Sacerdocio sin Santidad, no vale la pena

6  Diciembre 2011.  Discurso de Benedicto XVI a los alumnos del Seminario Saint Gall, donde hay en la actualidad más de 140 candidatos al sacerdocio de Benín e de Togo, junto a sacerdotes y religiosos, también asistentes al encuentro.  ( 20 Noviembre 2011)

Señores cardenales, monseñor N’Koué, responsable de la formación sacerdotal, queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio, queridos religiosos y religiosas, queridos seminaristas y queridos fieles laicos,

Gracias monseñor N’Koué por las hermosas palabras que me ha dirigido, y gracias también, querido seminarista, por las tuyas tan acogedoras y deferentes. Es para mí una gran alegría encontrarme de nuevo, en medio de vosotros, en Ouidah, y particularmente en este seminario puesto bajo la protección de santa Juana de Arco y dedicado a san Galo, hombre de virtudes brillantes, monje deseoso de perfección, pastor lleno de dulzura y humildad. ¿Qué más noble que tener como modelo su figura, así como la de monseñor Louis Parisot, apóstol infatigable de los pobres y promotor del clero local, la del padre Thomas Moulero, primer sacerdote del Dahomey de antaño, y la del cardenal Bernardin Gantin, hijo eminente de vuestra tierra y humilde servidor de la Iglesia?

Nuestro encuentro de esta mañana me ofrece la ocasión para expresaros directamente mi gratitud por vuestro compromiso pastoral. Doy gracias a Dios por vuestro celo, no obstante las condiciones a veces difíciles en las que estáis llamados a testimoniar su amor. Y le doy gracias también por tantos hombres y mujeres que han anunciado el Evangelio en la tierra de Benín, así como en toda África.

Dentro de poco firmaré la exhortación apostólica postsinodal Africae Munus. En ella se aborda el tema de la paz, la justicia y la reconciliación. Estos tres valores se imponen como un ideal evangélico fundamental en la vida bautismal y requieren una sana aceptación de vuestra identidad de sacerdotes, consagrados y fieles laicos.

Queridos sacerdotes, la responsabilidad de promover la paz, la justicia y la reconciliación, os incumbe de una manera muy particular. En efecto, por la sagrada ordenación que recibisteis, y por los sacramentos que celebráis, estáis llamados a ser hombres de comunión. Así como el cristal no retiene la luz, sino que la refleja y la devuelve, de igual modo el sacerdote debe dejar transparentar lo que celebra y lo que recibe. Por tanto os animo a dejar trasparentar a Cristo en vuestra vida con una auténtica comunión con el obispo, con una bondad real hacia vuestros hermanos, una profunda solicitud por cada bautizado y una gran atención hacia cada persona. Dejándoos modelar por Cristo, no cambiéis jamás la belleza de vuestro ser sacerdotes por realidades efímeras, a veces malsanas, que la mentalidad contemporánea intenta imponer a todas las culturas. Os exhorto, queridos sacerdotes, a no subestimar la grandeza insondable de la gracia divina depositada en vosotros y que os capacita a vivir al servicio de la paz, la justicia y la reconciliación.

Queridos religiosos y religiosas, de vida activa y contemplativa, la vida consagrada es una seguimiento radical de Jesús. Que vuestra opción incondicional por Cristo os conduzca a una amor sin fronteras por el prójimo. La pobreza y la castidad os hagan verdaderamente libres para obedecer incondicionalmente al único Amor que, cuando os alcanza, os impulsa a derramarlo por todas partes. Pobreza, obediencia y castidad aumenten en vosotros la sed de Dios y el hambre de su Palabra, que, al crecer, se convierte en hambre y sed para servir al prójimo hambriento de justicia, paz y reconciliación. Fielmente vividos, los consejos evangélicos os trasforman en hermano universal o en hermana de todos, y os ayudan a avanzar con determinación por el camino de la santidad. Llegaréis si estáis convencidos de que para vosotros la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y hacéis de vuestras comunidades reflejo de la gloria de Dios y lugares donde no tenéis otra deuda con nadie, sino la del amor mutuo (cf. Rm 13,8). Con vuestros carismas propios, vividos con un espíritu de apertura a la catolicidad de la Iglesia, podéis contribuir a una expresión armoniosa de la inmensidad de los dones divinos al servicio de toda la humanidad.

Me dirijo ahora a vosotros, queridos seminaristas, os animo a poneros en la escuela de Cristo para adquirir las virtudes que os ayudarán a vivir el sacerdocio ministerial como el lugar de vuestra santificación. Sin la lógica de la santidad, el ministerio no es más que una simple función social. La calidad de vuestra vida futura depende de la calidad de vuestra relación personal con Dios en Jesucristo, de vuestros sacrificios, de la feliz integración de las exigencias de vuestra formación actual. Ante los retos de la existencia humana, el sacerdote de hoy como el de mañana – si quiere ser testigo creíble al servicio de la paz, la justicia y la reconciliación – debe ser un hombre humilde y equilibrado, prudente y magnánimo. Después de 60 años de vida sacerdotal, os puedo asegurar, queridos seminaristas, que no lamentaréis haber acumulado durante vuestra formación tesoros intelectuales, espirituales y pastorales.

En cuanto a vosotros, queridos fieles laicos que, en el corazón de las realidades cotidianas de la vida, estáis llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo, os exhorto a renovar también vuestro compromiso por la justicia, la paz y la reconciliación. Esta misión requiere en primer lugar fe en la familia, construida según el designio de Dios, y una fidelidad a la esencia misma del matrimonio cristiano. Exige también que vuestras familias sean verdaderas «iglesias domésticas». Gracias a la fuerza de la oración, «se transforma y se mejora gradualmente la vida personal y familiar, se enriquece el diálogo, se transmite la fe a los hijos, se acrecienta el gusto de estar juntos y el hogar se une y consolida más» (Mensaje del Santo Padre Benedicto XVI a los participantes en el rezo del santo rosario con ocasión del VI Encuentro Mundial de las Familias en Ciudad de México, 17 de enero de 2009, 3). Haciendo reinar en vuestras familias el amor y el perdón, contribuis a la edificación de una Iglesia fuerte y hermosa, y a que haya más justicia y paz en toda la sociedad. En este sentido, os animo, queridos padres, a tener un respeto profundo por la vida y a testimoniar ante vuestros hijos los valores humanos y espirituales. Y me complace recordar aquí que el papa Juan Pablo II fundó hace 10 años en Cotonou, en un instituto que lleva su nombre, una sección para el África francófona, con el fin de contribuir a la reflexión y pastoral sobre el matrimonio y la familia. Finalmente, exhorto especialmente a los catequistas, estos valientes misioneros en el corazón de las realidades más humildes, a ofrecer siempre, con una esperanza y determinación indefectibles, su ayuda singular y del todo necesaria para la propagación de la fe en fidelidad a las enseñanzas de la Iglesia (cf. Ad Gentes, 17).

Para concluir mi encuentro con vosotros, quisiera exhortaros a una fe auténtica y viva, fundamento inquebrantable de una vida cristiana santa y al servicio de la edificación de un mundo nuevo. El amor por el Dios revelado y por su Palabra, el amor por los sacramentos y por la Iglesia, son un antídoto eficaz contra los sincretismos que extravían. Este amor favorece una justa integración de los valores auténticos de las culturas en la fe cristiana. Libera del ocultismo y vence los espíritus maléficos, porque se mueve por la potencia misma de la Santa Trinidad. Vivido profundamente, este amor es también un fermento de comunión que rompe todas las barreras, favoreciendo así la edificación de una Iglesia en la que no haya segregación entre los bautizados, pues todos son uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28). Con gran confianza, cuento con cada uno de vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas y fieles laicos, para hacer vivir esta Iglesia. En prenda de mi cercanía espiritual y paternal, y confiándoos a la Virgen María, invoco sobre todos vosotros, vuestros familiares, los jóvenes y los enfermos, la abundancia de las bendiciones divinas.

El Sacerdote es un confesor y Director Espiritual

CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

EL SACERDOTE CONFESOR Y DIRECTOR ESPIRITUAL

MINISTRO DE LA MISERICORDIA DIVINA

PRESENTACIÓN

«Es preciso volver al confesionario, como lugar en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía» .

Con estas palabras, el Santo Padre Benedicto XVI se dirigía durante el reciente Año sacerdotal a los confesores, indicando a todos y cada uno la importancia y la consiguiente urgencia apostólica de redescubrir el Sacramento de la Reconciliación, tanto en calidad de penitentes, como en calidad de ministros.

Junto a la Celebración eucarística diaria, la disponibilidad a la escucha de las confesiones sacramentales, a la acogida de los penitentes y, cuando sea requerido, al acompañamiento espiritual, son la medida real de la caridad pastoral del sacerdote y, con ella, testimonian que se asume con gozo y certeza la propia identidad, redefinida por el Sacramento del Orden y que nunca se puede limitar a mera función.

El sacerdote es ministro, es decir, siervo y a la vez administrador prudente de la divina Misericordia. A él queda confiada la gravísima responsabilidad de “perdonar o retener los pecados” (cfr. Jn 20, 23); a través de él, los fieles pueden vivir, en el presente de la Iglesia, por la fuerza del Espíritu, que es el Señor y da la vida, la gozosa experiencia del hijo pródigo, el cual, cuando regresa a la casa del padre por vil interés y como esclavo, es acogido y reconstituido en su dignidad filial.

Donde hay un confesor disponible, antes o después llega un penitente; y donde persevera, incluso de manera obstinada, la disponibilidad del confesor, ¡llegarán muchos penitentes!

Redescubrir el Sacramento de la Reconciliación, como penitentes y como ministros, es la medida de la auténtica fe en la acción salvífica de Dios, que se manifiesta con más eficacia en el poder de la gracia que en las estrategias humanas organizadoras de iniciativas, incluidas las pastorales, que a veces olvidan lo esencial.

Acogiendo con intensa motivación la llamada del Santo Padre y traduciendo su intención profunda, queremos ofrecer con este material, fruto maduro del Año sacerdotal, un instrumento útil para la formación permanente del Clero y una ayuda para redescubrir el valor imprescindible de la celebración del Sacramento de la Reconciliación y de la dirección espiritual.

La nueva evangelización y la renovación permanente de la Iglesia, semper reformanda, obtienen dinámica linfa vital de la santificación real de cada miembro; santificación que precede, postula y es condición de toda eficacia apostólica y de la invocada reforma del Clero.

En la generosa celebración del Sacramento de la divina Misericordia, cada sacerdote está llamado a hacer experiencia constante de la unicidad y de la indispensabilidad del Ministerio que se le ha encomendado; esta experiencia contribuirá a evitar esas “fluctuaciones de identidad”, que no pocas veces caracterizan la existencia de algunos presbíteros, favoreciendo el estupor agradecido que, necesariamente, colma el corazón de quien, sin mérito propio, ha sido llamado por Dios, en la Iglesia, a partir el Pan eucarístico y a dar el Perdón a los hombres.

Con estos deseos encomendamos la difusión y los frutos del presente material a la Santísima Virgen María, Refugio de los pecadores y Madre de la divina Gracia.

Vaticano, 9 de marzo de 2011

Miércoles de Ceniza

Arzobispo tit. de Alba marítima

Secretario

INTRODUCCIÓN: HACIA LA SANTIDAD

1. «En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cfr. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»  . En el camino hacia la santidad, a la que el Señor nos llama (cfr. Mt 5,48; Ef 1,4), Dios ha querido que nos ayudáramos mutuamente, haciéndonos mediadores en Cristo para acercar a los hermanos a su eterno amor. En este horizonte de caridad se insertan la celebración del sacramento de la penitencia y la práctica de la dirección espiritual, objetos de este documento.

A este propósito, llaman nuestra atención algunas palabras de Benedicto XVI: «En nuestro tiempo una de las prioridades pastorales es sin duda formar rectamente la conciencia de los creyentes»; y añadía el Papa: «A la formación de las conciencias contribuye también la “dirección espiritual”. Hoy más que nunca se necesitan “maestros de espíritu” sabios y santos: un importante servicio eclesial, para el que sin duda hace falta una vitalidad interior que debe implorarse como don del Espíritu Santo mediante una oración intensa y prolongada y una preparación específica que es necesario adquirir con esmero. Además, todo sacerdote está llamado a administrar la misericordia divina en el sacramento de la Penitencia, mediante el cual perdona los pecados en nombre de Cristo y ayuda al penitente a recorrer el camino exigente de la santidad con conciencia recta e informada. Para poder desempeñar ese ministerio indispensable, todo presbítero debe alimentar su propia vida espiritual y cuidar la actualización teológica y pastoral permanente»  . En esta línea se presenta este material de ayuda a los sacerdotes en cuanto ministros de la misericordia divina.

El año dedicado a recordar la figura del santo Cura de Ars, en el 150 aniversario de su muerte (1859-2009) ha dejado una huella imborrable sobre todo en la vida y ministerio de los sacerdotes: «el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo»  .

Esta renovación interior de los sacerdotes debe comprender toda su vida y todos los campos de su ministerio, plasmando profundamente sus criterios, motivaciones y actitudes concretas. La actual situación exige el testimonio y requiere que la identidad sacerdotal se viva en la alegría y en la esperanza.

2. El ministerio del sacramento de la reconciliación, fuertemente vinculado al consejo o dirección espiritual, tiende a recuperar, tanto en el ministro como en los fieles, el “itinerario” espiritual apostólico, como retorno pascual al corazón del Padre y como fidelidad a su proyecto de amor a «todo el hombre y a todos los hombres» . Se trata de emprender de nuevo, dentro de sí y en el servicio a los demás, el camino de relación interpersonal con Dios y con los hermanos, en cuanto camino de contemplación, perfección, comunión y misión.

Alentar la práctica del sacramento de la penitencia en toda su vitalidad, y también el servicio del consejo o dirección espiritual, significa vivir más auténticamente la “alegría en la esperanza” (cfr. Rm 12,12) y, a través de ella, favorecer la estima y el respeto de la vida humana integral, la recuperación de la familia, la orientación de los jóvenes, el nacer de las vocaciones, el valor del sacerdocio vivido y de la comunión eclesial y universal.

3. El ministerio del sacramento de la reconciliación con relación a la dirección espiritual, es urgencia de amor: «Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí mismos los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2Cor 5,14-15). Esto presupone una particular entrega para que verdaderamente los seguidores de Cristo «no vivan ya para sí mismos» (ibid.), sino que se realicen en la caridad y en la verdad.

Todo el trabajo pastoral del apóstol Pablo, con sus dificultades comparadas con los “dolores de parto”, se puede resumir en la urgencia de “formar a Cristo” (cfr. Gal 4,19) en cada uno de los fieles. Su objetivo era «hacer a todos los hombres perfectos en Cristo» (Col 1,28), sin limitaciones y sin confines.

4. El ministerio de la reconciliación y el servicio del consejo o dirección espiritual se insertan en el contexto de la llamada universal a la santidad como plenitud de la vida cristiana y «perfección de la caridad» . La caridad pastoral en la verdad de la identidad sacerdotal debe conducir al sacerdote a proyectar todos sus ministerios hacia la perspectiva de la santidad, que es armonización de pastoral profética, litúrgica y diaconal  .

Es parte integrante del ministerio sacerdotal estar disponibles a orientar a todos los bautizados hacia la perfección de la caridad.

5. El sacerdote ministro, en cuanto servidor del misterio pascual que él anuncia, celebra y comunica, está llamado a ser confesor y guía espiritual, como instrumento de Cristo, partiendo también de la propia experiencia. Él es ministro del sacramento de la reconciliación y servidor de la dirección espiritual y es, al mismo tiempo, beneficiario de estos dos instrumentos de santificación para su personal renovación espiritual y apostólica.

6. El presente “Material de ayuda” pretende ofrecer algunos ejemplos sencillos, factibles y generadores de esperanza, que hacen referencia a numerosos documentos eclesiales (citados en los diversos puntos) para una eventual consulta. No se trata de una casuística, sino de un servicio actualizado de esperanza y de aliento.

I.

EL MINISTERIO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN EN LA PERSPECTIVA DE LA SANTIDAD CRISTIANA

 1. Importancia actual, momento de gracia

Una invitación urgente

7. Al inicio del tercer milenio, Juan Pablo II escribía: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral [...] para proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la reconciliación» . El mismo Papa afirmaba sucesivamente que era su preocupación «reforzar solícitamente el sacramento de la reconciliación, incluso como exigencia de auténtica caridad y verdadera justicia pastoral» recordando que «todo fiel, con las debidas disposiciones interiores, tiene derecho a recibir personalmente la gracia sacramental» .

 

8. La Iglesia no sólo anuncia la conversión y el perdón, sino que al mismo tiempo es signo portador de reconciliación con Dios y con los hermanos. La celebración del sacramento de la reconciliación se inserta en el contexto de toda la vida eclesial, sobre todo con relación al misterio pascual celebrado en la eucaristía y hace referencia al bautismo vivido y a la confirmación, y a las exigencias del mandamiento del amor. Es siempre una celebración gozosa del amor de Dios que se da a sí mismo, destruyendo nuestro pecado cuando lo reconocemos humildemente.

La misión de Cristo operante en la Iglesia

9. La misión eclesial es un proceso armónico de anuncio, celebración y comunicación del perdón, en particular cuando se celebra el sacramento de la reconciliación, que es fruto y don de la Pascua del Señor resucitado, presente en su Iglesia: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).

La alegría del perdón se convierte en actitud de gratitud y generosidad en el camino de la santificación y de la misión. Quien ha experimentado el perdón, desea que otros puedan llegar a este encuentro con Cristo Buen Pastor. Por tanto, los ministros de este sacramento, pues ellos mismos experimentan la belleza de este encuentro sacramental, se hacen más disponibles a ofrecer dicho servicio humilde, arduo, paciente y gozoso.

10. La práctica concreta, alegre, confiada y comprometida del sacramento de la reconciliación, manifiesta el nivel en el que un creyente y una comunidad son evangelizados. «La práctica de la Confesión sacramental, en el contexto de la comunión de los santos que ayuda de diversas maneras a acercar los hombres a Cristo, es un acto de fe en el misterio de la redención y de su realización en la Iglesia» .

En el sacramento de la penitencia, fruto de la sangre redentora del Señor, experimentamos que Cristo «fue entregado por nuestros pecados, y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25). Por tanto, San Pablo podía afirmar que «Dios nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el misterio de la reconciliación» (2Cor 5,18).

11. La reconciliación con Dios es inseparable de la reconciliación con los hermanos (cfr. Mt 5,24-25). Esta reconciliación no es posible sin purificar, de alguna manera, el propio corazón. Pero toda reconciliación proviene de Dios, porque es Él quien «perdona todas las culpas» (Sal 103,3). Cuando se recibe el perdón de Dios, el corazón humano aprende mejor a perdonar y a reconciliarse con los hermanos.

Abrirse al amor y a la reconciliación

12. Cristo impulsa hacia un amor cada vez más fiel y, por tanto, hacia un cambio más profundo (cfr. Ap 2,16), para que la vida cristiana tenga los mismos sentimientos que Él tuvo (cfr. Fil 2,5). La celebración, y si fuera menester también comunitaria, del sacramento de la penitencia con la confesión personal de los pecados, es una gran ayuda para vivir la realidad eclesial de la comunión de los santos.

13. Se tiende a la “reconciliación” plena según el “Padre nuestro”, las bienaventuranzas y el mandamiento del amor. Es un camino de purificación de los pecados y también un itinerario hacia la identificación con Cristo.

Este camino penitencial es hoy y siempre de suma importancia, como fundamento para construir una sociedad que viva la comunión. «La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, incluso en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad: ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el campo de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» .

El testimonio y la dedicación de los pastores

14. En todas las épocas de la historia eclesial se encuentran figuras sacerdotales que son modelos de confesores o de directores espirituales. La exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia (1984) recuerda a San Juan Nepomuceno, San Juan María Vianney, San Giuseppe Cafasso y San Leopoldo di Castelnuovo. Benedicto XVI, en un discurso en la Penitenciaría Apostólica , añade a San Pío da Pietralcina

Recordando estas figuras sacerdotales, Juan Pablo II añade: «Pero yo deseo rendir homenaje también a la innumerable multitud de confesores santos y casi siempre anónimos, a los que se debe la salvación de tantas almas ayudadas por ellos en su conversión, en la lucha contra el pecado y las tentaciones, en el progreso espiritual y, en definitiva, en la santificación. No dudo en decir que incluso los grandes Santos canonizados han salido generalmente de aquellos confesionarios; y con los Santos, el patrimonio espiritual de la Iglesia y el mismo florecimiento de una civilización impregnada de espíritu cristiano. Honor, pues, a este silencioso ejército de hermanos nuestros que han servido bien y sirven cada día a la causa de la reconciliación mediante el ministerio de la Penitencia sacramental» .

15. En muchas Iglesias particulares, sobre todo en las basílicas menores, en las catedrales, en los santuarios y en algunas parroquias más céntricas de las grandes ciudades, se observa actualmente una respuesta muy positiva por parte de los fieles al esfuerzo de los pastores de ofrecer un servicio asiduo del sacramento del perdón. Si «con el sacramento de la penitencia (los ministros) reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia» , esta misma celebración penitencial puede dar lugar al servicio de la dirección o consejo espiritual.

16. Los “munera” sacerdotales están fuertemente vinculados entre sí, en beneficio de la vida espiritual de los fieles. «Los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor; proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el bautismo, la penitencia y la eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu» .

17. Por esto, la misma exhortación apostólica Pastores dabo vobis invita a los ministros a hacer uso de esta práctica, como garantía de su vida espiritual: «Quiero dedicar unas palabras al Sacramento de la Penitencia, cuyos ministros son los sacerdotes, pero deben ser también sus beneficiarios, haciéndose testigos de la misericordia de Dios por los pecadores». Y repite cuanto escrito en la Exhortación Reconciliatio et paenitentia: «La vida espiritual y pastoral del sacerdote, como la de sus hermanos laicos y religiosos, depende, para su calidad y fervor, de la asidua y consciente práctica personal del Sacramento de la penitencia [...]. En un sacerdote que no se confiesa o se confiesa mal, su ser como sacerdote y su ministerio se resentirán muy pronto, y se dará cuenta también la Comunidad de la que es pastor» . Pero cuando soy agradecido porque Dios me perdona siempre, como escribía Benedicto XVI, «dejándome perdonar, aprendo también a perdonar a los otros» .

18. La fecundidad apostólica proviene de la misericordia de Dios. Por esto, los planes pastorales son escasamente eficaces si se subestima la práctica sacramental de la penitencia: «Se ha de poner sumo interés en la pastoral de este sacramento de la Iglesia, fuente de reconciliación, de paz y alegría para todos nosotros, necesitados de la misericordia del Señor y de la curación de las heridas del pecado [...] El Obispo ha de recordar a todos los que por oficio tienen cura de almas el deber de brindar a los fieles la oportunidad de acudir a la confesión individual. Y se cuidará de verificar que se den a los fieles las máximas facilidades para poder confesarse. Considerada a la luz de la Tradición y del Magisterio de la Iglesia la íntima unión entre el sacramento de la reconciliación y la participación en la eucaristía, es cada vez más necesario formar la conciencia de los fieles para que participen digna y fructuosamente en el banquete eucarístico en estado de gracia» .

El ejemplo del Santo Cura de Ars

19. El ejemplo del Santo Cura de Ars es muy actual. La situación histórica de aquel momento no era fácil, a causa de las guerras, de la persecución, de las ideas materialistas y secularizadoras. Cuando llegó a la parroquia era muy escasa la frecuencia del sacramento de la penitencia. En los últimos años de su vida, la frecuencia llegó a ser masiva, incluso de fieles provenientes de otras diócesis. Para el Santo Cura, el ministerio de la reconciliación fue «un largo martirio» que «produjo frutos muy abundantes y vigorosos». Ante la condición de pecado, decía «no se sabe qué hacer, no se puede hacer nada sino llorar y rezar». Pero él «vivía sólo para los pobres pecadores con la esperanza de verlos convertirse y llorar» . La confesión frecuente, aun sin pecado grave, es un medio recomendado constantemente por la Iglesia con el fin de progresar en la vida cristiana .

20. Juan Pablo II en la Carta del Jueves Santo de 1986 a los sacerdotes, para conmemorar el segundo centenario del nacimiento del Santo Cura, reconocía que «es sin duda alguna su incansable entrega al sacramento de la penitencia lo que ha puesto de manifiesto el carisma principal del Cura de Ars y le ha dado justamente su fama. Es bueno que ese ejemplo nos impulse hoy a restituir al ministerio de la reconciliación toda la importancia que le corresponde». El hecho mismo de que un gran número de personas «por diversas razones parecen abstenerse totalmente de la confesión, hace urgente una pastoral del sacramento de la reconciliación, que ayude a los cristianos a redescubrir las exigencias de una verdadera relación con Dios, el sentido del pecado que nos cierra a Dios y a los hermanos, la necesidad de convertirse y de recibir, en la Iglesia, el perdón como un don gratuito del Señor, y también las condiciones que ayuden a celebrar mejor el sacramento, superando así los prejuicios, los falsos temores y las rutinas. Una situación de este tipo requiere al mismo tiempo que estemos muy disponibles para este ministerio del perdón, dispuestos a dedicarle el tiempo y la atención necesarios, y, diría también, a darle la prioridad sobre otras actividades. De esta manera, los mismos fieles serán la recompensa al esfuerzo que, como el Cura de Ars, les dedicamos»

Ministerio de misericordia

21. El ministerio de la reconciliación, ejercido con gran disponibilidad, contribuirá a profundizar el significado del amor de Dios, recuperando precisamente el sentido del pecado y de las imperfecciones como obstáculos al verdadero amor. Cuando se pierde el sentido del pecado, se rompe el equilibrio interior en el corazón y se da origen a contradicciones y conflictos en la sociedad humana. Sólo la paz de un corazón unificado puede borrar guerras y tensiones. «Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre» .

22. Este servicio de reconciliación, ejercido con autenticidad, invitará a vivir en sintonía con los sentimientos del Corazón de Cristo. Es una “prioridad” pastoral, en cuanto es vivir la caridad del Buen Pastor, vivir «su amor al Padre en el Espíritu Santo, su amor a los hombres hasta inmolarse entregando su vida» . Para retornar a Dios Amor, es necesario invitar a reconocer el propio pecado, sabiendo que «Dios está por encima de nuestra conciencia» (1Jn 3,20). De aquí se deriva la alegría pascual de la conversión, que ha suscitado santos y misioneros en todas las épocas.

23. Esta actualidad del sacramento de la reconciliación se presenta también en la realidad de la Iglesia peregrina, que siendo «santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» . Por esto la Iglesia mira a María, que «precede con su luz al peregrinante pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor» .

