QUÉ ES EL DIACONADO PERMANENTE?

NORMAS BÁSICAS PARA LA FORMACIÓN DE LOS DIÁCONOS PERMANENTESDIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y VIDA DE LOS DIÁCONOS Fuente:  Congregación para la educación católica, congregación para el Clero DECLARACIÓN CONJUNTA E INTRODUCCIÓNDeclaración conjuntaEl

Diaconado permanente, restablecido por el Concilio Vaticano II en armonía con la antigua Tradición y con los auspicios específicos del Concilio Tridentino, en estos últimos decenios ha conocido, en numerosos lugares, un fuerte impulso y ha producido frutos prometedores, en favor de la urgente obra misionera de la nueva evangelización. La Santa Sede y numerosos Episcopados no han cesado de ofrecer elementos normativos y puntos de referencia para la vida y la formación diaconal, favoreciendo una experiencia eclesial que, por su incremento, necesita hoy de unidad de enfoques, de ulteriores elementos clarificadores y, a nivel operativo, de estímulos y puntualizaciones pastorales. Es toda la realidad diaconal (visión doctrinal fundamental, consiguiente discernimiento vocacional y preparación, vida, ministerio, espiritualidad y formación permanente) la que postula hoy una revisión del camino recorrido hasta ahora, para alcanzar una clarificación global, indispensable para un nuevo impulso de este grado del Orden sagrado, en correspondencia con los deseos y las intenciones del Concilio Vaticano II. 

Las Congregaciones para la Educación Católica y para el Clero, después de la publicación, respectivamente, de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis para la formación al sacerdocio y del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, han visto la necesidad de prestar especial atención a la temática del Diaconado Permanente, para completar el desarrollo de cuanto se refiere a los dos primeros grados del Orden sagrado, objeto de su competencia. Por consiguiente, después de haber escuchado al Episcopado universal y a numerosos expertos, las dos congregaciones han dedicado a este tema sus Asambleas Plenarias de noviembre de 1995. Cuanto se trató, unido a las numerosísimas experiencias adquiridas, ha sido objeto de atento estudio por parte de los Eminentísimos y Excelentísimos Miembros, por ello, las dos Congregaciones han elaborado las presentes redacciones finales de la Ratio fundamentalis institutionis diaconorum permanentium y del Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes que reproducen fielmente instancias, indicaciones y propuestas provenientes de todas la áreas geográficas, representadas a tan alto nivel. Los trabajos de las dos Asambleas Plenarias han hecho surgir numerosos elementos de convergencia y la necesidad, cada vez más sentida en nuestro tiempo, de una armonía concertada, para ventaja de la unidad en la formación y de la eficacia pastoral del sagrado ministerio, frente a los desafíos del ya inminente Tercer Milenio. Por tanto, los mismos Padres han pedido que los dos Dicasterios se encargaran de la redacción sincrónica de los dos documentos, publicándolos simultáneamente, precedidos por una única introducción comprensiva de los elementos fundamentales. La Ratio fundamentalis institutionis diaconorum permanentium, preparada por la Congregación para la Educación Católica, pretende no sólo ofrecer algunos principios orientativos sobre la formación de los diáconos permanentes, sino también dar algunas directrices que deben ser tenidas en cuenta por las Conferencias Episcopales en la elaboración de sus «Ratio» nacionales.

La Congregación ha pensado ofrecer a los Episcopados este subsidio, análogo a la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis, para ayudarlos a cumplir de modo adecuado las prescripciones del can. 236, CIC, con el fin de garantizar en la Iglesia la unidad, la seriedad y la integridad de la formación de los diáconos permanentes. Por lo que se refiere al Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes, éste tiene valor no sólo exhortativo sino, como también el precedente para los presbíteros, reviste un carácter jurídicamente vinculante allí donde sus normas «recuerdan iguales normas disciplinares del Código de Derecho Canónico», o «determinan los modos de ejecución de las leyes universales de la Iglesia, hacen explícitas sus razones doctrinales e inculcan o solicitan su fiel observancia».1 En estos casos concretos, el Directorio debe ser considerado como formal Decreto general ejecutivo (cf. can. 32). Estos dos documentos, que son ahora publicados por autoridad de los respectivos Dicasterios, aunque cada uno conserva su propia identidad y su valor jurídico específico, se reclaman y se integran mutuamente, en virtud de su lógica continuidad, y se desea vivamente que sean presentados, acogidos y aplicados siempre en su integridad. La introducción, punto de referencia y de inspiración de toda la normativa, aquí publicada conjuntamente, permanece indisolublemente ligada a ambos documentos. Ésta se atiene a los aspectos históricos y pastorales del Diaconado Permanente, con referencia específica a la dimensión práctica de la formación y del ministerio. Los elementos doctrinales que sostienen las argumentaciones son los de la doctrina expresada en los documentos del Concilio Vaticano II y en el sucesivo Magisterio pontificio. Los documentos responden a una necesidad ampliamente sentida de aclarar y reglamentar la diversidad de perspectivas de los experimentos hasta aquí realizados, tanto a nivel de discernimiento y de preparación, como a nivel de actuación ministerial y de formación permanente. De este modo se podrá asegurar aquella estabilidad de criterios que no dejará de garantizar dentro de la legítima pluralidad la indispensable unidad, con la consiguiente fecundidad de un ministerio que ha producido ya buenos frutos y promete una válida contribución a la nueva evangelización, en el umbral del Tercer Milenio.

 Las normas, contenidas en los dos documentos, se refieren a los diáconos permanentes del clero secular diocesano, aunque muchas de ellas, con las necesarias adaptaciones, deberán ser tenidas en cuenta por los diáconos permanentes miembros de Institutos de vida consagrada y de Sociedades de vida apostólica. Introducción2 I. El ministerio ordenado1. «Para apacentar al Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados dirigidos al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, lleguen a la salvación».3 El sacramento del orden «configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento a Cristo en favor de su Iglesia. Por la ordenación recibe la capacidad de actuar como representante de Cristo, Cabeza de la Iglesia, en su triple función de sacerdote, profeta y rey».4 Gracias al sacramento del orden la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles continúa llevándose a cabo en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: éste es, pues, el sacramento del ministerio apostólico.5 El acto sacramental de la ordenación va más allá de una simple elección, designación, encargo o institución por parte de la comunidad, ya que confiere un don del Espíritu Santo, que permite ejercitar una potestad sacra, que puede venir sólo de Cristo, mediante su Iglesia.6 «El enviado del Señor habla y actúa no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo».7 El sacramento del ministerio apostólico comporta tres grados. De hecho «el ministerio eclesiástico de institución divina es ejercido en diversas categorías por aquellos que ya desde antiguo se llaman obispos, presbíteros, diáconos».8 Junto a los presbíteros y a los diáconos, que prestan su ayuda, los obispos han recibido el ministerio pastoral en la comunidad y presiden en lugar de Dios a la grey de la que son los pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno.9 La naturaleza sacramental del ministerio eclesial hace que a él esté «intrínsecamente ligado el carácter de servicio. En efecto, los ministros, en cuanto dependen totalmente de Cristo, el cual confiere su misión y autoridad, son verdaderamente "siervos de Cristo" (cf. Rm 1, 11), a imagen de él, que ha asumido libremente por nosotros «la condición de siervo» (Fil 2, 7)».10 El sagrado ministerio posee, además, carácter colegial  y carácter personal,12 por lo cual «en la Iglesia, el ministerio sacramental es un servicio ejercitado en nombre de Cristo y tiene una índole personal y una forma colegial. [...].13 II. El orden del diaconado2. El servicio de los diáconos en la Iglesia está documentado desde los tiempos apostólicos. Una tradición consolidada, atestiguada ya por S. Ireneo y que confluye en la liturgia de la ordenación, ha visto el inicio del diaconado en el hecho de la institución de los «siete», de la que hablan los Hechos de los Apóstoles (6, 1-6). En el grado inicial de la sagrada jerarquía están, por tanto, los diáconos, cuyo ministerio ha sido siempre tenido en gran honor en le Iglesia.14 San Pablo los saluda junto a los obispos en el exordio de la Carta a los Filipenses (cf. Fil 1, 1) y en la Primera Carta a Timoteo examina las cualidades y las virtudes con las que deben estar adornados para cumplir dignamente su ministerio (cf. 1 Tim 3, 8-13).15 La literatura patrística atestigua desde el principio esta estructura jerárquica y ministerial de la Iglesia, que comprende el diaconado. Para S. Ignacio de Antioquía16 una Iglesia particular sin obispo, presbítero y diácono era impensable.

Él subraya cómo el ministerio del diácono no es sino el «ministerio de Jesucristo, el cual antes de los siglos estaba en el Padre y ha aparecido al final de los tiempos». «No son, en efecto, diáconos para comidas o bebidas, sino ministros de la Iglesia de Dios». La Didascalia Apostolorum17 y los Padres de los siglos sucesivos, así como también los diversos Concilios18 y la praxis eclesiástica19 testimonian la continuidad y el desarrollo de tal dato revelado. La institución diaconal floreció, en la Iglesia de Occidente, hasta el siglo V; después, por varias razones conoció una lenta decadencia, terminando por permanecer sólo como etapa intermedia para los candidatos a la ordenación sacerdotal. El Concilio de Trento dispuso que el diaconado permanente fuese restablecido, como era antiguamente, según su propia naturaleza, como función originaria en la Iglesia.20 Pero tal prescripción no encontró una actuación concreta. El Concilio Vaticano II determinó que « se podrá restablecer el diaconado en adelante como grado propio y permanente de la Jerarquía... (y) podrá ser conferido a los varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato», según la constante tradición.21 Las razones que han determinado esta elección fueron sustancialmente tres: a) el deseo de enriquecer a la Iglesia con las funciones del ministerio diaconal que de otro modo, en muchas regiones, difícilmente hubieran podido ser llevadas a cabo; b) la intención de reforzar con la gracia de la ordenación diaconal a aquellos que ya ejercían de hecho funciones diaconales; c) la preocupación de aportar ministros sagrados a aquellas regiones que sufrían la escasez de clero. Estas razones ponen de manifiesto que la restauración del diaconado permanente no pretendía de ningún modo comprometer el significado, la función y el florecimiento del sacerdocio ministerial que siempre debe ser generosamente promovido por ser insustituible. Pablo VI, para actuar las indicaciones conciliares, estableció, con la carta apostólica «Sacrum diaconatus ordinem» (18 de junio de 1967),22 las reglas generales para la restauración del diaconado permanente en la Iglesia latina. El año sucesivo, con la constitución apostólica «Pontificalis romani recognitio» (18 de junio de 1968),23 aprobó el nuevo rito para conferir las sagradas órdenes del episcopado, del presbiterado y del diaconado, definiendo del mismo modo la materia y la forma de las mismas ordenaciones, y, finalmente, con la carta apostólica «Ad pascendum» (15 de agosto de 1972),24 precisó las condiciones para la admisión y la ordenación de los candidatos al diaconado. Los elementos esenciales de esta normativa fueron recogidos entre las normas del Código de derecho canónico, promulgado por el papa Juan Pablo II el 25 de enero de 1983.25 Siguiendo la legislación universal, muchas Conferencias Episcopales procedieron y todavía proceden, previa aprobación de la Santa Sede, a la restauración del diaconado permanente en sus Naciones y a la redacción de normas complementarias al respecto. III. El diaconado permanente3. La experiencia plurisecular de la Iglesia ha sugerido la norma, según la cual el orden del presbiterado es conferido sólo a aquel que ha recibido antes el diaconado y lo ha ejercitado oportunamente.26 El orden del diaconado, sin embargo, «no debe ser considerado como un puro y simple grado de acceso al sacerdocio».27 «Ha sido uno de los frutos del Concilio Ecuménico Vaticano II, querer restituir el diaconado como grado propio y permanente de la jerarquía».28 En base a «motivaciones ligadas a las circunstancias históricas y a las perspectivas pastorales» acogidas por los Padres conciliares, en verdad «obraba misteriosamente el Espíritu Santo, protagonista de la vida de la Iglesia, llevando a una nueva actuación del cuadro completo de la jerarquía, tradicionalmente compuesta de obispos, sacerdotes y diáconos. Se promovía de tal forma una revitalización de las comunidades cristianas, más en consonancia con las que surgían de las manos de los Apóstoles y florecían en los primeros siglos, siempre bajo el impulso del Paráclito, como lo atestiguan los Hechos».29 El diaconado permanente constituye un importante enriquecimiento para la misión de la Iglesia.30 Ya que los munera que competen a los diáconos son necesarios para la vida de la Iglesia,31 es conveniente y útil que, sobre todo en los territorios de misiones,32 los hombres que en la Iglesia son llamados a un ministerio verdaderamente diaconal, tanto en la vida litúrgica y pastoral, como en las obras sociales y caritativas «sean fortalecidos por la imposición de las manos transmitida desde los Apóstoles, y sean más estrechamente unidos al servicio del altar, para que cumplan con mayor eficacia su ministerio por la gracia sacramental del diaconado».33 Ciudad del Vaticano, desde el Palacio de las Congregaciones, 22 de febrero, fiesta de la Cátedra de San Pedro, de 1998. Congregación para la Educación Católica PIO CARD. LAGHIPrefecto +José Saraiva Martins, Arz. tit. de TubúrnicaSecretario Congregación para el Clero DARÍO CARD. CASTRILLÓN HOYOSPrefecto +Csaba Ternyák, Arz. tit. de EminenzianaSecretario DIRECTORIO PARA EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS DIÁCONOS PERMANENTES Directorium pro ministerio et vita diaconorum permanentiumCongregación para el Clero 1EL ESTATUTO JURÍDICO DEL DIÁCONOEl diácono ministro sagrado1.

El diaconado tiene su origen en la consagración y en la misión de Cristo, de las cuales el diácono está llamado a participar.34 Mediante la imposición de las manos y la oración consecratoria es constituído ministro sagrado, miembro de la jerarquía. Esta condición determina su estatuto teológico y jurídico en la Iglesia. La incardinación2. En el momento de la admisión todos los candidatos deberán expresar claramente y por escrito la intención de servir a la Iglesia35 durante toda la vida en una determinada circunscripción territorial o personal, en un Instituto de Vida Consagrada, en un Sociedad de Vida apostólica, que tengan la facultad de incardinar.36 La aceptación escrita de tal petición está reservada a quien tenga la facultad de incardinar, y determina quien es el superior del candidato.37  La incardinación es un vínculo jurídico, que tiene valor eclesiológico y espiritual en cuanto que expresa la dedicación ministerial del diácono a la Iglesia. 3. Un diácono ya incardinado en una circunscripción eclesiástica, puede ser incardinado en otra circunscripición a norma del derecho.38 El diácono que, por justos motivos, desea ejercer el ministerio en una diócesis diversa de aquella de la incardinación, debe obtener la autorización escrita de los dos obispos. Los obispos favorezcan a los diáconos de su diócesis, que desean ponerse a disposición de las Iglesias, que sufren por la escasez de clero, sea en forma definitiva, sea por tiempo determinado, y, en particular, a aquellos que piden dedicarse, previa una específica y cuidadosa preparación, para la misión ad gentes. Las necesarias relaciones serán reguladas con un adecuado acuerdo entre los obispos interesados.39 Es deber del obispo seguir con particular solicitud a los diáconos de su diócesis.40 Él se dirigirá con especial premura, proveyendo personalmente o mediante un sacerdote delegado suyo, hacia aquellos que, por su situación, se encuentren en especiales dificultades. 4. El diácono incardinado en un Instituto de Vida Consagrada o en una Sociedad de Vida Apostólica, ejercerá su ministerio bajo la potestad del obispo en todo aquello que se refiere al cuidado pastoral, al ejercicio público del culto divino y a las obras de apostolado, quedando también sujeto a los propios superiores, según su competencia y manteniéndose fiel a la disciplina de la comunidad de referencia.41 En caso de traslado a otra comunidad de diversa diócesis, el superior deberá presentar el diácono al Ordinario con el fin de obtener de éste la licencia para el ejercicio del ministerio, según la modalidad que ellos mismos determinarán con sabio acuerdo. 5. La vocación específica del diaconado permanente supone la estabilidad en este orden. Por tanto, un eventual paso al presbiterado de diáconos no casados o que hayan quedado viudos será una rarísima excepción, posible sólo cuando especiales y graves razones lo sugieran.

