracia”, escribía el beato Santiago Alberione. Y describía al apóstol como “quien lleva a Dios en la propia alma y lo irradia a su alrededor; es un santo que acumuló tesoros y comunica de su abundancia a los hombres... transpira a Dios por todos los poros con sus palabras, obras, oraciones, gestos y actitudes, en público y en privado, en todo su ser.” Y continúa: “En grado sumo y con semejanza inigualable, este es el rostro de María”.

Cuanto mayor sea la adhesión a Cristo, mayor será la capacidad de compromiso. De ahí la importancia de la comunión con él en el itinerario hacia la madurez de la fe, que va transformando la vida en entrega y servicio. No hay que olvidar que la vida grita más fuerte que las palabras y las obras. El apóstol auténtico, primero es y luego actúa, es “testigo antes que maestro”, diría Pablo VI.

Hoy hay tal vez excesivo ruido y poco silencio; demasiadas palabras, pero poca comunicación de vida.

“Palabra y silencio –concluye el mensaje del santo padre para la Jornada de las comunicaciones sociales–. Aprender a comunicar quiere decir aprender a escuchar, a contemplar, además de hablar, y esto es especialmente importante para los agentes de la evangelización: silencio y palabra son elementos esenciales e integrantes de la acción comunicativa de la Iglesia, para un renovado anuncio de Cristo en el mundo contemporáneo. A María, cuyo silencio escucha y hace florecer la Palabra, confío toda la obra de evangelización que la Iglesia realiza a través de los medios de comunicación social”.

Viviendo la dimensión mariana, los creyentes estaremos en condiciones de dejarnos formar en el misterio del Cristo, para que la palabra del Señor se cumpla en nosotros como se cumplió en María, y para poder darlo de manera integral a un mundo que tanto lo necesita, utilizando para ello todos los medios a nuestro alcance.

*Postulador general de la Familia Paulina

A veces hacemos el mal que no queremos

Sin la oración no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no queremos

Enseñanza de Benedicto XVI en la Audiencia General

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 16 mayo 2012 (Zenit).- La Audiencia General de este miércoles tuvo lugar a las 10,30 en la plaza de San Pedro, donde Benedicto XVI se encontró con grupos de peregrinos y fieles llegados de Italia y del mundo. En su discurso en lengua italiana el Papa, siguiendo su catequesis sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, ha centrado su meditación sobre las expresiones de oración en las cartas de san Pablo.

Queridos hermanos y hermanas:

                                               En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quisiera iniciar a hablar de la oración en las cartas de san Pablo, el apóstol de las gentes. Antes de todo querría notar como no es causal que sus cartas sean introducidas y se cierren con expresiones de oración: al inicio agradecimiento y oración, al final la esperanza de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la cual está dirigida el escrito. Entre la fórmula de apertura: “agradezco a mi Dios por medio de Jesucristo” (Rm. 1,8), y del deseo final: la “gracia del Señor Jesucristo esté con todos ustedes” (1Cor. 16,23), se desarrollan los contenidos de las cartas del apóstol. La de san Pablo son una oración que se manifiesta en una gran riqueza de formas que van del agradecimiento a la bendición, de la alabanza a la solicitud y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra como la oración involucra y penetra todas las situaciones de la vida, sean aquellas personales, sean aquellas de la comunidad a la que se dirige.

Un primer elemento que el apóstol nos quiere hacer entender es que la oración no tiene que ser vista como una simple obra buena realizada por nosotros hacia Dios, una acción nuestra. Es sobre todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la carta a los Romanos escribe: “Del mismo modo también el Espíritu viene para ayudar a nuestra debilidad: no sabemos de hecho cómo rezar de manera adecuada, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inexpresables” (8,26). Y sabemos cuanto sea verdad lo que dice el apóstol: “No sabemos cómo rezar de manera conveniente”. Queremos rezar pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento.

Solamente podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que Él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El apóstol dice: justamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, o este deseo de entrar en contacto con Dios es oración que el Espíritu Santo no sólo entiende, pero lleva, interpreta hacia Dios. Justamente esta debilidad nuestra se vuelve –gracias al Espíritu Santo–, verdadera oración, verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es casi el intérprete que nos hace entender a nosotros mismos y a Dios qué es lo que queremos decirle.

En la oración nosotros experimentamos más que en otras dimensiones de la existencia, nuestra debilidad, nuestra pobreza, el ser creaturas, pues somos puestos delante de la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en el escuchar y dialogar con Dios –de manera que la oración se vuelve la respiración cotidiana de nuestra alma–, tanto más percibimos también el sentido de nuestro límite, no solamente delante a las situaciones concretas de cada día, pero también en la misma relación con el Señor. Crece entones en nosotros la necesidad de confiar, de confiarnos siempre a Él; entendemos que “no sabemos … cómo rezar de manera conveniente”. (Rm. 8,26). Y es el Espíritu Santo que ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestro dirigirse a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo el operar del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres atados a la realidad material, a hombres espirituales.