2. Líneas fundamentales

Naturaleza del sacramento de la penitencia

24. El sacramento del perdón es un signo eficaz de la presencia, de la palabra y de la acción salvífica de Cristo redentor. En él, el mismo Señor prolonga sus palabras de perdón en las palabras de su ministro mientras, al mismo tiempo, transforma y eleva la actitud del penitente que se reconoce pecador y pide perdón con el propósito de expiación y corrección. En él se actualiza la sorpresa del hijo pródigo en el encuentro con el Padre que perdona y hace fiesta por el regreso del hijo amado (cfr. Lc 15,22)

Celebración pascual, camino de conversión

25. La celebración del sacramento es esencialmente litúrgica, festiva y gozosa, en cuanto se dirige, bajo la guía del Espíritu Santo, al reencuentro con el Padre y con el Buen Pastor. Jesús quiso describir este perdón con los colores de la fiesta y de la alegría (Lc 15,5-7.9-10.2232). Se hace, así, más comprensible y más deseable la celebración frecuente y periódica del sacramento de la reconciliación. A Cristo se le encuentra voluntariamente en este sacramento cuando se ha aprendido a encontrarlo habitualmente en la eucaristía, en la palabra viva, en la comunidad, en cada hermano y también en la pobreza del propio corazón .

26. En este sacramento se celebra la llamada a la conversión como retorno al Padre (cfr. Lc 15,18). Se llama sacramento de la “penitencia” pues «consagra un camino personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de satisfacción» . Se llama también sacramento de la “confesión” «ya que la acusación, la confesión de los pecados al sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo es también una “confesión”, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia con el hombre pecador» . Y se llama sacramento del “perdón”, «porque, a través de la absolución sacramental del sacerdote, Dios otorga al penitente “el perdón y la paz”», y de la “reconciliación”, porque «comunica al pecador el amor de Dios que reconcilia» .

27. La celebración sacramental de la “conversión” está vinculada a un esfuerzo para responder al amor de Dios. Por esto, la llamada a la conversión es «un componente esencial del anuncio del Reino» . Así el cristiano se inserta en el «movimiento del “corazón contrito” (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cfr. Jn 6,44; 12,32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4,10)» .

En el camino de santidad

28. Se trata de un itinerario hacia la santidad requerida y hecha posible por el bautismo, la confirmación, la eucaristía y la Palabra de Dios. Así se actúa la realidad ministerial de gracia que San Pablo describía con estas palabras: «En nombre de Cristo somos, pues, embajadores, como si Dios exhortara por medio de nosotros. Os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2Cor 5,20). La invitación del Apóstol tenía como motivación especial el hecho de que Dios trató a Cristo como «pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2Cor 5,21). De esta forma, «libres del pecado, fructificáis para la santidad» (Rm 6,22).

29. Es posible entrar en esta dinámica de experiencia del perdón misericordioso de Dios desde la infancia y antes de la primera comunión, también por parte de almas inocentes movidas por una actitud de confianza y alegría filial . Es necesario preparar dichas almas a esta finalidad con una adecuada catequesis sobre el sacramento de la penitencia antes de recibir la primera comunión.

30. Cuando se entra en esta dinámica evangélica del perdón, es fácil comprender la importancia de confesar los pecados leves y las imperfecciones, como decisión de “progresar en la vida del Espíritu” y con el deseo de transformar la propia vida en expresión de la misericordia divina hacia los demás . De esta forma, se entra en sintonía con los sentimientos de Cristo «que, el Único, expió nuestros pecados” (cfr. Rm 3,25; 1Jn 2,1-2)» .

31. Cuando el sacerdote es consciente de esta realidad de gracia, no puede no alentar a los fieles a acercarse al sacramento de la penitencia. Entonces «el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador» . «El buen Pastor busca la oveja descarriada. Y encontrada, la pone sobre los mismos hombros que llevaron el madero de la cruz, y la lleva de nuevo a la vida de la eternidad» .

Un misterio de gracia

32. El respeto del “secreto sacramental” indica que la celebración penitencial es una realidad de gracia, cuyo itinerario está ya “marcado” en el Corazón de Jesús, en una profunda amistad con él. De esta forma, el misterio y la dignidad del hombre se esclarecen, una vez más, a la luz del misterio de Cristo .

Los efectos de la gracia del sacramento de la penitencia consisten en la reconciliación con Dios (recuperando la paz y la amistad con Él), en la reconciliación con la Iglesia (reintegrándose en la comunión de los santos), en la reconciliación consigo mismo (unificando el propio corazón). Como consecuencia, el penitente «se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia, se reconcilia con toda la creación» .

33. La dignidad del penitente emerge en la celebración sacramental, en la que él manifiesta la propia autenticidad (conversión) y el propio sentimiento. En efecto, «él se inserta, con sus actos, en la celebración del sacramento, que se cumple también con las palabras de la absolución, pronunciadas por el ministro en el nombre de Cristo» . Por esto se puede afirmar que «el fiel, mientras realiza en su vida la experiencia de la misericordia de Dios y la proclama, celebra con el sacerdote la liturgia de la Iglesia, que continuamente se convierte y se renueva» .

34. La celebración del sacramento actualiza una historia de gracia que proviene del Señor. «A lo largo de la historia y en la praxis constante de la Iglesia, el “ministerio de la reconciliación” (2Cor 5,18), concedido mediante los sacramentos del bautismo y de la penitencia, se ha visto siempre como una tarea pastoral muy relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús como parte esencial del ministerio sacerdotal» .

35. Es un camino “sacramental”, en cuanto signo eficaz de gracia, que forma parte de la sacramentalidad de la Iglesia. Es también el camino trazado por el “Padre nuestro”, en el que pedimos perdón mientras ofrecemos nuestro perdón. De esta experiencia de reconciliación nace en el corazón del creyente un anhelo de paz para toda la humanidad: «El anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como “¡Padre nuestro!”» .

3. Algunas orientaciones prácticas

El ministerio de suscitar las disposiciones del penitente

36. La actitud de reconciliación y penitencia o “conversión”, desde los inicios de la Iglesia, se expresa de formas diversas y en momentos diversos: celebración eucarística, tiempos litúrgicos particulares (como la Cuaresma), el examen de conciencia, la oración filial, la limosna, el sacrificio, etc. Pero el momento privilegiado es la celebración del sacramento de la penitencia o reconciliación donde se da, por parte del penitente, la contrición, la confesión y la satisfacción y, por parte del ministro, la absolución con la invitación a abrirse más al amor.

37. La confesión clara, sencilla e íntegra de los propios pecados recupera la comunión con Dios y con los hermanos, sobre todo en la comunidad eclesial. La “conversión” como regreso a los proyectos del Padre, implica el arrepentimiento sincero y, por tanto, la acusación y la disposición a expiar o reparar la propia conducta. Así se vuelve a orientar la propia existencia hacia el camino del amor a Dios y al prójimo.

38. El penitente, ante Cristo resucitado presente en el sacramento (y también en el ministro), confiesa el propio pecado, expresa el propio arrepentimiento y se compromete a expiar y a corregirse. La gracia del sacramento de la reconciliación es gracia de perdón que llega hasta la raíz del pecado cometido después del bautismo y sana las imperfecciones y las desviaciones, dando al creyente la fuerza de “convertirse” o de abrirse más a la perfección del amor.

39. Los gestos exteriores con los que se puede expresar esta actitud interior penitencial son múltiples: oración, limosna, sacrificio, santificación de los tiempos litúrgicos, etc. Pero «la conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la Eucaristía» . En la celebración del sacramento de la penitencia se experimenta el camino del regreso descrito por Jesús con la parábola del hijo pródigo: «Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza» .

40. Esta gracia de Dios, que ha tenido la iniciativa de amarnos, hace que el penitente pueda cumplir estos gestos. El examen de conciencia se realiza a la luz del amor de Dios y de su Palabra. Reconociendo el propio pecado, el pecador asume su responsabilidad y, movido por la gracia, manifiesta el propio dolor y el propio aborrecimiento del pecado, sobre todo ante Dios que nos ama y juzga con misericordia nuestras acciones. El reconocimiento y la acusación integral de los pecados al sacerdote, con sencillez y claridad, forma parte, pues, de la acción del Espíritu de amor, que va más allá del dolor de contrición (por amor) o de atrición (por temor a la justicia divina).

Celebración litúrgica

41. La celebración del sacramento de la reconciliación es un acto litúrgico que, según el Rito de la penitencia, se desarrolla partiendo de un saludo y de una bendición, a los que sigue la lectura o recitación de la Palabra de Dios, la invitación al arrepentimiento, la confesión, consejos y exhortaciones, la imposición y aceptación de la penitencia, la absolución de los pecados, la acción de gracias y la bendición de despedida . El lugar visible y decoroso del confesionario, «provisto de una rejilla fija entre el penitente y el confesor, que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen»  constituye una ayuda para ambos.

42. La forma ordinaria de celebrar la confesión, es decir, la confesión individual, también cuando está precedida por una preparación comunitaria, es una excelente oportunidad para invitar a la santidad y, por consiguiente, a una eventual dirección espiritual (con el mismo confesor o con otra persona). «Gracias también a su índole individual, la primera forma de celebración permite asociar el sacramento de la penitencia a algo distinto, pero conciliable con ello: me refiero a la dirección espiritual. Es pues cierto que la decisión y el empeño personal están claramente significados y promovidos en esta primera forma» . «Cuando sea posible, es conveniente también que, en momentos particulares del año, o cuando se presente la oportunidad, la confesión individual de varios penitentes tenga lugar dentro de celebraciones penitenciales, como prevé el ritual, respetando las diversas tradiciones litúrgicas y dando una mayor amplitud a la celebración de la Palabra con lecturas apropiadas» .

43. Aunque «en casos de necesidad grave se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general», según las normas del Derecho, “los fieles, para que sea válida la absolución, deben hacer el propósito de confesar individualmente los propios pecados graves, en el tiempo debido”» . Juzgar si se presentan las condiciones requeridas conforme a la norma del Derecho, «corresponde al Obispo diocesano, el cual, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal, puede determinar los casos en los que se verifica esa necesidad» .

Por esto, «la confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión [...]. La confesión personal es la forma más significativa de la reconciliación con Dios y con la Iglesia» .

Las normas prácticas establecidas por la Iglesia como expresión de la caridad pastoral

44. En los cánones del Código de Derecho Canónico se encuentra orientaciones prácticas sobre la confesión individual y la celebración comunitaria , y sobre el lugar y modo de disponer el confesionario . Respecto a los ministros, se refieren normas garantizadas por la tradición eclesial y por la experiencia, como la facultad de confesar ordinariamente y la facultad de absolver en algunos casos especiales . Es necesario atenerse, en todo, a los criterios de la Iglesia sobre la doctrina moral . Es necesario comportarse siempre como servidores justos y misericordiosos, y así proveer al «honor divino y a la salvación de las almas» .

45. Estas normas ayudan también a actuar con la prudencia debida «atendiendo a la condición y edad del penitente» , tanto para pedir como para ofrecer orientaciones prácticas e indicar una «satisfacción oportuna» . Exactamente en dicho contexto del misterio de la gracia divina y del corazón humano se encuadra mejor el “secreto” sacramental .

Otras normas ofrecen algunos elementos para ayudar a los penitentes a confesar con claridad, por ejemplo con referencia al número y especie de los pecados graves , indicando los tiempos más oportunos, los medios concretos (cuáles pueden ser, en qué ocasión, los intérpretes) y sobre todo la libertad de confesarse con los ministros aprobados y que ellos pueden elegir .

46. En el Rito de la Penitencia se encuentran orientaciones doctrinales y normas prácticas semejantes: preparación del sacerdote, acogida, celebración con todos sus detalles. Estas orientaciones ayudarán al penitente a plasmar la propia vida a la gracia recibida. Por esto la celebración comunitaria, con absolución individual, constituye una gran ayuda a la confesión individual, que permanece siempre la forma ordinaria de la celebración del sacramento de la penitencia.

47. También la Carta Apostólica Motu Proprio Misericordia Dei, sobre algunos aspectos de la celebración del sacramento de la penitencia, del Papa Juan Pablo II, ofrece muchas normas prácticas sobre los posibles modos de realizar la celebración sacramental y sobre cada uno de sus gestos.

Orientar en el camino de santidad en sintonía con la acción del Espíritu Santo

48. En todas estas posibilidades de celebración, lo más importante es ayudar al penitente en su proceso de configuración con Cristo. A veces un consejo sencillo y sabio ilumina para toda la vida o impulsa a tomar en serio el proceso de contemplación y perfección, bajo la guía de un buen director espiritual. El director espiritual es un instrumento en las manos de Dios, para ayudar a descubrir lo que Dios quiere de cada uno en el momento presente: su ciencia no es meramente humana. La homilía de una celebración comunitaria o el consejo privado en una confesión individual pueden ser determinantes para toda la vida.

49. En todo momento es necesario tener en cuenta el proceso seguido por el penitente. A veces se le ayudará a adoptar una actitud de conversión radical que conduzca a recuperar o reavivar la elección fundamental de la fe; otras veces se tratará de una ayuda en el proceso normal de santificación que es siempre, armónicamente, de purificación, iluminación y unión.

50. La confesión frecuente, cuando hay sólo pecados leves o imperfecciones, es como una consecuencia de la fidelidad al bautismo y a la confirmación, y expresa un auténtico deseo de perfección y de regreso al designio del Padre, para que Cristo viva verdaderamente en nosotros para una vida de mayor fidelidad al Espíritu Santo. Por esto «teniendo en cuenta la llamada de todos los fieles a la santidad, se les recomienda confesar también los pecados veniales» .

Disponibilidad ministerial y acogida paterna

51. En primer lugar son esenciales la oración y la penitencia por las almas. Así será posible una auténtica disponibilidad y acogida paterna.

52. Quienes tienen la cura de almas deben «proveer que se oiga en confesión a los fieles que les están confiados y que lo pidan razonablemente; y a que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual, en días y horas determinadas que les resulten asequibles» . Hoy se hace así en muchos lugares, con resultados muy positivos, no sólo en algunos santuarios, sino también en muchas parroquias e Iglesias.

53. Esta disponibilidad ministerial tiende a prolongarse suscitando deseos de perfección cristiana. La ayuda por parte del ministro, antes o durante la confesión, tiende al verdadero conocimiento de sí, a la luz de la fe, en vista de adoptar una actitud de contrición y propósitos de conversión permanente e íntima, y de reparación o corrección y cambio de vida, para superar la insuficiente respuesta al amor de Dios.

54. El texto final de la celebración del sacramento, después de la absolución propiamente dicha y la despedida, contiene una gran riqueza espiritual y pastoral, y convendría recitarlo, ya que orienta el corazón hacia la pasión de Cristo, los méritos de la Bienaventurada Virgen María y de los Santos, y hacia la cooperación por medio de las buenas obras subsiguientes.

55. Así, pues, el ministro, por el hecho de actuar en nombre de Cristo Buen pastor, tiene la urgencia de conocer y discernir las enfermedades espirituales y de estar cerca del penitente, de ser fiel a la enseñanza del Magisterio sobre la moral y la perfección cristiana, de vivir una auténtica vida de oración, de adoptar una actitud prudente en la escucha y en las preguntas, de estar disponible a quien pide el sacramento, de seguir las mociones del Espíritu Santo. Es siempre una función paterna y fraterna a imitación del Buen Pastor, y es una prioridad pastoral. Cristo, presente en la celebración sacramental, espera también en el corazón de cada penitente y pide al ministro oración, estudio, invocación del Espíritu, acogida paterna.

56. Esta perspectiva de caridad pastoral evidencia que «la falta de disponibilidad para acoger a las ovejas descarriadas, e incluso para ir en su búsqueda y poder devolverlas al redil, sería un signo doloroso de falta de sentido pastoral en quien, por la Ordenación sacerdotal, tiene que llevar en sí la imagen del Buen Pastor. [...] En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores [...] y la especial disponibilidad para atender a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la Santa Misa» . Si se trata de una «concelebración, se exhorta vivamente que algunos sacerdotes se abstengan de concelebrar para estar disponibles a los fieles que quieren acceder al sacramento de la penitencia» .

57. La descripción que el Santo Cura de Ars hace del ministerio, acentúa la nota de acogida y disponibilidad. Este es el comentario de Benedicto XVI: «Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Cristo: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”. Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo confianza infinita en el sacramento de la Penitencia que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente» . En dicho contexto se comprende la explicación que dio a un hermano sacerdote: «Le diré cuál es mi receta: pongo a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo cumplo yo» .

Una formación renovada y actualizada de los sacerdotes para guiar a los fieles en las diversas situaciones

58. Se puede aprender del Santo Cura de Ars el modo de diferenciar los penitentes para poderlos orientar mejor, en base a su disponibilidad. Aunque ofrecía los más fervientes modelos de santidad, a todos exhortaba a sumergirse en el «torrente de la divina misericordia» ofreciendo motivo de esperanza para la corrección: «El buen Dios lo sabe todo. Antes de que os confeséis, ya sabe que pecaréis todavía y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que lo impulsa a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!»

Este esfuerzo de caridad pastoral «era para él, sin duda, la mayor de las prácticas ascéticas, un “martirio”». Por esto «el Señor le concedía reconciliar a grandes pecadores arrepentidos, y también guiar a la perfección a las almas que lo deseaban» .

59. El confesor es pastor, padre, maestro, educador, juez espiritual y también médico que discierne y ofrece la cura. «El sacerdote hace las veces de juez y de médico, y ha sido constituido por Dios ministro de justicia y a la vez de misericordia divina, para que provea al honor de Dios y a la salud de las almas» .

60. María es Madre de misericordia porque es Madre de Cristo Sacerdote, revelador de la misericordia. Es la que «como nadie, ha experimentado la misericordia [...], es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina» y, por esto, puede «llegar a todos los que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de una madre» . La espiritualidad mariana del sacerdote hará entrever, en su modo de actuar, el Corazón materno de María como reflejo de la misericordia divina.

Nuevas situaciones, nuevas gracias, nuevo fervor de los ministros

61. Es necesario reconocer las dificultades actuales para ejercer el ministerio de la penitencia, debidas a cierta pérdida del sentido del pecado, a cierta indiferencia hacia este sacramento, a no ver la utilidad de confesarse sino hay pecado grave, y también al cansancio del ministro atareado en tantas actividades. Pero la confesión es siempre un renacimiento espiritual que transforma al penitente en nueva criatura y lo une cada vez más a la amistad con Cristo. Por esto es fuente de alegría para quien es servidor del Buen Pastor.

62. Cuando el sacerdote ejerce este ministerio vive de nuevo, de forma particular, su condición de ser instrumento de un maravilloso acontecimiento de gracia. A la luz de la fe, puede experimentar el cumplirse del amor misericordioso de Dios. Los gestos y las palabras del ministro son un medio para que se realice un verdadero milagro de la gracia. Aunque existen otros instrumentos eclesiales para comunicar la misericordia de Dios, por no hablar de la eucaristía, máxima prueba de amor, «en el sacramento de la penitencia el hombre es alcanzado de forma visible por la misericordia de Dios» . Es un medio privilegiado para alentar no sólo a recibir el perdón, sino también para seguir con generosidad el camino de la identificación con Cristo. El camino del discipulado evangélico, por parte de los fieles y del mismo ministro, tiene necesidad de esta ayuda para mantenerse a un nivel de generosidad.

63. Esta perspectiva de aliento exige al ministro una mayor atención a su formación: «Por tanto, es necesario que, además de una buena sensibilidad espiritual y pastoral, tenga una seria preparación teológica, moral y pedagógica, que lo capacite para comprender la situación real de la persona. Además, le conviene conocer los ambientes sociales, culturales y profesionales de quienes acuden al confesionario, para poder darles consejos adecuados y orientaciones espirituales y prácticas... Además de la sabiduría humana y la preparación teológica, es preciso añadir una profunda vena de espiritualidad, alimentada por el contacto orante con Cristo, Maestro y Redentor» . Para este fin es de gran utilidad la formación permanente, por ejemplo las jornadas de formación del clero, con cursos específicos, como los ofrecidos por la Penitenciaría Apostólica.

II.

EL MINISTERIO DE LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL

1. Importancia actual, momento de gracia

Itinerario histórico y actual

64. Desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días, se ha practicado el consejo espiritual, llamado también dirección, guía y acompañamiento espiritual. Se trata de una praxis milenaria que ha dado frutos de santidad y de disponibilidad evangelizadora.

El Magisterio, los Santos Padres, los autores de escritos espirituales y las normas de vida eclesial hablan de la necesidad de este consejo o dirección, sobre todo en el itinerario formativo y en algunas circunstancias de la vida cristiana. Hay momentos en la vida que necesitan de un discernimiento especial y de acompañamiento fraterno. Es la lógica de la vida cristiana. «Es necesario redescubrir la gran tradición del acompañamiento espiritual individual, que ha dado siempre tantos y tan preciosos frutos en la vida de la Iglesia» .

65. Nuestro Señor estaba siempre cerca de sus discípulos. La dirección o acompañamiento y consejo espiritual ha existido durante los siglos, al inicio, sobre todo por parte de monasterios (monjes de Oriente y de Occidente) y en lo sucesivo también por parte de las diversas escuelas de espiritualidad, a partir del Medioevo. Desde los siglos XVI-XVII se ha hecho más frecuente su aplicación a la vida cristiana, como se puede comprobar en los escritos de Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, San Juan de Ávila, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio, Pedro de Bérulle, etc. Aunque haya prevalecido la dirección espiritual impartida por monjes y por sacerdotes ministros, siempre ha habido fieles (religiosos y laicos) — por ejemplo Santa Catalina — que han prestado dicho servicio. La legislación eclesiástica ha recogido toda esta experiencia y la ha aplicado sobre todo en la formación inicial a la vida sacerdotal y consagrada. Hay también fieles laicos bien formados — hombres y mujeres — que realizan este servicio de consejo en el camino de la santidad.

Formación sacerdotal para este acompañamiento

66. La dirección espiritual es una ayuda en el camino de la santificación para todos los fieles de cualquier estado de vida. Actualmente, mientras se observa una búsqueda de orientación espiritual por parte de los fieles, al mismo tiempo se advierte la necesidad de una mayor preparación por parte de los ministros, con el fin de poder prestar con diligencia este servicio de consejo, discernimiento y acompañamiento. Donde existe dicha práctica, existe renovación personal y comunitaria, vocaciones, espíritu apostólico, alegría de la esperanza.

67. En el período de preparación al sacerdocio, se presenta siempre muy necesario y urgente el estudio de la teología espiritual y la experiencia de esta misma vida. En realidad, el consejo y el acompañamiento espiritual es parte integrante del ministerio de la predicación y de la reconciliación. El sacerdote, en efecto, está llamado a guiar en el camino de la identificación con Cristo, que incluye el camino de la contemplación. La ayuda de dirección espiritual, como discernimiento del Espíritu, es parte del ministerio: «Examinando si los espíritus son de Dios, [los presbíteros] descubran con sentido de fe, reconozcan con gozo y fomenten con diligencia los multiformes carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos» .

68. La formación inicial al sacerdocio, desde los primeros momentos de vida en el Seminario, comprende precisamente esta ayuda: «Los alumnos se han de preparar por una formación religiosa peculiar, sobre todo por una dirección espiritual conveniente, para seguir a Cristo Redentor con generosidad de alma y pureza de corazón» .

69. No se trata sólo de una consultación sobre temas doctrinales, sino más bien de la vida de relación, intimidad y configuración con Cristo, que es siempre de participación en la vida trinitaria: «La formación espiritual ha de estar estrechamente unida a la doctrinal y pastoral y, con la colaboración sobre todo del director espiritual, debe darse de tal forma que los alumnos aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo» .

Dirección espiritual y ministerio sacerdotal

70. Los “munera” sacerdotales se describen teniendo en cuenta su relación con la vida espiritual de los fieles: «Vosotros sois los ministros de la Eucaristía, los dispensadores de la misericordia divina en el sacramento de la penitencia, los consoladores de las almas, los guías de todos los fieles en las tempestuosas dificultades de la vida» .

En el acompañamiento o dirección espiritual, se ha dado siempre gran importancia al discernimiento del Espíritu, teniendo presente el fin de la santificación, de la misión apostólica y de la vida de comunión eclesial. La lógica del espíritu Santo impulsa a vivir en la verdad y en el bien según el ejemplo de Cristo. Es necesario pedir su luz y su fuerza para discernir y ser fieles a sus directrices.

71. Se puede afirmar que esta atención a la vida espiritual de los fieles, guiándolos en el camino de la contemplación y de la santidad, también como ayuda en el discernimiento vocacional, es una prioridad pastoral: «En esta perspectiva, la atención a las vocaciones al sacerdocio se debe concretar también en una propuesta decidida y convincente de dirección espiritual [...]. Por su parte, los sacerdotes sean los primeros en dedicar tiempo y energías a esta labor de educación y de ayuda espiritual personal. No se arrepentirán jamás de haber descuidado o relegado a segundo plano otras muchas actividades también buenas y útiles, si esto lo exigía la fidelidad a su ministerio de colaboradores del Espíritu en la orientación y guía de los llamados» .

72. La atención a los jóvenes, en particular con el fin de discernir la propia vocación específica en la vocación cristiana general, comprende esta atención de consejo y acompañamiento espiritual: «Como decía el Cardenal Montini, futuro Pablo VI, “la dirección espiritual tiene una función hermosísima y, podría decirse indispensable, para la educación moral y espiritual de la juventud, que quiera interpretar y seguir con absoluta lealtad la vocación, sea cual fuese, de la propia vida; conserva siempre una importancia beneficiosa en todas las edades de la vida, cuando, junto a la luz y a la caridad de un consejo piadoso y prudente, se busca la revisión de la propia rectitud y el aliento para el cumplimiento generoso de los propios deberes. Es medio pedagógico muy delicado, pero de grandísimo valor; es arte pedagógico y psicológico de grave responsabilidad en quien la ejerce; es ejercicio espiritual de humildad y de confianza en quien la recibe”» .

73. La dirección espiritual está habitualmente en relación con el sacramento de la reconciliación, al menos en el sentido de una consecuencia posible, cuando los fieles piden ser guiados en el camino de la santidad, incluido el itinerario específico de su personal vocación: «De manera paralela al Sacramento de la Reconciliación, el presbítero no dejará de ejercer el ministerio de la dirección espiritual. El descubrimiento y la difusión de esta práctica, también en momentos distintos de la administración de la Penitencia, es un beneficio grande para la Iglesia en el tiempo presente. La actitud generosa y activa de los presbíteros al practicarla constituye también una ocasión importante para individualizar y sostener la vocación al sacerdocio y a las distintas formas de vida consagrada» .

La dirección espiritual que reciben los ministros ordenados

74. Los mismos ministros tienen necesidad de la práctica de la dirección espiritual, que está siempre vinculada a la intimidad con Cristo: «Al fin de cumplir con fidelidad su ministerio, gusten de corazón del cotidiano coloquio con Cristo Señor en la visita y culto personal de la Santísima Eucaristía, practiquen de buen grado el retiro espiritual y estimen altamente la dirección espiritual» .

75. La realidad ministerial exige que el ministro reciba personalmente la dirección espiritual buscándola y siguiéndola con fidelidad, para guiar mejor a los otros: «Para contribuir al mejoramiento de su propia vida espiritual, es necesario que los presbíteros practiquen ellos mismos la dirección espiritual. Al poner la formación de sus almas en las manos de un hermano sabio, madurarán — desde los primeros pasos de su ministerio — la conciencia de la importancia de no caminar solos por el camino de la vida espiritual y del empeño pastoral. Para el uso de este eficaz medio de formación tan experimentado en la Iglesia, los presbíteros tendrán plena libertad en la elección de la persona a la que confiarán la dirección de la propia vida espiritual» .