La decisión de admisión al Orden del Presbiterado corresponde al propio obispo diocesano, si no hay otros impedimentos reservados a la Santa Sede42 Sin embargo, dada la excepcionalidad del caso, es oportuno que él consulte previamente a la Congregación para la Educación Católica respecto a lo que se refiere al programa de preparación intelectual y teológica del cadidato y la Congregación para el Clero acerca el programa de preparación pastoral y las actitudes del diácono al ministerio presbiteral. Fraternidad sacramental6. Los diáconos, en virtud del orden recibido, están unidos entre sí por la hermandad sacramental. Todos ellos actúan por la misma causa: la edificación del Cuerpo de Cristo, bajo la autoridad del obispo, en comunión con el Sumo Pontífice.43 Siéntase cada diácono ligado a sus hermanos con el vínculo de la caridad, de la oración, de la obediencia al propio obispo, del celo ministerial y de la colaboración. Es bueno que los diáconos, con el consentimiento del obispo y en presencia del obispo mismo o de su delegado, se reúnan periódicamente para verificar el ejercicio del propio ministerio, intercambiar experiencias, proseguir la formación, estimularse recíprocamente en la fidelidad. Estos encuentros entre diáconos permanentes pueden constituir un punto de referencia también para los candidatos a la ordenación diaconal. Corresponde al obispo del lugar alimentar en los diáconos que trabajan en la diócesis un «espíritu de comunión», evitando la formación de aquel «corporativismo», que influyó en la desaparición del diaconado permanente en los siglos pasados. Obligaciones y derechos7. El estatuto del diácono comporta también un conjunto de obligaciones y derechos específicos, a tenor de los cann. 273-283 del Código de Derecho Canónico, que se refieren a las obligaciones y a los derechos de los clérigos, con las peculiaridades allí previstas para los diáconos. 8. El rito de la ordenación del diácono prevé la promesa de obediencia al obispo: «¿Prometes a mí y mis sucesores filial respeto y obediencia?».44 El diácono, prometiendo obediencia al obispo, asume como modelo a Jesús, obediente por excelencia (cf. Fil 2, 5-11), sobre cuyo ejemplo caracterizará la propia obediencia en la escucha (cf. Heb 10, 5ss; Jn 4, 34) y en la radical disponibilidad (cf. Lc 9, 54ss; 10, 1ss). Él, por esto, se compromete sobre todo con Dios a actuar en plena conformidad a la voluntad del Padre; al mismo tiempo se compromete también con la Iglesia, que tiene necesidad de personas plenamente disponibles.45 En la plegaria y en el espíritu de oración del cual debe estar penetrado, el diácono profundizará diariamente el don total de sí, como ha hecho el Señor «hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8). Esta visión de la obediencia predispone a la acogida de las concretas obligaciones asumidas por el diácono con la promesa hecha en la ordenación, según cuanto está previsto por la ley de la Iglesia: «Los clérigos, si no les exime un impedimento legítimo, están obligados a aceptar y desempeñar fielmente la tarea que les encomiende su ordinario»46 El fundamento de la obligación está en la participación misma en el ministerio episcopal, conferida por el sacramento del Orden y por la misión canónica. El ámbito de la obediencia y de la disponibilidad está determinado por el mismo ministerio diaconal y por todo aquello que tiene relación objetiva, directa e inmediata con él. Al diácono, en el decreto en que se le confiere el oficio, el obispo le atribuirá las tareas correspondientes a sus capacidades personales, a la condición celibataria o familiar, a la formación, a la edad, a las aspiraciones reconocidas como espiritualmente válidas. Serán también definidos el ámbito territorial o las personas a las que dirigirá su servicio apostólico; será igualmente especificado si su oficio es a tiempo pleno o parcial, y qué presbítero será el responsable de la «cura animarum», relativa al ámbito de su oficio. 9. Es deber de los clérigos vivir el vínculo de la fraternidad y de la oración, comprometiéndose en la colaboración mutua y con el obispo, reconociendo y promoviendo la misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo,47 conduciendo un estilo de vida sobrio y simple, que se abra a la ?cultura del dar' y favorezca una generosa caridad fraterna.48 10. Los diáconos permanentes no están obligados a llevar el hábito eclesiástico, como en cambio lo están los diáconos candidatos al presbiterado,49 para los cuales valen las mismas normas previstas universalmente para los presbíteros.50 Los miembros de los Institutos de Vida consagrada y las Sociedades de Vida apostólica se atendrán a cuanto está dispuesto para ellos en el Código de Derecho Canónico.51 11. La Iglesia reconoce en el propio ordenamiento canónico el derecho de los diáconos para asociarse entre ellos, con el fin de favorecer su vida espiritual, ejercitar obras de caridad y de piedad y conseguir otros fines, en plena conformidad con su consagración sacramental y su misión.52 A los diáconos, como a los otros clérigos, no les está permitida la fundación, la adhesión y la participación en asociaciones o agrupaciones de cualquier género, incluso civiles, incompatibles con el estado clerical, o que obstaculicen el diligente cumplimiento de su ministerio. Evitarán también todas aquellas asociaciones que, por su naturaleza, finalidad y métodos de acción vayan en detrimento de la plena comunión jerárquica de la Iglesia; además aquellas que acarrean daños a la identidad diaconal y al cumplimiento de los deberes que los diáconos ejercen en el servicio del pueblo de Dios; y, finalmente, aquellas que conspiran contra la Iglesia.53 Serían totalmente incompatibles con el estado diaconal aquellas asociaciones que quisieran reunir a los diáconos, con la pretensión de representatividad, en una especie de corporación, o de sindicato, o en grupos de presión, reduciendo, de hecho, su sagrado ministerio a una profesión u oficio, comparable a funciones de carácter profano. Además, son totalmente incompatibles aquellas asociaciones, que en cualquier modo desvirtúan la naturaleza del contacto directo e inmediato, que cada diácono debe tener con su propio obispo. Tales asociaciones están prohibidas porque resultan nocivas al ejercicio del sagrado ministerio diaconal, que corre el riesgo de ser considerado como prestación subordinada, e introducen así una actitud de contraposición respecto a los sagrados pastores, considerados únicamente como empresarios.54 Téngase presente que ninguna asociación privada puede ser reconocida como eclesial sin la previa recognitio de los estatutos por parte de la autoridad eclesial competente;55 que la misma autoridad tiene el derecho-deber de vigilar sobre la vida de las asociaciones y sobre la consecución de la finalidad de sus estatutos.56 Los diáconos, provenientes de asociaciones o movimientos eclesiales, no sean privados de las riquezas espirituales de tales agrupaciones, en las que pueden seguir encontrando ayuda y apoyo para su misión en el servicio de la Iglesia particular. 12.

La eventual actividad profesional o laboral del diácono tiene un significado diverso de la del fiel laico.57 En los diáconos permanentes el trabajo permanece, de todos modos, ligado al ministerio; ellos, por tanto, tendrán presente que los fieles laicos, por su misión específica, están «llamados de modo particular a hacer que la Iglesia esté presente y operante en aquellos lugares y circunstancias, en las que ella no puede ser sal de la tierra sino por medio de ellos».58 La vigente disciplina de la Iglesia no prohíbe que los diáconos permanentes asuman o ejerzan una profesión con ejercicio de poderes civiles, ni que se dediquen a la administración de los bienes temporales o que ejerzan cargos seculares con la obligación de dar cuentas de ellos, como excepción a cuanto se ha dicho sobre los demás clérigos.59 Dado que dicha excepción puede ser inoportuna, está previsto que el derecho particular pueda determinar diversamente. En el ejercicio de las actividades comerciales y de los negocios,60 que les están permitidos si no hay previsiones diversas y oportunas por parte del derecho particular, será deber de los diáconos dar un buen testimonio de honestidad y de rectitud deontológica, incluso en la observancia de las obligaciones de justicia y de las leyes civiles que no estén en oposición con el derecho natural, el Magisterio, a las leges de la iglesia y a su libertad.61 Esta excepción no se aplica a los diáconos pertenecientes a Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica.62 Los diáconos permanentes siempre tendrán cuidado de valorar cada situación con prudencia, pidiendo consejo al propio obispo, sobre todo en los casos y en las situaciones más complejas. Tales profesiones, aunque honestas y útiles a la comunidad —si ejercidas por un diácono permanente— podrían resultar, en determinadas circunstancias, difícilmente compatibles con la responsabilidad pastoral propia de su ministerio. Por tanto, la autoridad competente, teniendo presente las exigencias de la comunión eclesial y los frutos de la acción pastoral al servicio de ésta, debe valorar prudentemente cada caso, aunque cuando se verifiquen cambios de profesión después de la ordenación diaconal. En casos de conflicto de conciencia, los diáconos deben actuar, aunque con grave sacrificio, en conformidad con la doctrina y la disciplina de la Iglesia. 13. Los diáconos, en cuanto ministros sagrados, deben dar prioridad al ministerio y a la caridad pastoral, favoreciendo «en sumo grado el mantenimiento, entre los hombres, de la paz y de la concordia».63 El compromiso de militancia activa en los partidos políticos y sindicatos puede ser consentido en situaciones de particular relevancia para «la defensa de los derechos de la Iglesia o la promoción del bien común»,64 según las disposiciones adoptadas por las Conferencias Episcopales;65 permanece, no obstante, firmemente prohibida, en todo caso, la colaboración con partidos y fuerzas sindicales, que se basan en ideologías, prácticas y coaliciones incompatibles con la doctrina católica. 14. El diácono, por norma, para alejarse de la diócesis «por un tiempo considerable», según las especificaciones del derecho particular, deberá tener autorización del propio Ordinario o Superior Mayor.66 Sustento y seguridad social15. Los diáconos, empeñados en actividades profesionales deben mantenerse con las ganancias derivadas de ellas.67 Es del todo legítimo que cuantos se dedican plenamente al servicio de Dios en el desempeño de oficios eclesiásticos,68 sean equitativamente remunerados, dado que «el trabajador es digno de su salario» (Lc 10, 7) y que «el Señor ha dispuesto que aquellos que anuncian el Evangelio vivan del Evangelio» (1 Cor 9,14). Esto no excluye que, como ya hacía el apóstol Pablo (cf. 1 Cor 9,12), no se pueda renunciar a este derecho y se provea diversamente al propio sustento. No es fácil fijar normas generales y vinculantes para todos en relación al sustento, dada la gran variedad de situaciones que se dan entre los diáconos, en las diversas Iglesias particulares y en los diversos países. En esta materia, además, hay que tener presentes también los eventuales acuerdos estipulados por la Santa Sede y por las Conferencias Episcopales con los gobiernos de las naciones. Se remite, por esto, al derecho particular para oportunas determinaciones. 16. Los clérigos, en cuanto dedicados de modo activo y concreto al ministerio eclesiástico, tienen derecho al sustento, que comprende «una remuneración adecuada»69 y la asistencia social.70 Respecto a los diáconos casados el Código de Derecho Canónico dispone lo siguiente: «Los diáconos casados plenamente dedicados al ministerio eclesiástico merecen una retribución tal que pueda sostener a sí mismos y a su familia; pero quienes, por ejercer o haber ejercido una profesión civil, ya reciben una remuneración, deben proveer a sus propias necesidades y a las de su familia con lo que cobren por ese título».71 Al establecer que la remuneración debe ser «adecuada», son también enunciados los parámetros para determinar y juzgar la medida de la remuneración: condición de la persona, naturaleza del cargo ejercido, circunstancias de lugar y de tiempo, necesidades de la vida del ministro (incluidas las de su familia si está casado), justa retribución para las personas que, eventualmente, estuviesen a su servicio.

 Se trata de criterios generales, que se aplican a todos los clérigos. Para proveer al «sustento de los clérigos que prestan servicios a favor de la diócesis», en cada Iglesia particular debe constituirse un instituto especial, con la finalidad de «recoger los bienes y las ofertas».72 La asistencia social en favor de los clérigos, si no ha sido dispuesto diversamente, es confiada a otro instituto apropiado.73 17. Los diáconos célibes, dedicados al ministerio eclesiástico en favor de la diócesis a tiempo completo, si no gozan de otra fuente de sustento, tienen derecho a la remuneración, según el principio general.74 18. Los diáconos casados, que se dedican a tiempo completo al ministerio eclesiástico sin recibir de otra fuente retribución económica, deben ser remunerados de manera que puedan proveer al propio sustento y al de la familia,75 en conformidad al susodicho principio general. 19. Los diáconos casados, que se dedican a tiempo completo o a tiempo parcial al ministerio eclesiástico, si reciben una remuneración por la profesión civil, que ejercen o han ejercido, están obligados a proveer a sus propias necesidades y a las de su familia con las rentas provenientes de tal remuneración.76 20. Corresponde al derecho particular reglamentar con oportunas normas otros aspectos de la compleja materia, estableciendo, por ejemplo, que los entes y las parroquias, que se benefician del ministerio de un diácono, tienen la obligación de reembolsar los gastos realizados por éste en el desempeño del ministerio. El derecho particular puede, además, definir qué obligaciones deba asumir la diócesis en relación al diácono que, sin culpa, se encontrase privado del trabajo civil. Igualmente, será oportuno precisar las eventuales obligaciones económicas de la diócesis en relación a la mujer y a los hijos del diácono fallecido. Donde sea posible, es oportuno que el diácono suscriba, antes de la ordenación, un seguro que prevea estos casos. Pérdida del estado de diácono21. El diácono está llamado a vivir con generosa entrega y renovada perseverancia el orden recibido, con fe en la perenne fidelidad de Dios. La sagrada ordenación, validamente recibida, jamás se pierde. Sin embargo, la pérdida del estado clerical se da en conformidad con lo estipulado por las normas canónicas

.77 2MINISTERIO DEL DIÁCONOFunciones de los diáconos22. El ministerio del diaconado viene sintetizado por el Concilio Vaticano II con la tríada: «ministerio (diaconía) de la liturgia, de la palabra y de la caridad».78 De este modo se expresa la participación diaconal en el único y triple munus de Cristo en el ministro ordenado. El diácono «es maestro, en cuanto proclama e ilustra la Palabra de Dios; es santificador, en cuanto administra el sacramento del Bautismo, de la Eucaristía y los sacramentales, participa en la celebración de la Santa Misa en calidad de «ministro de la sangre», conserva y distribuye la Eucaristía; «es guía, en cuanto animador de la comunidad o de diversos sectores de la vida eclesial».79 De este modo, el diácono asiste y sirve a los obispos y a los presbíteros, quienes presiden los actos litúrgicos, vigilan la doctrina y guían al Pueblo de Dios. El ministerio de los diáconos, en el servicio a la comunidad de los fieles, debe «colaborar en la construcción de la unidad de los cristianos sin prejuicios y sin iniciativas inoportunas»,80 cultivando aquellas «cualidades humanas que hacen a una persona aceptable a los demás y creíble, vigilante sobre su propio lenguaje y sobre sus propias capacidades de diálogo, para adquirir una actitud auténticamente ecuménica».81 Diaconía de la Palabra23. El obispo, durante la ordenación, entrega al diácono el libro de los Evangelios diciendo estas palabras: «Recibe el Evangelio de Cristo del cual te has transformado en su anunciador».82 Del mismo modo que los sacerdotes, los diáconos se dedican a todos los hombres, sea a través de su buena conducta, sea con la predicación abierta del misterio de Cristo, sea en el transmitir las enseñanzas cristianas o al estudiar los problemas de su tiempo. Función principal del diácono es, por lo tanto, colaborar con el obispo y con los presbíteros en el ejercicio del ministerio83, n. 9: Enseñanzas, VII, 2 [1984], 436)] no de la propia sabiduría, sino de la Palabra de Dios, invitando a todos a la conversión y a la santidad.84 Para cumplir esta misión los diáconos están obligados a prepararse, ante todo, con el estudio cuidadoso de la Sagrada Escritura, de la Tradición, de la liturgia y de la vida de la Iglesia.85 Están obligados, además, en la interpretación y aplicación del sagrado depósito, a dejarse guiar dócilmente por el Magisterio de aquellos que son «testigos de la verdad divina y católica»:86 el Romano Pontífice y los obispos en comunión con él,87 de modo que propongan «integral y fielmente el misterio de Cristo».88 Es necesario, en fin, que aprendan el arte de comunicar la fe al hombre moderno de manera eficaz e integral, en las múltiples situaciones culturales y en las diversas etapas de la vida.89 24. Es propio del diácono proclamar el evangelio y predicar la palabra de Dios.90 Los diáconos gozan de la facultad de predicar en cualquier parte, según las condiciones previstas por el Código.91 Esta facultad nace del sacramento y debe ser ejercida con el consentimiento, al menos tácito, del rector de la Iglesia, con la humildad de quien es ministro y no dueño de la palabra de Dios. Por este motivo la advertencia del Apóstol es siempre actual: «Investidos de este ministerio por la misericordia con que fuimos favorecidos, no desfallecemos. Al contrario, desechando los disimulos vergonzosos, sin comportarnos con astucia ni falsificando la palabra de Dios, sino anunciando la verdad, nos presentamos delante de toda conciencia humana, en presencia de Dios» (2 cor 4:1-2).92 25. Cuando presidan una celebración litúrgica o cuando según las normas vigentes,93 sean los encargados de ellas, los diáconos den gran importancia a la homilía en cuanto «anuncio de las maravillas hechas por Dios en el misterio de Cristo, presente y operante sobretodo en las celebraciones litúrgicas».94 Sepan, por tanto, prepararla con especial cuidado en la oración, en el estudio de los textos sagrados, en la plena sintonía con el Magisterio y en la reflexión sobre las expectativas de los destinatarios. Concedan, también, solícita atención a la catequesis de los fieles en las diversas etapas de la existencia cristiana, de forma que les ayuden a conocer la fe en Cristo, a reforzarla con la recepción de los sacramentos y a expresarla en su vida personal, familiar, profesional y social.95 Esta catequesis hoy es tan importante y necesaria y tanto más debe ser completa, fiel, clara y ajena de incertidumbres, cuanto más secularizada está la sociedad y más grandes son los desafíos que la vida moderna plantea al hombre y al evangelio. 26. Esta sociedad es la destinataria de la nueva evangelización. Ella exige el esfuerzo más generoso por parte de los ministros ordenados. Para promoverla «alimentados por la oración y sobre todo del amor a la Eucaristía»,96 los diáconos además de su participación en los programas diocesanos o parroquiales de catequesis, evangelización y preparación a los sacramentos, transmitan la Palabra en su eventual ámbito profesional, ya sea con palabras explícitas, ya sea con su sola presencia activa en los lugares donde se forma la opinión pública o donde se aplican las normas éticas (como en los servicios sociales, los servicios a favor de los derechos de la familia, de la vida etc.); tengan en cuenta las grandes posibilidades que ofrecen al ministerio de la palabra la enseñanza de la religión y de la moral en las escuelas,97 la enseñanza en las universidades católicas y también civiles98 y el uso adecuado de los modernos medios de comunicación.99 Estos nuevos areópagos exigen ciertamente, además de la indispensable sana doctrina, una esmerada preparación específica, pues constituyen medios eficacísimos para llevar el evangelio a los hombres de nuestro tiempo y a la misma sociedad.100 Finalmente los diáconos tengan presente que es necesario someter al juicio del ordinario, antes de la publicación, los escritos concernientes a la fe y a las costumbres101 y que es necesario el permiso del ordinario del lugar para escribir en publicaciones o participar en transmisiones y entretenimientos que suelan atacar la religión católica o las buenas costumbres. Para las retransmisiones radio televisivas tendrán en cuenta lo establecido por la Conferencia Episcopal.102 En todo caso, tengan siempre presente la exigencia primera e irrenunciable de no hacer nunca concesiones en la exposición de la verdad. 27.