En la primera carta a los Corintios dice: “Por lo tanto, nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios que nos permite conocer lo que Dios nos ha donado. De estas cosas nosotros hablamos con palabras que no son sugeridas por la sabiduría humana, en cambio enseñadas por el Espíritu, expresando cosas espirituales en términos espirituales” (2,12-13). Con su habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios. (cfr Rm 8,26).

Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del espíritu del Hijo de Dios, en el cual nos hemos vuelto hijos. San Pablo habla del espíritu de Cristo (cfr. Rm. 8,9) y no solamente del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su espíritu es también el Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios se vuelve muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, el Espíritu de Dios se vuelve también espíritu humano y nos toca, y podemos entrar en la comunión del Espíritu.

Es como si se dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo que vivió, fue crucificado, murió y resucitó.

El apóstol recuerda que “nadie puede decir 'Jesús es el Señor', si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor. 12,3). Por lo tanto el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que “no vivimos más nosotros, sino es Cristo que vive en nosotros” (cfr. Gal. 2,20).

En su catequesis sobre los sacramentos, al reflexionar sobre la Eucaristía, san Ambrosio afirma: “Quien se inebria del Espíritu está radicado en Cristo” (5, 3, 17: PL 16, 450).

Y querría ahora evidenciar tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando permitimos operar en nosotros no al espíritu del mundo, sino al espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro actuar.

Sobre todo con la oración animada por el Espíritu somos puesto en condiciones de abandonar y superar toda forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro estar en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la condición descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no queremos (cfr. Rm. 7,19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, debido a las circunstancias de nuestro ser por el pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal.

El apóstol quiere hacernos entender que no es antes de todo nuestra voluntad la que nos libera de estas condiciones, y ni siquiera la Ley, sino más bien el Espíritu Santo. Y visto que “dónde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Cor. 3,17), con la oración experimentamos la libertad que nos dona el Espíritu: una libertad auténtica que liberarnos del mal y del pecado en favor del bien y la vida, y por Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de elegir el mal, sino con el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí” (Gal. 5,22). Esta es la verdadera libertad: poder realmente seguir el deseo de bien, de verdadera alegría, de comunión con Dios y no estar oprimido por las circunstancias que nos indican otras direcciones.

Una segunda consecuencia se verifica en nuestra vida cuando dejamos operar en nosotros al espíritu de Cristo, de esta manera la relación con Dios se vuelve tan profunda que no puede ser afectada por ninguna realidad o situación.

Entendamos entonces que con la oración no nos liberamos de las pruebas o de los sufrimientos, pero los podemos vivir en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cfr. Rm. 8,17). Muchas veces, en nuestra oración, le pedimos a Dios que nos libere del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Entretanto muchas veces tenemos la impresión de que no somos escuchados y entonces corremos el riesgo de desanimarnos y de no perseverar. En realidad no hay grito humano que no sea escuchado por Dios y justamente en la oración constante y fiel que entendemos con san Pablo que “los sufrimientos del tiempo presente no son un obstáculo a la gloria futura que será revelada en nosotros” (Rm. 8,18). La oración no nos exenta de las pruebas o de los sufrimientos, mas bien –dice san Pablo–, nosotros “gemimos interiormente esperando ser adoptados como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Rm. 8,26).

Él nos dice que la oración no nos exenta del sufrimiento si bien la oración nos permite vivirla y enfrentarla con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, quien --según la Carta a los Hebreos--, “en los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y que debido a su pleno abandono en Él fue escuchado” (5,7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas no fue la liberación de los sufrimientos, pero un exaudir mucho más grande, una respuesta mucho más profunda: a través de la cruz y de la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva además a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, con plena esperanza en la confianza de Dios que responde como respondió al Hijo.

Y en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de todo lo creado, haciéndose cargo de la “ardiente expectativa de la creación, inclinada hacia la revelación de los hijos de Dios” (Rm 8,19). Esto significa que la oración, sostenida por el espíritu de Cristo que habla en lo íntimo de nosotros mismos nunca se queda cerrada en si misma, nunca es una oración solamente por mi, pero se abre para compartir los sufrimientos de nuestro tiempo y de los otros. Se vuelve intercesión hacia los otros y así liberación para mi, y canal de esperanza para toda la creación, expresión de aquel amor de Dios que se ha volcado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos fue dado (cfr. Rm. 5,5). Es justamente esto un signo de una oración verdadera que no termina en nosotros mismos sino que se abre a los otros y así me libera y ayuda para la redención del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración tenemos que abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, quien reza en nosotros con gemidos inexpresables, para llevarnos a adherir a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El espíritu de Cristo se vuelve la fuerza de nuestra oración 'débil', la luz de nuestra oración 'apagada', el fuego de nuestra oración 'árida', donándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir enfrentando las pruebas de la existencia, con la certeza de no estar solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación “que gime y sufre dolores de parto” (Rm. 8,22).

Gracias.