76. Para las cuestiones personales y comunitarias es necesario hacer uso del consejo de los hermanos, sobre todo de aquellos que deben ejercerlo para la misión que se les ha confiado, según la gracia de estado, recordando que el primer “consejero” o “director” es siempre el Espíritu Santo, al que es necesario acudir con una oración constante, humilde y confiada.

2. Líneas fundamentales

Naturaleza y fundamento teológico

77. La vida cristiana es “camino”, es “vivir del Espíritu” (cfr. Gal 5,25), como sintonía, relación, imitación y configuración con Cristo, para participar de su filiación divina. Por esto «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rm 8,14). El consejo o dirección espiritual ayuda a distinguir «el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1Jn 4,6) y a «revestirse del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y en la santidad de la verdad» (Ef 4,24). La dirección espiritual es sobre todo una ayuda para el discernimiento en el camino de santidad o perfección.

El fundamento de esta práctica del “acompañamiento” o “dirección” espiritual está en la realidad de ser Iglesia comunión, Cuerpo Místico de Cristo, familia de hermanos que se ayudan según los carismas recibidos. La Iglesia es un conjunto de “mediaciones” que corresponden a los diversos ministerios, vocaciones y carismas. Todos tienen necesidad de los demás, también y especialmente en el campo del consejo espiritual. Se trata de buscar y aceptar un consejo que viene del Espíritu Santo por medio de los hermanos.

En el bautismo y en la confirmación, todos hemos recibido los dones del Espíritu, entre los cuales es relevante el don de “consejo”. La experiencia eclesial demuestra que algunas personas poseen este don de consejo en un alto grado o que, al menos, están llamadas a servir a los otros aportando el carisma recibido. La dirección o consejo espiritual se ejerce, a veces, basándose en un encargo confiado por la autoridad eclesial o por la comunidad eclesial en la que se vive.

Objetivo específico

78. El objetivo de la dirección espiritual consiste principalmente en ayudar a discernir los signos de la voluntad de Dios. Normalmente se habla de discernir luces y mociones del Espíritu Santo. Hay momentos en los que dicha consultación es muy urgente. Es necesario tener en cuenta el “carisma” peculiar de la vocación personal o de la comunidad en la que vive quien pide o recibe el consejo.

79. Cuando se trata de discernir los signos de la voluntad de Dios, con la ayuda del consejo fraterno, se incluye eventualmente la consultación sobre temas de moral o de práctica de las virtudes, y también el comunicar confidencialmente la situación que se quiere aclarar. Si falta el deseo verdadero de santidad, se pierde el objetivo principal de la dirección espiritual. Este objetivo es inherente al proceso de fe, esperanza y caridad (como configuración con los criterios, valores y actitudes de Cristo) que se ha de orientar según los signos de la voluntad de Dios en armonía con los carismas recibidos. El fiel que recibe el consejo debe asumir la propia responsabilidad e iniciativa.

80. La consultación moral, el exponer confiadamente los propios problemas, el poner en práctica los medios de santificación, se han de colocar en el contexto de la búsqueda de la voluntad de Dios. Sin el deseo sincero de santidad, que equivale a practicar las bienaventuranzas y el mandamiento del amor, no existe tampoco el objetivo específico de la dirección espiritual en la vida cristiana.

Dinamismo y proceso

81. Durante el proceso de la dirección espiritual es necesario entrar en la conciencia de sí mismo a la luz del Evangelio y, por tanto, apoyarse en la confianza en Dios. Es precisamente un itinerario de relación personal con Cristo, en el que se aprende y practica con Él la humildad, la confianza y el don de sí, según el nuevo mandamiento del amor.

Se ayuda a formar la conciencia instruyendo la mente, iluminando la memoria, fortificando la voluntad, orientando la afectividad y alentando una entrega generosa a la santificación.

82. El proceso de la dirección espiritual sigue algunas etapas que no están rígidamente ordenadas, pero que se desarrollan como círculos concéntricos: guiar al conocimiento de sí, en la confianza del Dios Amor, en la decisión del don total de sí, en la armonía de purificación, iluminación y unión. Es una dinámica de vida en sintonía con la vida trinitaria participada (cfr. Jn 14,23; Ef 2,18) por medio de la configuración con Cristo (criterios, valores, actitudes que manifiestan la fe, la esperanza y la caridad) y bajo la acción del Espíritu Santo, aceptado con fidelidad y generosidad.

Todo esto se desarrolla en una serie de campos (relación con Dios, trabajo, relaciones sociales, en unidad de vida) en los que se busca la voluntad de Dios por medio del consejo y del acompañamiento: camino de oración-contemplación, discernimiento y fidelidad a la vocación, donación en el itinerario de santidad, vivir armónicamente la “comunión” fraterna eclesial, disponibilidad al apostolado. El acompañamiento y el consejo llegan también a los medios concretos. En todo este proceso es necesario tener presente que el verdadero director es el Espíritu Santo, mientras el fiel conserva toda la propia responsabilidad e iniciativa.

83. En el camino de la oración (personal, comunitaria, litúrgica) será necesario enseñar a rezar, cuidando en particular la actitud filial del “Padre nuestro” que es de humildad, confianza y amor. Los escritos de los santos y de los autores espirituales serán de ayuda al orientar en este camino para “abrir el corazón y alegrarse por su presencia” (Santo Cura de Ars), en un cruce de miradas, “yo lo miro y él me mira” (el campesino de Ars, siguiendo las enseñanzas del Santo Cura). Así se acepta la presencia donada de Jesús y se aprende a hacer de la propia presencia un “estar con quien sabemos que nos ama” (Santa Teresa de Jesús). Es el silencio de adoración, de admiración y de donación, como “una mirada sencilla del corazón” Santa Teresa de Lisieux), y el hablar como Jesús en Getsemaní.

En todas las vocaciones eclesiales

84. Partiendo de la llamada de Jesús («vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» Mt 5,48), el sacerdote invita a todos los fieles a emprender el «camino de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios» , para llegar al «conocimiento vivido de Cristo» . Las exigencias de la vida cristiana (laica, religiosa, sacerdotal) no se comprenden sin esta vida “espiritual” o sea la “vida” en el Espíritu Santo, que conduce a «anunciar a los pobres la buena nueva» (Lc 4,18).

85. En el camino de la propia vocación eclesial, se cuidan sobre todo las motivaciones y la recta intención, la libertad de elección, la formación a la idoneidad o las cualidades.

Los expertos en teología espiritual describen al director espiritual como el que instruye en casos y aplicaciones concretas, da los motivos para donarse con generosidad y ayuda proponiendo medios de santificación adecuados a cada persona y situación, según las diversas vocaciones. Las dificultades se afrontan en la perspectiva del auténtico seguimiento de Cristo.

86. Puede existir una dirección habitual o un acompañamiento temporal “ad casum”. Además puede ser más intensa inicialmente. Es frecuente que algunos creyentes, en el camino de la vocación, se sientan invitados a pedir la dirección espiritual, gracias a la predicación, a lecturas, a retiros y encuentros de oración, o a la confesión. Una lectura atenta de los documentos del Magisterio puede suscitar también la exigencia de buscar un guía para vivir más coherentemente la vida cristiana. Esta donación en la vida espiritual conduce a un mayor compromiso en la vida social: «La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como tarea solidaria y gozosa» .

3. Orientaciones prácticas

Itinerario o camino concreto de vida espiritual

87. Partiendo de estas líneas fundamentales sobre la dirección espiritual y teniendo en cuenta la realidad de hoy, en el cruce de gracia y situaciones sociológicas y culturales, se obtienen algunas orientaciones prácticas, siempre abiertas a nuevas gracias y a nuevas circunstancias.

La aplicación del consejo espiritual (dirección, acompañamiento) ha de tener en cuenta la vocación eclesial específica, el carisma particular o las gracias especiales. Dado que la persona es “una”, es necesario conocer sus circunstancias concretas de vida: familia, trabajo, etc. Si se trata de una vocación y de un carisma específico, es oportuno prestar atención a los diversos momentos del camino .

En todo momento es necesario prestar especial atención a casos y situaciones particulares, como el cambio de estado eclesial, los deseos de mayor perfección, la tendencia a los escrúpulos, los fenómenos extraordinarios.

88. Es oportuno iniciar el camino de la dirección espiritual, con una relectura de la vida. Es de gran ayuda tener algunos propósitos o un proyecto de vida que incluya la relación con Dios (oración litúrgica y personal), la relación fraterna, la familia, el trabajo, las amistades, las virtudes concretas, los deberes personales, el apostolado, los instrumentos de espiritualidad. En el proyecto pueden reflejarse las aspiraciones, las dificultades, el deseo de donarse más a Dios. Es muy útil precisar los medios que se quieren utilizar en el camino de la oración, de la santidad (virtud), de los deberes del propio estado, de la mortificación o de las «pequeñas dificultades cotidianas» .

89. Hay un momento inicial en el que se tiende a hacer brotar actitudes de piedad y de perseverancia en las virtudes de oración y adhesión a la voluntad de Dios, alguna práctica de apostolado, formación del carácter (memoria, inteligencia, afectividad, voluntad), purificación, formación a la apertura y a una actitud de autenticidad sin dobleces. Se afrontan, pues, los casos de aridez, inconstancia, entusiasmo superficial o pasajero, etc. Es el momento justo para «extirpar... y plantar» (Jer 1,10), para conocer y orientar rectamente la pasión dominante.

90. Un segundo momento se llama tiempo de progreso, en el que se tiende al recogimiento o vida interior, a una mayor humildad y mortificación, a la profundización de las virtudes, a mejorar la oración.

Así se llega a un momento de mayor perfección en el que la oración es más contemplativa, se trata de extirpar las preferencias, distinguiendo un aspecto “activo” y uno “pasivo” (o sea secundar fielmente la acción de la gracia que es siempre sorprendente), aprendiendo a pasar la noche del espíritu (noche de la fe). La profundización en la humildad se trasforma en gestos de caridad.

91. Cada una de las virtudes necesita de una atención específica. Las luces, las inspiraciones o mociones del Espíritu Santo se reciben en este camino, que es de continuo discernimiento para una mayor fidelidad y generosidad. Los casos concretos de gracias especiales o de debilidades espirituales o psíquicas se afrontan con el debido estudio, comprendida la colaboración de otras personas más expertas, siempre con gran respeto.

Es útil seguir un proyecto de vida que se puede subdividir sencillamente en un conjunto de principios, objetivos y medios. O sea, se indica dónde se quiere ir, dónde se encuentra, dónde se debe ir, qué obstáculos se pueden encontrar y qué instrumentos se deben utilizar.

92. Influye directamente en la vida espiritual el «sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de la vida cristiana»  para construir la unidad de vida, necesaria a los presbíteros  y a los fieles . Entre los medios concretos de vida espiritual, además de las fuentes principales (eucaristía, Palabra, oración...), son relevantes por su aspecto práctico la Lectio divina o meditación según métodos diversos, la práctica asidua del sacramento de la reconciliación, la lectura espiritual, el examen de conciencia (particular y general), los retiros espirituales. La lectura espiritual de santos y autores de espiritualidad es guía en el camino del conocimiento de sí, de la confianza filial y de la entrega generosa.

93. Es normal que el camino cristiano presente algunas crisis de crecimiento y de maduración, que pueden verificarse en grado diverso. La “noche obscura” de la fe se puede presentar en varios momentos, pero especialmente cuando la persona se acerca más a Dios, hasta experimentar una especie de “silencio” o “ausencia” de Dios que, en realidad es un hablar y una presencia más profunda de Dios mismo. El acompañamiento espiritual es más necesario que nuca en aquel momento, con la condición de que se sigan las indicaciones que nos han dejado los grandes santos y maestros del espíritu.

En el apostolado hay momentos de aridez, de derrotas, de malentendidos, de calumnias y también de persecución, la cual puede venir, por error, de personas buenas (la “persecución de los buenos”). El consejo espiritual debe ayudar a vivir el misterio fecundo de la cruz como un don peculiar de Cristo Amigo.

94. En la vida cristiana se presentan situaciones particulares. A veces se trata de luces y mociones del Espíritu y deseos de mayor entrega o apostolado. Pero hay también momentos de ilusiones engañosas que pueden provenir del amor propio o de la fantasía. Pueden existir también desánimos, desconfianza, mediocridad o negligencia y también tibieza, ansia excesiva de hacerse apreciar, falsa humildad, etc.

95. Cuando se verifican casos o fenómenos extraordinarios es necesario referirse a los autores espirituales y a los místicos de la historia eclesial. Es necesario tener presente que estos fenómenos, que pueden ser fruto de la naturaleza, o también en el caso que provengan de una gracia, pueden expresarse de forma imperfecta por motivos psicológicos, culturales, de formación, de ambiente social. Los criterios que la Iglesia ha seguido para constatar su autenticidad se basan en contenidos doctrinales (a la luz de la Sagrada Escritura, de la Tradición y del Magisterio), la honestidad de las personas (sobre todo la sinceridad, la humildad, la caridad, además de la salud mental) y los frutos permanentes de santidad.

96. Existen también enfermedades o debilidades psíquicas vinculadas a la vida espiritual. A veces son de carácter más espiritual, como la tibieza (aceptación habitual del pecado venial o de las imperfecciones, sin interés en corregirlas) y la mediocridad (superficialidad, fatiga para el trabajo sin un sostén en la vida interior). Estas debilidades pueden estar relacionadas también con el temperamento: ansia de perfeccionismo, falso temor de Dios, escrúpulos sin fundamento, rigorismo, laxismo, etc.

97. Las debilidades o enfermedades de tipo neurótico, más vinculadas a la vida espiritual, necesitan de la atención de expertos (en espiritualidad y psicología). Habitualmente se manifiestan con una excesiva riqueza de atención o una profunda insatisfacción de sí (“hysterein”) que trata de atraer el interés y la compasión de todos, produciendo con frecuencia un clima de agitación eufórica en el que puede quedar involucrado el mismo director espiritual (creyendo proteger una víctima o una persona privilegiada). Estas manifestaciones no tienen nada que ver con la verdadera contemplación y mística cristiana, la cual, admitiendo la propia debilidad, no trata de cautivar la atención de los otros, pero se expresa en la humildad, en la confianza, en el olvido de sí para servir a los otros según la voluntad de Dios.

El discernimiento del Espíritu Santo en la dirección espiritual

98. Con la ayuda del acompañamiento o consejo espiritual, a la luz de esta fe vivida, es más fácil discernir la acción del Espíritu Santo en la vida de cada uno, que conduce siempre a la oración, a la humildad, al sacrificio, a la vida ordinaria de Nazaret, al servicio, a la esperanza, siguiendo el modelo de la vida de Jesús, siempre guiada por el Espíritu Santo: al «desierto» (Lc 4,1), a los «pobres» (Lc 4,18), a la «alegría» pascual en el Espíritu (Lc 10,21).

99. La acción del espíritu maligno está acompañada de soberbia, autosuficiencia, tristeza, desánimo, envidia, confusión, odio, falsedad, desprecio de los demás, preferencias egoístas. Sobre todo cuando se añade el temperamento, la cultura y las cualidades naturales, es muy difícil, sin el consejo y acompañamiento espiritual, poner luz en ciertos ambientes: estos campos necesitados de discernimiento son sobre todo los del camino de la vocación (en las circunstancias de la vida de cada día), de la contemplación, de la perfección, de la vida fraterna, de la misión. Pero se dan situaciones personales y comunitarias que exigen un discernimiento particular, como el cambio de estado de vida, las nuevas luces o misiones, los cambios estructurales, algunas debilidades, los fenómenos extraordinarios, etc.

100. Ya que el Espíritu «sopla donde quiere» (Jn 3,8), no se pueden dar normas o reglas rígidas sobre el discernimiento; pero los santos y los autores espirituales remiten a ciertas constantes o signos de la acción del Espíritu de amor, que actúa por encima de toda lógica.

No se puede discernir bien una situación espiritual sin la paz en el corazón, que se manifiesta, como don del Espíritu Santo, cuando no se busca el propio interés o el prevalecer sobre los demás, sino el modo mejor de servir a Dios y a los hermanos. El consejo espiritual (en el contexto del discernimiento) actúa, pues, con la garantía de la libertad interior, no condicionada por preferencias personales ni por las modas del momento.

Para realizar bien el discernimiento es necesario: oración, humildad, desapego de las preferencias, escucha, estudio de la vida y doctrina de los santos, conocimiento de los criterios de la Iglesia, examen atento de las propias inclinaciones interiores, disponibilidad a cambiar, libertad de corazón. De esta forma se educa a una sana conciencia, o sea a la «caridad, que procede de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera» (1Tm 1,5).

Cualidades del “director”

101. En general se pide que el director tenga un gran espíritu de acogida y de escucha, con sentido de responsabilidad y disponibilidad, con un tono de paternidad y de fraternidad, y de respetuosa amistad, siempre como servicio humilde de quien ofrece un consejo, evitando el autoritarismo, el personalismo y el paternalismo, además de la dependencia afectiva, la prisa y la pérdida de tiempo en cuestiones secundarias, con la debida discreción y prudencia, sabiendo pedir consejo oportunamente a otros con las debidas cautelas, etc. Estas cualidades se integran con el don del consejo. No debe faltar una nota de sano “humor” que, si auténtico, es siempre respetuoso y contribuye a reducir a sus justas dimensiones muchos problemas artificiales y a vivir más serenamente.

102. Para poder ejercer el don del consejo, se requiere el conocimiento o ciencia (teórica y práctica) de la vida espiritual, su experiencia, el sentido de responsabilidad y la prudencia. La armonía entre estas cualidades fundamentales se expresa como cercanía, escucha, optimismo, esperanza, testimonio, coherencia, en infundir deseos de santidad, firmeza, claridad, verdad, comprensión, amplitud o pluralidad de perspectivas, adaptación, perseverancia en el proceso o camino.

Generalmente el director o consejero espiritual (elegido, propuesto, indicado) es uno sólo, con el fin de asegurar la continuidad. En la vida de algunos santos se puede observar una gran libertad en consultar a otros y en cambiar de director cuando se constata que es mejor para la vida espiritual. El eventual cambio de director ha de ser siempre posible y libre, cuando existen motivos válidos para un mayor crecimiento espiritual.

103. El director debe conocer bien a la persona que ayuda, para buscar junto con ella los signos de la voluntad de Dios en el camino de santidad y en los momentos especiales de gracia. La diagnosis se centrará en la manera de ser, las cualidades y los defectos, el desarrollo de la vida espiritual personal, etc. La formación impartida corresponde al momento de gracia. El director no hace el camino, sino que lo sigue, asistiendo a la persona en su realidad concreta. Quien guía las almas es el Espíritu Santo y el director debe favorecer su acción.

Mantiene constantemente un respeto profundo por la conciencia de los fieles, creando una relación adecuada para que se dé una apertura espontánea y actuando siempre con respeto y delicadeza. El ejercicio del poder de jurisdicción en la Iglesia debe respetar siempre la reserva y el silencio del director espiritual.

104. La autoridad del director no se funda en la potestad de jurisdicción, pero es la propia del consejo y de la orientación. No permite el paternalismo, aunque a dicha autoridad se debe responder con una fidelidad de base, típica de la docilidad filial. La actitud de humildad y confianza del director lo conducirá a rezar y a no desanimarse cuando no logra ver los frutos.

105. En las instituciones de formación sacerdotal y de vida consagrada, como en algunas iniciativas apostólicas, precisamente para garantizar la formación adecuada, se indican, habitualmente, algunos consejeros (directores, maestros) dejando amplio margen a la elección del director personal, en particular cuando se trata de un problema de conciencia y de confesión.

Cualidades de quien es objeto de dirección espiritual

106. Por parte de quien es objeto de dirección espiritual debe existir apertura, sinceridad, autenticidad y coherencia, utilización de los medios de santificación (liturgia, sacramentos, oración, sacrificio, examen.). La periodicidad de los coloquios depende de los momentos y de las situaciones, pues no existe una regla fija. Los momentos iniciales de la formación exigen una periodicidad más frecuente y asidua. Es mejor que la consultación se haga espontáneamente sin esperar a ser llamados.

107. La libertad en la elección del director no disminuye la actitud de respeto. Se acepta la ayuda con espíritu de fe. Se debe expresar con sobriedad, oralmente o leyendo algo que se escribió antes, dando cuenta de la propia conciencia y de la situación en la que se encuentra respecto al proyecto de vida trazado en vista de la dirección. Se pide consejo sobre las virtudes, los defectos, la vocación, la oración, la vida de familia, la vida fraterna, los propios deberes (especialmente en el trabajo), el apostolado. La actitud de fondo es la de quien pregunta cómo agradar a Dios y ser más fiel a su voluntad.

108. La autenticidad de la vida espiritual se evidencia en la armonía entre los consejos buscados y recibidos y la vida práctica coherente. El examen personal es muy útil para la conciencia de sí, como la participación en retiros espirituales relacionados con la dirección espiritual.

109. El cristiano debe actuar siempre con total libertad y responsabilidad. La función del director espiritual es ayudar a la persona a elegir y a decidir libre y responsablemente ante Dios lo que debe hacer, con madurez cristiana. La persona dirigida debe asumir libre y responsablemente el consejo espiritual, y si se equivoca no ha de descargar la responsabilidad en el director espiritual.

Dirección espiritual del sacerdote

110. El ministerio del sacerdote está vinculado a la dirección espiritual, pero también él tiene necesidad de aprender a recibir esta dirección para saberla impartir mejor a los otros cuando se la piden.

Cuando es el sacerdote quien recibe la dirección espiritual, es necesario tener en cuenta el hecho de que su espiritualidad específica tiene como elemento central la «unidad de vida», basada en la caridad pastoral. Esta «unidad de vida», según el Concilio, la realizan los presbíteros con sencillez, en su realidad concreta, «si, en el cumplimiento siguen el ejemplo de Cristo, cuya comida era hacer la voluntad de Aquel que lo envió para que llevara a cabo su obra» . Son dones y carismas vividos en estrecha relación de dependencia del propio obispo y en comunión con el presbiterio de la Iglesia particular.

 111. Un proyecto personal de vida espiritual de sacerdote, además de la celebración cotidiana del Sacrificio eucarístico y de la recitación cotidiana del Oficio Divino, se puede delinear así: dedicar cada día cierto tiempo a la meditación de la Palabra, a la lectura espiritual, reservar cotidianamente un momento de visita o adoración eucarística, mantener periódicamente un encuentro fraterno con otros sacerdotes para ayudarse recíprocamente (reunirse para rezar, compartir, colaborar, preparar la homilía, etc.), poner en práctica y sostener las orientaciones del Obispo sobre el Presbiterio (proyecto de vida o directorio, formación permanente, pastoral sacerdotal.), recitar cotidianamente una oración mariana, que puede ser el santo Rosario, para la fidelidad a estos compromisos, hacer cada día el examen de conciencia general y particular .

112. En este ministerio o servicio de dirección espiritual, como en el ministerio de la reconciliación sacramental, el sacerdote representa a Cristo Buen Pastor, guía, maestro, hermano, padre, médico. Es un servicio íntimamente unido al ministerio de la predicación, de la dirección de la comunidad y del testimonio de vida.

113. La acción ministerial está estrechamente unida al acompañamiento espiritual. «Por lo cual, atañe a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, el procurar personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó. De poco servirán las ceremonias, por hermosas que sean, o las asociaciones, aunque florecientes, si no se ordenan a formar a los hombres para que consigan la madurez cristiana. En su consecución les ayudarán los presbíteros para poder averiguar qué hay que hacer o cuál es la voluntad de Dios en los mismos acontecimientos grandes o pequeños. Enséñese también a los cristianos a no vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias de la nueva ley de la caridad, ponga cada uno al servicio del otro el don que recibió y cumplan así todos cristianamente su deber en la comunidad humana» .

114. Quien aprecia verdaderamente la dirección espiritual, no sólo la recomienda en el propio ministerio, sino que la practica personalmente.

Si no se pierde de vista el objetivo principal de la dirección (discernimiento de la voluntad de Dios en todos los aspectos del camino de santidad y apostolado), se puede encontrar el modo de ofrecerla y recibirla habitualmente.

115. La invitación a practicar la dirección espiritual ha de ser un capítulo importante y permanente de cualquier plan pastoral, que debe ser siempre y al mismo tiempo pastoral de la santificación y de la misión. Se puede formar a los fieles en este camino con la predicación, la catequesis, la confesión, la vida litúrgico-sacramental especialmente en la eucaristía, los grupos bíblicos y de oración, el mismo testimonio del ministro que pide también consejo a su debido tiempo y en las circunstancias oportunas. De algunos de estos servicios o ministerios es lógico pasar al encuentro personal, a la invitación a la lectura espiritual, a los retiros espirituales, también éstos personalizados.

116. La dirección espiritual como ministerio está vinculada con frecuencia a la confesión, donde el sacerdote actúa en nombre de Cristo y se muestra como padre, amigo, médico y guía espiritual. Es servidor del perdón y orienta el camino de la contemplación y de la perfección, con respeto y fidelidad al magisterio y a la tradición espiritual de la Iglesia.

La dirección espiritual en la vida consagrada

117. Las personas consagradas, según sus diversas modalidades, siguen una vida de radicalismo evangélico y “apostólico”, añadiendo «una especial consagración» , «mediante la profesión de los consejos evangélicos» . En la vida consagrada es necesario tener en cuenta el carisma específico (“carisma fundacional”) y la consagración especial (por la profesión), como también las diversas modalidades de vida contemplativa, evangélica, comunitaria y misionera, con las correspondientes Constituciones, Reglas, etc.

118. El recorrido hacia la vida consagrada sigue las etapas que prevén una preparación tanto para lo inmediato como a largo plazo, profundizando la autenticidad de la vocación con el soporte de convicciones o motivaciones evangélicas (que disipen las dudas sobre la identidad), de libres decisiones, siempre para llegar a la verdadera idoneidad (conjunto de cualidades).

119. Existen problemas concretos que se pueden considerar sólo de “crecimiento” y de “maduración” si la persona consagrada presta una atención asidua a la dirección espiritual: problemas que pueden ser de soledad física o moral, de fracasos (aparentes o reales), de inmadurez afectiva, de amistades sinceras, de libertad interior en la fidelidad a la obediencia, de serena asunción del celibato como signo de Cristo Esposo ante la Iglesia Esposa, etc.

120. La dirección espiritual de las personas consagradas presenta aspectos peculiares, además de los ya indicados más arriba. El seguimiento evangélico, la vida fraterna y la misión reciben impulso de un carisma particular, dentro de una historia de gracia, con la profesión o compromiso especial de ser «visibilidad en medio del mundo» de Cristo casto, pobre y obediente  y «memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús» .

Esta dirección de la persona, que sigue una forma de vida consagrada, presupone un camino peculiar de contemplación, perfección, comunión, (vida fraterna) y misión, que forma parte de la sacramenta- lidad de la Iglesia misterio, comunión y misión. Es necesario ayudar a recibir y a vivir el don así como es, pues se trata de «seguir más de cerca a Cristo, [...] persiguiendo la perfección de la caridad en el servicio del Reino» , tendiendo a un amor de totalidad, personal y nupcial, que hace posible «encontrarse “más profundamente” presente, en el corazón de Cristo, con sus contemporáneos» .