Los diáconos recuerden que la Iglesia es por su misma naturaleza misionera,103 ya sea porque ha tenido origen en la misión del Hijo y en la misión del Espíritu Santo según el plan del Padre, ya sea porque ha recibido del Señor resucitado el mandato explícito de predicar a toda criatura el Evangelio y de bautizar a los que crean (cf. Mc 16, 15-16; Mt 28, 19). De esta Iglesia los diáconos son ministros y, por lo mismo, aunque incardinados en una Iglesia particular, no pueden sustraerse del deber misionero de la Iglesia universal y deben, por lo tanto, permanecer siempre abiertos, en la forma y en la medida que permiten sus obligaciones familiares —si están casados— y profesionales, también a la missio ad gentes.104 La dimensión del servicio está unida a la dimensión misionera de la Iglesia; es decir, el esfuerzo misionero del diácono abraza el servicio de la palabra, de la liturgia y de la caridad, que a su vez se realizan en la vida cotidiana. La misión se extiende al testimonio de Cristo también en el eventual ejercicio de una profesión laical. Diaconía de la liturgia28. El rito de la ordenación pone de relieve otro aspecto del ministerio diaconal: el servicio del altar.105 El diácono recibe el sacramento del orden para servir en calidad de ministro a la santificación de la comunidad cristiana, en comunión jerárquica con el obispo y con los presbíteros. Al ministerio del obispo y, subordinadamente al de los presbíteros, el diácono presta una ayuda sacramental, por lo tanto intrínseca, orgánica, inconfundible. Resulta claro que su diaconía ante el altar, por tener su origen en el sacramento del Orden, se diferencia esencialmente de cualquier ministerio litúrgico que los pastores puedan encargar a fieles no ordenados. El ministerio litúrgico del diácono se diferencia también del mismo ministerio ordenado sacerdotal.106 Se sigue que en el ofrecimiento del Sacrificio eucarístico, el diácono no está en condiciones de realizar el misterio sino que, por una parte representa efectivamente al Pueblo fiel, le ayuda en modo específico a unir la oblación de su vida a la oferta de Cristo; y por otro sirve, en nombre de Cristo mismo, a hacer partícipe a la Iglesia de los frutos de su sacrificio. Así como «la liturgia es el culmen hacia el cual tiende la acción de la Iglesia y, juntamente, la fuente de la cual emana toda su virtud»,107 esta prerrogativa de la consagración diaconal es también fuente de una gracia sacramental dirigida a fecundar todo el ministerio; a tal gracia se debe corresponder también con una cuidadosa y profunda preparación teológica y litúrgica para poder participar dignamente en la celebración de los sacramentos y de los sacramentales. 29. En su ministerio el diácono tendrá siempre viva la conciencia de que «cada celebración litúrgica, en cuanto obra de Cristo sumo y eterno sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es una acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia».108 La liturgia es fuente de gracia y de santificación. Su eficacia deriva de Cristo Redentor y no se apoya en la santidad del ministro. Esta certeza hará humilde al diácono, que no podrá jamás comprometer la obra de Cristo, y al mismo tiempo, le empujará a una vida santa para ser digno ministro de Cristo. Las acciones litúrgicas, por tanto, no se reducen a acciones privadas o sociales que cada uno puede celebrar a su modo sino que pertenecen al Cuerpo universal de la Iglesia.109 Los diáconos deben observar las normas propias de los santos misterios con tal devoción que lleven a los fieles a una consciente participación, que fortalezca su fe, dé culto a Dios y santifique a la Iglesia.110 30. Según la tradición de la Iglesia y cuanto establece el derecho,111 compete a los diáconos «ayudar al Obispo y a los Presbíteros en las celebraciones de los divinos misterios».112 Por lo tanto se esforzarán por promover las celebraciones que impliquen a toda la asamblea, cuidando la participación interior de todos y el ejercicio de los diversos ministerios.113  Tengan presente también la importante dimensión estética, que hace sentir al hombre entero la belleza de cuanto se celebra. La música y el canto, aunque pobres y simples, la predicación de la Palabra, la comunión de los fieles que viven la paz y el perdón de Cristo, son un bien precioso que el diácono, por su parte, buscará incrementar. Sean siempre fieles a cuanto se pide en los libros litúrgicos, sin agregar, quitar o cambiar algo por propia iniciativa.114 Manipular la liturgia equivale a privarla de la riqueza del misterio de Cristo que existe en ella y podría ser un signo de presunción delante de todo aquello, que ha establecido la sabiduría de la Iglesia. Limítense por tanto a cumplir todo y sólo aquello que es de su competencia.115 Lleven dignamente los ornamentos litúrgicos prescritos.116 La dalmática, según los diversos y apropiados colores litúrgicos, puesta sobre el alba, el cíngulo y la estola, «constituyen el hábito propio del diácono».

117 El servicio de los diáconos se extiende a la preparación de los fieles para los sacramentos y también a su atención pastoral después de la celebración de los mismos. 31. El diácono, con el obispo y el presbítero, es ministro ordinario del bautismo.118 El ejercicio de tal facultad requiere o la licencia para actuar concedida por el párroco, al cual compete de manera especial bautizar a sus parroquianos,119 o que se dé un caso de necesidad.120 Es de particular importancia el ministerio de los diáconos en la preparación a este sacramento. 32. En la celebración de la Eucaristía, el diácono asiste y ayuda a aquellos que presiden la asamblea y consagran el Cuerpo y la Sangre del Señor, es decir, al obispo y los presbíteros,121 según lo establecido por la Institutio Generalis del Misal Romano,122 manifestando así a Cristo Servidor: está junto al sacerdote y lo ayuda, y, en modo particular, asiste a un sacerdote ciego o afectado por otra enfermedad a la celebración eucarística;123 en el altar desarrolla el servicio del cáliz y del libro; propone a los fieles las intenciones de la oración y los invita a darse el signo de la paz; en ausencia de otros ministros, el mismo cumple, según las necesidades, los oficios. No es tarea suya pronunciar las palabras de la plegaria eucarística y las oraciones; ni cumplir las acciones y los gestos que únicamente competen a quien preside y consagra.124 Es propio del diácono proclamar la divina Escritura.125 En cuanto ministro ordinario de la sagrada comunión,126 la distribuye durante la celebración, o fuera de ella, y la lleva a los enfermos también en forma de viático.127 El diácono es así mismo ministro ordinario de la exposición del Santísimo Sacramento y de la bendición eucarística.128 Le corresponde presidir eventuales celebraciones dominicales en ausencia del presbítero.129 33. A los diáconos les puede ser confiada la atención de la pastoral familiar, de la cual el primer responsable es el obispo. Esta responsabilidad se extiende a los problemas morales, litúrgicos, y también a aquellos de carácter personal y social, para sostener la familia en sus dificultades y sufrimientos.130 Tal responsabilidad puede ser ejercida a nivel diocesano o, bajo la autoridad de un párroco, a nivel local, en la catequesis sobre el matrimonio cristiano, en la preparación personal de los futuros esposos, en la fructuosa celebración del sacramento y en la ayuda ofrecida a los esposos después del matrimonio.131 Los diáconos casados pueden ser de gran ayuda al proponer la buena nueva sobre el amor conyugal, las virtudes que lo tutelan en el ejercicio de una paternidad cristiana y humanamente responsable. Corresponde también al diácono, si recibe la facultad de parte del párroco o del Ordinario del lugar, presidir la celebración del matrimonio extra Missam e impartir la bendición nupcial en nombre de la Iglesia.

132 El poder dado al diácono puede ser también de forma general según las condiciones previstas,133 y puede ser subdelegada exclusivamente en los modos indicados por el Código de Derecho Canónico.134 34. Es doctrina definida135 que la administración del sacramento de la unción de los enfermos está reservado al obispo y a los presbíteros, por la relación de dependencia de dicho sacramento con el perdón de los pecados y de la digna recepción de la Eucaristía. El cuidado pastoral de los enfermos puede ser confiado a los diáconos. El laborioso servicio para socorrerles en el dolor, la catequesis que prepara a recibir el sacramento de la unción, el suplir al sacerdote en la preparación de los fieles a la muerte y a la administración del Viático con el rito propio, son medios con los cuales los diáconos hacen presente a los fieles la caridad de la Iglesia.136 35. Los diáconos tienen la obligación establecida por la Iglesia de celebrar la Liturgia de las Horas, con la cual todo el Cuerpo Místico se une a la oración que Cristo Cabeza eleva al Padre. Conscientes de esta responsabilidad, celebrarán tal Liturgia, cada día, según los libros litúrgicos aprobados y en los modos determinados por la Conferencia Episcopal.137 Buscarán promover la participación de la comunidad cristiana en esta Liturgia, que jamás es una acción privada, sino siempre un acto propio de toda la Iglesia,138 también cuando la celebración es individual. 36. El diácono es ministro de los sacramentales, es decir de aquellos «signos sagrados por medio de los cuales, con una cierta imitación de los sacramentos, son significados y, por intercesión de la Iglesia, se obtienen sobre todo efectos espirituales».139 El diácono puede, por lo tanto, impartir las bendiciones más estrictamente ligadas a la vida eclesial y sacramental, que le han sido consentidas expresamente por el derecho,140 y además, le corresponde presidir las exequias celebradas sin la S. Misa y el rito de la sepultura.141 Sin embargo, cuando esté presente y disponible un sacerdote, se le debe confiar a él la tarea de presidir la celebración.142 Diaconía de la caridad37. Por el sacramento del orden el diácono, en comunión con el obispo y el presbiterio de la diócesis, participa también de las mismas funciones pastorales,143 pero las ejercita en modo diverso, sirviendo y ayudando al obispo y a los presbíteros. Esta participación, en cuanto realizada por el sacramento, hace que los diáconos sirvan al pueblo de Dios en nombre de Cristo. Precisamente por este motivo deben ejercitarla con humilde caridad y, según las palabras de san Policarpo, deben mostrarse siempre «misericordiosos, activos, progrediendo en la verdad del Señor, el cual se ha hecho siervo de todos».144 Su autoridad, por lo tanto, ejercitada en comunión jerárquica con el obispo y con los presbíteros, como lo exige la misma unidad de consagración y de misión,145 es servicio de caridad y tiene la finalidad de ayudar y animar a todos los miembros de la Iglesia particular, para que puedan participar, en espíritu de comunión y según sus propios carismas, en la vida y misión de la Iglesia. 38. En el ministerio de la caridad los diáconos deben configurarse con Cristo Siervo, al cual representan, y están sobre todo «dedicados a los oficios de caridad y de administración».146 Por ello, en la oración de ordenación, el obispo pide para ellos a Dios Padre: «Estén llenos de toda virtud: sinceros en la caridad, premurosos hacia los pobres y los débiles, humildes en su servicio... sean imagen de tu Hijo, que no vino para ser servido sino para servir».147 Con el ejemplo y la palabra, ellos deben esmerarse para que todos los fieles, siguiendo el modelo de Cristo, se pongan en constante servicio a los hermanos. Las obras de caridad, diocesanas o parroquiales, que están entre los primeros deberes del obispo y de los presbíteros, son por éstos, según el testimonio de la Tradición de la Iglesia, transmitidas a los servidores en el ministerio eclesiástico, es decir a los diáconos;148 así como el servicio de caridad en el área de la educación cristiana; la animación de los oratorios, de los grupos eclesiales juveniles y de las profesiones laicales; la promoción de la vida en cada una de sus fases y la transformación del mundo según el orden cristiano.149 En estos campos su servicio es particularmente precioso porque, en las actuales circunstancias, las necesidades espirituales y materiales de los hombres, a las cuáles la Iglesia está llamada a dar respuesta, son muy diferentes. Ellos, por tanto, busquen servir a todos sin discriminaciones, prestando particular atención a los que más sufren y a los pecadores. Como ministros de Cristo y de la Iglesia, sepan superar cualquier ideología e interés particular, para no privar a la misión de la Iglesia de su fuerza, que es la caridad de Cristo. La diaconía, de hecho, debe hacer experimentar al hombre el amor de Dios e inducirlo a la conversión, a abrir su corazón a la gracia. La función caritativa de los diáconos «comporta también un oportuno servicio en la administración de los bienes y en las obras de caridad de la Iglesia.

Los diáconos tienen en este campo la función de «ejercer en nombre de la jerarquía, los deberes de la caridad y de la administración, así como las obras de servicio social».150 Por eso, oportunamente ellos pueden ser elevados al oficio de ecónomo diocesano,151 o ser tenidos en cuenta en el consejo diocesano para los asuntos económicos.152 La misión canónica de los diáconos permanentes39. Los tres ámbitos del ministerio diaconal, según las circunstancias, podrán ciertamente, uno u otro, absorber un porcentaje más o menos grande de la actividad de cada diácono, pero juntos constituyen una unidad al servicio del plan divino de la Redención: el ministerio de la Palabra lleva al ministerio del altar, el cual, a su vez, anima a traducir la liturgia en vida, que desemboca en la caridad: «Si consideramos la profunda naturaleza espiritual de esta diaconía, entonces podemos apreciar mejor la interrelación entre las tres áreas del ministerio tradicionalmente asociadas con el diaconado, es decir, el ministerio de la Palabra, el ministerio del altar y el ministerio de la caridad. Según las circunstancias una u otra pueden asumir particular importancia en el trabajo individual de un diácono, pero estos tres ministerios están inseparablemente unidos en el servicio del plan redentor de Dios».153 40. A lo largo de la historia el servicio de los diáconos ha asumido modalidades múltiples para poder resolver las diversas necesidades de la comunidad cristiana y permitir a ésta ejercer su misión de caridad. Toca sólo a los obispos,154 los cuales rigen y tienen cuidado de las Iglesias particulares «como vicarios y legados de Cristo»,155 conferir a cada uno de los diáconos el oficio eclesiástico a norma del derecho. Al conferir el oficio es necesario valorar atentamente tanto las necesidades pastorales como, eventualmente, la situación personal, familiar —si se trata de casados— y profesional de los diáconos permanentes. En cada caso, sin embargo, es de grandísima importancia que los diáconos puedan desarrollar, según sus posibilidades, el propio ministerio en plenitud, en la predicación, en la liturgia y en la caridad, y no sean relegados a ocupaciones marginales, a funciones de suplencia, o a trabajos que pueden ser ordinariamente hechos por fieles no ordenados. Solo así los diáconos permanentes aparecerán en su verdadera identidad de ministros de Cristo y no como laicos particularmente comprometidos en la vida de la Iglesia. Por el bien del diácono mismo y para que no se abandone a la improvisación, es necesario que a la ordenación acompañe una clara investidura de responsabilidad pastoral. 41. El ministerio diaconal encuentra ordinariamente en los diversos sectores de la pastoral diocesana y en la parroquia el propio ámbito de ejercicio, asumiendo formas diversas. El obispo puede conferir a los diáconos el encargo de cooperar en el cuidado pastoral de una parroquia confiada a un solo párroco,156 o también en el cuidado pastoral de las parroquias confiadas in solidum, a uno o más presbíteros.

157 Cuando se trata de participar en el ejercicio del cuidado pastoral de una parroquia, —en los casos en que, por escasez de presbíteros, no pudiese contar con el cuidado inmediato de un párroco—158los diáconos permanentes tienen siempre la precedencia sobre los fieles no ordenados. En tales casos, se debe precisar que el moderador es un sacerdote, ya que sólo él es el «pastor propio» y puede recibir el encargo de la «cura animarum», para la cual el diácono es cooperador. Del mismo modo los diáconos pueden ser destinados para dirigir, en nombre del párroco o del obispo, las comunidades cristianas dispersas.159 «Es una función misionera a desempeñar en los territorios, en los ambientes, en los estados sociales, en los grupos, donde falte o no sea fácil de localizar al presbítero. Especialmente en los lugares donde ningún sacerdote esté disponible para celebrar la Eucaristía, el diácono reúne y dirige la comunidad en una celebración de la Palabra con la distribución de las sagradas Especies, debidamente conservadas.160 Es una función de suplencia que el diácono desempeña por mandato eclesial cuando se trata de remediar la escasez de sacerdotes.161 En tales celebraciones nunca debe faltar la oración por el incremento de las vocaciones sacerdotales, debidamente explicadas como indispensables. En presencia de un diácono, la participación en el ejercicio del cuidado pastoral no puede ser confiada a un fiel laico, ni a una comunidad de personas; dígase lo mismo de la presidencia de una celebración dominical. En todo caso las competencias del diácono deben ser cuidadosamente definidas por escrito en el momento de conferirle el oficio. Entre los diáconos y los diversos sujetos de la pastoral se deberán buscar con generosidad y convicción, las formas de una constructiva y paciente colaboración. Si es deber de los diáconos el respetar siempre la tarea del párroco y cooperar en comunión con todos aquellos que condividen el cuidado pastoral, es también su derecho el ser aceptados y plenamente reconocidos por todos. En el caso en el que el obispo decida la institución de los consejos pastorales parroquiales, los diáconos, que han recibido una participación en el cuidado pastoral de la parroquia, son miembros de éste por derecho.162 En todo caso, prevalezca siempre la caridad sincera, que reconoce en cada ministerio un don del Espíritu para la edificación del Cuerpo de Cristo. 42. El ámbito diocesano ofrece numerosas oportunidades para el fructuoso ministerio de los diáconos. En efecto, en presencia de los requisitos previstos, pueden ser miembros de los organismos diocesanos de participación; en particular, del consejo pastoral,163 y como ya se ha indicado, del consejo diocesano para los asuntos económicos; pueden también participar en el sínodo diocesano.164 No pueden, sin embargo, ser miembros del consejo presbiteral, en cuanto que éste representa exclusivamente al presbiterio.165 En las curias pueden ser llamados para cubrir, si poseen los requisitos expresamente previstos, el oficio de canciller,166 de juez,167 de asesor,168 de auditor,169 de promotor de justicia y defensor del vínculo,170 de notario.171 Por el contrario, no pueden ser constituidos vicarios judiciales, ni vicarios adjuntos, en cuanto que estos oficios están reservados a sacerdotes.172 Otros campos abiertos al ministerio de los diáconos son los organismos o comisiones diocesanas, la pastoral en ambientes sociales específicos, en particular la pastoral de la familia, o por sectores de la población que requieren especial cuidado pastoral, como, por ejemplo, los grupos étnicos. En el desarrollo de estos oficios el diácono tendrá siempre bien presente que cada acción en la Iglesia debe ser signo de caridad y servicio a los hermanos. En la acción judicial, administrativa y organizativa buscará, por tanto, evitar toda forma de burocracia para no privar al propio ministerio de su sentido y valor pastoral. Por tanto, para salvaguardar la integridad del ministerio diaconal, aquel que es llamado a desempeñar estos oficios, sea puesto, igualmente en condición de desarrollar el servicio típico y propio del diácono.