121. Los sacerdotes que están invitados a prestar este servicio de acompañamiento espiritual saben que «todos los religiosos, hombres y mujeres, por ser la porción selecta en la casa del Señor, merecen un cuidado especial para su progreso espiritual en bien de toda la Iglesia» .

Dirección de los laicos

122. La llamada universal a la santidad en cualquier vocación cristiana no concede concesiones pues es siempre llamada a la máxima perfección: «Amad [...] sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,44.48). La dirección espiritual con relación al cristiano llamado a la santidad en cuanto laico, presupone esta vocación cristiana a la perfección, pero con la particularidad de ser fermento evangélico en el mundo y de actuar bajo la propia responsabilidad y en comunión con la Iglesia, tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios .

El director espiritual debe ayudar en la relación personal con Dios (concretizar la participación en la eucaristía y la oración, el examen de conciencia, la unidad de vida), a formar la conciencia, ayudar a santificar la familia, el trabajo, las relaciones sociales, la actuación en la vida pública. «Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración. No salimos nunca de lo mismo: todo es oración, todo puede y debe llevarnos a Dios, alimentar ese trato continuo con Él, de la mañana a la noche. Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enrecia en una unidad de vida sencilla y fuerte» .

Como recordaba Benedicto XVI, todos los bautizados son responsables del anuncio del Evangelio: «Los laicos están llamados a ejercer su tarea profética, que se deriva directamente del bautismo, y a testimoniar el Evangelio en la vida cotidiana dondequiera que se encuentren» .

La dirección o consejo espiritual con relación a los laicos no indica en ellos carencia o inmadurez, sino más bien una ayuda fraterna (por parte del consejero) a actuar espiritual y apostólicamente según la propia iniciativa y responsabilidad estando presentes, como auténticos discípulos de Cristo, en las realidades humanas del trabajo, de la familia, de la sociedad política y económica, etc., para santificarlas desde dentro y aportando la propia responsabilidad e iniciativa.

123. La dirección espiritual de los laicos tiende, pues, al camino de santidad y misión sin límites, dado que son no sólo partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo como cualquier bautizado , sino que viven esta realidad con una gracia especial de presencia en el mundo, que les concede una «función específica y absolutamente necesaria en la misión de la Iglesia» .

Ellos están «llamados a contribuir a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu»  y cooperando a «dilatar el Reino de Dios y a informar y perfeccionar el orden de las cosas temporales con el espíritu cristiano» , o sea a «iluminar y ordenar todas las cosas temporales […] conforme a Cristo» . El acompañamiento espiritual tenderá, así, a hacerlos partícipes «de la misma misión salvífica de la Iglesia» , para hacerla «presente y actuante en el seno de las realidades temporales» .

124. La ayuda del consejo espiritual es necesaria tanto en la vida interior como en las diversas circunstancias cotidianas: sociales, familiares y profesionales, sobre todo en los momentos de vida familiar y socio-política en los que es necesario presentar y testimoniar los criterios fundamentales de la vida cristiana. También en la vida más atareada de cualquier apóstol, si existe el deseo sincero de santidad, es posible encontrar el consejo espiritual.

Armonía entre los diversos niveles formativos en el camino de la dirección espiritual

125. El cristiano está orientado hacia un camino de configuración con Cristo. Se puede hablar de diversos niveles o dimensiones de la formación: humana, espiritual, intelectual, profesional, pastoral. Son aspectos que se integran y se armonizan recíprocamente, en la comunión eclesial y en vistas a la misión. Se trata siempre de la persona como miembro de una comunidad humana y eclesial.

126. Se ha de apreciar debidamente la dimensión o nivel humano, personal o comunitario, dado que la persona humana tiene necesidad de ser valorada rectamente, de saberse amada y capaz de amar en la verdad del don. Esto presupone un camino de libertad, que se construye a la luz de la comunión con Dios Amor, donde cada persona es relación de don. La persona se construye, pues, en sus criterios objetivos, escala auténtica de valores, motivaciones ordenadas al amor, actitudes de relación y de servicio.

El consejo espiritual se inspira en el misterio de Cristo, a la luz del cual se descifra el misterio del hombre . La persona es educada a dar y a darse. Por esto aprende a escuchar, a estar con los demás, a comprender, a acompañar, a dialogar, a cooperar, a entablar amistades sinceras.

Estas virtudes humanas en el cristiano se cultivan a la luz de la fe, esperanza y caridad. Para pensar, valorar y amar como Cristo. Los textos conciliares y del Magisterio postconciliar invitan a esta formación “humana” que se concretiza en sensibilidad hacia la justicia y la paz, armonía en la diferencia, capacidad de iniciativa, admiración y apertura a los nuevos valores, constancia, fortaleza, disponibilidad para nuevas empresas, fraternidad, sinceridad, acogida, escucha, colaboración, cuidado de las relaciones humanas y de las buenas amistades .

127. El camino de la vida espiritual, precisamente porque es camino de búsqueda y experiencia vivida de la verdad, del bien y de la belleza, está entretejido de armonía entre inteligencia, afectividad, voluntad, memoria, significados. La formación se expresa, pues «en una madurez humana, en tomar prudentes decisiones y en la rectitud en el modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres» .

Es un camino que armoniza el cumplimiento del deber, el amor contemplativo, el estudio y la acción externa, como proceso necesario para la “unidad de vida” del apóstol.

El consejo espiritual ayuda a conocer y a superar la propia fragilidad en el campo de las decisiones, de los recuerdos, de los sentimientos y de los condicionamientos sociológicos, culturales y psicológicos.

128. En la dirección espiritual se encuentra una ayuda para programar mejor el tiempo de la oración, de la vida familiar, comunitaria, del compromiso de los hijos, del trabajo y del descanso, valorando el silencio interior, y también el exterior, y descubriendo el significado positivo de las dificultades y del sufrimiento.

El acompañamiento en este nivel humano-cristiano puede responder a tres preguntas: ¿quién soy yo? (identidad), ¿con quién estoy? (relaciones), ¿con qué fin? (misión). Bajo la acción de la gracia divina, los criterios, los deseos, las motivaciones, los valores y las actitudes se transforman en fe, esperanza y caridad con las consiguientes virtudes morales, o sea en una vida en Cristo. El ser humano-cristiano se educa para lograr realizarse amando en la verdad del donarse a Dios y a los hermanos.

En todo este proceso es necesario tener en cuenta la relación entre gracia y naturaleza (como para la relación entre fe y razón) distinguiendo y armonizando, pues «la Gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona» . Este es un tema de extrema importancia en el momento de concretizar algunas orientaciones y algunos medios que respeten la diferencia entre psicología y cultura, como también la diversidad de los carismas que se insertan en las distintas circunstancias humanas y, sobre todo, los contenidos de la fe.

129. Es necesario encontrar una unidad entre naturaleza y gracia, prevaleciendo esta última, como participación en la vida nueva o vida divina. «Uno de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar en la propensión a considerar los problemas y los fenómenos que tienen que ver con la vida interior sólo desde un punto de vista psicológico, e incluso meramente neurológico. De esta manera, la interioridad del hombre se vacía y el ser conscientes de la consistencia ontológica del alma humana, con las profundidades que los Santos han sabido sondear, se pierde progresivamente. El problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo que es la vida espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter espiritual» .

130. El conocimiento de los temperamentos y de los caracteres ayudará a moderar y a orientar: por ejemplo, si se toma una tipología “clásica” de los Padres como la de Hipócrates, se hará de forma que las aspiraciones a grandes cosas no caigan en el orgullo y en la autosuficiencia (temperamento colérico), que la afabilidad no caiga en vanidad y superficialidad (temperamento sanguíneo), que la tendencia a la vida interior y a la soledad no corran el riesgo de caer en la pasividad y en el desaliento (temperamento melancólico), que la perseverancia y la ecuanimidad no corran el riesgo de ser negligencia (temperamento flemático).

En este nivel o dimensión humana entra el tema de la “ayuda psicológica”: este acompañamiento «puede ser ayudado en determinados casos y con precisas condiciones, pero no sustituido por formas de análisis o de ayuda psicológica» . A este respecto, se pueden consultar los documentos de la Iglesia que presentan tanto la oportunidad, como las condiciones con las que estos instrumentos humanos se pueden usar rectamente .

131. Como es lógico, en la dirección espiritual se privilegia el nivel o dimensión espiritual, porque el consejo se dirige principalmente a mejorar la fidelidad a la propia vocación, la relación con Dios (oración, contemplación), la santidad o perfección, la fraternidad o comunión eclesial, la disponibilidad para el apostolado.

Por esto, el programa de vida espiritual se debe orientar basándose en un proyecto (líneas de vida espiritual), en algunos objetivos proporcionados al nivel de madurez espiritual logrado por la persona acompañada, y en los relativos medios correspondientes.

132. La dimensión humano-cristiana y espiritual debe alimentarse con el estudio y la lectura. Se podría hablar de dimensión intelectual o doctrinal de la dirección espiritual. La formación intelectual (necesaria para la vida espiritual) se debe continuar y se debe ampliar en la vida, inspirándose en los santos, en los autores espirituales y en los escritos clásicos de espiritualidad.

La dirección espiritual, en esta dimensión intelectual o doctrinal, orienta hacia el misterio de Cristo anunciado, celebrado y vivido: «hacia el misterio de Cristo, que afecta a toda la historia de la humanidad, influye constantemente en la Iglesia y actúa sobre todo por obra del ministerio sacerdotal» . La orientación cristológica de la vida espiritual constituye la base más idónea para un buen resultado en la predicación y en la guía de los fieles en el camino de la contemplación, de la caridad y del apostolado.

La dirección espiritual, con esta dimensión doctrinal, favorece el gusto del estudio individual y compartido, y de la lectura asidua (individual y compartida) de los grandes clásicos de la espiritualidad de todos los tiempos, de Oriente y de Occidente.

133. En el consejo y acompañamiento espirituales entra necesariamente el campo del compromiso apostólico. Se examinen, pues, las motivaciones, las preferencias, las realidades concretas, de forma que la persona acompañada esté más disponible al apostolado. La fidelidad al espíritu Santo infunde «una serena audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima» . Sólo con esta libertad espiritual, el apóstol sabrá afrontar las dificultades personales y ambientales de toda época.

La dirección espiritual, en esta dimensión apostólica o pastoral, comprende el modo de dar testimonio, de anunciar a Cristo, de celebrar la liturgia, de servir en los diversos campos de la caridad.

Si al camino de la perfección y de la generosidad evangélica le falta la dirección espiritual, será difícil que los planes pastorales incluyan la orientación principal de la misma pastoral, que es la de guiar a las personas y las comunidades a la santidad o a la identificación con Cristo (cfr. Col 1,28; Gal 4,19).

134. El camino de la dirección espiritual es de ayuda para que la formación teológica y pastoral sea relacional. En cualquier argumento doctrinal y práctico se trata de vivir el encuentro personal con Cristo (cfr. Mc 3,13-14; Jn 1,39) y el seguimiento evangélico (cfr. Mt 4,19-22; Mc 10,21-31.38), en comunión con los hermanos (cfr. Lc 10,1; Jn 17,21-23), para compartir y continuar su misión (cfr. Jn 20,21). El servicio de la dirección espiritual contribuye a una formación personal para construir la Iglesia comunión .

CONCLUSIÓN:

«QUE CRISTO SEA FORMADO EN VOSOTROS»

(Gal 4,19)

135. Los “munera” sacerdotales, cuando se ejercen con el espíritu de Cristo, dejan en el corazón la huella de la «alegría pascual»  y de la “alegría en la esperanza” (cfr. Rm 12,12). Lo recordaba Juan Pablo II al conmemorar el segundo centenario del nacimiento del Santo Cura de Ars: «Estad siempre seguros, queridos hermanos sacerdotes, de que el ministerio de la misericordia es uno de los más hermosos y consoladores. Os permitirá iluminar las conciencias, perdonarlas y vivificarlas en nombre del Señor Jesús, siendo para ellas médicos y consejeros espirituales; es la insustituible manifestación y verificación del sacerdocio ministerial» .

136. En el ministerio de ser “médico y consejero espiritual”, no se trata sólo de perdonar los pecados, sino también de orientar la vida cristiana para corresponder generosamente al proyecto de Dios Amor. La generosidad con la que el sacerdote ministro responde a este proyecto, facilita el florecimiento efectivo de las gracias que el Espíritu Santo da a su Iglesia en cada época. Lo afirma el Concilio Vaticano II recordando que «para conseguir sus fines pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio por el mundo entero, así como de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando todos los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el pueblo de Dios» .

Los munera profeticos, litúrgicos y diaconales, ejercidos con este espíritu, harán que los contenidos de las cuatro Constituciones del Concilio Vaticano II se apliquen a una Iglesia que, siendo “sacramento”, o sea signo transparente de Cristo (Lumen Gentium), es la Iglesia de la Palabra (Dei Verbum), del Misterio Pascual (Sacrosanctum Concilium), insertada en el mundo y solidaria con él (Gaudium et Spes); es misterio de comunión para la misión.

Todo esto comporta, como siempre ha sucedido en la actuación de los Concilios, el compromiso de los bautizados en el camino de la santidad y del apostolado.

137. La pastoral de la santidad, que se anuncia en la predicación y se realiza de forma particular con el sacramento de la reconciliación y con la dirección espiritual, siempre en relación con la eucaristía, se actúa principalmente con el ministerio sacerdotal. Se requieren ministros que vivan gozosamente este servicio que producirá ciertamente grandes frutos y disipará dudas y desánimos.

138. Es necesario difundir “anima” o “espiritualidad” en los valores actuales del progreso y de la técnica, como afirma el Papa Benedicto XVI «El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual, porque el hombre es “uno en cuerpo y alma”, nacido del amor creador de Dios y destinado a vivir eternamente [...] No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo» .

La dirección o acompañamiento espiritual de los bautizados es un itinerario entusiasmante, que impulsa al mismo confesor o director espiritual a vivir alegremente su camino de donación al Señor. «Para ello se necesitan unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la visión materialista de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el desarrollo ese “algo más” que la técnica no puede ofrecer. Por este camino se podrá conseguir aquel desarrollo humano e integral, cuyo criterio orientador se halla en la fuerza impulsora de la caridad en la verdad» .

Los sacerdotes experimentan, pues, que «no están nunca solos en la ejecución de su trabajo» , pues saben que quien los manda, los acompaña y los atiende es Cristo resucitado, que camina con ellos en el «designio de salvación de Dios [. ] y que sólo poco a poco se lleva a efecto, [...] para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que se cumpla la medida de su tiempo» .

139. La perenne reforma de la vida de la Iglesia tiene necesidad del tono inequívoco de la esperanza. El crecimiento de las vocaciones sacerdotales, de vida consagrada y del compromiso eclesial de los laicos en el camino de la santidad y del apostolado, exige la renovación, el incremento del ministerio de la reconciliación y de la dirección espiritual, ejercidos con motivado entusiasmo y don generoso de sí. Ésta es la “nueva primavera” presagiada por Juan Pablo II: «Nunca como hoy la Iglesia ha tenido la oportunidad de hacer llegar el Evangelio, con el testimonio y la palabra, a todos los hombres y a todos los pueblos. Veo amanecer una nueva época misionera, que llegará a ser un día radiante y rica en frutos, si todos los cristianos y, en particular, los misioneros y las jóvenes Iglesias responden con generosidad y santidad a las solicitaciones y desafíos de nuestro tiempo» .

140. Las nuevas situaciones y las nuevas gracias son un presagio de un nuevo fervor apostólico: «Como los Apóstoles después de la Ascensión de Cristo, la Iglesia debe reunirse en el Cenáculo con “María, la Madre de Jesús” (Hch 1,14), para implorar el Espíritu y obtener fuerza y valor para cumplir el mandato misionero. También nosotros, mucho más que los Apóstoles, tenemos necesidad de ser transformados y guiados por el Espíritu» . El ministerio de la reconciliación y el servicio de la dirección espiritual constituirán una ayuda determinante en este proceso constante de apertura y de fidelidad de toda la Iglesia y, en particular, del sacerdocio ministerial a la acción actual del Espíritu Santo.

Vaticano, 9 de marzo de 2011

Miércoles de Ceniza

 

    Mauro Card. Piacenza

Prefecto

APÉNDICE I

EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES

1. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17,19)

¿Me propongo seriamente la santidad en mi sacerdocio? ¿Estoy convencido de que la fecundidad de mi ministerio sacerdotal viene de Dios y que, con la gracia del Espíritu Santo, debo identificarme con Cristo y dar mi vida por la salvación del mundo?

2. «Éste es mi cuerpo» (Mt 26,26)

¿El santo sacrificio de la Misa es el centro de mi vida interior? ¿Me preparo bien, celebro devotamente y después, me recojo en acción de gracias? ¿Constituye la Misa el punto de referencia habitual de mi jornada para alabar a Dios, darle gracias por sus beneficios, recurrir a su benevolencia y reparar mis pecados y los de todos los hombres?

3. «El celo por tu casa me devora» (Jn 2,17)

¿Celebro la Misa según los ritos y las normas establecidas, con auténtica motivación, con los libros litúrgicos aprobados? ¿Estoy atento a las sagradas especies conservadas en el tabernáculo, renovándolas periódicamente? ¿Conservo con cuidado los vasos sagrados? ¿Llevo con dignidad todos las vestidos sagrados prescritos por la Iglesia, teniendo presente que actúo in persona Christi Capitis?

4. «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9)

¿Me produce alegría permanecer ante Jesucristo presente en el Santísimo Sacramento, en mi meditación y silenciosa adoración? ¿Soy fiel a la visita cotidiana al Santísimo Sacramento? ¿Mi tesoro está en el Tabernáculo?

5. «Explícanos la parábola» (Mt 13,36)

¿Realizo todos los días mi meditación con atención, tratando de superar cualquier tipo distracción que me separe de Dios, buscando la luz del Señor que sirvo? ¿Medito asiduamente la Sagrada Escritura? ¿Rezo con atención mis oraciones habituales?

6. Es preciso «orar siempre sin desfallecer» (Lc 18,1)

¿Celebro cotidianamente la Liturgia de las Horas integralmente, digna, atenta y devotamente? ¿Soy fiel a mi compromiso con Cristo en esta dimensión importante de mi ministerio, rezando en nombre de toda la Iglesia?

7. «Ven y sígueme» (Mt 19,21)

¿Es, nuestro Señor Jesucristo, el verdadero amor de mi vida? ¿Observo con alegría el compromiso de mi amor hacia Dios en la continencia del celibato? ¿Me he detenido conscientemente en pensamientos, deseos o actos impuros; he mantenido conversaciones inconvenientes? ¿Me he puesto en la ocasión próxima de pecar contra la castidad? ¿He custodiado mi mirada? ¿He sido prudente al tratar con las diversas categorías de personas? ¿Representa mi vida, para los fieles, un testimonio del hecho de que la pureza es algo posible, fecundo y alegre?

8. «¿Quién eres Tú?» (Jn 1,20)

En mi conducta habitual, ¿encuentro elementos de debilidad, de pereza, de flojedad? ¿Son conformes mis conversaciones al sentido humano y sobrenatural que un sacerdote debe tener? ¿Estoy atento a actuar de tal manera que en mi vida no se introduzcan particulares superficiales o frívolos? ¿Soy coherente en todas mis acciones con mi condición de sacerdote?

9. «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20)

¿Amo la pobreza cristiana? ¿Pongo mi corazón en Dios y estoy desapegado, interiormente, de todo lo demás? ¿Estoy dispuesto a renunciar, para servir mejor a Dios, a mis comodidades actuales, a mis proyectos personales, a mis legítimos afectos? ¿Poseo cosas superfluas, realizo gastos no necesarios o me dejo conquistar por el ansia del consumismo? ¿Hago lo posible para vivir los momentos de descanso y de vacaciones en la presencia de Dios, recordando que soy siempre y en todo lugar sacerdote, también en aquellos momentos?

10. «Has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños» (Mt 11,25)

¿Hay en mi vida pecados de soberbia: dificultades interiores, susceptibilidad, irritación, resistencia a perdonar, tendencia al desánimo, etc.? ¿Pido a Dios la virtud de la humildad?

11. «Al instante salió sangre y agua» (Jn 19,34)

¿Tengo la convicción de que, al actuar “en la persona de Cristo” estoy directamente comprometido con el mismo cuerpo de Cristo, la Iglesia? ¿Puedo afirmar sinceramente que amo a la Iglesia y que sirvo con alegría su crecimiento, sus causas, cada uno de sus miembros, toda la humanidad?

12. «Tú eres Pedro» (Mt 16,18)

Nihil sine Episcopo –nada sin el Obispo– decía San Ignacio de Antioquía: ¿están estas palabras en la base de mi ministerio sacerdotal? ¿He recibido dócilmente órdenes, consejos o correcciones de mi Ordinario? ¿Rezo especialmente por el Santo Padre, en plena unión con sus enseñanzas e intenciones?

13. «Que os améis los unos a los otros» (Jn 13,34)

¿He vivido con diligencia la caridad al tratar con mis hermanos sacerdotes o, al contrario, me he desinteresado de ellos por egoísmo, apatía o indiferencia? ¿He criticado a mis hermanos en el sacerdocio? ¿He estado al lado de los que sufren por enfermedad física o dolor moral? ¿Vivo la fraternidad con el fin de que nadie esté solo? ¿Trato a todos mis hermanos sacerdotes y también a los fieles laicos con la misma caridad y paciencia de Cristo?

14. «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6)

¿Conozco en profundidad las enseñanzas de la Iglesia? ¿Las asimilo y las transmito fielmente? ¿Soy consciente del hecho de que enseñar lo que no corresponde al Magisterio, tanto solemne como ordinario, constituye un grave abuso, que causa daño a las almas?

15. «Vete, y en adelante, no peques más» (Jn 8,11)

El anuncio de la Palabra de Dios ¿conduce a los fieles a los sacramentos? ¿Me confieso con regularidad y con frecuencia, conforme a mi estado y a las cosas santas que trato? ¿Celebro con generosidad el Sacramento de la Reconciliación? ¿Estoy ampliamente disponible a la dirección espiritual de los fieles dedicándoles un tiempo específico? ¿Preparo con cuidado la predicación y la catequesis? ¿Predico con celo y con amor de Dios?

 

16. «Llamó a los que él quiso y vinieron junto a él» (Mc 3,13)

¿Estoy atento a descubrir los gérmenes de vocación al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿Me preocupo de difundir entre todos los fieles una mayor conciencia de la llamada universal a la santidad? ¿Pido a los fieles rezar por las vocaciones y por la santificación del clero?

17. «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28)

¿He tratado de donarme a los otros en la vida cotidiana, sirviendo evangélicamente? ¿Manifiesto la caridad del Señor también a través de las obras? ¿Veo en la Cruz la presencia de Jesucristo y el triunfo del amor? ¿Imprimo a mi cotidianidad el espíritu de servicio? ¿Considero también el ejercicio de la autoridad vinculada al oficio una forma imprescindible de servicio?

18. «Tengo sed» Jn 19,28)

¿He rezado y me he sacrificado verdaderamente y con generosidad por las almas que Dios me ha confiado? ¿Cumplo con mis deberes pastorales? ¿Tengo también solicitud de las almas de los fieles difuntos?

19. «¡Ahí tienes a tu hijo! ¡Ahí tienes a tu madre!» (Jn 19,26-27)

¿Recurro lleno de esperanza a la Santa Virgen, Madre de los sacerdotes, para amar y hacer amar más a su Hijo Jesús? ¿Cultivo la piedad mariana? Reservo un espacio en cada jornada al Santo Rosario? ¿Recurro a su materna intercesión en la lucha contra el demonio, la concupiscencia y la mundanidad?

 

20. «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,44)

¿Soy solícito en asistir y administrar los sacramentos a los moribundos? ¿Considero en mi meditación personal, en la catequesis y en la ordinaria predicación la doctrina de la Iglesia sobre los Novísimos? ¿Pido la gracia de la perseverancia final e invito a los fieles a hacer lo mismo? ¿Ofrezco frecuentemente y con devoción los sufragios por las almas de los difuntos?

 

APÉNDICE II

ORACIONES

ORACIÓN DEL SACERDOTE ANTES DE ESCUCHAR LAS CONFESIONES

Dame, Señor, la sabiduría que me asista cuando me encuentro en el confesionario, para que sepa juzgar a tu pueblo con justicia y a tus pobres con juicio. Haz que utilice las llaves del Reino de los cielos para que no abra a nadie que merece que esté cerrado y no cierre a quien merece que esté abierto. Haz que mi intención sea pura, mi celo sincero, mi caridad paciente y mi trabajo fecundo.

Que sea dócil pero no débil, que mi seriedad no sea severa, que no desprecie al pobre ni alague al rico. Haz que sea amable al confortar a los pecadores, prudente al interrogarlos y experto al instruirlos. Te pido me concedas la gracia de ser capaz de alejarlos del mal, diligente en confirmarlos en el bien; que les ayude a ser mejores con la madurez de mis respuestas y con la rectitud de mis consejos; que ilumine lo que es oscuro, siendo sagaz en los temas complejos y victorioso en los difíciles; que no me detenga en coloquios inútiles ni me deje contagiar por lo que está corrompido; que, salvando a los demás, no me pierda a mí mismo. Amén.

ORACIÓN DEL SACERDOTE DESPUÉS DE HABER ESCUCHADO CONFESIONES

Señor, Jesucristo, dulce amante y santificador de las almas, te ruego, con la infusión del Espíritu Santo, que purifiques mi corazón de todo sentimiento o pensamiento viciado y que suplas, con tu infinita piedad y misericordia, todo lo que en mi ministerio sea causa de pecado, por mi ignorancia o negligencia. Confío a tus amabilísimas heridas todas las almas que has conducido a la penitencia y santificado con tu preciosísima Sangre, para que tú las custodies todas en el temor a ti y las conserves con tu amor, las sostengas cada día con mayores virtudes y las conduzcas a la vida eterna. Tú que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.

Señor, Jesucristo, Hijo del Dios viviente, recibe este mi ministerio como ofrenda por aquel amor dignísimo con el que escuchaste a Santa María Magdalena y a todos los pecadores que a ti han recurrido, y cualquier cosa haya hecho de forma negligente o con menor dignidad en la celebración de este Sacramento, súplela y satisfácela dignamente. Confío a tu dulcísimo Corazón a todos y a cada uno de los que he confesado y te ruego que los custodies y los preserves de cualquier recaída y que los conduzcas, después de las miserias de esta vida, a las alegrías eternas. Amén.

ÍNDICE

 

PRESENTACIÓN             3

INTRODUCCIÓN: HACIA LA SANTIDAD           5

I. EL MINISTERIO DE LA PENITENCIA Y DE LA RECONCILIACIÓN EN LA PERSPECTIVA DE LA SANTIDAD CRISTIANA                7

1. Importancia actual, momento de gracia             7

Una invitación urgente  7

La misión de Cristo operante en la Iglesia              7

Abrirse al amor y a la reconciliación        8

El testimonio y la dedicación de los pastores        8

El ejemplo del Santo Cura de Ars               9

Ministerio de misericordia           10

2. Líneas fundamentales               10

Naturaleza del sacramento de la penitencia          10

Celebración pascual, camino de conversión          10

En el camino de santidad             11

Un misterio de gracia     12

3. Algunas orientaciones prácticas            12

El ministerio de suscitar las disposiciones del penitente  12

Celebración litúrgica       13

Las normas prácticas establecidas por la Iglesia como expresión de la caridad pastoral     14

Orientar en el camino de santidad en sintonía con la acción del Espíritu Santo      15

Disponibilidad ministerial y acogida paterna      15

Una formación renovada y actualizada de los sacerdotes para guiar a los fieles en las diversas situaciones               16

Nuevas situaciones, nuevas gracias, nuevo fervor de los ministros              17

II. EL MINISTERIO DE LA DIRECCIÓN ESPIRITUAL       18

1. Importancia actual, momento de gracia             18

Itinerario histórico y actual          18

Formación sacerdotal para este acompañamiento              18

Dirección espiritual y ministerio sacerdotal          19

La dirección espiritual que reciben los ministros ordenados           20

2. Líneas fundamentales               20

Naturaleza y fundamento teológico          20

Objetivo específico           20

Dinamismo y proceso    21

En todas las vocaciones eclesiales             22

3. Orientaciones prácticas             22

Itinerario o camino concreto de vida espiritual     22

El discernimiento del Espíritu Santo en la dirección espiritual      24

Cualidades del “director”             25

Cualidades de quien es objeto de dirección espiritual        25

Dirección espiritual del sacerdote              26

La dirección espiritual en la vida consagrada       27

Dirección de los laicos    28

Armonía entre los diversos niveles formativos en el camino de la dirección espiritual         29

CONCLUSIÓN: «QUE CRISTO SEA FORMADO EN VOSOTROS» (Gal 4,19)          32

ÍNDICE DE MATERIAS 34

APÉNDICE I - EXAMEN DE CONCIENCIA PARA LOS SACERDOTES     39

APÉNDICE II - ORACIONES       42

ÍNDICE                44

 

Existe una dimensión misionera del Presbítero

CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

LA IDENTIDAD MISIONERA DEL PRESBÍTERO EN LA IGLESIA COMO DIMENSIÓN INTRÍNSECA DEL EJERCICIO DE LOS TRIA MUNERA

Venerables Hermanos en el Episcopado:

Con sincera gratitud, apenas terminado el Año Sacerdotal, la Congregación para el Clero ofrece — mediante los Obispos — a todo el Pueblo de Dios y en modo especial a los Sacerdotes el fruto de la Asamblea Plenaria, que se tuvo en Vaticano del 16 al 18 de marzo de 2009, sobre el tema: « La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria muñera».

Siguiendo la trayectoria de los distintos trabajos ofrecidos en los últimos años, que van desde el « Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros» (1994), al «Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes»» (1998); desde la Carta Circular «El Presbítero maestro de la Palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad en vista al tercer milenio cristiano »» (1999), a la Instrucción «El presbítero pastor y guía de la comunidad parroquial»» (2002), esta Carta Circular quiere llamar la atención sobre la importancia de la dimisión misionera y sobre su constitutiva unión con la identidad misma del ministro ordenado.

Ciertamente, cada Sacerdote participa de la misma vida del Señor Jesús, obra en su Persona y, consecuentemente, es un instrumento esencial de su misión de enviado del Padre para conducir a todos los hombres al conocimiento de la Verdad. El ser pastores pide que el impulso misionero sea vivido como un personal y profundo deseo de dilatación del Reino de Dios y comunicado en un permanente esfuerzo de testimonio evangélico, primer elemento de todo auténtico apostolado.

Ofrecemos la vida de cada Sacerdote y su consecuente misión — en la que vive la misma misión de la Iglesia — a la protección de la Bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles, para que mediante el fiel ejercicio del munus docendi,, el atento y devoto cumplimiento del munus sanctificandi,, y la competente guía del munus regendi,, puedan realmente hacer presente a Cristo, Único Sumo Sacerdote y Pastor de nuestras almas.

 

Cláudio Card. Hummes

Arzobispo emérito de Sao Paulo

Prefecto

 

X Mauro Piacenza

Arz. Titular de Vittoriana

Secretario

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Lunes 16 de marzo de 2009

Señores cardenales

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra poder acogeros en audiencia especial, en la víspera de mi partida hacia África, a donde iré para entregar el Instrumentum laboris de la II Asamblea especial del Sínodo para África, que tendrá lugar aquí en Roma el próximo mes de octubre. Agradezco al prefecto de la Congregación, el señor cardenal Cláudio Hummes, las amables palabras con las que ha interpretado los sentimientos de todos. Asimismo os saludo a todos vosotros, superiores, oficiales y miembros de la Congregación, y os expreso mi gratitud por todo el trabajo que lleváis a cabo al servicio de un sector tan importante en la vida de la Iglesia.

El tema que habéis elegido para esta plenaria — « La identidad misionera del presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera » — permite algunas reflexiones para el trabajo de estos días y para los abundantes frutos que ciertamente traerá. Si toda la Iglesia es misionera y si todo cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, quasi ex officio (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe el mandato de profesar públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, también desde este punto de vista, se distingue ontológicamente, y no sólo en grado, del sacerdocio bautismal, llamado también sacerdocio común. En efecto, del primero es constitutivo el mandato apostólico: « Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura » (Mc 16, 15). Como sabemos, este mandato no es un simple encargo encomendado a colaboradores; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.

La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental con Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una « vida nueva » entendida espiritualmente, en el « nuevo estilo de vida » que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles.

Por la imposición de las manos del obispo y la oración consagra- toria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser «presbíteros ». A esta luz, es evidente que los tria muñera son en primer lugar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote; así se salvaguardan adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles. Pero esta correcta precisión doctrinal no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal.

Precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, he decidido convocar un « Año sacerdotal » especial, que tendrá lugar desde el próximo 19 de junio hasta el 11 de junio de 2010. En efecto, se conmemora el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars, Juan María Vianney, verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo. Corresponderá a vuestra Congregación, de acuerdo con los Ordinarios diocesanos y con los superiores de los institutos religiosos, promover y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que parezcan útiles para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea.

La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva a cabo « en la Iglesia ». Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y doctrinal es absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo ella garantiza su eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los cuatro aspectos mencionados están íntimamente relacionados: la misión es « eclesial » porque nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que, dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote.

La misión es « de comunión » porque se lleva a cabo en una unidad y comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social. Éstos, por otra parte, derivan esencialmente de la intimidad divina, de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para poder llevar, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor. Por último, las dimensiones « jerárquica » y « doctrinal » sugieren reafirmar la importancia de la disciplina (el término guarda relación con « discípulo ») eclesiástica y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente.

La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas debe mover las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los candidatos al ministerio. En particular, debe estimular la constante solicitud de los pastores hacia sus primeros colaboradores, tanto cultivando relaciones humanas verdaderamente paternas, como preocupándose por su formación permanente, sobre todo en el ámbito doctrinal.

La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante fomentar en los sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una correcta recepción de los textos del concilio ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia. También es urgente la recuperación de la convicción que impulsa a los sacerdotes a estar presentes, identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por el vestido, en los ámbitos de la cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón de la misión de la Iglesia.

Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia, con la alegre certeza de que esta verdad coincide con las expectativas más profundas del corazón humano. En el misterio de la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho de que Dios se hizo hombre como nosotros, está tanto el contenido como el método del anuncio cristiano. La misión tiene su verdadero centro propulsor precisamente en Jesucristo.

La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacerdocio ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la misión y la Iglesia misma. En este sentido, es necesario vigilar para

que las « nuevas estructuras » u organizaciones pastorales no estén pensadas para un tiempo en el que se debería « prescindir » del ministerio ordenado, partiendo de una interpretación errónea de la debida promoción de los laicos, porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución del sacerdocio ministerial y las presuntas « soluciones » coincidirían dramáticamente con las causas reales de los problemas actuales relacionados con el ministerio.

Estoy seguro de que en estos días el trabajo de la asamblea plenaria, bajo la protección de la Mater Ecclesiae, podrá profundizar estos breves puntos de reflexión que me permito someter a la atención de los señores cardenales y de los arzobispos y obispos, invocando sobre todos la copiosa abundancia de los dones celestiales, en prenda de los cuales os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos una especial y afectuosa bendición apostólica.

CONGREGATIO PRO CLERICIS

LA IDENTIDAD MISIONERA DEL PRESBÍTERO EN LA IGLESIA,

COMO DIMENSIÓN INTRÍNSECA DEL EJERCICIO DE LOS TRIA MUNERA

Carta Circular

 Introducción

Ecclesia peregrinans natura sua missionaria est.

« La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre ».1

El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la línea de la ininterrumpida Tradición, es muy explícito al afirmar la misionaridad intrínseca de la Iglesia. La Iglesia no existe por sí misma y para sí misma: tiene su origen en las misiones del Hijo y del Espíritu; la Iglesia está llamada, por su naturaleza, a salir de sí misma en un movimiento hacia el mundo, para ser signo del Emmanuel, del Verbo hecho carne, del Dios-con-nosotros.

La misionaridad, desde el punto de vista teológico, está comprendida en cada una de las notas de la Iglesia y está particularmente representada tanto por la catolicidad como por la apostolicidad. ¿Cómo cumplir fielmente con la función de ser apóstoles, testigos fieles del Señor, anunciadores de la Palabra y administradores auténticos y humildes de la gracia, si no a través de la misión, entendida como verdadero y propio factor constitutivo del ser Iglesia?

La misión de la Iglesia, además, es la misión que ella ha recibido de Jesucristo con el don del Espíritu Santo. Es única, y ha sido confiada a todos los miembros del pueblo de Dios, que han sido hechos partícipes del sacerdocio de Cristo mediante los sacramentos de la iniciación, con el fin de ofrecer a Dios un sacrificio espiritual y testimoniar a Cristo ante los hombres. Esta misión se extiende a todos los hombres, a todas las culturas, a todos los lugares y a todos los tiempos. A una única misión corresponde un único sacerdocio: el de Cristo, del que participan todos los miembros del pueblo de Dios, aunque de forma diversa y no sólo por el grado.

En dicha misión, los presbíteros, en cuanto son los colaboradores más inmediatos de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, conservan ciertamente un papel central y absolutamente insustituible, que les ha sido confiado por la providencia de Dios.

1 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Adgentes, 2; cf. 5-6 y 9-10; Const. dogm. Lumen gentium, 8; 13; 17; 23; Decr. Christus Dominus, 6.

1. Conciencia eclesial de la necesidad de un renovado compromiso misionero

La misionaridad intrínseca de la Iglesia se funda dinámicamente en las misiones trinitarias mismas. Por su naturaleza, la Iglesia está llamada a anunciar la persona de Jesucristo muerto y resucitado, a dirigirse a toda la humanidad, según el mandato recibido del mismo Señor: « Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación » (Mc 16,15); «Como el Padre me envió, también os envío yo » Jn 20,21). En la misma vocación de San Pablo, hay un envío: «Va, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles » (Hch 22,21).

Para realizar esta misión, la Iglesia recibe el Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo en Pentecostés. El Espíritu que descendió sobre los Apóstoles es el Espíritu de Jesús: hace repetir los gestos de Jesús, anunciar la Palabra de Jesús (cf. Hch 4,30), recitar de nuevo la oración de Jesús (cf. Hch 7,59s.; Lc 23,34.46), perpetuar, en la fracción del pan, la acción de gracias y el sacrificio de Jesús y conserva la unidad entre los hermanos (cf. Hch 2,42; 4,32). El Espíritu confirma y manifiesta la comunión de los discípulos como nueva creación, como comunidad de salvación escatológica y los envía en misión: « Seréis mis testigos [...] hasta los confines de la tierra » (Hch 1,8). El Espíritu Santo impulsa la Iglesia naciente a la misión en todo el mundo, demostrando de esta forma que Él ha sido derramado sobre « todo mortal » (cf. Hch 2,17).

Hoy, ante las nuevas condiciones de la presencia y de la actividad de la Iglesia en el panorama mundial, se renueva la urgencia misionera, no sólo adgentes, sino en la grey misma, ya constituida, de la Iglesia.

Durante las últimas décadas, el Magisterio Pontificio ha expresado autorizadamente, con tonos cada vez más fuertes y firmes, la urgencia de un renovado compromiso misionero. Baste pensar en Evangelii nuntiandi de Pablo VI, o en Redemptoris missio y en Novo milennio ineunte de Juan Pablo II,2 hasta llegar a las numeras intervenciones de Benedicto XVI.3

No es menor la preocupación del Papa Benedicto XVI por la misión ad gentes, como lo demuestra su constante solicitud. Se ha de subrayar y alentar cada vez más la presencia, aún hoy, de muchos misioneros enviados ad gentes. Naturalmente no son suficientes. Además, se va delineando un fenómeno nuevo: misioneros africanos y asiáticos que ayudan a la Iglesia, por ejemplo, en Europa.

Es necesario alegrarse también, y dar gracias a Dios, por tantos nuevos Movimientos y Comunidades eclesiales, incluso laicales, que viven la misionaridad, tanto en la propia región — entre los católicos que, por diversos motivos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial —, como ad gentes.

 

2     Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 2; 4-5; 14; Juan Pablo II, Carta Enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 1; Id., Carta ap. Novo millenio ineunte (6 de enero de 2001), 1; 40; 58.

3      Benedicto XVI, hablando a los obispos alemanes durante la Jornada Mundial de la Juventud (2005), afirmó: « Sabemos que siguen progresando el secularismo y la descristianización, que crece el relativismo. Cada vez es menor el influjo de la ética y la moral católica. Bastantes personas abandonan la Iglesia o, aunque se queden, aceptan sólo una parte de la enseñanza católica, eligiendo sólo algunos aspectos del cristianismo. Sigue siendo preocupante la situación religiosa en el Este, donde, como sabemos, la mayoría de la población está sin bautizar y no tiene contacto alguno con la Iglesia y, a menudo, no conoce en absoluto ni a Cristo ni a la Iglesia. Reconocemos en estas realidades otros tantos desafíos, y vosotros mismos, queridos hermanos en el episcopado, habéis afirmado [...]: «Nos hemos convertido en tierra de misión » [...]. Deberíamos reflexionar seriamente sobre el modo como podemos realizar hoy una verdadera evangelización, no sólo una nueva evangelización, sino con frecuencia una auténtica primera evangelización. Las personas no conocen a Dios, no conocen a Cristo. Existe un nuevo paganismo y no basta que tratemos de conservar a la comunidad creyente, aunque esto es muy importante; se impone la gran pregunta: ¿qué es realmente la vida? Creo que todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos de llevar el Evangelio al mundo actual, anunciar de nuevo a Cristo y establecer la fe »» (A los obispos de Alemania en el Piussaal del Seminario de Colonia, 21 de agosto de 2005). Ante el Clero de Roma, Benedicto XVI, al inicio de su pontificado, subrayó la importancia de la Misión ciudadana, ya en curso (cf. Discurso al Clero de Roma, 13 de mayo de 2005). En su viaje a Brasil, en el mes de mayo de 2007, para inaugurar la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y del Caribe, cuyo tema era « Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en El tengan vida »», el Papa alentó a los Obispos brasileños a una verdadera « misión »», dirigida a quienes, aunque bautizados por nosotros, no han sido suficientemente evangelizados por diversas circunstancias históricas (cf. Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo, 11 de mayo de 2007).

2. Aspectos teológico-espirituales de la misionaridad de los presbíteros

No podemos considerar el aspecto misionero de la teología y de la espiritualidad sacerdotal, sin explicitar la relación con el misterio de Cristo. Como se ha destacado en el n. 1, la Iglesia encuentra su fundamento en las misiones de Cristo y del Espíritu Santo: así cada « misión » y la dimensión misionera de la Iglesia misma, intrínseca a su naturaleza, se fundamentan en la participación en la misión divina. El Señor Jesús es, por antonomasia, el enviado del Padre. Con intensidad mayor o menor, todos los escritos del Nuevo Testamento ofrecen este testimonio.

En el Evangelio de Lucas, Jesús se presenta como aquel que, consagrado con la unción del Espíritu, ha sido enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva (cf. Lc 4,18; Is 61,1-2). En los tres Evangelios sinópticos, Jesús se identifica con el Hijo amado que, en la parábola de los viñadores homicidas, es enviado por el dueño de la viña al final, después de los siervos (cf. Mc 12,1-12; Mt 21,33-46; Lc 20,919); en otros momentos habla de la propia condición de enviado (cf. Mt 15,24). También aparece en Pablo la idea de la misión de Cristo por parte de Dios Padre (cf. Ga 4,4; Rm 8,3).

Pero es sobre todo en los textos de Juan donde aparece con mayor frecuencia la « misión » divina de Jesús.4 Ser « el enviado del Padre » pertenece ciertamente a la identidad de Jesús: Él es aquel que el Padre ha consagrado y enviado al mundo, y este hecho es expresión de su irrepetible filiación divina (cf. Jn 10,36-38). Jesús ha llevado a término la Obra salvadora, siempre como enviado del Padre y como aquel que realiza las obras de quien lo ha enviado, en obediencia a su voluntad. Solamente en el cumplimiento de esta voluntad, Jesús ha ejercido su ministerio de sacerdote, profeta y rey. Al mismo tiempo, sólo en cuanto enviado del Padre, Él envía, a su vez, a los discípulos. La misión, en todos sus diferentes aspectos, tiene su fundamento en la misión del Hijo en el mundo y en la misión del Espíritu Santo. 5

Jesús es el enviado que, a su vez, envía (cf. Jn 17,18). La « misionaridad » es, en primer lugar, una dimensión de la vida y del ministerio de Jesús y, por tanto, lo es de la Iglesia y de cada uno de los cristianos, según las exigencias de la vocación personal. Veamos cómo Él ha ejercido su ministerio salvífico, para el bien de los hombres, en las tres dimensiones, íntimamente entrelazadas, de enseñanza, santificación y gobierno; o, con otras palabras, más directamente bíblicas, de profeta y revelador del Padre, de sacerdote, de Señor, rey y pastor.

Aunque Jesús, en su proclamación del Reino y en su función de revelador del Padre, se ha sentido especialmente enviado al pueblo de Israel (cf. Mt 15,24; 10,5), no faltan episodios en su vida, en los que se abre el horizonte de universalidad de su mensaje: Jesús no excluye de la salvación a los gentiles, alaba la fe de algunos de ellos, por ejemplo la del centurión, y anuncia que los paganos llegarán de los confines del mundo, para sentarse a la mesa con los patriarcas de Israel (cf. Mt 8,1012; Lc 7,9); lo mismo dice a la mujer cananea: « Mujer, ¡grande es tu fe! Que te suceda como deseas » (Mt 15,28; cf. Mc 7,29). En continuidad con su misma misión, Jesús resucitado envía a sus discípulos a predicar el Evangelio a todas las naciones, una misión universal (cf. Jn 20,21-22; Mt 28,19-20; Mc 16,15; Hch 1,8). La revelación cristiana está destinada a todos los hombres, sin distinciones.

La revelación de Dios Padre, que Jesús trae, se fundamenta en su unión irrepetible con el Padre, en su conciencia filial; sólo partiendo de ésta puede ejercer su función de revelador (cf. Mt 11,12-27; Lc 10,21-22; Jn 18; 14,6-9; 17,3.4.6). Dar a conocer al Padre, con todo lo que este conocimiento implica, es el fin último de toda la enseñanza de Jesús. Su misión de revelador está tan arraigada en el misterio de su persona, que también en la vida eterna continuará su revelación del Padre: « Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos » (Jn 17,26; cf. 17,24). Esta experiencia de la paternidad divina debe impulsar a los discípulos al amor hacia todos, en el cual consistirá su «perfección » (cf. Mt 5,45-48; Lc 6,35-36).

El ministerio sacerdotal de Jesús no se puede entender sin la perspectiva de la universalidad. Partiendo de los textos del Nuevo Testamento, es clara la conciencia de Jesús de su misión, que lo lleva a dar la vida por todos los hombres (cf. Mc 10,45; Mt 20,28). Jesús, que no ha pecado, se pone en el puesto de los pecadores, y se ofrece al Padre por ellos. Las palabras de la institución de la Eucaristía manifiestan la misma conciencia y la misma actitud; Jesús ofrece su vida en el sacrificio de la Nueva Alianza en favor de los hombres: « Ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos » (Mc 14,24; cf. Mt 26,28; Lc 22,20; 1 Co 11,24-25).

El sacerdocio de Cristo ha sido profundizado sobre todo en la Carta a los Hebreos, en la que se destaca que Él es el sacerdote eterno, que posee un sacerdocio que no se acaba (cf. Hb 7,24), es el sacerdote perfecto (cf. Hb 7,28). Ante la multiplicidad de sacerdotes y de sacrificios antiguos, Cristo se ha ofrecido a sí mismo, una sola vez y de una vez para siempre, en un sacrificio perfecto (cf. Hb 7,27; 9,12.28; 10,10; 1 P 3,18). Esta unicidad de su persona y de su sacrificio confiere también al sacrificio de Cristo un carácter único y universal; toda su persona y, en concreto, el sacrificio redentor que tiene un valor para la eternidad, lleva el sello de lo que no pasa y es insuperable. Cristo, sumo y eterno Sacerdote, en su condición de glorificado, sigue aún intercediendo por nosotros ante el Padre (cf. Jn 14,16; Rm 8,32; Hb 7,25; 9,24, 10,12; 1 Jn 2,1).

Jesús, enviado por el Padre, aparece también como Señor en el Nuevo Testamento (cf. Hch 2,36). El acontecimiento de la resurrección hace reconocer a los cristianos el señorío de Cristo. En las primeras confesiones de fe aparece este título fundamental relacionado con la resurrección (cf. Rm 10,9). No falta la referencia a Dios Padre en muchos de los textos que nos hablan de Jesús como Señor (cf. F¿p 2,11). Por otra parte, Jesús, que ha anunciado el Reino de Dios, especialmente vinculado a su persona, es rey, como él mismo dice en el Evangelio de Juan (cf. Jn 18,33-37).Y también al final de los tiempos, « cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad » (1 Co 15,24).

 

Naturalmente, el dominio de Cristo tiene poco que ver con el dominio de los grandes de este mundo (cf. Lc 22,25-27; Mt 20,25-27; Mc 10,42-45), porque, como Él mismo afirma, su reino no es de este mundo (cf. Jn 18,36). Por eso, el dominio de Cristo es el del buen pastor, que conoce todas sus ovejas, que ofrece la vida por ellas y que quiere reunirlas a todas en un solo rebaño (cf. Jn 10,14-16). También la parábola de la oveja perdida habla, indirectamente, de Jesús, buen pastor (cf. Mt 18,12-14; Lc 15,4-7). Jesús es, además, el « pastor supremo »(1 P 5,4).

En Jesús se realiza, de forma eminente, todo lo que la tradición del Antiguo Testamento había dicho sobre Dios, pastor del pueblo de Israel: « Las apacentaré en buenos pastos y su majada estará en los montes de la excelsa Israel [...]. Yo mismo conduciré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahvé. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está gorda y robusta la exterminaré; las pastorearé con justicia » (Ez 34,14-16). Y más adelante: «Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David. Él las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvé, seré su Dios. » (Ez 34,23-24; cf. Jr 23,1-4; Za 11,15-17; Sal 23,1-6).6

Sólo partiendo de Cristo tiene sentido la reflexión tradicional sobre los tria muñera que configuran el sagrado ministerio de los Sacerdotes. No podemos olvidar que Jesús se considera presente en sus enviados: « Quien acoja al que yo envío, me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado » (Jn 13,20; cf. también Mt 10,40; Lc 10,16). Hay una serie de « misiones », que encuentran su origen en el misterio mismo del Dios Uno y Trino, que quiere que todos los hombres sean partícipes de su vida. El arraigo trinitario, cristológico7 y eclesiológico del ministerio de los Sacerdotes es el fundamento de la identidad misionera. La voluntad salvífica universal de Dios, la unicidad y la necesidad de la mediación de Cristo (cf. 1 Tm 2,4-7; 4,10) no permiten trazar fronteras a la obra de evangelización y de santificación de la Iglesia. Toda la economía de la salvación tiene su origen en el designio del Padre de recapitular todo en Cristo (cf. Ef 1,3-10) y en la realización de este designio, que tendrá su cumplimiento final con la venida del Señor en la gloria.

El Concilio Vaticano II alude claramente al ejercicio de los tria muñera de Cristo, por parte de los presbíteros, como colaboradores del orden episcopal: « Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio único Mediador, que es Cristo (cf. 1 Tm 2,5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, representando la persona de Cristo, y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y hacen presente y aplican en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1 Co 11,26), el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada (cf. Hb 9,14-28). [...]. Ejerciendo, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de unidad y la conducen hasta Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,24) ».8

En virtud del sacramento del Orden, que confiere un carácter espiritual indeleble,9 los presbíteros son consagrados, es decir, segregados « del mundo »» y entregados « al Dios viviente »», tomados « como su propiedad, para que, partiendo de Él, puedan realizar el servicio sacerdotal por el mundo »», para predicar el Evangelio, ser pastores de los fieles y celebrar el culto divino, como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento (cf. Hb 5,1).10

El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la alocución que dirigió a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, afirmó que: « La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental a Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una « vida nueva » entendida espiritualmente, en el « nuevo estilo de vida »» que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles. Por la imposición de las manos del Obispo y la oración consagratoria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser « presbíteros »». A esta luz, es evidente que los tria muñera son en primer lugar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una potestas ».11

El decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y la vida sacerdotal, ilustra esta verdad cuando se refiere a los presbíteros ministros de la palabra de Dios, ministros de la santificación con los sacramentos y la eucaristía, y guías y educadores del pueblo de Dios. La identidad misionera del presbítero, aunque no es objeto explícito de gran desarrollo, está claramente presente en estos textos. Se subraya expresamente el deber de anunciar a todos el Evangelio de Dios siguiendo el mandato del Señor, con explícita referencia a los no creyentes y remitiendo a la fe y a los sacramentos, por medio de la proclamación del mensaje evangélico. El sacerdote, « enviado »», que participa en la misión de Cristo enviado del Padre, se encuentra implicado en una dinámica misionera, sin la cual no puede vivir verdaderamente la propia identidad.12

También en la Exhortación apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis se afirma que, aunque insertado en una Iglesia particular, el presbítero, en virtud de su ordenación, ha recibido un don espiritual que lo prepara a una misión universal, hasta los confines de la tierra, porque « cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles ».13 Por eso, la vida espiritual del sacerdote se ha de caracterizar por el fervor y el dinamismo misionero; en sintonía con el Concilio Vaticano II, se indica que los sacerdotes deben formar la comunidad que les ha sido confiada, para convertirla en una comunidad auténticamente misionera.14 La función de pastor exige que el fervor misionero se viva y comunique, porque toda la Iglesia es esencialmente misionera. De esta dimensión de la Iglesia proviene, de forma decisiva, la identidad misionera del presbítero.