 3ESPIRITUALIDAD DEL DIÁCONOContexto histórico actual43. La Iglesia convocada por Cristo y guiada por el Espíritu Santo según el designio de Dios Padre, «presente en el mundo y, sin embargo, peregrina»173 hacia la plenitud del Reino,174 vive y anuncia el Evangelio en la circunstancias históricas concretas. «Tiene, pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto es, la entera familia humana con el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias; el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme según el propósito divino y llegue a su consumación».175 El diácono, miembro y ministro de la Iglesia, debe tener presente, en su vida y en su ministerio, esta realidad; debe conocer la cultura, las aspiraciones y los problemas de su tiempo. De hecho, él está llamado en este contexto a ser signo vivo de Cristo Siervo y al mismo tiempo está llamado a asumir la tarea de la Iglesia de «escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas».176 Vocación a la santidad44. La vocación universal a la santidad tiene su fuente en el «bautismo de la fe», en el cual todos hemos sido hechos «verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos».177 El sacramento del Orden confiere a los diáconos «una nueva consagración a Dios», mediante la cual han sido «consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo»178 al servicio del Pueblo de Dios, «para edificación del cuerpo de Cristo» (Ef 4, 12). «De aquí brota la espiritualidad diaconal, que tiene su fuente en la que el concilio Vaticano II llama «gracia sacramental del diaconado».179 Además de ser una ayuda preciosa en el cumplimiento de sus diversas funciones, esa gracia influye profundamente en el espíritu del diácono, comprometiéndolo a la entrega de toda su persona al servicio del Reino de Dios en la Iglesia. Como indica el mismo término diaconado, lo que caracteriza el sentir íntimo y el querer de quien recibe el sacramento es el espíritu de servicio. Con el diaconado se busca realizar lo que Jesús declaró con respecto a su misión: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos (Mc. 10, 45; Mt. 20, 28)».180 Así el diácono vive, por medio y en el seno de su ministerio, la virtud de la obediencia: cuando lleva a cabo fielmente los encargos que le vienen confiados, sirve al episcopado y presbiterado en los «munera» de la misión de Cristo. Y aquello que realiza es el ministerio pastoral mismo, para el bien de los hombres. 45. De esto deriva la necesidad de que el diácono acoja con gratitud la invitación al seguimiento de Cristo Siervo y dedique la propia atención a serle fiel en las diversas circunstancias de la vida. El carácter recibido en la ordenación produce una configuración con Cristo a la cual el sujeto debe adherir y debe hacer crecer durante toda su vida. La santificación, compromiso de todo cristiano,181 tiene en el diácono un fundamento en la especial consagración recibida.182 Comporta la práctica de las virtudes cristianas y de los diversos preceptos y consejos de origen evangélico según el propio estado de vida.

El diácono está llamado a vivir santamente, porque el Espíritu Santo lo ha hecho santo con el sacramento del Bautismo y del Orden y lo ha constituido ministro de la obra con la cual la Iglesia de Cristo, sirve y santifica al hombre.183 En particular, para los diáconos la vocación a la santidad significa «seguir a Jesús en esta actitud de humilde servicio que no se manifiesta sólo en las obras de caridad, sino que afecta y modela toda su manera de pensar y de actuar»,184 por lo tanto, «si su ministerio es coherente con este servicio, ponen más claramente de manifiesto ese rasgo distintivo del rostro de Cristo: el servicio»,185 para ser no sólo ««siervos de Dios», sino también siervos de Dios en los propios hermanos».186 Relacionalidad del Orden sagrado46. El Orden sagrado confiere al diácono, mediante los dones específicos sacramentales, una especial participación a la consagración y a la misión de Aquel, que se ha hecho siervo del Padre en la redención del hombre y lo mete, en modo nuevo y específico, en el misterio de Cristo, de la Iglesia y de la salvación de todos los hombres. Por este motivo, la vida espiritual del diácono debe profundizar y desarrollar esta triple relación, en la línea de una espiritualidad comunitaria que tienda a testimoniar la naturaleza comunional de la Iglesia. 47. La primera y la más fundamental relación es con Cristo que ha asumido la condición de siervo por amor al Padre y a sus hermanos, los hombres.187 El diácono en virtud de su ordenación está verdaderamente llamado a actuar en conformidad con Cristo Siervo. El Hijo eterno de Dios, «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo» (Fil 2, 7) y vivió esta condición en obediencia al Padre (cf. Jn 4, 34) y en el servicio humilde hacia los hermanos (cf. Jn 13, 4-15). En cuanto siervo del Padre en la obra de la redención de los hombres, Cristo constituye el camino, la verdad y la vida de cada diácono en la Iglesia. Toda la actividad ministerial tendrá sentido si ayuda a conocer mejor, a amar y seguir a Cristo en su diaconía. Es necesario, pues, que los diáconos se esfuercen por conformar su vida con Cristo, que con su obediencia al Padre «hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2, 8), ha redimido a la humanidad. 48. A esta relación fundamental está inseparablemente asociada la Iglesia,188 que Cristo ama, purifica, nutre y cuida (cf. Ef 5, 25-29).

 El diácono no podría vivir fielmente su configuración con Cristo, sin participar de su amor por la Iglesia, «hacia la que no puede menos de alimentar una profunda adhesión, por su misión y su institución divina».189 El rito de la ordenación pone de relieve la relación que viene a instaurarse entre el obispo y el diácono: solamente el obispo impone las manos al elegido, invocando sobre él la efusión del Espíritu Santo, por eso, todo diácono encuentra la referencia del propio ministerio en la comunión jerárquica con el obispo.190 La ordenación diaconal, además, resalta otro aspecto eclesial: comunica una participación de ministro a la diaconía de Cristo con la que el pueblo de Dios, guiado por el Sucesor de Pedro y por los otros obispos en comunión con él, y con la colaboración de los presbíteros, continúa el servicio de la redención de los hombres. El diácono, pues, está llamado a nutrir su espíritu y su ministerio con un amor ardiente y comprometído por la Iglesia, y con una sincera voluntad de comunión con el Santo Padre, con el propio obispo y con los presbíteros de la diócesis. 49. Es necesario recordar, finalmente, que la diaconía de Cristo tiene como destinatario al hombre, a todo hombre191 que en su espíritu y en su cuerpo lleva las huellas del pecado, pero que está llamado a la comunión con Dios. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). De este plan de amor Cristo se ha hecho siervo asumiendo nuestra naturaleza; y de esta diaconía la Iglesia es signo e instrumento en la historia. 

El diácono, por lo tanto, por medio del sacramento, está destinado a servir a sus hermanos necesitados de salvación. Y si en Cristo Siervo, en sus palabras y acciones, el hombre puede encontrar en plenitud el amor con el cual el Padre lo salva, también en la vida del diácono debe poder encontrar esta misma caridad. Crecer en la imitación del amor de Cristo por el hombre, que supera los límites de toda ideología humana, será, pues, la tarea esencial de la vida espiritual del diácono. En aquellos que desean ser admitidos al cammino diaconal, se requiere «una inclinación natural del espíritu para servir a la sagrada jerarquía y a la comunidad cristiana»,192 esto no debe entenderse «en el sentido de una simple espontaneidad de las disposiciones naturales. Se trata de una propensión de la naturaleza animada por la gracia, con un espíritu de servicio que conforma el comportamiento humano al de Cristo. El sacramento del diaconado desarrolla esta propensión: hace que el sujeto participe más íntimamente del espíritu de servicio de Cristo, penetra su voluntad con una gracia especial, logrando que, en todo su comportamiento, esté animado por una predisposición nueva al servicio de sus hermanos».193 Medios de vida espiritual50. Lo anteriormente expuesto evidencia el primado de la vida espiritual. El diácono, por esto, debe recordar que vivir la diaconía del Señor supera toda capacidad natural y, por lo mismo, necesita secundar, con plena conciencia y libertad, la invitación de Jesús: «Permaneced en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí» (Jn 15, 4). 

El seguimiento de Cristo en el ministerio diaconal es una empresa fascinante pero árdua, llena de satisfacciones y de frutos, pero también expuesta, en algún caso, a las dificultades y a las fatigas de los verdaderos seguidores de Cristo Jesús. Para realizarla, el diácono necesita estar con Cristo para que sea él quien lleve la responsabilidad del ministerio, necesita también reservar el primado a la vida espiritual, vivir con generosidad la diaconía, organizar el ministerio y sus obligaciones familiares —si está casado— o profesionales de manera que progrese en la adhesión a la persona y a la misión de Cristo Siervo. 51. Fuente primaria del progreso en la vida espiritual es, sin duda, el cumplimiento fiel y constante del ministerio en un motivado y siempre perseguido contexto de unidad de vida.194 Esto, ejemplarmente realizado, no solamente no obstaculiza la vida espiritual, sino que favorece las virtudes teologales, acrecienta la propia voluntad de donación y servicio a los hermanos y promueve la comunión jerárquica. Adaptado oportunamente, vale para los diáconos cuanto se afirma de los sacerdotes: «están ordenados a la perfección de la vida en virtud de las mismas acciones sagradas que realizan cada día, así como por todo su ministerio... pero la misma santidad... a su vez contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio».195 52. El diácono tenga siempre bien presente la exhortación de la liturgia de la ordenación: «Recibe el Evangelio de Cristo, del cual has sido constituido mensajero; cree lo que proclamas, vive lo que enseñas, y cumple aquello que has enseñado».196 Para proclamar digna y fructuosamente la Palabra de Dios, el diácono «debe leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse "vano predicador de la palabra en el exterior, aquel que no la escucha en el interior";197 y ha de comunicar a sus fieles, sobre todo en los actos litúrgicos, las riquezas de la Palabra de Dios».198 Para sentir el reclamo y la fuerza divina (cf. Rom 1, 16) deberá, además, profundizar esta misma Palabra, bajo la guía de aquellos que en la Iglesia son maestros auténticos de la verdad divina y católica.199 Su santidad se funda en su consagración y misión también en relación a la Palabra: tomará conciencia de ser su ministro. Como miembro de la jerarquía sus actos y sus declaraciones comprometen a la Iglesia; por eso resulta esencial para su caridad pastoral verificar la autenticidad de la propia enseñanza, la propia comunión efectiva y clara con el Papa, con el orden episcopal y con el propio obispo, no solo respecto al símbolo de la fe, sino también respecto a la enseñanza del Magisterio ordinario y a la disciplina, en el espíritu de la profesión de fe, previa a la ordenación, y del juramento de fidelidad.200 De hecho «es tanta la eficacia que radica en la Palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual».201 Por eso, cuanto más se acerque a la Palabra de Dios, tanto más sentirá el deseo de comunicarla a los hermanos. En la Escritura es Dios quien habla al hombre;202 en la predicación, el ministro sagrado favorece este encuentro salvífico. Él, por lo tanto, dedicará sus más atentos cuidados a predicarla incansablemente, para que los fieles no se priven de ella por la ignorancia o por la pereza del ministro y estará íntimamente convencido del hecho de que el ejercicio del ministerio de la Palabra no se agota en la sola predicación. 53.

Del mismo modo, cuando bautiza, cuando distribuye el Cuerpo y la Sangre del Señor o sirve en la celebración de los demás sacramentos o de los sacramentales, el diácono verifica su identidad en la vida de la Iglesia: es ministro del Cuerpo de Cristo, cuerpo místico y cuerpo eclesial; recuerde que estas acciones de la Iglesia, si son vividas con fe y reverencia, contribuyen al crecimiento de su vida espiritual y a la edificación de la comunidad cristiana.203 54. En su vida espiritual los diáconos den la debida importancia a los sacramentos de la gracia, que «están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios».204 Sobre todo, participen con particular fe en la celebración cotidiana del Sacrificio eucarístico,205 si es posible ejercitando el propio munus litúrgico y adoren con asiduidad al Señor presente en el sacramento,206 ya que en la Eucaristía, fuente y culmen de toda la evangelización, «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia».207 En la Eucaristía encontrarán verdaderamente a Cristo, que, por amor del hombre, se hace víctima de expiación, alimento de vida eterna, amigo cercano a todo sufrimiento. Conscientes de la propia debilidad y confiados en la misericordia divina, accedan con regular frecuencia al sacramento de la reconciliación,208 en el que el hombre pecador encuentra a Cristo redentor, recibe el perdón de sus culpas y es impulsado hacia la plenitud de la caridad. 55. Finalmente, en el ejercicio de las obras de caridad, que el obispo le confiará, déjese guiar siempre por el amor de Cristo hacia todos los hombres y no por los intereses personales o por las ideologías, que lesionan la universalidad de la salvación o niegan la vocación trascendental del hombre. El diácono recuerde, además, que la diaconía de la caridad conduce necesariamente a promover la comunión al interno de la Iglesia particular. La caridad es, en efecto, el alma de la comunión eclesial. Favorezca, por tanto, con empeño la fraternidad, la cooperación con los presbíteros y la sincera comunión con el obispo. 56. Los diáconos sepan siempre, en todo contexto y circunstancia, permanecer fieles al mandato del Señor: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre» (Lc 21, 36; cf. Fil 4, 6-7). La oración, diálogo personal con Dios, les conferirá la luz y la fuerza necesarias para seguir a Cristo y para servir a los hermanos en las diversas vicisitudes. Fundados sobre esta certeza, busquen dejarse modelar por las diversas formas de oración: la celebración de la Liturgia de las Horas, en las modalidades establecidas por la Conferencia Episcopal,209 caracteriza toda su vida de oración; en cuanto ministros, intercedan por toda la Iglesia. Dicha oración prosigue en la lectio divina, en la oración mental asidua, en la participación a los retiros espirituales según las disposiciones del derecho particular.210 

Estimen así mismo la virtud de la penitencia y de los demás medios de santificación, que tanto favorecen el encuentro personal con Dios.211 57. La participación en el misterio de Cristo Siervo orienta necesariamente el corazón del diácono hacia la Iglesia y hacia Aquella que es su Madre santísima. En efecto, no se puede separar a Cristo de su cuerpo que es la Iglesia. La verdad de la unión con la Cabeza suscitará un verdadero amor por el Cuerpo. Y este amor hará que el diácono colabore laboriosamente en la edificación de la Iglesia con la dedicación a los deberes ministeriales, la fraternidad y la comunión jerárquica con el propio obispo y el presbiterio. Toda la Iglesia debe estar en el corazón del diácono: la Iglesia universal, de cuya unidad el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es principio y fundamento perpetuo y visible,212 y la Iglesia particular, que «adherida a su Pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y la Eucaristía, verdaderamente hace presente y operante la Iglesia de Cristo, que es una, santa, católica y apostólica».213 El amor a Cristo y a la Iglesia está profundamente unido a la Bienaventurada Virgen María, la humilde sierva del Señor, quien, con el irrepetible y admirable título de madre, está asociada generosamente a la diaconía de su Hijo divino (cf. Jn 19, 25-27). El amor a la Madre del Señor, fundado sobre la fe y expresado en el diario rezo del rosario, en la imitación de sus virtudes y en la confiada entrega a Ella, dará sentido a manifestaciones de verdadera y filial devoción.214 Todo diácono mirará a María con veneración y afecto; en efecto, «la Virgen Madre ha sido la criatura que más ha vivido la plena verdad de la vocación porque nadie como Ella ha respondido con un amor tan grande al amor inmenso de Dios».215 Este amor particular a la Virgen, Sierva del Señor, nacido de la Palabra y arraigado por entero en la Palabra, se hará imitación de su vida. Éste será un modo para introducir en la Iglesia aquella dimensión mariana que es tan propia de la vocación del diácono.216 58. Será, en fin, de grandísima utilidad para el diácono la dirección espiritual regular. La experiencia muestra cuánto contribuye el diálogo, sincero y humilde, con un sabio director, no sólo para resolver las dudas y los problemas, que inevitablemente surgen durante la vida, sino para llevar a cabo el necesario discernimiento, para realizar un mejor conocimiento de sí mismo y para progresar en el fiel seguimiento de Cristo. Espiritualidad del diácono y estados de vida59. Al diaconado permanente pueden ser admitidos, ante todo, hombres célibes o viudos, pero también hombres que viven en el sacramento del matrimonio.217 60.