Cuando se habla de misión, se ha de tener necesariamente presente que el enviado, en este caso el presbítero, se encuentra en relación tanto con quien lo envía, como con aquellos a los que es enviado. Examinando su relación con Cristo, el primer enviado del Padre, es necesario subrayar el hecho de que, teniendo en cuenta los textos del Nuevo Testamento, es el mismo Cristo quien envía y constituye a los ministros de su Iglesia, mediante el don del Espíritu Santo derramado en la ordenación sacerdotal; éstos no pueden ser considerados sencillamente elegidos o delegados de la comunidad o del pueblo sacerdotal. El envío viene de Cristo; los ministros de la Iglesia son instrumentos vivos de Cristo, único mediador.15 « El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza; es una imagen viva y transparente de Cristo Sacerdote ».16

Tomando como punto de partida esta referencia cristológica, emerge claramente la dimensión misionera de la vida del sacerdote: Jesús ha muerto y resucitado por todos los hombres, a los que quiere reunir en un solo rebaño; Él debía morir para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn 11,52). Si en Adán todos mueren, en Él todos vuelven a la vida (cf. 1 Co 15,20-22), en Él Dios reconcilia consigo el mundo (cf. 2 Co 5,19), y ordena a los apóstoles predicar el Evangelio a todas las gentes. Todo el Nuevo Testamento está impregnado de la idea de la universalidad de la acción salvífica de Cristo y de su única mediación. El presbítero, configurado a Cristo profeta, sacerdote y rey, no puede dejar de tener el corazón abierto a todos los hombres y, en concreto, sobre todo a los que no conocen a Cristo y no han recibido todavía la luz de su Buena Nueva.

Por parte de los hombres, a los que la Iglesia debe anunciar el Evangelio,17 y a los que, por consiguiente, el presbítero es enviado, es necesario poner de relieve que el Concilio Vaticano II ha hablado repetidamente de la unidad de la familia humana, fundada en la creación de todos a imagen y semejanza de Dios y en la comunión de destino en Cristo: « Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre el haz de la tierra y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos ».18 Esta unidad está llamada a lograr su cumbre en la recapitulación universal de Cristo (cf. Ef 1,10).19

A esta recapitulación final de todo en Cristo, que constituye la salvación de los hombres, se dirige toda la acción pastoral de la Iglesia. Al estar llamados todos los hombres a la unidad en Cristo, ninguno puede ser excluido de la solicitud del presbítero a Él configurado. Todos esperan, aunque de forma inconsciente (cf. Hch 17,23-28), la salvación que puede venir sólo de Él: esa salvación que es la inserción en el Misterio Trinitario, en la participación en su filiación divina. No se pueden realizar discriminaciones entre los hombres, los cuales tienen un mismo origen y comparten el mismo destino y la única vocación en Cristo. Establecer límites a la « caridad pastoral » del presbítero sería completamente contradictorio con su vocación, marcada por la peculiar configuración con Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia y de todos los hombres.

Los tria munera, ejercidos por los sacerdotes en su ministerio, no se pueden concebir sin su esencial relación con la persona de Cristo y con el don del Espíritu. El presbítero está configurado a Cristo mediante el don del Espíritu recibido en la ordenación. Así como los tria muñera aparecen esencialmente entrelazados en Cristo, y no se pueden separar de ninguna manera, y los tres reciben luz de la identidad filial de Jesús, el enviado del Padre, también el ejercicio de estas tres funciones en los sacerdotes es inseparable.20

El presbítero está en relación con la persona de Cristo, y no solamente con sus funciones, que brotan y reciben pleno sentido de la persona misma del Señor. Esto significa que el sacerdote encuentra la especificidad de la propia vida y de su vocación viviendo la propia configuración personal con Cristo; siempre es un alter Christus. El sacerdote experimentará la dimensión universal, y por tanto misionera, de su identidad más profunda, siendo consciente de ser enviado por Cristo, como Él lo es por el Padre, para la salus animarum.

 

4 Entre los textos sobre la misión, encontramos: Jn 3,14; 4,34; 5,23-24.30.37; 6,39.44.57; 7,16.18.28; 8,18.26.29.42; 9,4; 11,42; 14,24; 17,3.18; 1 Jn 4,9.14.

5      Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 690. 

6      Cf. también Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 22.

7      Cf. ibíd., 12: « La referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales ».

8     Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28.

9     Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1582.

10     Cf. Benedicto XVI, Homiía en la Santa Misa del Crisma (9 de abril de 2009); Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 12; 16.

 

11       Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009). Ciertamente, el Bautismo es lo que hace a todos los fieles « hombres nuevos »». El sacramento del Orden, pues, si por una parte especifica y actualiza cuanto los presbíteros tienen en común con todos los bautizados, por otra, revela cuál es la naturaleza propia del sacerdocio ordenado, es decir, la de ser totalmente relativa a Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, la de servir a la nueva creación que emerge del baño bautismal: Vobis enim sum episcopus — afirma Agustín — vobiscum sum christianus.

12      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4-6. Sobre los tria munera se detiene también ampliamente Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 26.

13     Ibíd, 32.

14      Cf. ibíd., 26; Juan Pablo II, Carta. enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 67.

15      Cf. A. Vanhoye, Prétres anciens, prétre nouveau selon le Nouveau Testament, París 1980, 346.

16     Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 12.

 

17      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 1

18      Conc. Ecum. Vat. II, Declar. Nostra aetate, 1; cf. Const. past. Gaudium et spes 24; 29; 22; 92.

19      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45.

20     Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores gregis (16 de octubre de 2003), 9: « En efecto, se trata de funciones relacionadas íntimamente entre sí, que se explican recíprocamente, se condicionan y se esclarecen. Precisamente por eso el Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo santifica y gobierna el Pueblo de Dios; mientras santifica, también enseña y gobierna; cuando gobierna, enseña y santifica. San Agustín define la totalidad de este ministerio episcopal como amoris officium». Lo que aquí se dice de los obispos, se puede aplicar también, con las debidas distinciones, a los presbíteros.

3. Una renovada praxis misionera de los presbíteros

La urgencia misionera actual requiere una renovada praxis pastoral. Las nuevas condiciones culturales y religiosas del mundo, con toda su diversidad, según las distintas regiones geográficas y los diversos ambientes socio-culturales, indican la necesidad de abrir nuevos caminos a la praxis misionera. Benedicto XVI, en el ya citado discurso a los obispos alemanes, afirmó: « Todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos para llevar el Evangelio al mundo actual ».21

Por lo que se refiere a la participación de los presbíteros en esta misión, recordemos la esencia misionera de la misma identidad presbiteral, de todos y cada uno de los presbíteros, y la historia de la Iglesia, que muestra el papel insustituible de los presbíteros en la actividad misionera. Cuando se trata de la evangelización misionera dentro de la Iglesia ya establecida, que se dirige a los bautizados « que se han alejado » y a todos aquellos que, en las parroquias y en las diócesis, poco o nada conocen de Jesucristo, este papel insustituible de los presbíteros se muestra de manera todavía más evidente.

En las comunidades particulares, en las parroquias, el ministerio de los presbíteros manifiesta la Iglesia como acontecimiento transformador y redentor, que se hace presente en la cotidianidad de la sociedad. Allí, ellos predican la Palabra de Dios, evangelizan, catequizan, exponiendo íntegra y fielmente la sagrada doctrina; ayudan a los fieles a leer y a comprender la Biblia; reúnen al Pueblo de Dios para celebrar la Eucaristía y los demás sacramentos; promueven otras formas de oración comunitaria y devocional; reciben a quien busca apoyo, consuelo, luz, fe, reconciliación y acercamiento a Dios; convocan y presiden encuentros de la comunidad para estudiar, elaborar y poner en práctica los planes pastorales; orientan y estimulan a la comunidad en el ejercicio de la caridad hacia los pobres en el espíritu y en las condiciones económicas; promueven la justicia social, los derechos humanos, la igual dignidad de todos los hombres, la auténtica libertad, la colaboración fraterna y la paz, según los principios de la doctrina social de la Iglesia. Son ellos quienes, como colaboradores de los Obispos, tienen la responsabilidad pastoral inmediata.

21      Discurso a los obispos alemanes en el Piussaal del Seminario de Colonia (21 de agosto de 2005).

 

3.1. El misionero debe ser discípulo

El Evangelio mismo muestra que el ser misionero requiere ser discípulo. El texto de Marcos afirma que « [Jesús] subió al monte y llamó a los que Él quiso y vinieron junto a Él. Instituyó Doce [...] para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios » (Mc 3,13-15). «Llamó a los que Él quiso » y « para que estuvieran con Él »: ¡He aquí el discipulado! Estos discípulos serán enviados a predicar y a expulsar los demonios: !He aquí los misioneros!

En el Evangelio de Juan encontramos la llamada (« Venid y lo veréis »: Jn 1,39) de los primeros discípulos, su encuentro con Jesús y su primer ímpetu misionero, cuando van y llaman a otros, les anuncian el Mesías encontrado y reconocido, y los conducen a Jesús, que sigue llamando aún a ser sus discípulos (cf. Jn 1,35-51).

En el itinerario del discipulado, todo inicia con la llamada del Señor. La iniciativa es siempre suya. Esto indica que la llamada es una gracia, que debe ser libre y humildemente acogida y custodiada, con la ayuda del Espíritu Santo. Dios nos ha amado el primero. Es el primado de la gracia. A la llamada sigue el encuentro con Jesús para escuchar su palabra y realizar la experiencia de su amor por cada uno y por toda la humanidad. Él nos llama y nos revela al verdadero Dios, Uno y Trino, que es amor. En el Evangelio se muestra cómo en este encuentro el Espíritu de Jesús transforma a quien tiene el corazón abierto.

En efecto, quien encuentra a Jesús experimenta un profundo compromiso con su persona y con su misión en el mundo, cree en Él, siente su amor, se adhiere a Él, decide seguirlo incondicionalmente dondequiera que lo lleve, le entrega toda su vida y, si es necesario, acepta morir por Él. Sale de este encuentro con el corazón alegre y entusiasta, fascinado por el misterio de Jesús, y se lanza a anunciarlo a todos. Así, el discípulo se hace semejante al Maestro, enviado por Él y sostenido por el Espíritu Santo.

La petición de hoy es la misma que hicieron algunos griegos que estaban en Jerusalén cuando Jesús hizo su ingreso mesiánico en la ciudad. Ellos decían: « Queremos ver a Jesús » (Jn 12,21). También nosotros hacemos hoy esta pregunta. ¿Dónde y cómo podemos encontrar a Jesús, después de su regreso al Padre, hoy, en el tiempo de la Iglesia?

El Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, ha insistido mucho en la necesidad del encuentro con Jesús para todos los cristianos, con el fin de que puedan reemprender el camino desde Él, para anunciarlo a la humanidad actual. Al mismo tiempo, ha indicado algunos lugares privilegiados en los que es posible encontrar a Jesús, hoy. El primer lugar, decía el Papa, es « la Sagrada Escritura leída a la luz de la Tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada a través de la meditación y la oración » o sea, la así llamada lectio divina, lectura orante de la Biblia. Un segundo lugar, decía el Papa, es la Liturgia, son los Sacramentos,

 

de forma muy especial la Eucaristía. En la narración de la aparición del Resucitado a los discípulos de Emaús, encontramos íntimamente unidas la Sagrada Escritura y la Eucaristía, como lugares de encuentro con Cristo. Un tercer lugar nos lo indica el texto evangélico de Mateo sobre el juicio final, en el que Jesús se identifica con los pobres (cf. Mt 25,31-46).22

Otro modo fundamental e inestimable para encontrar a Jesucristo es la oración, tanto personal como comunitaria, la oración ante al Santísimo Sacramento y el rezo fiel de la Liturgia de las Horas. También la misma contemplación de la creación puede ser un lugar de encuentro con Dios.

Cada cristiano ha de ser llevado ante Jesucristo para tener, renovar y profundizar constantemente un encuentro intenso, personal y comunitario, con el Señor. De este encuentro nace y renace el discípulo. Del discípulo nace el misionero. Y si esto vale para todo cristiano, mucho más aún para el presbítero.23

Por otra parte, el discípulo y misionero es siempre miembro de una comunidad de discípulos y misioneros, que es la Iglesia. Jesús ha venido al mundo y ha entregado su vida en la cruz « para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos » (Jn 11,52). El Concilio Vaticano II enseña que « fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente ».24 Jesús con su grupo de discípulos, de forma especial con los Doce, da inicio a esta comunidad nueva, que reúne a los hijos de Dios dispersos, es decir, la Iglesia. Después de su regreso al Padre, los primeros cristianos viven en comunidad, bajo la guía de los Apóstoles, y cada discípulo participa en la vida comunitaria y en el encuentro de los hermanos, sobre todo en el partir el pan eucarístico. Es en la Iglesia, y partiendo de la efectiva comunión con la Iglesia misma, donde se vive y nos realizamos como discípulos y misioneros.

22      Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 de enero de 1999), 12.

23      En su alocución con motivo de las felicitaciones navideñas a la Curta Romana (21 de diciembre de 2007), Benedicto XVI ha dicho: « Nunca se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber todo sobre las sagradas Escrituras, sin haberse encontrado jamás con Él. Para conocerlo es necesario caminar juntamente con Él, tener sus mismos sentimientos, como dice la carta a los Filipenses (cf. Fp 2, 5). [...]. El encuentro con Jesucristo requiere escucha, requiere la respuesta en la oración y en la práctica de lo que Él nos dice. Conocer a Cristo es conocer a Dios; y sólo a partir de Dios comprendemos al hombre y el mundo, un mundo que de lo contrario queda como un interrogante sin sentido. Así pues, ser discípulos de Cristo es un camino de educación hacia nuestro verdadero ser, hacia la forma correcta de ser hombres ».

24      Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 9.

3.2. La misión ad gentes

Toda la Iglesia es misionera por su naturaleza. Esta enseñanza del Concilio Vaticano II se refleja también en la identidad y en la vida de los presbíteros: « El don espiritual que los presbíteros han recibido en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación « hasta los confines de la tierra » (Hch 1,8) [...]. Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar atravesada en su corazón la solicitud por todas las Iglesias ».25

Los presbíteros pueden participar en la misión ad gentes de muchas y variadas formas, incluso sin ir a tierras de misión. También a ellos, sin embargo, Cristo puede conceder la gracia especial de ser llamados por Él, y enviados por los respectivos obispos o superiores mayores a ir en misión a las regiones del mundo donde Él todavía no ha sido anunciado y la Iglesia todavía no se ha establecido, es decir, ad gentes, como también allí donde hay escasez de clero. En el ámbito del clero diocesano pensamos, por ejemplo, en los sacerdotes Fidei donum.

Los horizontes de la misión ad gentes se amplían y requieren un renovado fervor en la actividad misionera. Se invita a los presbíteros a escuchar el soplo del Espíritu, verdadero protagonista de la misión, y a compartir esta preocupación por la Iglesia universal.26

 

25      Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 10.

26      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Ad gentes, 39; Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 68; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 67.

 

3.3. La evangelización misionera

En la primera parte de este texto se ha señalado la necesidad y la urgencia de una nueva evangelización misionera en la grey misma de la Iglesia, es decir, entre quienes han sido bautizados.

En efecto, una buena parte de nuestros católicos bautizados no participa ordinariamente, o a veces en absoluto, en la vida de nuestras comunidades eclesiales. Y esto, no sólo porque otros modelos les parecen más atractivos o porque deciden conscientemente rechazar la fe, sino, cada vez con más frecuencia, porque no han sido suficientemente evangelizados o porque no han encontrado a nadie que les haya dado testimonio de la belleza de la vida cristiana auténtica. Nadie los ha guiado hacia un encuentro vivo y personal, y también comunitario, con el Señor. Un encuentro que marque su vida y la transforme, un encuentro por el que se comienza a ser verdaderos discípulos de Cristo.

Esto muestra la necesidad de la misión: debemos ir a buscar a nuestros bautizados y también a los no bautizados, para anunciarles, de nuevo o por vez primera, el kerigma, es decir, el primer anuncio de la persona de Jesucristo, muerto en la cruz y resucitado para nuestra salvación, y su Reino, y así conducirlos a un encuentro personal con Él.

Tal vez alguno se pregunte si acaso el hombre y la mujer de la cultura post-moderna, de las sociedades más avanzadas, sabrán todavía abrirse al kerigma cristiano. La respuesta debe ser positiva. El kerigma puede ser comprendido y acogido por cualquier ser humano, en cualquier tiempo o cultura. También los ambientes más intelectuales, o los más sencillos, pueden ser evangelizados. Debemos, pues, creer que también los llamados post-cristianos pueden ser atraídos de nuevo por la persona de Cristo.

El futuro de la Iglesia depende también de nuestra docilidad a ser concretamente misioneros entre nuestros mismos bautizados. 27 En realidad, del acontecimiento salvífico del Bautismo se deriva el derecho y el deber de los sagrados pastores de evangelizar a los bautizados, como acto debido en justicia.28

Ciertamente, cada Iglesia particular de todas las naciones y continentes debe encontrar el camino para llegar, en un decidido y eficaz compromiso de misión evangelizadora, a los propios católicos que, por motivos diversos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial. En esta obra de evangelización misionera, los presbíteros tienen un papel insustituible e inestimable, sobre todo para la misión en la grey de la parroquia que les ha sido confiada. En la parroquia, los presbíteros tendrán necesidad de convocar a los miembros de la comunidad, consagrados y laicos, para prepararlos adecuadamente y enviarlos en misión evangelizadora a las personas, a las familias, incluso mediante visitas a domicilio, y a todos los ambientes sociales, que se encuentren en el territorio. El párroco, en primera persona, debe participar en la misión parroquial.

En sintonía con la enseñanza conciliar, y conscientes de la advertencia del Señor — « que todos sean uno [...] para que el mundo crea que Tú me has enviado » (Jn 17,21) —, es de primaria importancia para una renovada praxis misionera que los presbíteros reaviven su conciencia de ser colaboradores de los Obispos. En realidad, son enviados por sus Obispos a servir la comunidad cristiana. Por eso, la unidad con el Obispo, que estará efectiva y afectivamente unido al Sumo Pontífice, constituye la primera garantía de toda acción misionera.

27 El Papa Benedicto XVI estimulando a los obispos brasileños « a emprender la actividad apostólica como una verdadera misión en el ámbito del rebaño que constituye la Iglesia Católica », añadió: « En efecto, se trata de no escatimar esfuerzos en la búsqueda de los católicos que se han alejado y de los que conocen poco o nada a Jesucristo. [...]. En una palabra, se requiere una misión evangelizadora que movilice todas las fuerzas vivas de este inmenso rebaño. Mi pensamiento se dirige, por tanto, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos que se prodigan, muchas veces con inmensas dificultades, en favor de la difusión de la verdad evangélica. [.. ,].En este esfuerzo evangelizador, la comunidad eclesial se distingue por las iniciativas pastorales, al enviar, sobre todo a las casas de las periferias urbanas y del interior, a sus misioneros, laicos o religiosos. [.. ,].La gente pobre de las periferias urbanas o del campo necesita sentir la cercanía de la Iglesia, tanto en la ayuda para sus necesidades más urgentes, como en la defensa de sus derechos y en la promoción común de una sociedad fundada en la justicia y en la paz. Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y el obispo, formado a imagen del buen Pastor, debe estar particularmente atento a ofrecer el bálsamo divino de la fe, sin descuidar el «pan material ». Como puse de relieve en la encíclica Deus caritas est, «la Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los sacramentos y la Palabra » (Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo, 11 de mayo de 2007).

28 Cf. Código de Derecho Canónico, cánones 229 § 1 y 757.

Podemos señalar algunas indicaciones concretas, para una renovada praxis misionera, en el ámbito de los tria muñera:

En el ámbito del munus docendi

  1. En primer lugar, para ser un verdadero misionero en el interior de la grey misma de la Iglesia, dadas las exigencias actuales, es esencial e indispensable que el presbítero se decida, muy conscientemente y con determinación, no sólo a acoger y evangelizar a quienes lo buscan, sea en la parroquia u otras partes, sino también a « levantarse e ir » en busca sobre todo de los bautizados que, por motivos diversos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial, paro también de quienes poco o nada conocen a Jesucristo.

Los presbíteros que ejercen el ministerio en las parroquias han de sentirse llamados, en primer lugar, a ir a la gente que vive en el territorio parroquial, valorando sabiamente también las formas tradicionales de encuentro, como la bendición de las familias, que tantos frutos ha producido. Aquellos que, entre los presbíteros, están llamados a la misión ad gentes, vean en esto una gracia muy especial del Señor y vayan alegres y sin temor. El Señor los acompañará siempre.

  1. Para una evangelización misionera dentro de la grey católica, en primer lugar en las parroquias, es necesario invitar, formar y enviar también a fieles laicos y religiosos. Naturalmente, los presbíteros en la parroquia son los primeros misioneros yendo en busca de las personas en las casas, en cualquier lugar y ambiente social; sin embargo, también los laicos y los religiosos están llamados por el Señor, por su Bautismo y su Confirmación, a participar en la misión, bajo la guía del pastor local.

Culturalmente hablando, es necesario tomar conciencia del hecho de que el ejercicio de la « caridad pastoral »29 respecto a los fieles impone no dejarlos indefensos (es decir, privados de capacidad crítica) ante el adoctrinamiento que con frecuencia proviene de las escuelas, la televisión, la prensa, los sitios informáticos y, a veces, también de las cátedras universitarias y del mundo del espectáculo.

Los sacerdotes, a su vez, han de ser alentados y sostenidos por sus Obispos en esta delicada obra pastoral, sin delegar nunca totalmente a otros la catequesis directa, de tal forma que todo el pueblo cristiano sea orientado, en el actual momento multicultural, por criterios auténticamente cristianos. Es preciso distinguir entre doctrina auténtica e interpretaciones teológicas y, después, entre esas, aquellas que corresponden al Magisterio perenne de la Iglesia.

29                  Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.

  1. El anuncio específicamente misionero del Evangelio requiere que se dé un relieve central al kerigma. Este primer o renovado anuncio kerigmático de Jesucristo, muerto y resucitado, y de su Reino, tiene, sin duda, un vigor y una unción especial del Espíritu Santo, que no se puede minimizar o descuidar en el compromiso misionero. 30

Por tanto, es necesario retomar, opportune et importune, con mucha constancia, convicción y alegría evangelizadora, este primer anuncio, tanto en las homilías, durante las Santas Misas u otras actividades evangelizadoras, como en las catequesis, en las visitas domiciliares, en las plazas, en los medios de comunicación social, en los encuentros personales con nuestros bautizados que no participan en la vida de las comunidades eclesiales y, en fin, en cualquier parte donde el Espíritu nos impulse y ofrezca una oportunidad que no se debe desperdiciar. El kerigma alegre y valiente identifica una predicación misionera, que quiere llevar al oyente a un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, inicio del camino de un verdadero discípulo.

30                  Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 44.

 

  1. Es necesario ilustrar el hecho de que la Iglesia vive de la Eucaristía, que es el centro de Ella. En la celebración eucarística se manifiesta plenamente en su identidad. En la vida y en la actuación de la Iglesia, todo lleva a la Eucaristía y todo parte de la Ella. Por tanto, también la evangelización misionera, la predicación del kerigma, todo el ejercicio del munus docendi, debe tender a la Eucaristía y llevar finalmente al oyente a la mesa eucarística. La misión misma debe partir siempre de la Eucaristía e ir hacia el mundo. « La Eucaristía no es sólo centro y culminación de la vida de la Iglesia: lo es también de su misión: una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera ».31

31                  Benedicto XVI, Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 84.

  1. La evangelización de los pobres, en todas sus formas, es prioritaria, como dijo Jesús mismo: « El Espíritu del Señor está sobre mí [...] para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4,18). En el texto evangélico de Mateo sobre el juicio final se comprueba que Jesús quiere ser identificado de manera especial con el pobre (cf. Mt 25,31-46). La Iglesia se ha inspirado siempre en estos textos. 32

32      Cf. Benedicto XVI, Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo (11 de mayo de 2007), 3.

  1. La Iglesia nunca impone su fe, pero siempre la propone con amor, con unción y con valentía, en el respeto de la auténtica libertad religiosa, que pide también para sí misma, y de la libertad de conciencia del oyente. Además, el método del verdadero diálogo es cada vez más indispensable: un diálogo que no excluya el anuncio, sino que más bien lo suponga y que, en definitiva, sea un camino para evangelizar.33

33                  Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus (6 de agosto de 2000), 4.

  1. Es necesaria la preparación del misionero a través de la formación de una sólida espiritualidad y una auténtica vida de oración, además de una escucha constante de la Palabra de Dios, especialmente mediante la lectura de los Evangelios. El método de la lectio divina, es decir, de la lectura orante de la Biblia, puede resultar de gran ayuda. De todas formas, el predicador debe estar inflamado de un fuego nuevo, que se enciende y se mantiene encendido en contacto personal con el Señor, y viviendo en gracia, como podemos ver en los Evangelios. A esta escucha de la Palabra debe añadirse un estudio constante y profundo de la doctrina católica auténtica, como se encuentra, sobre todo, en el catecismo de la Iglesia católica y en la sana teología. La fraternidad sacerdotal es parte integrante de la espiritualidad misionera, y la sostiene.

En el ámbito del munus sanctificandi

1. El ejercicio del munus sanctificandi está vinculado también a la capacidad de transmitir un sentido vivo de lo sobrenatural y de lo sagrado, que fascine y que lleve a una experiencia real de Dios, existencialmente significativa.

La Palabra de Dios forma parte de toda celebración sacramental, pues el sacramento requiere la fe de quien lo recibe. Este hecho es ya una primera indicación de que el ministerio presbiteral en la administración de los sacramentos, y de forma especial en la celebración de la Eucaristía, tiene una intrínseca dimensión misionera, que se puede desarrollar como anuncio del Señor Jesús y de su Reino, a quienes poco o hasta ahora nada han sido evangelizados.

 

  1. Se ha de subrayar, además, que la Eucaristía es el punto de llegada de la misión. El misionero va en busca de las personas y de los pueblos para conducirlos a la mesa del Señor, preanuncio escatológico del banquete de vida eterna, en Dios, en el cielo, que será la realización plena de la salvación, según el designio redentor de Dios. Por tanto, será necesario dispensar una gran acogida, cálida y fraterna, a quienes acuden por primera vez a la Eucaristía, o vuelven a ella tras haber encontrado a los misioneros.

La Eucaristía tiene, además, una dimensión de envío misionero. Cada Santa Misa, al final, envía a todos los participantes a actuar misioneramente en la sociedad. La Eucaristía, como memorial de la Pascua del Señor, hace presente una y otra vez la muerte y resurrección de Jesucristo, que, por amor del Padre y de nosotros, ha dado la vida para nuestra redención, amándonos hasta el final. Este sacrificio de Cristo es el acto supremo de amor de Dios por los hombres.