La Iglesia reconoce con gratitud el magnífico don del celibato concedido por Dios a algunos de sus miembros y en diversos modos lo ha unido, tanto en Oriente como en Occidente, con el ministerio del orden, con el que se encuentra en admirable consonancia.218 La Iglesia sabe también que este carisma, aceptado y vivido por amor al Reino de los cielos (Mt 19, 12), orienta la persona entera del diácono hacia Cristo, que, en la virginidad, se consagró al servicio del Padre y a conducir a los hombres hacia la plenitud del Reino. Amar a Dios y servir a los hermanos en esta elección de totalidad, lejos de contradecir el desarrollo personal de los diáconos, lo favorece, ya que la verdadera perfección de todo hombre es la caridad. En efecto, en el celibato, el amor se presenta como signo de consagración total a Cristo con corazón indiviso y de una más libre dedicación al servicio de Dios y de los hombres,219 precisamente porque la elección del celibato no es desprecio del matrimonio, ni fuga del mundo, sino más bien es un modo privilegiado de servir a los hombres y al mundo. Los hombres de nuestro tiempo, sumergidos tantas veces en lo efímero, son especialmente sensibles al testimonio de aquellos que proclaman lo eterno con la propia vida. Los diáconos, por tanto, no dejarán de ofrecer a los hermanos este testimonio con la fidelidad a su celibato, de tal manera que los estimulen a buscar aquellos valores que manifiestan la vocación del hombre a la trascendencia. «El celibato por el Reino no es sólo un signo escatológico, sino también tiene un gran sentido social en la vida actual para el servicio al Pueblo de Dios».220 Para custodiar mejor durante toda la vida el don recibido de Dios para el bien de la Iglesia entera, los diáconos no confíen excesivamente en sus propias fuerzas, sino mantengan siempre un espíritu de humilde prudencia y vigilancia, recordando que «el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26, 41); sean fieles, además, a la vida de oración y a los deberes ministeriales. Compórtense con prudencia en el trato con personas cuya familiaridad pueda poner en peligro la continencia o bien suscitar escándalo.221 Sean, finalmente, conscientes de que la actual sociedad pluralista obliga a un atento discernimiento sobre el uso de los medios de comunicación social. 61.

 También el sacramento del matrimonio, que santifica el amor de los cónyuges y lo constituye signo eficaz del amor con el que Cristo se dona a la Iglesia (cf. Ef 5, 25), es un don de Dios y debe alimentar la vida espiritual del diácono casado. Ya que la vida conyugal y familiar y el trabajo profesional reducen inevitablemente el tiempo para dedicar al ministerio, se pide un particular empeño para conseguir la necesaria unidad, incluso a través de la oración en común. En el matrimonio el amor se hace donación interpersonal, mutua fidelidad, fuente de vida nueva, sostén en los momentos de alegría y de dolor; en una palabra, el amor se hace servicio. Vivido en la fe, este servicio familiar es, para los demás fieles, ejemplo de amor en Cristo y el diácono casado lo debe usar también como estímulo de su diaconía en la Iglesia. El diácono casado debe sentirse particularmente responsabilizado para ofrecer un claro testimonio de la santidad del matrimonio y de la familia. Cuanto más crezcan en el mutuo amor, tanto más fuerte llegará a ser su donación a los hijos y tanto más significativo será su ejemplo para la comunidad cristiana. «El enriquecimiento y la profundización de un amor sacrificado y recíproco entre marido y mujer constituye quizá la implicación más significativa de la esposa del diácono en el ministerio público de su marido en la Iglesia».222 Este amor crece gracias a la virtud de la castidad, que siempre florece, incluso mediante el ejercicio de la paternidad responsable, con el cultivo del respeto al cónyuge y con la práctica de una cierta continencia. Tal virtud favorece esta donación madura que se manifiesta de inmediato en el ministerio, evitando las actitudes posesivas, la idolatría del éxito profesional, la incapacidad para organizar el tiempo, favoreciendo por el contrario las relaciones interpersonales auténticas, la delicadeza y la capacidad de dar a cada cosa su lugar debido. Promuévanse oportunas iniciativas de sensibilización hacia el ministerio diaconal, dirigidas a toda la familia. La esposa del diácono, que ha dado su consentimiento a la elección del marido,223 sea ayudada y sostenida para que viva su propio papel con alegría y discreción, y aprecie todo aquello que atañe a la Iglesia, en particular los deberes confiados al marido. Por este motivo es oportuno que sea informada sobre las actividades del marido, evitando sin embargo toda intromisión indebida, de tal modo que se concierte y realice una equilibrada y armónica relación entre la vida familiar, profesional y eclesial. Incluso los hijos del diácono, si están adecuadamente preparados, podrán apreciar la elección del padre y comprometerse con particular atención en el apostolado y en el coherente testimonio de vida.

 En conclusión, la familia del diácono casado, como, por lo demás, toda familia cristiana, está llamada a asumir una parte viva y responsable en la misión de la Iglesia en las circunstancias del mundo actual. «El diácono y su esposa deben ser un ejemplo vivo defidelidad e indisolubilidad en el matrimonio cristiano ante un mundo urgentemente necesitado de tales signos. Afrontando con espíritu de fe los retos de la vida matrimonial y a las exigencias de la vida diaria, fortalecen la vida familiar no sólo de la comunidad eclesial sino de lo entera sociedad. Hacen ver también cómo pueden ser armonizadas en el servicio a la misión de la Iglesia las obligaciones de familia, trabajo y ministerio. Los diáconos, sus esposas y sus hijos pueden constituir una fuente de ánimo para todos cuantos están trabajando por la promoción de la vida familiar».224 62. Es preciso reflexionar sobre la situación determinada por la muerte de la esposa de un diácono. Es un momento de la existencia que pide ser vivido en la fe y en la esperanza cristiana. La viudez no debe destruir la dedicación a los hijos, si los hay; ni siquiera debería inducir a la tristeza sin esperanza. Esta etapa de la vida, por lo demás dolorosa, constituye una llamada a la purificación interior y un estímulo para crecer en la caridad y en el servicio a los propios seres queridos y a todos los miembros de la Iglesia. Es también una llamada a crecer en la esperanza, ya que el cumplimiento fiel del ministerio es un camino para alcanzar a Cristo y a las personas queridas en la gloria del Padre. Es necesario reconocer, sin embargo, que este evento introduce en la vida cotidiana de la familia una situación nueva, que influye en las relaciones personales y determina, en no pocos casos, problemas económicos. Por tal motivo, el diácono que ha quedado viudo deberá ser ayudado con gran caridad a discernir y a aceptar su nueva situación personal; a no descuidar su tarea educativa respecto a sus eventuales hijos, así como a las nuevas necesidades de la familia. En particular, el diácono viudo deberá ser acompañado en el cumplimiento de la obligación de observar la continencia perfecta y perpetua225 y sostenido en la comprensión de las profundas motivaciones eclesiales que hacen imposible el acceso a nuevas nupcias en conformidad con la constante disciplina de la Iglesia, sea de oriente como de occidente (cf. 1 Tim 3, 12).226 Esto podrá realizarse con una intensificación de la propia entrega a los demás, por amor de Dios, en el ministerio. En estos casos será de gran conforto para los diáconos la ayuda fraterna de los demás ministros, de los fieles y la cercanía del obispo. Si es la mujer del diácono quien queda viuda, según las posibilidades, no sea jamás descuidada por los ministros y por los fieles en sus necesidades. 4FORMACIÓN PERMANENTE DEL DIÁCONOCaracterísticas63. La formación permanente de los diáconos implica una exigencia humana que se pone en continuidad con la llamada sobrenatural a servir ministerialmente a la Iglesia y con la inicial formación al ministerio, considerando los dos momentos como partes del único proceso orgánico de vida cristiana y diaconal.227

En efecto, «quien recibe el diaconado contrae la obligación de la propia formación doctrinal permanente que perfeccione y actualice cada vez más la formación requerida antes de la ordenación», de modo que la vocación "al" diaconado continúe y se muestre como vocación "en" el diaconado, mediante la periódica renovación del «si, lo quiero» pronunciado el día de la ordenación.228 Debe ser considerada —sea de parte de la Iglesia que la da, sea de parte de los diáconos que la reciben— como un mutuo derecho-deber fundado sobre la verdad de la vocación aceptada. El hecho de tener que continuar siempre a ofrecer y recibir una correspondiente formación integral es una obligación para los obispos y para los diáconos, que no se puede dejar pasar. Las características de obligatoriedad, globalidad, interdisciplinariedad, profundidad, rigor científico y de preparación a la vida apostólica de esa formación permanente, están constantemente presentes en la normativa eclesiástica,229 y resultan todavía más necesarias si la formación inicial no se hubiera conseguido según el modelo ordinario. Esta formación asume el carácter de la «fidelidad» a Cristo y a la Iglesia y de la «conversión continua», fruto de la gracia sacramental vivida dentro de la dinámica de la caridad pastoral propia de cada uno de los grados del ministerio ordenado. Ella se configura como elección fundamental, que exige ser reafirmada y reexpresada a lo largo de los años del diaconado permanente mediante una larga serie de respuestas coherentes, radicadas en y vivificadas por el «sí» inicial.230 Motivaciones64. Inspirándose en la oración usada en el rito de ordenación, la formación permanente se funda en la necesidad para el diácono de un amor por Jesucristo que le empuja a su imitación («sean imagen de tu Hijo»); tiende a confirmarlo en la fidelidad indiscutible a la vocación personal al ministerio («cumplan fielmente la obra del ministerio»); propone el seguimiento de Cristo Siervo con radicalidad y franqueza («el ejemplo de su vida sea un reclamo constante al Evangelio... sean sinceros... atentos... vigilantes...»). La formación permanente encuentra, por lo tanto, «su fundamento propio y su motivación original en el mismo dinamismo del orden recibido»,231 y se alimenta primordialmente de la Eucaristía, compendio del misterio cristiano, fuente inagotable de toda energía espiritual.

También al diácono se le puede, aplicar, de alguna manera, la exhortación del apóstol Pablo a Timoteo: «Te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti» (2 Tim 1,6; cf. 1 Tim 4, 14-16). Las exigencias teológicas de su llamada a una singular misión de servicio eclesial piden del diácono un amor creciente por la Iglesia y para sus hermanos, manifestado en un fiel cumplimiento de las propias funciones. Escogido por Dios para ser santo, sirviendo ministerialmente a la Iglesia y a todos los hombres, el diácono debe crecer en la conciencia de la propia ministerialidad en una manera continua, equilibrada, responsable solícita y siempre gozosa. Sujetos65. Considerada desde la perspectiva del diácono, primer responsable y protagonista, la formación permanente representa, antes que nada, un perenne proceso de conversión. Esta transformación atañe al ser mismo del diácono como tal —esto es: toda su persona consagrada y puesta al servicio de la Iglesia— y desarrolla en él todas sus potencialidades, con el fin de hacerle vivir en plenitud los dones ministeriales recibidos, en cada período y condición de vida y en las diversas responsabilidades ministeriales conferidas por el obispo.232 La solicitud de la Iglesia por la formación permanente de los diáconos sería ineficaz sin el esfuerzo de cada uno de ellos. Tal formación no puede reducirse a la sola participación a cursos, a jornadas de estudio, etc., sino que pide a cada diácono, sabedor de esta necesidad, que las cultive con gran interés y con un cierto espíritu de iniciativa. El diácono tenga interés por la lectura de libros escogidos con criterios eclesiales, se informe mediante alguna publicación de probada fidelidad al Magisterio, y no deje la meditación cuotidiana. Formarse siempre más y mejor es una parte importante del servicio que se le pide. 66. Considerada desde la perspectiva del obispo233 y de los presbíteros, cooperadores del orden episcopal que llevan la responsabilidad y el peso de su cumplimiento, la formación permanente consiste en ayudar a los diáconos a superar cualquier dualismo o ruptura entre espiritualidad y ministerialidad, como también y primeramente, a superar cualquier fractura entre la propia eventual profesión civil y la espiritualidad diaconal, «a dar una respuesta generosa al compromiso requerido por la dignidad y responsabilidad que Dios les ha confiado por medio del sacramento del Orden; en cuidar, defender y desarrollar su específica identidad y vocación; en santificarse a sí mismo y a los demás mediante el ejercicio del ministerio».234 Ambas perspectivas son complementarias y se necesitan mutuamente en cuanto fundamentadas, con la ayuda de los dones sobrenaturales, en la unidad interior de la persona. La ayuda, que los formadores deberán ofrecer, será tanto más eficaz cuanto más corresponda a las necesidades personales de cada diácono, porque cada uno vive el propio ministerio en la Iglesia como persona irrepetible y en las propias circunstancias. Tal acompañamiento personalizado hará que el diácono sienta el amor, con el que la Madre Iglesia está junto a su esfuerzo por vivir la gracia del sacramento en la fidelidad. Por eso, es de capital importancia que los diáconos puedan elegir un director espiritual, aprobado por el obispo, con el que puedan tener regulares y frecuentes diálogos. Por otra parte, toda la comunidad diocesana se encuentra, de alguna manera, comprometida en la formación de los diáconos235 y, en particular, el párroco u otro sacerdote designado para ello, que debe prestar su ayuda personal con solicitud fraterna. Especificidad67.

El cuidado y el trabajo personal en la formación permanente son signos inequivocables de una respuesta coherente a la vocación divina, de un amor sincero a la Iglesia y de una auténtica preocupación pastoral por los fieles cristianos y por todos los hombres. Se puede extender a los diáconos cuanto ha sido afirmado de los presbíteros: «La formación permanente es necesaria ... para lograr el fin de su vocación: el servicio a Dios y a su pueblo».236 La formación permanente es verdaderamente una exigencia, que se pone después de la formación inicial, con la que se condivide las razones de finalidad y significado y, en confronto con la cual, cumple una función de integración, de custodia y de profundización. La esencial disponibilidad del diácono delante de los otros, constituye una expresión práctica de la configuración sacramental a Cristo Siervo, recibida por el sagrado Orden e imprimida en el alma por el carácter: es una meta y una llamada permanente para el ministerio y la vida de los diáconos. En tal perspectiva, la formación permanente no se puede reducir a un simple quehacer cultural o práctico para un mayor y mejor saber hacer. La formación permanente no debe aspirar solamente a garantizar la actualización, sino que debe tender a facilitar una progresiva conformación práctica de la entera existencia del diácono con Cristo, que ama a todos y a todos sirve. Ambitos68. La formación permanente debe unir y armonizar todas las dimensiones de la vida y del ministerio del diácono. Por lo tanto, como la de los presbíteros, debe ser completa, sistemática y personalizada en sus diversas dimensiones: humana, espiritual, intelectual y pastoral.237 69. Cuidar los diversos aspectos de la formación humana de los diáconos, tanto en épocas pasadas como ahora, es trabajo fundamental de los Pastores. El diácono, consciente que ha sido elegido como hombre en medio de los hombres para dedicarse al servicio de la salvación de todos los hombres, debe estar dispuesto a dejarse ayudar en la mejora de sus cualidades humanas —preciosos instrumentos para su servicio eclesial— y a perfeccionar todos aquellos modos de su personalidad, que puedan hacer que su ministerio sea más eficaz. 

Por ello, para realizar eficazmente su vocación a la santidad y su peculiar misión eclesial, —con los ojos fijos en Aquel que es perfecto Dios y perfecto hombre— debe tener en cuenta la práctica de las virtudes naturales y sobrenaturales, que lo harán más semejante a la imagen de Cristo y más digno de afecto por parte de sus hermanos.238 En particular debe practicar, en su ministerio y en su vida diaria, la bondad de corazón, la paciencia, la amabilidad, la fortaleza de ánimo, el amor por la justicia, el equilibrio, la fidelidad a la palabra dada, la coherencia con las obligaciones libremente asumidas, el espíritu de servicio, etc... La práctica de estas virtudes ayudará a los diáconos a llegar a ser hombres de personalidad equilibrada, maduros en el hacer y en el discernir hechos y circunstancias.  También es importante que el diácono, consciente de la dimensión de ejemplaridad de su comportamiento social, reflexione sobre la importancia de la capacidad de diálogo, sobre la corrección en las distintas formas de relaciones humanas, sobre las aptitudes para el discernimiento de la culturas, sobre el valor de la amistad, sobre el señorío en el trato.239 70. La formación espiritual permanente se encuentra en estrecha conexión con la espiritualidad diaconal, que debe alimentar y hacer progresar, y con el ministerio, sostenido «por un verdadero encuentro personal con Jesús, por un coloquio confiado con el Padre, por una profunda experiencia del Espíritu».240 Los Pastores deben empujar y sostener en los diáconos el cultivo responsable de la propia vida espiritual, de la cual mana con abundancia la caridad, que sostiene y fecunda su ministerio, evitando el peligro de caer en el activismo o en una mentalidad «burocrática» en el ejercicio del diaconado. Particularmente la formación espiritual deberá desarrollar en los diáconos aspectos relacionados con la triple diaconía de la palabra, de la liturgia y de la caridad. La meditación asidua de la Sagrada Escritura realizará la familiaridad y el diálogo adorante con el Dios viviente, favoreciendo una asimilación a toda la Palabra revelada. El conocimiento profundo de la Tradición y de los libros litúrgicos ayudará al diácono a redescubrir continuamente las riquezas inagotables de los divinos misterios a fin de ser digno ministro. La solicitud fraterna en la caridad moverá al diácono a llegar a ser animador y coordinador de las iniciativas de misericordia espirituales y corporales, como signo viviente de la caridad de la Iglesia. Todo esto requiere una programación cuidadosa y realista de medios y de tiempo, evitando siempre las improvisaciones. Además de estimular la dirección espiritual, se deben prever cursos y sesiones especiales de estudio sobre cuestiones de temas, que pertenecen a la grande tradición teológica espiritual cristiana, períodos particularmente intensos de espiritualidad, visitas a lugares espiritualmente significativos. Con ocasión de los ejercicios espirituales, en los cuales debería participar por lo menos cada dos años,241 el diácono no olvidará trazar un proyecto concreto de vida, para examinarlo periódicamente con el propio director espiritual.

En este proyecto no podrá faltar el tiempo dedicado cada día a la fervorosa devoción eucarística, a la filial piedad mariana y a las prácticas de ascética habituales, además de la oración litúrgica y la meditación personal. El centro unificador de este itinerario espiritual es la Eucaristía. Esta constituye el criterio orientativo, la dimensión permanente de toda la vida y la acción diaconal, el medio indispensable para una perseverancia consciente, para un auténtica renovación, y para alcanzar así una síntesis equilibrada de la propia vida. En tal óptica, la formación espiritual del diácono descubre la Eucaristía como Pascua en su anual celebración (Semana Santa), semanal (de Domingo) y diaria (la Misa de cada día). 71. La inserción de los diáconos en el misterio de la Iglesia, en virtud de su bautismo y del primer grado del sacramento del Orden, hace necesario que la formación permanente refuerce en ellos la conciencia y la voluntad de vivir en comunión motivada, real y madura con los presbíteros y con su propio obispo, especialmente con el Sumo Pontífice, que es el fundamento visible de la unidad de toda la Iglesia. Formados de esta manera, los diáconos en su ministerio serán animadores de comunión. En particular en aquellos casos en los que existen tensiones, allí propondrán la pacificación por el bien de la Iglesia. 72. Se deben organizar oportunas iniciativas (jornadas de estudio, cursos de actualización, asistencia a cursos o seminarios en instituciones académicas) para profundizar la doctrina de la fe. Particularmente útil en este campo, fomentar el estudio atento, profundo y sistemático del Catecismo de la Iglesia Católica. Es indispensable verificar el correcto conocimiento del sacramento del Orden, de la Eucaristía y de los sacramentos comúnmente confiados a los diáconos, como el bautismo y el matrimonio. Se necesita también profundizar en los ámbitos y las temáticas filosóficas, eclesiológicas, de la teología dogmática, de la Sagrada Escritura y del derecho canónico, útiles para el cumplimiento de su ministerio. Además de favorecer una sana actualización, estos encuentros deberían llevar a la oración, a una mayor comunión y a una acción pastoral cada vez más incisiva como respuesta a la urgente necesidad de la nueva evangelización. También se deben profundizar, de modo comunitario y con un guía autorizado, los documentos del Magisterio, especialmente los que explican la posición de la Iglesia en relación con los problemas doctrinales o morales más frecuentes de cara al ministerio pastoral. De este modo se manifestará y demostrará eficazmente la obediencia al Pastor universal de la Iglesia y a los pastores diocesanos, reforzando así la fidelidad a la doctrina y a la disciplina de la Iglesia en un sólido vínculo de comunión. Además, resulta de gran interés y utilidad estudiar, profundizar y difundir la doctrina social de la Iglesia. De hecho, la inserción de buena parte de los diáconos en las profesiones, en el trabajo y en la familia, permitirá llevar a cabo manifestaciones eficaces para el conocimiento y la actuación de la enseñanza social cristiana. A quienes posean la debida capacidad, el obispo puede encaminarlos a la especialización en una disciplina teológica, consiguiendo, si es posible, los títulos universitarios en los centros académicos pontificios o reconocidos por la Sede Apostólica, que aseguren una formación doctrinalmente correcta. 

Finalmente, tengan siempre presente el estudio sistemático, no solamente a fin de perfeccionar su conocimiento, sino también para dar nueva vitalidad a su ministerio, haciendo que responda cada vez más a las necesidades de la comunidad eclesial. 73. Junto a la debida profundización en las ciencias sagradas, se debe cuidar una adecuada adquisición de las metodologías pastorales242 para lograr un ministerio eficaz. La formación pastoral permanente consiste, en primer lugar, en promover continuamente la dedicación del diácono por perfeccionar la eficacia del propio ministerio de dar a la Iglesia y a la sociedad el amor y el servicio de Cristo a todos los hombres sin distinción, especialmente a los más débiles y necesitados. De hecho, el diácono recibe la fuerza y modelo de su actuar en la caridad pastoral de Jesús. Esta misma caridad empuja y estimula al diácono, colaborando con el obispo y los presbíteros a promover la misión propia de los fieles laicos en el mundo. Él está estimulado «a conocer cada vez mejor la situación real de los hombres a quienes ha sido enviado; a discernir la voz del Espíritu en las circunstancias históricas en las que se encuentra; a buscar los métodos más adecuados y las formas más útiles para ejercer hoy su ministerio»243 en leal y convencida comunión con el Sumo Pontífice y con el propio obispo. Entre estas formas, el apostolado moderno requiere también el trabajo en equipo que, para ser fructuoso, exige saber respetar y defender, en sintonía con la naturaleza orgánica de la comunión eclesial, la diversidad y complementariedad de los dones y de las funciones respectivas de los presbíteros, de los diáconos y de todos los otros fieles. Organización y medios74. La diversidad de situaciones, presentes en las iglesias particulares, dificulta la definición de un cuadro completo sobre la organización y sobre los medios idóneos para una congrua formación permanente de los diáconos.

En necesario escoger los instrumentos para la formación en un contexto de claridad teológica y pastoral. Parece más oportuno, por lo tanto, ofrecer solamente algunas indicaciones de carácter general, fácilmente traducibles a las diversas situaciones concretas. 75. El primer lugar de formación permanente de los diáconos es el mismo ministerio. A través de su ejercicio, el diácono madura, centrándose cada vez más en su propia vocación personal a la santidad en el cumplimiento de los propios deberes eclesiales y sociales, en particular las funciones y responsabilidades ministeriales. La conciencia de ministerialidad constituye el tema preferencial de la específica formación, que viene dada. 76. El itinerario de formación permanente debe desarrollarse sobre la base de un preciso y cuidadoso proyecto establecido y verificado por la autoridad competente, con el distintivo de la unidad, estructurada en etapas progresivas, en plena sintonía con el Magisterio de la Iglesia. Es oportuno establecer un mínimo indispensable para todos, sin confundirlo con los itinerarios de profundización. Este proyecto debe tomar dos niveles formativos íntimamente unidos: el diocesano que tiene como punto de referencia el obispo o a su delegado, y aquel de la comunidad en donde el diácono ejerce el ministerio, que tiene su punto de referencia en el párroco u otro sacerdote. 77. El primer nombramiento de un diácono para una comunidad o un ámbito pastoral represente un momento delicado. Su presentación a los responsables de la comunidad (párrocos, sacerdotes, etc.) y de ésta hacia el mismo diácono, además de favorecer el conocimiento recíproco, contribuirá a lograr rápidamente la colaboración sobre la base de la estima y del diálogo respetuoso en un espíritu de fe y de caridad. Puede resultar fructuosamente formativa la propia comunidad cristiana, cuando el diácono se configura en ella con el ánimo de quien sabe respetar las sanas tradiciones, sabe escuchar, discernir, servir y amar a la manera del Señor Jesús. Un sacerdote ejemplar y responsable, encargado por el obispo, seguirá con particular atención la experiencia pastoral inicial. 78. Se deben facilitar a los diáconos encuentros periódicos de contenido litúrgico, de espiritualidad, de actualización, de evaluación y de estudio a nivel diocesano o supradiocesano. Será oportuno prever, bajo la autoridad del obispo y sin multiplicar las estructuras, reuniones periódicas entre sacerdotes, diáconos, religiosas, religiosos y laicos comprometidos en el ejercicio del cuidado pastoral, sea para superar el aislamiento de pequeños grupos, sea para garantizar la unidad de perspectivas y de acción ante los distintos modelos pastorales. 

El obispo seguirá con solicitud a los diáconos, sus colaboradores, presidiendo los encuentros, según sus posibilidades y, si se encuentra impedido, procurará que alguien le represente. 79. Se debe elaborar, con la aprobación del obispo, un plan de formación permanente realista y realizable, según las disposiciones presentes, que tenga en cuenta la edad y las situaciones específicas de los diáconos, junto con las exigencias de su ministerio pastoral. Con esa finalidad, el obispo podrá constituir un grupo de formadores idóneos o, eventualmente, pedir colaboración a las diócesis vecinas. 80. Sería de desear que el obispo instituya un organismo de coordinación de diáconos, para programar, coordinar y verificar el ministerio diaconal: desde el discernimiento vocacional,244 a la formación y ejercicio del ministerio, comprendida también la formación permanente. Integrarán tal organismo el mismo obispo, el cual lo presidirá, o un sacerdote delegado suyo, junto a un número proporcionado de diáconos.

Dicho organismo no dejará de tener los debidos lazos de unión con los demás organismos diocesanos. El obispo dictará normas propias que regularán todo lo que se refiere a la vida y al funcionamiento de ese organismo. 81. Para los diáconos casados se deber programar, además de las ya dichas, otras iniciativas y actividades de formación permanente, en las que, según la oportunidad, participarán, de alguna manera, su mujer y toda la familia, teniendo siempre presente la esencial distinción de funciones y la clara independencia del ministerio. 82. Los diáconos deben valorar todas aquellas iniciativas que las Conferencias Episcopales o las diócesis promuevan habitualmente para la formación permanente del clero: retiros espirituales, conferencias, jornadas de estudio, convenios, cursos interdisciplinares de carácter teológico-pastoral. También procurarán no faltar a las iniciativas que más señaladamente pertenecen a su ministerio de evangelización, de liturgia y de caridad. El Sumo Pontífice, Juan Pablo II, ha aprobado el presente Directorio ordenando su promulgación. Roma, desde el Palacio de las Congregaciones, 22 de febrero, fiesta de la Cátedra de San Pedro, del 1998. Darío Card. Castrillón HoyosPrefecto Csaba Ternyák, Arzobispo titular de Eminenziana Secretario ORACIÓN A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍAMARÍA, Maestra de fe, que con tu obediencia a la Palabra de Dios, has colaborado de modo eximio en la obra de la Redención, haz fructuoso el ministerio de los diáconos, enseñándoles a escuchar y anunciar con fe la Palabra. MARÍA, Maestra de caridad, que con tu plena disponibilidad al llamado de Dios, has cooperado al nacimiento de los fieles en la Iglesia, haz fecundo el ministerio y la vida de los diáconos, enseñándoles a donarse en el servicio del Pueblo de Dios. MARÍA, Maestra de oración, que con tu materna intercesión, has sostenido y ayudado a la Iglesia naciente, haz que los diáconos estén siempre atentos a las necesidades de los fieles, enseñándoles a descubrir el valor de la oración. MARÍA, Maestra de humildad, que por tu profunda conciencia de ser la Sierva del Señor has sido llena del Espíritu Santo, haz que los diáconos sean dóciles instrumentos de la redención de Cristo, enseñándoles la grandeza de hacerse pequeños. MARÍA, Maestra del servicio oculto, que con tu vida normal y ordinaria llena de amor, has sabido secundar en manera ejemplar el plan salvífico de Dios, haz que los diáconos sean siervos buenos y fieles, enseñándoles la alegría de servir en la Iglesia con ardiente amor. 

Amén.

¿ Cómo organizar un Plan de Vida ?

¿Cómo hacer un programa de vida?

Autor: Germán Sánchez Griese |

 

No nos ha faltado ni buena voluntad, ni carácter. Lo que sucede es que hemos fallado en el método. Si queremos en verdad llegar a un verdadero cambio de vida , lo que necesitamos es descubrir nuestro defecto dominante, hacer un plan para atacarlo y poner manos a la obra. Esto se llama hacer un programa de vida, un verdadero programa para reformar nuestra vida y lograr ser un hombre o una mujer nueva. Es fácil, pero requiere de una técnica, de unas herramientas y de constancia en el trabajo.

 

 

 

Mírate en un espejo.

 

Sí, no tengas miedo. Hombre o mujer, joven o adolescente, ¿qué más da? Cuando tienes unos kilos de más, cuando quieres alcanzar una mejor figura, un mejor rostro, no te da pena y te miras al espejo. Ahí, frente a frente descubres lo que está bien, o eso que está mal. Y decides comenzar ¡cuánto antes, por favor! una dieta, un tratamiento de belleza o un régimen físico para estar y sentirte mejor. Y eso lo logras sólo si eres capaz de verte en el espejo y ver la realidad de las cosas.

 

Con la vida del espíritu sucede lo mismo. Debes mirarte en el espejo y contemplar a un hijo o una hija de Dios. Y debes ver el contraste. Esa imagen que ves en el espejo quizás no es la imagen ideal de un hijo de Dios. Contemplas una persona que puedas estar alejada de Dios o que está en camino de acercarse a él, pero ¿qué le hace falta? Te das cuenta que estás lleno de defectos, de actitudes que no corresponden a las de un buen cristiano. Vicios que se han arraigado con el tiempo y que forman ya parte de una personalidad, pero una personalidad que se aleja del camino de Dios. ¿Qué puedes hacer?

 

No puedes pasarte la vida entera frente al espejo y lamentar tu situación y decir simplemente: “Eso de ser hijo de Dos no es para mí”. No puedes conformarte con pensar que si Dios te hizo de esa manera deberás continuar así durante toda la vida. Esa es la historia de muchos católicos, que llamados a una vida mejor, a una vida de verdadera santidad, se conforman con ir tirando, con no ser malos y no son capaces de lanzarse a las alturas. Se parecen un poco al polluelo de águila, que herido a la mitad del camino, lo encuentra un campesino y lo lleva a su granja. Lo mete en el corral de las gallinas y espera un poco de tiempo a que se cure. El polluelo se adapta a la vida delas gallinas, come como las gallinas, hace todo igual que las gallinas. Y en el momento en que debe levantar el vuelo a las alturas, a mirar al sol de frente, no es capaz de hacerlo, se queda en tierra picando la tierra, buscando su alimento entre lombrices y granos de trigo.

 

Como católicos estamos llamados a alcanzar las alturas de la santidad: ¡ser santo! Así, entre signos de admiración. Esa imagen que debes contemplar en el espejo es la de un verdadero santo, la de una verdadera santa. En medio de la vida cotidiana, santificándote con tu esposa y tus amigos, con tus parientes, con tu novio en el antro, en todas partes. ¿Te miras al espejo y no te reconoces como santo?

 

 

Descubre tu defecto dominante.

 

Si no somos santos, no te disculpes ni busques pretextos. Hay un refrán que dice “cuando los defectos se inventaron, se acabaron los tontos”. Tu mismo podrías hacerme aquí una lista de pretextos: no soy santo porque no he sido llamado a la santidad, no soy santa porque no me dan los medios, no soy santo porque me da miedo, no soy santo porque otros no me dejan ser santo. Y así la lista podría seguir al infinito.

 

No te compliques y saquemos una conclusión: no eres santo porque no has luchado con inteligencia para alcanzar la santidad. Fíjate muy bien que he subrayado la palabra con inteligencia. Quizás después de un retiro espiritual, de unas jornadas de oración o de un taller de vida cristiana hayas sentido ganas de ser santo, de ser mejor, de acercarte más a Cristo. Eso es muy bueno. Querer es poder, alguien ha dicho por ahí. Pero... ¿has puesto los medios? No basta simplemente con querer. Hay que poner los medios. Y uno de los medios más importantes para ser santo es descubrir tu defecto dominante y trabajar por combatirlo.

 

Todos tenemos defectos que debemos atacar para conseguir la santidad: Yo me enojo muy pronto y pierdo el control de mí mismo, hay quien no puede ser caritativo con los demás porque está más allá de sus propias fuerzas, los hay que se quedan a mitad del camino de la santidad porque la pereza les paraliza del todo. Eso es normal. Decir que tenemos defectos equivale a decir que somos humanos, equivale a describir nuestra naturaleza, por lo cual no tiene nada de especial que en el camino de la santidad hayas encontrado esos defectos. Ahora bien, hay muchos defectos que combatir, ¿por cuáles debemos comenzar? Son muchos y de muy variada especie...

 

En la vida espiritual todos los defectos los podemos agrupar en dos grandes grupos: los defectos cuya raíz están en la soberbia y los defectos que tienen su raíz en la sensualidad. La soberbia no es más que sentirme yo el centro del universo, pensar que yo siempre tengo la razón y que todos deben obedecerme, creer que mi punto de vista es infalible. Algunas manifestaciones de la soberbia son: deseo de estima, vanidad, dureza de juicio, dureza en el trato con los demás, terquedad, altanería, impaciencia, autosuficiencia, desesperación, rencor, juicios, temerarios, envidia, crítica, racionalismo, respeto humano, individualismo, insinceridad, ira, temeridad en las tentaciones, apego a los cargos, desprecio de los demás, compararme con los demás, hacer distinción de las personas y no verlas a todas como hijos de Dios, vivir como si Dios no existiera haciéndolo a un lado en la propia vida, susceptibilidad, no saber escuchar, servirme de Dios y no buscar servirlo, ver a Dios más como señor y juez que como Padre y amigo.

 

De otro lado, tenemos los defectos cuya raíz va a la sensualidad que es poner nuestra comodidad como el valor supremo de nuestra vida. Algunas manifestaciones de sensualidad son: flojera, pérdida de tiempo, huida de todo lo que suponga sacrificio, concupiscencia de la vista y de la mente, sexualidad desordenada, excesos en el comer y en el beber, deseos desordenados de tener y de consumir, despilfarro, lecturas, conversaciones y espectáculos que fomentan la sensualidad y la vulgaridad.

 

Aquí tenemos los dos grandes pesos que nos impiden alcanzar la santidad: la soberbia y la sensualidad con una gama de manifestaciones. Cada uno de nosotros tiene manifestaciones de soberbia y de sensualidad. Un ejército no se gobierna lanzando batallones de infantería a diestra y siniestra. Se analiza el enemigo, tratamos de conocer sus armas, su potencial y se lanza el ataque enfocándolo a objetivos muy precisos. Lo primero que debemos hacer es conocer a nuestro enemigo: ¿con quién vamos a enfrentarnos? ¿Con la soberbia o con la sensualidad? No se trata de hacer un elenco exhaustivo de todas esas manifestaciones. Debemos combatir con inteligencia, ya lo hemos dicho. Hacer una lista de todas las manifestaciones que me alejan de Dios no tiene ningún caso. Se necesita descubrir la raíz de esas manifestaciones y lograr llegar a decir: “yo estoy alejado de Dios porque soy un soberbio con tales manifestaciones” o decir también: “yo no soy hija de Dios cuando me dejo llevar por mi defecto dominante que es la sensualidad con estas y estas manifestaciones”. ¿Cómo puedo llegar a esto?