Cuando celebra la Eucaristía y recibe dignamente el Cuerpo y la Sangre de Jesús, la comunidad cristiana está profundamente unida al Señor y colmada de su amor sin medida. Al mismo tiempo, recibe cada vez, de nuevo, el mandamiento de Jesús: « Amaos unos a otros como yo os he amado », y se siente impulsada por el Espíritu de Cristo a ir y anunciar a todas las criaturas la Buena Nueva del amor de Dios y de la esperanza, segura de su misericordia salvadora. En el decreto Presbyterorum Ordinis, el Concilio Vaticano II dice: «La Eucaristía constituye, en realidad, la fuente y culminación de toda la predicación evangélica » (n. 5). Por tanto, es fundamental la preocupación de la celebración cotidiana por parte de los Sacerdotes, incluso en ausencia de pueblo.

 

  1. También los demás sacramentos reciben la propia fuerza santificante de la muerte y resurrección de Cristo, y así proclaman la misericordia indefectible de Dios. La misma celebración bella, digna y devota de los sacramentos, según todas las normas litúrgicas, se convierte en una evangelización muy especial para los fieles presentes. Dios es Belleza, y la belleza de la celebración litúrgica es uno de los caminos que nos conducen a su misterio.
  2. Es necesario rezar para que el Señor despierte la vocación misionera de la comunidad eclesial, de sus pastores y de cada uno de sus miembros. Jesús dijo: « La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies » (Mt 9,37-38). La oración tiene una gran fuerza ante Dios. De esta fuerza, Jesús nos asegura: «Pedid y se os dará » (Mt 7,7); «Todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis » (Mt 21,22); « Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré » (Jn 14,13-14).
  3. Conviene recordar que el sacramento de la Reconciliación, en la forma de confesión individual, posee una profunda, intrínseca misionaridad. El sacerdote está llamado, para la fecundidad de la misión que se le ha confiado y para la propia santificación, a ser solícito, en primer lugar consigo mismo, en la celebración regular y frecuente de este sacramento y, al mismo tiempo, a ser su fiel y generoso ministro.
  4. El ministerio pastoral del presbítero está al servicio de la unidad de la comunidad cristiana. Por eso, la regeneración del pueblo cristiano y el cuidado de la dimensión comunitaria de la experiencia cristiana son la primera tarea misionera del presbítero.
  5. En conclusión, el presbítero deberá comprender mejor la naturaleza de la sed que atormenta a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, aunque a veces de modo inconsciente: sed de Dios, de experiencia y de doctrina de verdadera salvación, de anuncio de la verdad sobre el destino último personal y comunitario, de una religión cristiana que sea capaz de impregnar toda la organización de la vida y de transformarla cada día más. 34 Una sed que sólo el Señor Jesús podrá saciar definitivamente, teniendo siempre presente que « la caridad pastoral es el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del presbítero ».35

34                  Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 35.

35                  Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), 43

 

En el ámbito del munus regendi

  1. Es indispensable preparar y organizar la misión en las comunidades eclesiales, en las parroquias. Una buena preparación y una organización clara de la misión serán ya señal de éxito fructífero. Obviamente, no se puede olvidar el primado de la gracia, sino que debe ser evidenciado. El Espíritu Santo es el primer agente misionero. Por eso, es necesario invocarlo con insistencia y con mucha confianza. Él será quien encienda ese fuego nuevo, esa necesaria pasión misionera en los corazones de los miembros de la comunidad. Pero se requiere el concurso de la libertad humana. Los pastores de la comunidad han de pensar, también desde el punto de vista organizativo, en los modos más incisivos y oportunos de la misión.
  2. Es preciso buscar la ejecución de una buena metodología misionera. La Iglesia tiene una experiencia bimilenaria en este campo. Sin embargo, cada época histórica lleva consigo nuevas circunstancias, que se han de tener en cuenta en el modo de llevar a cabo la misión. Hay muchas metodologías ya elaboradas y probadas en la praxis de las Iglesias particulares. Las Conferencias Episcopales y las diócesis podrían impartir oportunas indicaciones sobre este punto.

 

  1. Se ha de ir en primer lugar a los pobres de las periferias urbanas y del campo. Son ellos los destinatarios predilectos del Evangelio. Esto quiere decir que el anuncio debe ir acompañado de una acción, eficaz y amorosa, de promoción humana integral. Jesucristo debe ser proclamado como una buena noticia para los pobres. Éstos deben poder sentirse alegres y rebosantes de esperanza firme por este anuncio.36

36                  Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), 22; Id., Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo (11 de mayo de 2007), 3

4. Sería oportuno que la misión en la parroquia y en la diócesis no se redujera a un período determinado. La Iglesia es, por su misma

  1.  
  2.  naturaleza, misionera. Así, la misión debe formar parte de las dimensiones permanentes del ser y del quehacer de la Iglesia. Por tanto, la misión ha de ser permanente. Obviamente, puede haber períodos más intensos, pero la misión nunca se debería concluir o detener. Más aún, la misionaridad debe estar sólida y hondamente arraigada en la estructura misma de la actividad pastoral y de la vida de la Iglesia particular y de sus comunidades.

Esto podría conducir a una auténtica renovación, y constituiría un elemento muy valioso para fortalecer y rejuvenecer la Iglesia hoy. También es permanente la misionaridad de los propios presbíteros, los cuales, independientemente del oficio que desempeñan y de su edad, están siempre llamados a la misión hasta el último día de su existencia terrena, pues la misión está indisolublemente vinculada a la misma ordenación que han recibido.

3.4. La formación misionera de los presbíteros

Todos los presbíteros deben recibir una específica y esmerada formación misionera, dado que la Iglesia quiere comprometerse, con renovado ardor y con urgencia, en la misión ad gentes y en una evangelización misionera, dirigida a sus propios bautizados, de forma particular a quienes se han alejado de la participación en la vida y actividad de la comunidad eclesial. Esta formación debería iniciarse ya en el Seminario, sobre todo a través de la dirección espiritual y también mediante un estudio esmerado y profundo del sacramento del Orden, de tal forma que se ponga de relieve que la dinámica misionera es intrínseca al mismo sacramento.

A los presbíteros ya ordenados servirá mucho, y puede ser hasta necesaria, la formación misionera incluida en el programa de formación permanente. La conciencia de la urgencia misionera, por un lado, y de la quizás no suficiente formación y espiritualidad misioneras del presbiterio por otro, deberá indicar a todos los Obispos y Superiores mayores las medidas que se han de emprender para poner en práctica una renovada preparación a la misión y una más profunda y estimulante espiritualidad misionera en los presbíteros.

Parece que se puede constatar que uno de los principales aspectos de la misión es la toma de conciencia de su urgencia, que incluye el aspecto de la formación de los candidatos al ministerio presbiteral para una atención misionera específica.

Si bien las vocaciones están en ligero aumento en términos globales, aunque en Occidente haya una cierta inquietud, lo que es sin embargo absolutamente determinante para el futuro de la Iglesia es la formación: un sacerdote con una clara identidad específica, con una sólida formación humana, intelectual, espiritual y pastoral, suscitará más fácilmente nuevas vocaciones, porque vivirá la consagración como misión y, alegre y seguro del amor del Señor por la propia existencia sacerdotal, sabrá difundir el « buen perfume de Cristo » en su entorno y vivir cada instante el propio ministerio como « una ocasión misionera » .

Por tanto, es cada vez más urgente crear un « círculo virtuoso » entre el tiempo de la formación del seminario y el del ministerio inicial y de la formación permanente.37 Dichos momentos se deben unir entre sí sólidamente y ser absolutamente armónicos, para que en esta obra también el clero pueda ser cada vez más plenamente lo que es: una perla preciosa e indispensable, ofrecida por Cristo a la Iglesia y a toda la humanidad.

37 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 83.

Conclusión

Si la misionaridad es un elemento constitutivo de la identidad eclesial, debemos agradecer al Señor, que renueva, también a través del Magisterio pontificio reciente, dicha clara conciencia en toda la Iglesia, y particularmente en los presbíteros.

La urgencia misionera en el mundo, en realidad, es grande y exige una renovación de la pastoral, en el sentido de que la comunidad cristiana debería concebirse como en « misión permanente »», tanto adgentes, como donde la Iglesia ya está establecida, es decir, yendo en busca de aquellos que nosotros hemos bautizado y que tienen el derecho de ser evangelizados por nosotros.

Las mejores energías de la Iglesia y de los presbíteros se han empleado siempre en el anuncio del kerigma, que es la esencia de la misión que el Señor nos ha confiado. Ciertamente, esta permanente « tensión misionera » ayudará también a la identidad del presbítero, el cual, precisamente en el ejercicio misionero de los tria muñera,, encuentra el principal camino de santificación personal y, por tanto, también de su plena realización humana.

Así, pues, el compromiso real y efectivo de todos los miembros del Cuerpo eclesial (Obispos, Presbíteros, Diáconos, Religiosos, Religiosas y Laicos) en la misión favorecerá la experiencia de unidad visible, tan esencial para la eficacia de cualquier testimonio cristiano.

La identidad misionera del presbítero, para ser genuina, debe mirar incesantemente a la Santísima Virgen María que, llena de gracia, fue a llevar y a presentar al Señor al mundo, y que continúa siempre visitando a los hombres de cualquier tiempo, todavía peregrinos en la tierra, para mostrarles el rostro de Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, y para introducirlos en la comunión eterna con Dios.

Vaticano, 29 de junio de 2010,

Solemnidad de San Pedro y San Pablo

 

Card. Cláudio Hummes

Arzobispo Emérito de Sao Paulo

Prefecto

 

X Mauro Piacenza

Arzobispo tit. de Vittoriana

Secretario

BEATO JUAN PABLO II Y LA FE

Reflexiones de Juan Pablo II sobre la fe.

Un mundo sin Dios termina construyéndose antes o después contra el hombre.

Reflexiones de Juan Pablo II sobre la fe.

La dificultad de creer en la sociedad actual

Es bien sabido que la civilización contemporánea está empapada de diferentes corrientes, no sólo cristianas, sino también anticristianas, acristianas, arreligiosas y antirreligiosas. Más aún, estas corrientes parecen alguna vez, ser las dominadoras en la mentalidad de la sociedad actual. Se trata de una situación que nos exige un compromiso si queremos superarla, un compromiso de todos los cristianos responsables, responsables de lo que quiere decir ser cristianos. Cristo dice que su Padre realiza «cultura», cultura en el sentido más profundo de la palabra: la cultura que es la auténtica perfección del hombre, su realización en el sentido humano natural y hasta en el sentido sobrenatural1.

No es fácil ser auténticamente cristianos en el contexto de la sociedad moderna, penetrada por formas de un paganismo nuevo. Pero tampoco lo era ayer en contextos diferentes. Resulta aún más difícil crear un ambiente social más amplio inspirado en los grandes valores del Evangelio. No obstante, hay que esforzarse para conseguirlo alimentando una confianza en la capacidad creativa que proviene de la gracia de Cristo crucificado. No existen modelos de sociedad que puedan considerarse libres de elementos negativos. Hasta las rosas tienen espinas2.

El drama del ateísmo

Se advierte hoy en el mundo, y especialmente en nuestro Occidente, la necesidad de «reedificar» en sus componentes esenciales una civilización realmente digna del hombre. Las desigualdades económicas, que todavía subsisten y que a veces se agravan, son un síntoma de carencias más profundas que tienen que ver con el ámbito espiritual. Ideologías materialistas por una parte y, permisividad moral, por otra, han llevado a muchos a creer en la posibilidad de construir una sociedad nueva y mejor excluyendo a Dios y eliminando cualquier referencia a los valores trascendentales. Sin embargo, la experiencia permite que podamos tocar con nuestras manos que la sociedad se deshumaniza sin Dios y que al hombre se le priva de su mayor riqueza. El futuro del mundo será más humano en la medida en que más cercanos estén los hombres a su Creador y Redentor.

«El cristianismo no mortifica al hombre, sino que ensalza sus capacidades más nobles y las pone al servicio de cada uno y de la comunidad. En Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, podemos descubrir la verdad plena sobre nosotros mismos y sobre nuestro destino» (Redemptor hominis, 10).

Os ruego que mantengáis intacta la fe en el Salvador Jesús, que murió y resucitó por nosotros. Estad atentos a su Evangelio, que la Iglesia os sigue proponiendo con inalterable fidelidad a la tradición de los orígenes. Educad a vuestros hijos en el cumplimiento de los mandamientos enseñándoles a pedir a Dios la valentía necesaria para desafiar a la opinión dominante cuando está en contraste con el Evangelio. No tengáis miedo de nadar contracorriente.

El mundo de hoy necesita más que nunca la novedad del Evangelio para no ahogarse en el conformismo arrollador de la civilización de masas3.

En este tema algunos dicen que están buscando y otros se consideran no creyentes y tal vez incapaces de creer o indiferentes a la fe. Hay quien llega a rechazar a un Dios cuyo rostro se les presenta mal. En fin, hay otros que, obcecados por los reflujos de las filosofías de la sospecha, presentan la religión como ilusión o alienación y quizá sienten la tentación de construir un humanismo sin Dios. Deseo a todos éstos, sin embargo, que por lo menos dejen por honradez abiertas sus ventanas a Dios. De lo contrario, corren el riesgo de pasar a la orilla del camino del hombre, que es Cristo, de cerrarse en actitudes de rebelión y de violencia, de contentarse con suspiros, impotencia y resignación. Un mundo sin Dios termina construyéndose antes o después contra el hombre4.

La razón ante el misterio

Los «sabios» y los «inteligentes» se han formado su visión personal de Dios y del mundo y no están dispuestos a cambiarla. Creen que lo saben todo sobre Dios, que poseen la respuesta resolutiva y que no tienen nada que aprender. De ahí que rechacen la «buena noticia», que les resulta tan extraña y en contraste con las capacidades de su «weltanschauung». Se trata de un mensaje que propone ciertos cambios paradójicos que su «buen sentido» no puede aceptar.

Lo que sucedía en tiempos de Jesús sucede hoy; más aún, hoy de una manera muy singular. Vivimos en una cultura que lo somete todo a un análisis crítico y a menudo lo hace absolutizando criterios parciales, inadecuados por su naturaleza para la percepción de ese mundo de realidades y valores que escapa al control de los sentidos. Cristo no pide al hombre que renuncie a su razón. ¿Cómo iba a hacer eso quien se la donó? Lo que le pide es que no ceda a la antigua sugestión del tentador, que sigue haciendo destellar ante él la perspectiva engañosa de poder ser «como Dios» (cfr. Gn 3, 5). Sólo quien acepta sus límites intelectuales y morales y se reconoce necesitado de salvación puede abrirse a la fe y encontrar en ella, en Cristo, a su Redentor5.

Fe y razón

Entre una razón que, en conformidad con su naturaleza que proviene de Dios, está ordenada a la verdad y tiene capacidad para el conocimiento verdadero, y una fe relacionada con la misma fuente divina, no puede haber ningún conflicto de fondo. Más aún, la fe confirma los derechos propios de la razón natural. Los presupone. Efectivamente, su aceptación presupone la libertad propia de un ser racional. Sin embargo, con esto aparece claro también que fe y ciencia pertenecen a dos órdenes diferentes de conocimiento, que no cabe superponer. Se revela también en esto que la razón no lo puede todo ella sola; es finita. Debe concretarse en una multiplicidad de conocimientos parciales, se realiza en una pluralidad de ciencias múltiples. Puede percibir la unidad que une el mundo y la verdad a su origen únicamente en el ámbito de modos parciales de conocimiento. También la filosofía y la teología son, en cuánto ciencias, tentativas limitadas que pueden percibir la unidad compleja de la verdad únicamente en la diversidad, es decir, dentro de una confluencia de conocimientos abiertos y complementarios6.

Ciencia y fe

Mi reflexión está motivada por las inscripciones en bronce inauguradas hoy aquí: «Ciencia y fe son dones de Dios». En esta afirmación sintética no se excluye solamente que ciencia y fe se tengan que mirar con desconfianza mutua, sino que se indica el motivo más profundo que las llama a establecer una relación constructiva y cordial: Dios, fundamento común de las dos [...]. En Dios, por consiguiente, aun en la diversidad de sus caminos respectivos, ciencia y fe encuentran su principio de unidad.

Si la vida del hombre corre hoy peligros enormes, no se debe a la verdad descubierta mediante la investigación científica, sino a las aplicaciones de muerte de la tecnología. Como en el tiempo de las lanzas y las espadas, también en la era de los misiles, el corazón de los hombres mata antes que las armas7.

El rechazo de la verdad

El misterio de la iniquidad, el abandono de Dios según las palabras de una carta de Pablo, tiene una estructura interior y una secuencia dinámica bien definida: «...tiene que manifestarse el hombre impío... el enemigo que se eleva por encima de lo que es divino o recibe culto, hasta llegar a sentarse en el santuario, haciéndose pasar a sí mismo por Dios» (2 Tes 2, 3-4). Encontramos aquí también una estructura interna de la negación, del desarraigo de Dios del corazón de los hombres y del abandono de Dios por parte de la sociedad humana, y esto con el fin, según se dice, de una «humanización» plena del hombre, lo que equivale a hacer que el hombre sea humano en sentido pleno y, en cierto modo, a ponerlo en lugar de Dios, a «deificarlo» por consiguiente. Como se ve, esta estructura es muy antigua y se conocía ya en los orígenes, desde el primer capítulo del Génesis, es decir, la tentación de conferir al hombre la «divinidad» (la imagen y semejanza de Dios) del Creador, de ocupar el sitio de Dios, con la «divinización» del hombre contra Dios o sin Dios, como resulta evidente por las afirmaciones ateas de muchos sistemas actuales.

Quien rechaza la verdad fundamental de la realidad, quien se coloca a sí mismo como medida de todas las cosas y se pone de este modo en lugar de Dios, quien más o menos conscientemente considera que puede prescindir de Dios, el Creador del mundo, o de Cristo, el Redentor de la humanidad, quien en vez de buscar a Dios corre tras los ídolos, estará siempre de espaldas a la única verdad suprema y fundamental.

Ésta es la fuga de la interioridad. Puede llevar a rendirse. Se trata de una fuga de la interioridad que puede revestir la forma de una extensión exasperada del conocimiento.

La fuga de la interioridad puede también llevar a asociarse a sectas religiosas, que se sirven de vuestro idealismo y de vuestra ingenuidad y os quitan la libertad del pensamiento y de la conciencia. Me refiero también a la fuga a las «islas de felicidad» que, a través de determinadas prácticas exteriores, garantizan la adquisición de una auténtica fortuna y que al final dejan solo a quien recurre a ellas. Existe también una fuga de la verdad fundamental hacia el exterior, es decir, hacia utopías políticas o sociales8.

Crisis de la fe cristiana católica

Incluso en muchos católicos que todavía se definen así se ha debilitado notablemente la fe en Dios como Persona y, consiguientemente, la fe en Cristo como Hijo de Dios. Se duda también en ver a la Iglesia como sacramento y como don objetivo suyo, no manipulable. Aquí está la razón de que, con no poca frecuencia, la interioridad o la espiritualidad se haga coincidir con la filantropía y con la acción cívico-social a favor de la paz, de la justicia, de la ecología, etc., y la oración, la contemplación, la «lectio divina» les parecen a algunos desprovistas de fundamento suficiente.

Esa «forma mentis» secularizada resulta evidente también en algunos laicos comprometidos en las estructuras eclesiales parroquiales, diocesanas y nacionales, y en algunos religiosos y religiosas, cada vez más atraídos por la misión social, a menudo identificada incluso con la obra misionera.

La publicación del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica no dejará de asegurar y fortalecer a los fieles desorientados en la fermentación teológica de estos años, llevando a las genuinas fuentes de la fe a quienes se habían desviado siguiendo a falsos profetas.

Efectivamente, estudiar teología, ser creyente y sentirse miembro activo de la Iglesia constituyen tres componentes que a veces el estudiante duda en integrar en su vida. No se trata de dramatizar: pasar a través de una crisis puede ser también saludable y positivo, pues puede hacer que se madure en la fe y se favorezca el compromiso responsable en la Iglesia. Precisamente por esto se necesita una atenta acción pastoral de apoyo9.

Cristo, luz y guía en la vida

¡Aprended a conocer a Cristo y dejaos conocer por Él! Él os conoce a cada uno de vosotros individualmente. No es un conocimiento que suscite oposición o rebelión, una ciencia ante la que sea necesario huir para salvaguardar el propio mundo interior. No es una ciencia compuesta de hipótesis o que reduzca al hombre a dimensiones socio-utilitarias. Su ciencia está llena de sencilla verdad sobre el hombre, y especialmente llena de amor. Someteos a esta ciencia sencilla y llena de amor del Buen Pastor. Estad seguros de que Él os conoce a cada uno más de lo que cada uno se conoce a sí mismo. Conoce porque entregó su vida (cfr. In 15, 13). Facilitadle la labor de encontraros. A veces el hombre, el joven, se encuentra perdido consigo mismo, perdido en el mundo que le rodea, en toda la red de las cosas humanas que le envuelven. Facilitad a Cristo la labor de encontraros. Que Él lo conozca todo sobre vosotros, que él os guíe. Es verdad que para seguir a alguien se necesita al mismo tiempo ser exigente consigo mismo, tal es la ley de la amistad. Si queremos caminar juntos, debemos estar atentos al camino que queremos recorrer. Si nos movemos por la montaña es preciso seguir las señales. Si escalamos una montaña no podemos prescindir de la cuerda. Debemos también conservar la unión con el amigo divino llamado Jesucristo. Debemos colaborar con Él10.

La fe, encuentro personal con Dios en Jesucristo en la Iglesia

Opiniones, puntos de vista personales y especulaciones no son suficientes a quien evalúa su acción por el camino de vida del hombre y cuyo respeto por el hombre está vivo. No pueden ciertamente contentar a quien es consciente de poder llegar a través de respuestas teológicas a la causa primera de la verdad. Dios nos ha manifestado su palabra, una palabra que no podemos encontrar y retener solos, con la fuerza únicamente de nuestro intelecto, aunque se le haya concedido a nuestra diligencia la posibilidad de aclarar la credibilidad de esta palabra y su correspondencia con nuestros interrogantes y nuestros conocimientos humanos. Se encuentra en la lógica interna de la revelación que la defensa y la interpretación de esta palabra necesitan un don especial del Espíritu. Por consiguiente, el estudio de la teología católica debe estar provisto de la disponibilidad para escuchar los testimonios vinculantes de la Iglesia y acatar las decisiones de quienes, en cuánto pastores de la Iglesia, tienen responsabilidad ante Dios de tutelar en materia de fe.

Sin la Iglesia, la palabra de Dios no habría sido transmitida y conservada; no se puede querer la palabra de Dios sin la Iglesia.

La comprensión intelectual de la fe debe ser integrada también por otro aspecto: la fe, además de conocerse, debe vivirse. En el Nuevo Testamento mismo, una fe que brotara únicamente del conocimiento se rechazaría como perversión, por ejemplo según la carta de Santiago, donde dice que hasta las fuerzas demoníacas conocen al Dios único, pero como no aceptan este conocimiento con su ser, sólo les queda temblar ante este Dios, sólo puede traerles castigo y no salvación (cfr. Sant 2, 19).

Cuando Dios nos dirige su palabra no anuncia dato alguno sobre cosas o terceras personas, no nos comunica «algo», sino que nos comunica a sí mismo, a Jesús, como verbo insuperable con quien Dios se comunica a sí mismo. De este modo, la palabra de Dios exige una respuesta que debe darse con toda nuestra persona. La realidad de Dios no la capta quien se limita a considerar su palabra y su verdad sólo como objeto de investigación neutra. La manera de acercarse a Dios como Dios es únicamente la adoración. El maestro Eckhart exhortaba por eso a los que le escuchaban a desembarazarse de ciertos conceptos de Dios11.

Fe cristiana y valentía en la vida

Debemos decidirnos conscientemente a querer ser cristianos que profesan su fe y a tener la valentía para distanciamos, si fuera necesario, de nuestro ambiente. Una condición necesaria para ese testimonio decidido de vida cristiana es percibir y comprender, por nuestra parte, la fe como una ocasión estupenda de vida, que trasciende las interpretaciones y la conducta ambiental. Debemos aprovechar cualquier ocasión para experimentar de qué manera la fe enriquece nuestra existencia, realiza en nosotros una fidelidad auténtica en la lucha por la vida, corrobora nuestra esperanza contra los ataques de cualquier clase de pesimismo o desesperación, nos empuja a evitar cualquier pesimismo y a comprometemos con reflexión por la justicia y la paz del mundo; también puede consolarnos y animarnos en el dolor. Tarea y «chance» de la situación de diáspora es, por consiguiente, experimentar más conscientemente de qué modo la fe ayuda a vivir de manera más plena y profunda12.

El optimismo cristiano

Lo primero que deseo es dirigiros una invitación al optimismo, a la esperanza y a la confianza. Es verdad que la humanidad atraviesa un momento difícil y que se tiene la impresión de que las fuerzas del mal acabarán prevaleciendo. Con harta frecuencia, la honradez, la justicia y el respeto de la dignidad del hombre deben marcar el paso o terminan por sucumbir. A pesar de todo, nosotros estamos llamados a vencer al mundo con nuestra fe (cfr. 1 In 5, 4), porque pertenecemos a Quien con su muerte y resurrección consiguió para nosotros la victoria sobre el pecado y la muerte y nos hizo capaces de una afirmación humilde y serena, pero segura, del bien por encima del mal.

Somos de Cristo y es Él quien vence en nosotros. Debemos creer esto profundamente, debemos vivir esa certeza, pues de lo contrario las continuas dificultades que surgen tendrán desgraciadamente la fuerza de inocular en nuestras almas la carcoma insidiosa que se llama desánimo, costumbre, acomodamiento pleno a la prepotencia del mal.

La tentación más sutil que acecha actualmente a los cristianos, y especialmente a los jóvenes, es precisamente la de la renuncia a la esperanza en la afirmación victoriosa de Cristo. El instigador de todas las insidias, el maligno, trata siempre y decididamente de apagar en el corazón de los hombres la luz de esa esperanza. No es un camino fácil el de la milicia cristiana, pero debemos recorrerlo conscientes de que poseemos una fuerza interior de transformación que se nos ha comunicado con la vida divina que se nos dio en Cristo, el Señor. En virtud de vuestro testimonio, haréis comprender que los valores humanos más altos se asumen en un cristianismo vivido con coherencia13.

El amor a la verdad es amor a Cristo

Existe también una contaminación de las ideas y las costumbres que puede llevar a la destrucción del hombre. Esta contaminación es el pecado, del que procede la mentira.

La verdad y la mentira. Es preciso reconocer que con harta frecuencia la mentira se nos presenta con apariencias de verdad. Por eso es necesario despertar el discernimiento para reconocer la verdad, la palabra que viene de Dios, y evitar las tentaciones que proceden del «padre de la mentira». Me estoy refiriendo al pecado, que consiste en negar a Dios, en rechazar la luz. Como dice el Evangelio de Juan, «la luz verdadera» estaba en el mundo: el Verbo «por quien el mundo fue hecho pero que el mundo no reconoció» (cfr. In 1, 910).

«La verdad contenida en el Verbo del Padre»: eso es lo que queremos decir cuando reconocemos a Jesucristo como la verdad. «¿Qué es la verdad?», le preguntaba Pilato. La tragedia de Pilato fue que la verdad estaba delante de él en la persona de Jesucristo y no fue capaz de reconocerla.

No debe repetirse esa tragedia en nuestra vida. Cristo es el centro de la fe cristiana, la fe que la Iglesia proclama hoy igual que siempre a todos los hombres y a todas las mujeres. Dios se hizo hombre. «El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros» (Jn I, 14). Los ojos de la fe ven en Jesucristo al hombre, como puede ser y como Dios quiere que sea. Al mismo tiempo Jesús nos revela el amor del Padre.

Pero la verdad es Jesucristo. ¡Amad la verdad! ¡Vivid en la verdad! ¡Llevad la verdad al mundo! Sed testigos de la verdad. Jesús es la verdad que salva. Él es la verdad total hacia la que nos conducirá el Espíritu de la verdad (cfr. In 16, 13).

Queridos jóvenes: busquemos la verdad sobre Jesucristo y sobre su Iglesia. Pero debemos ser coherentes: amemos la verdad, vivamos en la verdad, proclamemos la verdad. ¡Cristo, muéstranos la verdad! ¡Sé para nosotros la única verdad!14.

El hombre, peregrino del absoluto

La vida humana en la tierra es una peregrinación continua. No todos somos conscientes de que estamos de paso en el mundo. La vida del hombre comienza y acaba, comienza con el nacimiento y sigue hasta el momento de la muerte. El hombre es un ser transitorio. Y en esta peregrinación de la vida, la religión ayuda al hombre a vivir de tal manera que consiga su fin. El hombre está continuamente puesto ante la naturaleza transitoria de una vida que él sabe que es muy importante como preparación para la vida eterna. La fe peregrina del hombre le orienta hacia Dios y le dirige en la realización de las opciones que le ayudan a conseguir la vida eterna. Por tanto, cada momento de la peregrinación terrena del hombre es importante, importante en sus desafíos y en sus opciones15.

En la revelación de la Antigua y de la Nueva Alianza el hombre vive en el mundo visible, en medio de las cosas temporales, y al mismo tiempo profundamente consciente de la presencia de Dios, que penetra toda su vida. Este Dios viviente es en realidad el baluarte último y definitivo del hombre en medio de todas las pruebas y sufrimientos de la existencia terrena. El hombre anhela poseer a este Dios de manera definitiva cuando experimenta su presencia. Se esfuerza por llegar a la visión de su rostro, como recuerda el salmista: «Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así te desea mi alma, Señor»16.

Mientras el hombre se esfuerza por conocer a Dios, por ver su rostro y experimentar su presencia, Dios se acerca al hombre para revelarle su vida. El Concilio Vaticano II insiste en la importancia de la intervención de Dios en el mundo. Esto quiere decir que «por medio de la revelación Dios quiso manifestarse a sí mismo y sus planes de salvar al hombre» (DV).

Al mismo tiempo, este Dios misericordioso y amoroso que se comunica a sí mismo por medio de la revelación sigue siendo para el hombre un misterio inescrutable. Y el hombre, el peregrino del Absoluto, sigue toda su vida buscando el rostro de Dios. Pero al final de su peregrinación de fe el hombre llega a la casa del Padre, y estar en esta casa quiere decir ver a Dios «cara a cara» (I Cor 13, 12)17.

El hombre fue llamado desde el principio por Dios para «someter la tierra y dominarla» (Gn 1,28). Recibió del Señor esta tierra como don y como tarea. Creado a su imagen y semejanza, el hombre tiene una dignidad especial. Es dueño y señor de los bienes depositados por el Creador en sus criaturas. Es colaborador de su Creador.

Por esta razón el hombre no debe olvidar que todos los bienes de los que está lleno el mundo son don del Creador. Por eso advierte la Sagrada Escritura: «Y no digas: Con mis propias fuerzas he conseguido todo esto. Acuérdate del Señor, tu Dios; él es quien te ha dado fuerza para adquirir esa riqueza, cumpliendo así la alianza que hizo con juramento a tus antepasados, como hace hoy» (Dt 8, 17-18).

¡Qué oportuna ha sido esta advertencia a lo largo de la historia humana! ¡Qué oportuna es especialmente en la época actual ante el progreso de la ciencia y de la técnica! Y es que el hombre, al contemplar las obras de su ingenio, de su mente y de sus manos, parece olvidar cada vez más a Quien es el principio de todas estas obras y de todos los bienes que encierra la tierra y el mundo creado.

Cuanto más somete la tierra y la domina, más parece olvidarse de Quien le dio la tierra y todos los bienes que contiene18.

Jesús, Camino que conduce al Padre

Nosotros llegamos a Dios a través de la verdad de Dios y a través de la verdad sobre todo lo que está fuera de Dios: la creación, el macrocosmos, y el hombre, el microcosmos. Llegamos a Dios a través de la verdad proclamada por Cristo, a través de la verdad que es realmente Cristo. Llegamos a Dios en Cristo, que sigue repitiendo: «Yo soy la verdad».

Esta llegada a Dios a través de la verdad que es Cristo es la fuente de la vida. Es la fuente de la vida que comienza aquí en la tierra en la oscuridad de la fe para llegar a su plenitud en la visión de Dios «cara a cara» en la luz de la gloria, donde Él está realmente.

Cristo nos da esa vida porque es la vida, como Él mismo nos dice: «Yo soy la vida», «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

«¿Por qué me siento turbado?... Esperaré en Dios» (Salmo 43,5). «Y me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, y te daré gracias con el arpa» (Salmo 43, 4)19.

Jesús es el Hijo de Dios y es de la misma sustancia que el Padre. Dios de Dios y luz de luz, se hizo hombre y así ser para nosotros camino que conduce al Padre. A lo largo de su vida terrena hablaba incesantemente al Padre. Al Padre dirigía los pensamientos y los corazones de quienes le escuchaban. En cierto modo, compartía con ellos la paternidad de Dios, y esto es algo que se ve de manera especial en la oración que enseñó a sus discípulos, el padrenuestro.

Al final de su misión mesiánica en la tierra, un día antes de su Pasión y Muerte, dijo a los apóstoles: «En la casa de mi Padre hay un lugar para todos; de no ser así ya os lo habría dicho; ahora vaya prepararos ese lugar» (Gn 14, 2).

Si el Evangelio es revelación de la verdad que dice que la vida humana es una peregrinación hacia la casa del Padre, significa que es al mismo tiempo una llamada a la fe por medio de la cual caminamos como peregrinos, una llamada a la fe peregrinante. Cristo dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»20.

La Cruz de Cristo, mensaje de dolor y salvación

Aunque es la luz para la revelación a todas las naciones, Jesús está destinado a ser al mismo tiempo, y en todas las épocas, un signo difamado, un signo atacado, un signo de contradicción. Así sucedió también con los profetas de Israel. Así sucedió con Juan Bautista y así sucedería en las vidas de todos los que habrían de seguirle.

Realizó grandes signos y milagros, multiplicó los panes y los peces, calmó las tempestades, resucitó a los muertos. Las masas acudían a él de todas partes y le escuchaban con atención, pues hablaba con autoridad. Sin embargo se encontró con la dura oposición de quienes rehusaban abrirle su corazón y su mente. Al final, la expresión más dura de esta contradicción la encontramos en su sufrimiento y su muerte en la Cruz. La profecía de Simeón se verificaba. Se verificaba con Jesús y se verifica en la vida de sus seguidores en toda la tierra y en todos los tiempos.

Así, la Cruz se convierte en luz, la Cruz se convierte en salvación. ¿Acaso no es ésta la Buena Nueva para los pobres y para todos los que experimentan el sabor amargo del sufrimiento?.

La cruz de la pobreza, la cruz del hambre, la cruz de todos los demás sufrimientos puede transformarse, pues la Cruz de Cristo se ha convertido en una luz para nuestro mundo. Es una luz de esperanza y de salvación. Da sentido a todos los sufrimientos humanos. Lleva consigo la promesa de una vida eterna libre del dolor y del pecado. A la Cruz siguió la Resurrección. La muerte fue vencida por la vida. Y todos los que están unidos al Señor crucificado y resucitado pueden esperar que participaran en esta misma victoria21.

La fe en el Espíritu Santo

La Iglesia profesa de manera incesante su fe: en nuestro mundo hay creado un Espíritu que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo. Como el Padre y el Hijo, es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor. Este Espíritu de Dios «llena el universo», y todo lo creado reconoce en Él la fuente de su identidad, encuentra en Él su expresión trascendente, se dirige a Él y le espera, le invoca con todo su ser. A Él, como al Paráclito, como al Espíritu de verdad y de amor, acude el hombre que vive de verdad y amor y que no puede vivir sin la fuente de la verdad y del amor. A Él acude la Iglesia, que es corazón de la humanidad, para invocarIe por todos y para que a todos les conceda los dones del amor, por cuyo medio se derramó en nuestros corazones. A Él acude la Iglesia a lo largo de los complicados caminos de la peregrinación del hombre en la tierra, y suplica, suplica constantemente la rectitud de los actos humanos, como obra suya; suplica el gozo y el consuelo que sólo Él, el verdadero consolador, puede darnos viniendo a lo íntimo de los corazones humanos; suplica la gracia de las virtudes que merecen la gloria celestial; suplica la salvación eterna, en la comunicación plena de la vida divina, a la que el Padre ha predestinado eternamente a los hombres, creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad22.

Gemimos, pero en confiada espera de una esperanza indefectible, porque realmente Dios, que es Espíritu, se ha acercado a este ser humano. Dios Padre envió a su propio Hijo revestido de una carne semejante a la del pecado y, ante la presencia del pecado, condenó el pecado. En el momento culminante del misterio pascual, el Hijo de Dios, que se hizo hombre y fue crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus apóstoles después de la resurrección, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». Este soplo permanece para siempre. Por eso «el Espíritu acude siempre en ayuda de nuestra debilidad»23.

La ignorancia, el peor enemigo de la fe

Cualquier persona necesita una formación integral e integradora –cultural, profesional, doctrinal, espiritual y apostólica– que le disponga para vivir en una coherente unidad interior y le permita siempre dar razón de su esperanza a quien se la pida.

La identidad cristiana exige el esfuerzo constante de formarse cada vez más, pues la ignorancia es el peor enemigo de nuestra fe. ¿Quién puede decir que ama de veras a Cristo si no se empeña en conocerle mejor?.

¡Formación y espiritualidad! Un binomio inseparable para quien aspira a llevar una vida cristiana comprometida de veras en la edificación y la construcción de una sociedad más justa y fraterna. Si queréis ser fieles en vuestra vida cotidiana a las exigencias de Dios y a las expectativas de los hombres y de la historia, tenéis que alimentaros constantemente con la palabra de Dios y con los sacramentos, para que «la palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza» (Col 3, 16)24.

El valor del compromiso de la fe cristiana y católica

La fe no consiste en la última novedad que hoy es noticia y mañana está ya olvidada. La fe no es una enseñanza que alguien puede adaptar a sus necesidades y según el momento presente. No es invención o creación nuestra. La fe es el gran don divino que Jesucristo ha hecho a la Iglesia. Dice san Pablo en la carta a los Romanos: «La fe surge de la proclamación, y la proclamación se verifica mediante la palabra de Cristo» (10, 17). El creyente encuentra su fundamento en Jesucristo, que sigue viviendo en su Iglesia a lo largo de los siglos hasta el día del juicio.

La fe vive en la tradición de la Iglesia. Sólo en ella podemos encontrar con seguridad la verdad de Jesucristo. Sólo una rama viva del árbol de la comunidad eclesial tiene su fuerza en las raíces.

Os exhorto hoy a mantener firme la fe de la Iglesia. Es lo que han hecho vuestros padres y vuestras madres. Ateneos a la fe también vosotros y trasmitidla sucesivamente a vuestros hijos. Ésta es la razón de mi viaje pastoral en medio de vosotros: «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié, que recibisteis y en el que habéis perseverado» (1 Cor 15, 1).

Sin una fe firme carecéis de apoyo y estáis a merced de las enseñanzas cambiantes del tiempo. Ciertamente hay también hoy algunos ambientes en los que ha dejado de aceptarse la doctrina correcta, y se busca en ellos, conforme a los propios deseos, maestros nuevos que os lisonjean, como advirtió san Pablo. No os dejéis engañar. No hagáis caso de los profetas del egoísmo, que interpretan de manera incorrecta la evolución individual, que os proponen una doctrina terrena de salvación y que quieren construir un mundo sin Dios.

Para poder decir «creo», «yo creo», es necesario estar dispuestos a la abnegación, a la entrega de sí mismos, es necesario también estar dispuestos al sacrificio y la renuncia y tener un corazón generoso.

Quien tiene esta valentía verá que se disuelven las tinieblas. Quien cree, ha encontrado el faro que facilita un camino seguro. Quien cree, conoce la dirección y es capaz de orientarse. Quien cree, ha dado con el camino acertado y ninguna insensatez de ningún falso maestro conseguirá desviarle. El creyente tiene un punto de apoyo y acepta vivir la vida de manera digna y como agrada a Dios. Quien cree, puede concluir con pleno conocimiento su vida y aceptar el momento en que Dios le llame.

Es verdad que considerarse hoy en la Iglesia no es el modo más cómodo de vivir. Es más fácil adaptarse y esconderse. Actualmente aceptar la fe y vivirla, significa nadar contracorriente. Se trata de una opción que exige energía y valor25.

1 Parroquia de los Santos Protomártires, 21 de abril de 1985.

2 Discurso en Verona, el 16 de abril de 1988.

3 Discurso en el santuario de la Virgen de las Gracias en Benevento, 2 de julio de 1990.

4 Discurso a los jóvenes en París, 1 de junio de 1980.

5 Al Almo Collegio Capranica, 21 de enero de 1980.

6 Colonia, discurso a los profesores y estudiantes, 15 de noviembre de 1980.

7 Erice, encuentro con los investigadores del centro Ettore Majorana, 8 de mayo de 1993.

8 Munich, homilía a los jóvenes, 19 de noviembre de 1980.

9 A los obispos de Holanda en visita «ad lumina apostolorum», 11 de enero de 1993.

10 Cracovia, discurso a los universitarios, 8 de junio de 1979.

11 Fulda, encuentro con los laicos, 18 de noviembre de 1980.

12 Osnabrück, homilía, 16 de noviembre de 1980.

13 Discurso a la juventud salesiana, 5 de mayo de 1979.

14 Santiago de Compostela, discurso a los jóvenes, 19 de agosto de 1989.

15 Nueva Delhi, homilía en el estadio Indira Gandhi, 1 de febrero de 1986.

16 Idem.

17 Idem.

18 Bahía Blanca, Argentina, discurso al mundo rural, 7 de abril de 1987.

19 Nueva Delhi, 1 de febrero de 1986.

20 Nueva Delhi, 1 de febrero de 1986.

21 Nueva Delhi, homilía, 2 de febrero de 1986.

22 Encíclica «Dominum et vivificantem».

23 Encíclica «Dominum et vivificantem».

24 Viedma, Argentina, 6 de abril de 1987.

25 Homilía delante de la catedral de Münster, 1 de mayo de 1987.

Juan Pablo II: La fe en Dios, «roca» en la vida

Intervención durante la audiencia general de este miércoles

CIUDAD DEL VATICANO, 2 octubre 2002 intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada al comentar el cántico del capítulo 26 de Isaías, himno a Dios, «roca eterna» para quien confía en él.

Tenemos una ciudad fuerte, ha puesto para salvarla murallas y baluartes:

Abrid las puertas para que entre un pueblo justo, que observa la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti.

Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua.

La senda del justo es recta. Tú allanas el sendero del justo; en la senda de tus juicios, Señor, te esperamos, ansiando tu nombre y tu recuerdo.

Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti, porque tus juicios son luz de la tierra, y aprenden justicia los habitantes del orbe.

Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas  nos las realizas tú.

1. En el libro del profeta Isaías convergen voces de autores diferentes, distribuidas en un amplio espacio de tiempo, colocadas todas bajo el nombre y la inspiración de este grandioso testigo de la Palabra de Dios, vivido en el siglo VIII a.c.

Dentro de este amplio rollo de profecías, que también aprendió y leyó Jesús en la sinagoga de su pueblo, Nazaret (Cf. Lucas 4,17-19), se encuentra una serie de capítulos, que va del 24 al 27, generalmente llamada por los expertos «el gran Apocalipsis de Isaías». Luego aparecerá otra serie, de menor extensión, entre los capítulos 34 y 35. En páginas con frecuencia ardientes y llenas de simbolismos, se ofrece una poderosa descripción poética del juicio divino sobre la historia y se exalta la espera de la salvación por parte de los justos.

2. Con frecuencia, como sucederá en el Apocalipsis de Juan, se oponen dos ciudades antitéticas entre sí: la ciudad rebelde, encarnada en algunos centros históricos de entonces, y la ciudad santa, en la que se reúnen los fieles. Pues bien, el cántico que acabamos de escuchar, y que está tomado del capítulo 26 de Isaías, es precisamente la celebración gozosa de la ciudad de la salvación. Se eleva fuerte y gloriosa, pues es el mismo Señor quien ha puesto los cimientos y las murallas defensivas, haciendo de ella una morada segura y tranquila (Cf. versículo 1). Él abre ahora de par en par las puertas para acoger al pueblo de los justos (Cf. versículo 2), quienes parecen repetir las palabras del Salmista, cuando, ante el templo de Sión, exclama: «Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por ella» (Salmo, 117, 19-20).

3. Quien entra en la ciudad de la salvación debe tener un requisito fundamental: «su ánimo está firme..., porque confía en ti; confiad» (Cf. Isaías 26,3-4). La fe en Dios, una fe sólida, basada en él, es la auténtica «roca eterna» (versículo 4).

La confianza, ya expresada en el origen hebreo de la palabra «amén», sintética profesión de fe en el Señor que, como cantaba el rey David, es «mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Salmo 17, 2-3; Cf. 2 Samuel 22, 2-3). El don que Dios ofrece a los fieles es la paz (Cf. Isaías 26, 3), el don mesiánico por excelencia, síntesis de vida en la justicia, en la libertad y en la alegría de la comunión.

4. Es un don confirmado con fuerza también en el versículo final del cántico de Isaías: «Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú» (versículo 12). Este versículo llamó la atención de los Padres de la Iglesia: en aquella promesa de paz vislumbraron las palabras de Cristo que resonarían siglos después: «Mi paz os dejo, mi paz os doy» (Juan 14, 27).

En su «Comentario al Evangelio de Juan», san Cirilo de Alejandría recuerda que, al dar la paz, Jesús entrega su mismo Espíritu. Por tanto, no nos deja huérfanos, sino que a través del Espíritu permanece con nosotros. Y san Cirilo comenta: el profeta «invoca que se nos dé el Espíritu divino, por medio del cual, hemos sido readmitidos a la amistad con Dios Padre, nosotros, que antes estábamos alejados de él por el pecado que reinaba en nosotros». Después el comentario se convierte en una oración: «Concédenos la paz, Señor. Entonces, comprenderemos que lo tenemos todo, y que no le falta nada a quien ha recibido la plenitud de Cristo. De hecho, la plenitud de todo bien es el hecho de que Dios habite en nosotros por el Espíritu (Cf. Colosenses 1, 19» (vol. III, Roma 1994, p. 165).

5. Demos una última mirada al texto de Isaías. Presenta una reflexión sobre la «senda del justo» (Cf. versículo 7) y una declaración de adhesión a las justas decisiones de Dios (Cf. versículos 8-9). La imagen dominante es la del camino, clásica en la Biblia, como ya había declarado Oseas, un profeta anterior a Isaías: «Quien es sabio que entienda estas cosas..., pues rectos son los caminos del Señor, por ellos caminan los justos, más los rebeldes en ellos tropiezan» (14, 10).

En el cántico de Isaías hay otro elemento muy sugerente por el uso que hace de él la Liturgia de las Horas. Menciona la aurora, esperada después de una noche dedicada a la búsqueda de Dios: « Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti» (26, 9).

Precisamente a las puertas del día, cuando comienza el trabajo y late la vida diaria en las calles de las ciudades, el fiel debe comprometerse de nuevo a caminar «por la senda de tus juicios, Señor» (v. 8), esperando en Él y en su Palabra, único manantial de paz.

Los labios pronuncian entonces las palabras del Salmista, que desde la aurora profesa su fe: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti...; tu gracia vale más que la vida» (Salmo 62, 2.4). Con el espíritu reconfortado, puede afrontar el nuevo día.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit

Al final de la audiencia, el Papa hizo esta síntesis en castellano]

Queridos hermanos y hermanas:

El Cántico de Isaías que acabamos de escuchar describe la ciudad de la salvación que abre con gozo las puertas a los justos. Ella se erige fuerte y gloriosa, porque el Señor ha puesto sus fundamentos y muros de defensa, haciéndola segura y tranquila. Quien entra en esta ciudad debe tener una fe sólida en Dios, la «roca eterna». Él ofrece a los fieles la paz, síntesis de una vida en la justicia, en la libertad y en la alegría de la comunión.

Los Padres de la Iglesia han visto en esa promesa de paz las palabras que Cristo diría siglos más tarde: «Mi paz os dejo». Al dar la paz, Jesús dona su mismo Espíritu y se queda con nosotros.

Saludo a los fieles de lengua española; en especial a los peregrinos de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Lampa, Chile; a los jóvenes de la Archidiócesis de La Habana, Cuba; a los alumnos del Bachillerato humanista moderno de Salta, Argentina. Afrontad cada jornada, cuando comienza el trabajo y la vida en las calles de la ciudad, con el empeño de seguir «los rectos juicios del Señor» y esperando en su Palabra, única fuente de paz. ¡Muchas gracias!

FE O RAZÓN

Fuente: Círculos teológicos

                Señor: Creo, pero aumenta mi fe. Líbrame de razonamientos estériles y enséñame a creer sin ver. Haz que yo pueda aprender a través del estudio teológico todo lo que Tú deseas enseñarme, pero que no olvide, Señor, que es en la oración donde puedo conocerte mejor y aprender mucho más que en todo lo que pueda leer y estudiar. Que recuerde que, siendo Tú, Señor, fuente de toda sabiduría y verdad, es en la unión contigo a través de la oración sincera y asidua, como llegaré a la verdad y obtendré la sabiduría.

La Fe es a la vez, gracia de Dios y respuesta humana.

Tener Fe significa creer -firmemente y sin dudar- todo lo que Dios nos ha revelado y lo que la Iglesia Católica -su Iglesia- nos propone como motivos de Fe.

Nuestra inteligencia tiene la tendencia a creer las cosas que son evidentes. Como hay verdades divinas no evidentes, para creerlas se necesita nuestro asentimiento a esas verdades divinas.

¿Podemos tener Fe por nosotros mismos?

Jesús le dijo a San Pedro, al reconocerlo como el Mesías: “Feliz eres, Simón, porque eso no te lo enseñó la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” (Mt. 16, 17). Es decir, tenemos todas las gracias divinas para poder creer aun lo no comprobable y hasta increíble... pero debemos responder a esas gracias dando nuestro asentimiento. Eso es tener Fe.

En resumen, la Fe -según palabras Santo Tomás de Aquino- “es un acto del entendimiento, el cual se adhiere a la Verdad Divina, mediante una orden de la voluntad movida por la gracia de Dios”.

La Fe no es contraria a la razón. Creer no significa abdicar de la razón. Tampoco la Fe puede ser contraria a la Ciencia, pues lo verdadero no puede contradecir a lo verdadero. La verdad tiene una misma fuente que es Dios y Dios no puede contradecirse. Las realidades no-sagradas y las realidades sagradas provienen de la misma fuente que es Dios.

San Agustín nos indica cómo debe ser la relación entre la Fe y la razón, para qué y cómo utilizar nuestra inteligencia: “Creo para comprender y comprendo para creer mejor”.

Los misterios de la Fe están por encima de la razón, no en contra de la razón... Y creer esos misterios resulta muy beneficioso para nosotros.

Los misterios de la Fe no pueden comprobarse por medio de la razón, pues al estar por encima de la razón, son incomprensibles para nuestra inteligencia. Los misterios de la Fe desbordan nuestra limitada capacidad intelectual: es imposible que -por decirlo gráficamente- misterios infinitos quepan en nuestra inteligencia limitada.

Experiencia mística de San Agustín al tratar de explicarse el misterio de la Santísima Trinidad demuestra nuestra limitación para comprender verdades infinitas. Cuéntase que mientras San Agustín se encontraba en la playa preparándose para dar una enseñanza sobre el misterio de la Santísima Trinidad, vio a un niño tratando de vaciar el agua del mar en un hoyito que había hecho en la arena. Al preguntarle San Agustín qué estaba haciendo, el niño le respondió que estaba tratando de vaciar el mar en el hoyito, a lo que le contestó el Santo: “Pero, ¡estás tratando de hacer una cosa imposible!” Y el Niño le replicó: “No más imposible de lo que es para ti entender o explicar el misterio de la Santísima Trinidad”. Y con estas palabras el Niño desapareció.

Apologética viene de “apología” = defensa o justificación. Es la ciencia teológica que prueba la “razonabilidad” de las verdades de la fe; es decir que éstas no son contrarias a la razón.

La Apologética responde al llamado de San Pedro: “siempre estén dispuestos para dar una respuesta acertada al que les pregunte acerca de sus convicciones” (1 Pe. 3, 15-b).

La Apologética no pretende comprobar con certeza matemática las verdades de la Fe. Certeza matemática es, por ejemplo, la realidad de que una parte de una torta es menor que la torta entera (dicho en términos matemáticos: “el todo es mayor que una de sus partes”.

Pero un hecho real, como la resurrección de Cristo, no tiene una evidencia tan exacta como ese axioma matemático, pero puede demostrarse, por ejemplo, históricamente o inclusive confirmarse científicamente.

La Apologética, entonces, se relaciona solamente con la inteligencia, mientras que la Fe se refiere tanto a la inteligencia como a la voluntad y a la gracia divina.

En resumen: la Apologética no puede producir la Fe, pero es una herramienta útil para explicarnos y explicar a otros algunas verdades de la Fe.

ES NECESARIA NUEVA APOLOGETICA

FRENTE A PRESION DE LOS MEDIOS

Y DE LAS SECTAS,

DICE EL PAPA.

Vaticano, (ACI) 13-4-02.- El Papa Juan Pablo II habló de la importancia de desarrollar “una nueva Apologética”.

“En un mundo en el que la gente está continuamente sujeta a la presión cultural e ideológica de los medios de comunicación y a la actitud agresivamente anti-católica de las sectas, la Iglesia está llamada a proclamar la verdad absoluta y universal al mundo, en una época en la que en muchas culturas hay una profunda incertidumbre sobre la posibilidad de que exista esa verdad absoluta”.

“Por eso la Iglesia debe expresarse con claridad”. Juan Pablo II subrayó que “hablar con claridad significa que es necesario explicar comprensiblemente la verdad de la Revelación y las enseñanzas de la Iglesia que derivan de ella”.

“Es necesaria una nueva Apologética que tenga en cuenta que nuestra tarea no es vencer con los argumentos, sino conquistar almas, con la humildad y compasión necesarias para comprender las ansiedades y los interrogantes de las personas”