 

Todas las noches, antes de acostarte, haz un pequeño balance y en una hoja escribe las fallas que hayas tenido en ese día. Debes ser muy sincero y no aparentar nada a ante nadie. Sé humilde y escribe: me enojé con mi hermano, no fui lo suficientemente paciente con mi esposa, se me fueron los ojos al ver tal o cual revista, no escuché a mi compañero de trabajo, traté de imponer mi punto de vista sin escuchar a los demás.

 

Después de hacer esa lista, cataloga cada una de las faltas, poniendo las letras “So” si han sido manifestaciones de soberbia o “Se” si han sido manifestaciones de sensualidad. Haz el propósito de revisarte todas las noches haciendo estas clasificaciones de faltas. Después de una semana habrás encontrado tu defecto dominante, pues tú mismo te darás cuenta si es la soberbia o la sensualidad la raíz de tus faltas más frecuentes. Seguirás siendo como todos los humanos teniendo defectos de soberbia o de sensualidad, pero habrás descubierto que uno de ellos es el que más te aleja de Dios.

 

Ahora, con tu defecto dominante ya conocido, será más fácil comenzar el camino de la santidad.

 


La clave del crecimiento interior

Fuente:  Germán Sánchez Griese

La fuerza de voluntad es la facultad capaz de impulsar la conducta y dirigirla hacia un objeto determinado.

 

Antes de continuar hablando sobre el camino de nuestra santidad, permíteme que te presente un pequeño cuestionario. No te asustes. Este no es un curso universitario y no voy a calificar tus respuestas. Tú serás quien se califique. Debes responder este cuestionario con toda sinceridad y con toda calma. No te presiones, tómate tu tiempo, no tengo prisas. Pero insisto en la sinceridad. No tengas miedo de conocerte cada día un poco más.

 

 

Programa de crecimiento interior

 

Cuestionario.

 

1. ¿Llevé a cabo el balance del día, tratando de descubrir el defecto dominante? Sí____ No____

¿Por qué?

 

2. ¿Descubrí mi defecto dominante? Sí____ No____

¿Por qué?

 

3. ¿Ya tengo hecho mi programa de crecimiento interior?

Sí____ No____

¿Por qué?

 

4. ¿He revisado durante todas las noches mi programa de crecimiento interior, mediante las preguntas de control?

Sí____ No____

¿Por qué?

 

¿Qué conclusión has sacado de las respuestas a este cuestionario? Y por favor... he hecho estas preguntas no para descorazonarte sino simplemente para que te sirvan como guía en el camino de tu santidad.

 

Muchas veces nos sucede que comenzamos un camino nuevo. Como en el Año Nuevo o después de asistir a unas jornadas de oración, a un retiro o asistir a un evento significativo (la muerte de un ser querido, un accidente, el nacimiento de uno de nuestros hijos). Percibimos que Dios nos pide algo más, nos damos cuenta que no podemos seguir siendo los mismos y surge en nuestro interior el deseo de alcanzar la tan anhelada santidad. Pero... más tardamos en hacer ese propósito que en comenzar a quebrantarlo. Quizás te haya sucedido lo mismo con tu programa de reforma de vida. Analizaste tu defecto dominante, apuntaste sus manifestaciones, escribiste los medios, pasa el tiempo y te das cuentas que no avanzas. ¿Qué sucede? ¿No hay ilusión por cambiar? ¿No hay “campanas” en tu interior que te muevan a ser mejor, a alcanzar las metas que te propusiste? Puede ser que tengas esa ilusión, pero lo que ha faltado es fuerza de voluntad. Nos sucede lo que Ovidio expresaba en una frase latina que ha quedado esculpida para la eternidad: “Veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor.”

 

Es dura esta frase, pero es muy cierta. Quieres alcanzar la santidad, pero no has podido. Quieres combatir tu defecto dominante que es el que te tiene atado y no te deja ser mejor. Ves el bien, estás de acuerdo con él, pero has seguido el camino del mal, has seguido siendo el mismo, no has logrado conquistar tus ideales. Ante todo calma, “Roma no se conquistó en un día”. Estás comenzando a combatir a un enemigo que ya se había convertido en un huésped permanente de tu corazón. ¿Y pretendes deshacerte de él de la noche a la mañana? No va a ser fácil, pero no será imposible. Lo que debes hacer es revisar que tal está tu fuerza de voluntad.

 

Muchas veces sucede que vislumbramos perfectamente lo que debemos hacer para alcanzar la santidad. La fe y la razón nos lo están diciendo: “Haz esto, no hagas lo otro” Y lo hemos consignado en nuestro programa de vida espiritual. Pero nuestros sentimientos nos pueden jugar una mala pasada y cualquier eventualidad nos desmorona. Desde los cambios de clima hasta los enojos más grandes nos hacen sentir mal. En una mañana lluviosa nos cuesta más trabajo estar de buenas y ceder el paso a todos, sonriendo de oreja a oreja. Si nos dejamos guiar por los sentimientos somos como una hoja en tiempo de vendaval. En un momento podemos estar en un prado verde, lleno de flores. Pero sopla el viento y nos lleva al techo de una casa. Vuelve a soplar y nos encontramos en medio de la suciedad más grande. Si nuestra vida gira al vaivén de las circunstancias y de lo más o menos sensibles que estemos o de la forma en qué percibamos dichos factores externos, no llegaremos muy lejos.

 

La fuerza de voluntad no es más que la facultad capaz de impulsar la conducta y dirigirla hacia un objeto determinado, contando siempre con dos ingredientes básicos: la motivación y la ilusión.

 

“El hombre es su voluntad”, ha dicho Rosmini, un escritor espiritual del siglo XIX. Y es cierto. Tú eres lo que te propongas. No lo que sueñes, no lo que te imaginas, no lo que tengas ganas. Necesitas un poco de ilusión para querer alcanzar tu meta. Necesitas también la motivación suficiente para seguir siempre cuesta arriba, como decían esos versos del escritor inglés Rudyard Kipling: “Aunque vayan mal las cosas, como a veces suelen ir. Aunque ofrezca tu camino, sólo cuestas que subir. Aunque tengas poco haber, pero mucho que pagar. Un descanso, si acaso debes dar, pero nunca desistir”.

 

Tener fuerza de voluntad no significa el no sentir las cosas, el no tener dificultades, ser un iluso que no se da cuenta de que las cosas a veces nos cuestan especialmente en el plano de la vida espiritual. La fuerza de voluntad es una facultad, es una capacidad que tiene el hombre y la debe cultivar. No es que unos hombres hayan nacido con más o menos fuerza de voluntad que otros. Como facultad que es se desarrolla con la repetición de actos. Como la fuerza física o la agilidad. Los atletas, los deportistas no nacieron con esa masa de músculos en sus pechos o con agilidad en sus piernas. La fueron desarrollando a través de unos ejercicios muy bien pensados. Con la fuerza de voluntad nos sucede lo mismo. Tenemos que desarrollar esa fuerza de voluntad todos los días, a través de la repetición de actos, algunas veces sencillos, otras veces difíciles.

 

El problema radica en el hecho de que no hemos sido capaces de desarrollar al máximo nuestra fuerza de voluntad. Si pudiéramos sacar una radiografía de nuestra voluntad, ¿cómo se encontraría? No voy a someterte a otro cuestionario, pero permíteme que te dé algunas pistas. ¿Eres capaz de seguir con fidelidad un horario, desde la mañana hasta la tarde? ¿Haces ejercicio con cierta regularidad? ¿Eres capaz de no escuchar la radio cuando vas en el coche? ¿Te desesperas muchas veces en un restaurante porque no te sirven la comida como a ti te gusta? ¿Un contratiempo insignificante es capaz de arrancarte lágrimas de rabia y disgusto y dejarte postrado, amilanado, triste o enojado por el resto del día?

 

Mejor no seguimos con las preguntas y te dejo a continuación unos tips para fortalecer tu voluntad. Podrán parecerte tontos o ingenuos. ¿qué tiene que ver el dejar de fumar a ciertas horas con mi defecto dominante? ¿En qué se relaciona el levantarme a la primera y no quedarme acurrucado en la cama durante diez quince o veinte minutos con mi pasión dominante? Decíamos que la voluntad es una facultad. Al desarrollarla a través de esos actos, la vamos preparando para combatir con mayor fuerza nuestro defecto dominante. Así como un futbolista ejercita su resistencia su fuerza a través de un campamento en la montaña, nosotros podremos ser más eficaces cuando combatamos nuestro defecto dominante si contamos con una voluntad fuerte, decidida, pronta a vencer nuestras inclinaciones más inmediatas.

 

Como te decía antes, es difícil el camino, pero no imposible. Te dejo esta lista para que la practiques y la integres a tu vida. Verás como en unos días serás diferente. NO tengas miedo. Nadie ha muerto por exceso de fuerza de voluntad. Sin embargo muchos se han quedado a medias en su camino a la santidad porque no han tenido una gran voluntad.

 

No me extiendo más. Te dejo la lista y nos vemos en el próximo artículo... si tienes la fuerza de voluntad para seguir leyéndome.

 

 

 

Tips para fortalecer tu voluntad.

 

1. Levántate a la primera, sin esperar a que suene dos veces el despertador.

 

2. No tomes alimentos entre comidas.

 

3. Deja de fumar durante ciertos días, o en ciertas horas.

 

4. No prendas el radio del coche durante ciertos días, o por lo menos después de haber conducido durante diez minutos.

 

5. Sé puntual en todos tus compromisos (aunque sepas que otras personas van a llegar tarde).

 

6. Revisa tu programa de reforma de vida todas las noches.

 

7. No tengas ni un minuto de ocio: habla por teléfono cuando sea necesario.

 

8. Propósito hecho, siempre cumplido.

 

9. Ten un horario en el día y no dejes nada a la improvisación.

 


 

 

Programa de crecimiento interior

Fuente:  Germán Sánchez Griese

Luces que pueden ayudar al desarrollo del programa de crecimiento interior

 

Progreso de vida

 

Defecto dominante:

 

Principales manifestaciones:

 

Virtud a conquistar:

 

 

 

 

 

Luces

 

Decálogo para educar la voluntad.

 

1. Busca pequeños actos en los que puedas vencerte y luchar. Aunque caigas, levántate y vuelve a empezar.

2. Vence tus gustos y tus inclinaciones más inmediatas.

3. Mientras más motivación tengas, más fuerza de voluntad irás adquiriendo.

4. Fija para tu vida objetivos claros, precisos, bien delimitados y estables.

5. Busca en tu vida lo más arduo y difícil, por pequeño que sea.

6. Gobiérnate a ti misma: no te dejes llevar por enfados, sentimientos o estímulos primarios.

7. Incluye en tu vida la constancia en tus actos.

8. Busca una sana proporción entre los objetivos y metas de tu vida y los instrumentos que utilizas para obtenerlos.

9. Incorpora la fuerza de voluntad en todos tus quehaceres.

10. La educación de la voluntad no tiene fin.

 

 

Tips para fortalecer tu voluntad.

 

1. Levántate a la primera, sin esperar a que suene dos veces el despertador.

2. No tomes alimentos entre comidas.

3. Deja de fumar durante ciertos días, o en ciertas horas.

4. No prendas el radio del coche durante ciertos días.

5. Puntualidad en todos tus compromisos (aunque sepas que otras personas van a llegar tarde).

6. Haz las preguntas de control durante todas las noches.

7. No tengas ni un minuto de ocio: habla por teléfono cuando sea necesario.

8. Propósito hecho, siempre cumplido.

9. Tener un horario en el día, no dejar nada a la improvisación.

 

 

¿Cómo hacer un horario?

 

1. Hacer un elenco de las prioridades del día, de la semana, del mes:

a) Responsabilidades como madre o padre.

b) Responsabilidades como esposa (o).

c) Responsabilidades como hijo: hijo de familia e hijo de Dios.

d) Responsabilidades sociales.

 

2. Jerarquizar dichas prioridades y encuadrarlas en un horario.

3. Prever lo necesario en tiempo y medios para cumplir con dichas responsabilidades.

4. Fijar en la agenda un tiempo para la preparación y cumplimiento de mis prioridades.

5. Saber decir NO frente a los imprevistos no prioritarios.

6. Dedicar un tiempo a la formación personal.

7. Dedicar un tiempo a las preguntas de control.

 

 

Ejercicio dinámico para vivir el secreto de la felicidad.

 

1. Toma tu programa de crecimiento interior.

 

2. Medita en el hombre o mujer perfecto, imagen de Dios que llevas dentro de ti.

 

3. Proyecta esa imagen a tu vida actual y señala con una cruz o con una paloma el cumplimiento de las siguientes pautas de la felicidad y lo que puedes hacer para alcanzarla.

 

 

 

 

 

Guía rápida y sencilla para hacer de la oración una fuente de crecimiento interior.

 

1. Buscar el mejor lugar y el mejor momento para hacer la oración. Recordar que Dios habla en el silencio.

 

2. Buscar un texto adecuado para mi crecimiento interior. Un texto que me ayude a combatir mi defecto dominante: un libro de algún autor espiritual, el evangelio, algún libro sugerido por una persona avanzada en su crecimiento interior.

 

3. Ponerse en presencia de Dios. Saber que Dios me escucha y que está presente en la oración:

a) Acto de fe: creo Señor en ti. Ayúdame a seguir creyendo.

b) Acto de esperanza: confío en tu ayuda, en que me darás “el agua” de tu gracia para seguir creciendo interiormente.

c) Acto de caridad: te amo porque eres infinitamente bueno y porque a Ti solo debo amarte con todo mi ser.

 

4. Pedir la ayuda del Espíritu Santo para que me guíe y me ilumine en la oración.

 

5. Abrir el alma y aceptar cumplir la voluntad de Dios: “Señor, yo quiero cumplir tu voluntad”.

 

6. Leer el texto seleccionado en forma pausada, buscando que las palabras hablen a mi alma, más que a mi inteligencia.

 

7. Detenerme en el momento en que una idea ilumine mi alma o sienta que me ayuda en mi crecimiento interior.

 

8. Preguntarme: “¿Qué es lo que Dios quiere de mí?

¿Qué es lo que Dios quiere que haga?

¿Cómo puedo cambiar mi vida, de acuerdo a lo que he leído?”

 

9. Atrapar la gracia: identificar lo que tengo que hacer para cumplir con su voluntad.

 

10. Llevar la gracia a mi corazón: querer cumplir en el corazón lo que Dios me ha pedido.

 

11. Identificar los medios prácticos para llevar lo visto en la oración a la acción. Escribirlo, si es necesario.

 

12. Agradecer a Dios las gracias recibidas.

 

 

 

Diferentes cuestionarios para un programa de crecimiento interior

 

Cuestionario 1.

 

1. ¿Llevé a cabo el balance del día, tratando de descubrir el defecto dominante? Sí____ No____

¿Por qué?

 

2. ¿Descubrí mi defecto dominante? Sí____ No____

¿Por qué?

 

3. ¿Ya tengo hecho mi programa de crecimiento interior? Sí____ No____

¿Por qué?

 

4. ¿He revisado durante todas las noches mi programa de crecimiento interior, mediante las preguntas de control? Sí____ No____

¿Por qué?

 

 

Cuestionario 2.

 

1. ¿He cumplido con mi programa de crecimiento interior?

Sí____ No____

¿Por qué?

 

2. ¿Qué resultados prácticos, tangibles he obtenido con mi programa de crecimiento interior?

 

3. ¿Ya tengo hecho mi horario personal?

Sí____ No____

¿Por qué?

 

4. ¿Cumplí alguno de los tips de la formación de la voluntad? Sí____ No____ ¿Por qué?

¿Cómo han influido esos “tips” en mi conversión interior?

 

5. ¿Qué medios concretos voy a seguir poniendo para aprovechar mejor estas “Luces”?

 

 

Cuestionario 3.

 

1. ¿Cuál ha sido mi mayor descubrimiento durante la semana pasada al continuar trabajando en mi programa de crecimiento interior?

 

2. ¿Cuáles fueron las manifestaciones de mi defecto dominante en las que más trabaje durante la semana pasada?

 

3. ¿Puedo decir que ya se están comenzando a notar los frutos de mi conversión? ¿En qué aspectos?

a) Conmigo mismo:

b) Con mi esposo (a):

c) Con mis hijos:

d) Con mis amigos y con la sociedad en general:

 

4. ¿Qué frutos he obtenido de mi purificación interior? ¿Siento que ya tengo la fuerza de Dios (su gracia) para trabajar más fuertemente contra mi defecto dominante?

 

 

Cuestionario 4.

 

1. ¿Qué actos de amor, de caridad realice la semana pasada?

a) ¿Con mi esposa (o)?

b) ¿Con mis hijos?

c) ¿Con mis amigos, familiares, vecinos?

 

2. ¿Puedo decir que he aprendido en esta última semana a ya no girar en torno a mí, sino en torno a Dios y a los demás?

 

3. ¿Cuáles fueron los actos de caridad que cumplí con más dificultad?

 

4. ¿Cuáles fueron los actos de caridad que cumplí más fácilmente?

 

5. ¿Puedo decir que cada día me acerco más al hombre perfecto que Dios ha puesto en mí?

 

 

Cuestionario 5.

 

1. ¿He comenzado a hacer mi oración de acuerdo a la guía que me han dado? ¿Por qué sí o por qué no?

 

2. ¿He comenzado a experimentar los frutos de la oración? ¿Mayor paz y tranquilidad? ¿Fuerza para continuar con mi programa de crecimiento interior? ¿Luz para mi vida?

 

3. ¿He comenzado a “atrapar” las gracias de Dios en la oración? ¿Cuáles han sido las gracias que he recibido en la oración, durante la semana pasada?

 

4. ¿Cuáles han sido los obstáculos o las dificultades más grandes que he enfrentado para cumplir con mi oración? ¿Cansancio? ¿Aburrimiento? ‘No le he dado la importancia debida?

 

5. ¿Qué voy a hacer para vivir mi oración la siguiente semana?

 

 

Cuestionario 6.

 

1. ¿Tengo profundamente gravada en mí la condición de creatura de Dios? ¿He procurado durante la semana pasada meditar en mi condición de creatura?

¿Cómo me ha ayudado esta condición de creatura en mi programa de crecimiento interior?

 

2. ¿Hice la semana pasada un balance de mis apegos personales?

¿A qué estoy más apegado?

¿Bienes materiales, personas, sentimientos?

¿Cómo puedo ir desapegándome de todo ello? ¿He comenzado ya con ese trabajo, o lo estoy dejando “para mañana”?

 

3. ¿Cómo va la humildad con relación a mi prójimo?

a. ¿Discuto acaloradamente? ¿de todo, aún aquello que no conozco?

b. ¿Soy flexible y condescendiente? ¿o duro de juicio?

c. ¿Busco la singularidad para llamar la atención sobre mí?

d. ¿Me preocupa conocer la opinión que sobre mí tengan otras persona?

e. ¿Busco la alabanza y la felicitación ajena?

f. ¿Busco que me atiendan?

g. ¿Me considero en la práctica “el eje del mundo”?

 

4. ¿Cuál es el trato que doy a las personas?

a. ¿Me llevo bien con todas o solamente con aquellas que “me caen bien”?

b. ¿Estoy abierto a escuchar la opiniones de los demás?

c. ¿Tengo un trato amable, educado, o por el contrario soy altanero?

 

 

 

Reflexiones sobre la conciencia.

 

1. ¿Qué tipo de conciencia descubrí que tengo?

 

2. ¿Registra mi sensibilidad los llamados de mi conciencia?

a. ¿Con respecto a mis relaciones con Dios?

b. ¿Con respecto a mis deberes de esposa (o)?

c. ¿Con respecto a mis deberes de madre o padre?

d. ¿Con respecto a mis deberes de hija (o)?

e. ¿Con respecto a mis deberes en la sociedad?

 

3. ¿Siento vivamente cuando he cometido a una falta en cualquiera de los aspectos anteriores? ¿o ya estoy acostumbrado?

 

4. ¿Qué he hecho por conocer la aplicación de la Ley de Dios en mi vida diaria? ¿He ido a la deriva, guiando mi conciencia según la opinión de los demás, o según lo que Dios me va indicando?

 

5. ¿Me cuesta seguir el llamado de mi conciencia? ¿Por qué?

a. ¿Por qué me exige sacrificio?

b. ¿Por qué me exige salir de mí mismo?

c. ¿Por qué ya estoy acostumbrado a un ritmo de vida?

 

6. ¿Qué medios concretos he puesto para seguir la voz de mi conciencia?

 

7. ¿Comprendo que la única forma de seguir creciendo en mi interior es el seguir la voz de mi conciencia, cumpliendo en la práctica con lo que ella me indica?

 


 

El camino de la conversión

Fuente:  Germán Sánchez Griese

Dios me quiere de un modo muy preciso en cada uno de los lugares en donde me muevo.

 

No sé si has sido capaz de llegar a este punto de tu programa de crecimiento interior. No se trata sencillamente de haber llegado leyendo hasta aquí, sino de haber llegado viviendo todo lo que hemos comentado hasta este punto. Te invito a hacer un pequeño balance de lo vivido hasta ahora, a través del siguiente cuestionario. Es cierto que muchas veces nos da miedo revisarnos. No hay que tener miedo. Estos auto-exámenes no se califican por un maestro. Aunque, escribiendo esto he pensado que he mentido. Realmente si reciben una calificación y esta calificación la da uno de los jueces más rigurosos de toda la historia: nuestra propia conciencia.

 

Anímate, deja que tu conciencia sea la que califique el cuestionario.

 

 

Cuestionario.

 

1. ¿He cumplido con mi programa de crecimiento interior?

Sí____ No____

¿Por qué?

 

2. ¿Qué resultados prácticos, tangibles he obtenido con mi programa de crecimiento interior?

 

3. ¿Ya tengo hecho mi horario personal?

Sí____ No____

¿Por qué?

 

4. ¿Cumplí alguno de los tips de la formación de la voluntad?

Sí____ No____¿Por qué?

¿Cómo han influido esos “tips” en mi conversión interior?

 

5. ¿Qué medios concretos voy a seguir poniendo para aprovechar mejor este curso de “Luces?”

 

 

¿Qué calificación obtuviste? Lo importante no es la calificación, sino las actitudes que has venido desarrollando a partir del momento en que has comenzado tu programa de crecimiento interior, que no es otra cosa que tu programa de conversión. Y es que quizás, lo más difícil de aceptar en nuestro camino de conversión es constatar que no somos lo que deberíamos de ser. Y esto, que suena un poco a trabalenguas, no es un trabalenguas sino una de las verdades dela vida espiritual más profundas y verdaderas: no somos lo que estamos llamados a ser. Lo que deberíamos ser.

 

Te invito a hacer un viaje por la Biblia y a descubrir esta realidad. Toma tu Biblia en el libro del Génesis capítulo 3, versículo 8. Ahí lees lo siguiente: “Oyeron luego el ruido de los pasos de Yahveh Dios que se paseaba por el jardín a la hora de la brisa, y el hombre y su mujer se ocultaron de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del jardín.” Nos damos cuenta que Dios acostumbraba venir a la hora de la brisa, a platicar con el hombre, con el dueño de la creación, con aquél que es su imagen y semejanza. Lo había creado de tal forma que Dios podía verse en el hombre y el hombre a su vez podía verse en Dios. Pero después de la caída, que te invito a leer en el mismo libro del Génesis, versículos del 1 al 7, el hombre, se ha movido del lugar en que Dios lo ha dejado. Ya no está en el puesto en que Dios lo dejó, se ha movido de lugar.

 

Movernos del lugar donde Dios nos quiere puede encerrar la verdad de una vida alejada de Dios, hecha de acuerdo a lo que nosotros creemos que es lo verdadero y no hecha de acuerdo a lo que Dios quiere para nosotros. Nuestro defecto dominante no es ni más ni menos que esa fuerza que nos mueve del lugar en el que Dios nos quiere. Dios me quiere, por ejemplo como un esposo fiel, un padre providente y atento a las necesidades de mis hijos y un hombre honrado en mi trabajo. Ahí es dónde Dios me quiere, ésa es la forma cómo Dios me ha pensado desde toda la eternidad. Pero si “muerdo el anzuelo de la tentación” como Adán y Eva y soy un marido infiel, un padre despreocupado de la formación de sus hijos y un hombre que en negocio hace triquiñuelas disfrazadas de legitimidad, entonces dejo de ser lo que Dios ha querido para mí. Y este mismo ejemplo lo puedo aplicar a mi caso personal, como esposa, como madre, como hija, como estudiante de universidad o preparatoria.

 

Dios me quiere de un modo muy preciso en cada uno de los lugares en donde me muevo, con las amistades que frecuento, con las palabras que digo. Nada escapa a esa imagen que Él quiere para mí. Y que por otro lado, cumpliendo con esa imagen, seré plenamente feliz, con una felicidad semejante a la que tenían Adán y Eva en el Paraíso. Porque viviendo la vida de gracia que no es otra cosa que vivir en amistad con Dios a través de la huída del pecado mortal y venial, viviré con una felicidad plena y total.

 

Mi defecto dominante es esa fuerza que me lleva a dejar de ser lo que tengo que ser. Llamado a ser hijo de Dios, prefiero vivir de acuerdo a lo que yo pienso que me puede hacer más feliz. Pero al reconocer que me he equivocado, que no voy por el buen camino, estoy ya haciendo mucho en mi labor de conversión: estoy siendo humilde y la humildad es la clave de la conversión, la clave de mi crecimiento interior.

 

De nada me sirve cumplir con mi programa de vida si no acepto que me he desviado de lo que Dios quiere para mí. Ya lo dice Juan Pablo II en su encíclica “Redemptoris missio”, número 43: “La Iglesia y los misioneros deben dar también testimonio de humildad, ante todo en sí mismos, lo cual se traduce en la capacidad de un examen de conciencia, en el ámbito personal y comunitario, para conseguir en los propios comportamientos lo que es antievangélico y desfigura el rostro de Cristo”.

 

Acercarnos a este rostro de Cristo, como el mismo Juan Pablo II nos lo dice en la carta apostólica Novo Millenio Ineunte:“Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el camino ordinario, llevando en el ánimo las ricas experiencias vividas durante este período singular, la mirada se queda más que nunca fija en el rostro del Señor.” (Cfr. no. 16)

 

Y al contemplar el rostro de Cristo, podemos contemplar la imagen a la cual debemos tender. Ser hijos de Dios es ser hermanos de Cristo y es tenerlo a Él como modelo de vida. Nos sucede muchas veces que nos perdemos en este esfuerzo por alcanzar la santidad, por luchar contra nuestro defecto dominante, por ir adquiriendo cada día más las virtudes que debemos. Pero sucede que vamos como caminante sin guía, sin un punto fijo al que debemos arribar. Quiero ser más santo, quiero estar más cerca de Cristo. Y eso está muy bien. ¿Pero quieres parecerte a Cristo, quieres ser como Cristo? Y ante estas dos preguntas nuestras rodillas nos tiemblan, los ojos se nos saltan de asombro y la voluntad no se mueve para nada. ¿Puedo yo ser como Cristo? Es que precisamente esta es la pregunta base de nuestra conversión, de nuestro crecimiento interior, en un a palabra, de nuestra santidad.

 

La posibilidad de serlo nos la da el mismo Cristo: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Podemos serlo, en la medida de nuestra humanidad. Pero lo seremos en realidad en la medida de nuestra humildad. Mientras no reconozcamos que estamos alejados de Cristo, mientras no reconozcamos que estamos llamados a copiar en nuestras personas la persona y el rostro de Cristo, mientras no aceptemos que estamos alejados de Cristo, entonces no lograremos avanzar en nuestro camino de santidad y de conversión interior.

 

¿Qué necesito para ser santo? Reconocer lo que soy: un hijo de Dios, llamado a imitar a Cristo, pero alejado de esa imagen por el pecado y principalmente por mi defecto dominante.

 

¿Cómo puedo ser humilde? ¿Cómo puedo vivir sustancialmente en mi vida práctica la humildad? Esto lo veremos en nuestro siguiente artículo.

 

 


 

La raíz de toda conversión: la humildad

Fuente:  Germán Sánchez Griese

La humildad es necesaria para el crecimiento en la vida espiritual

 

Nos hemos dado cuenta que para ser santos, para convertirnos en otro Cristo, debemos aceptar nuestra condición de criaturas: salimos de Dios, somos de Dios y regresaremos a Dios. Esta verdad, tan sencilla y que se expresa de un modo tan concreto, nos cuesta mucho trabajo vivirla. No nos gusta que nadie nos diga lo que tenemos que hacer. Las pasiones, que se reflejan principalmente en nuestro defecto dominante, llegan a apoderarse de tal manera de nuestra vida, que hay ocasiones en las que no sabemos quien vive en nosotros: no distinguimos ya entre nuestros propios deseos y las órdenes que nos lanza nuestras pasiones y nuestro defecto dominante. Hacemos de nuestra vida un modo para satisfacer y dar gusto a nuestro defecto dominante.

 

Es cierto que con nuestro programa de reforma de vida, estamos creciendo interiormente, pero mientras no tengamos una clara conciencia de que somos criaturas de Dios, de que dependemos de Él, nuestro avance será lento en el camino para adquirir la santidad. Estaremos construyendo nuestra santidad en la arena y no en roca firme, como nos sugiere el Evangelio. Podemos entusiasmarnos por unos días, por unas semanas, o por unos meses en este camino que hemos emprendido. Pero tarde o temprano, si en la base de este combate contra el defecto dominante no está la humildad, nos desanimaremos y dejaremos de realizar cualquier esfuerzo para seguir adelante.

 

 

¿Qué debemos hacer para ser humildes?

 

Toma tu evangelio y ábrelo en el capítulo 15 de San Lucas, de los versículos 11 al 31. Ahí Cristo nos relata la historia del hijo pródigo. ¿Cuántas veces hemos meditado estas parábolas? Ahora quiero que las leas con calma, saboreándolas y aplicándolas a tu vida, principalmente a tu programa de crecimiento interior. Detente un poco en esta frase: “Y entrando en sí mismo dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y, levantándose, partió hacia su padre.” (Lc. 15, 17-20)

 

Para ser humilde debemos seguir los pasos de este hijo pródigo en ese momento, que es el momento de su conversión. Este hijo pródigo, después de desperdiciar la herencia, se da cuenta que lo ha perdido todo:¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Él, como nosotros, ha malgastado la hacienda que le ha dado su padre, que no es otra cosa que la capacidad de ser Hijo de Dios. Nosotros como criaturas nos hemos revelado frente a Dios, como los ángeles caídos (2Pe, 4) y le hemos dicho que preferimos seguir con nuestro defecto dominante que seguirlo a Él.

 

La humildad es reconocerse criatura de Dios. Y muchas veces criatura alejada de Dios por el pecado.

 

La humildad no es una lamentación de nuestra condición de pecadores que se han alejado de Dios, sino constatación de una verdad: soy hijo de Dios, soy criatura. Y como criatura que soy debo seguir las indicaciones de mi Creador. Lo que sucede es que muchas veces no sigo esas indicaciones, sino que sigo las indicaciones de mi pereza o de mi soberbia, es decir, de mi defecto dominante.

 

Muchos autores espirituales de nuestros días han expresado esta idea con diversos simbolismos. Escuchemos a uno de ellos:

 

“Yo anhelo, Señor, esta santa indiferencia

que me anulará a mí mismo para fundirme en Ti.

Y poder yacer en tus manos como fiel de balanza

Para que Tú lo inclines hacia donde se te antoje.

 

Y como papel en blanco,

Para que en él escribas lo que quieras.

Y como agua cristalina entre tus manos,

Para que Tú la viertas en el vaso que te plazca.

Y como barro de alfarero,

Para que Tú lo moldees como te convenga.

Y como borrico de carga,

Para llevarme donde más me necesites.

 

Y como niño de pecho en brazos de su madre,

Para no poder ir donde Tú no vayas

Y para ir contigo siempre a dondequiera que Tú fueres.

 

Y como baratija en manos de un niño

Para que a tu antojo, te diviertas o me destroces...

Mas, ¡qué alta está, Dios mío,

la cumbre de esta perfección!

¡Y cómo se enredan en mis pies

los ásperos matorrales de sus senderos!”

 

 

Esta es la cumbre de la perfección a la que estamos llamados: como criaturas de Dios depender en todo de Él, sabiendo que sólo en Él se encuentra la felicidad. Lo que sucede es que tratamos de llenar esa felicidad con mil y un sucedáneos: cosas materiales, afectos, sentimientos, ansias de poder y todo lo que nos proponen nuestras pasiones a través de nuestro defecto dominante.

 

Pero ser humilde no es buscar en el exterior las cosas que nos hagan ser más humildes. Humilde no es el que vive arrumbado en un rincón, lejos de la vista de todos, con la mirada siempre agachada, temeroso de que lo vean. Esa puede ser una caricatura de la humildad y esconder ahí una gran soberbia. Humilde es el que se reconoce como hijo de Dios y basándose en ese reconocimiento acepta las condiciones de esa filiación, acepta las condiciones de la amistad con Cristo. Que esas condiciones le piden aceptar una enfermedad, o un malestar físico pasajero... pues las acepta gozoso porque es humilde y se sabe que es lo que Dios quiere de Él en ese momento. Que a su esposo le ha ido bien en el negocio y pueden disfrutar de un fin de semana extra o comprarse un vestido nuevo, pues lo acepta por que en esos momentos es la voluntad de Dios y no lo anda presumiendo entre sus amigas. Que uno de sus hijos está pasando por un mal momento y necesita quizás un poco más de comprensión y cercanía... como es humilde sabe renunciar quizás a una tarde de dominó con los amigos y decide invitar a ese hijo o hija a cenar, a tomar un café y platicar con él o con ella, a estar cerca de él. Que en la Universidad me han ofrecido el plan de irme de vacaciones de Semana Santa a una playa de ensueño, pero sé que también podría dedicar ese tiempo para catequizar a comunidades que pocas o raras veces tienen la oportunidad de escuchar la palabra de Dios... como es humilde sabe posponer los planes personales por los planes de Dios.

 

No podemos dar un recetario mágico ni una casuística pormenorizada de los casos en que se vive la humildad. Debemos partir de la base que cada uno debe reconocerse como hijo de Dios para aceptar las condiciones de esta filiación y de esta amistad. Esto requiere mucha reflexión. Mucho dominio de sí mismo y mucha valentía. La humildad es una virtud para almas fuertes, para almas que quieren ser santos y no para almas apoquinadas que se conforman con “ir tirando más o menos” en su vida de cristianos.

 

Tienes la meta que es tu conversión, tu santidad. Tienes los medios que son tu programa de reforma de vida, tu programa de crecimiento interior. Tienes el motor motivación-orden, que es tu fuerza de voluntad. Pero si no tienes la base que es la humildad para reconocer lo que eres, en donde te encuentras y hacia donde quieres llegar, no podrás avanzar mucho en tu camino hacia la santidad.

 

Para ser humilde debes reconocerte en todo momento como hijo o hija de Dios. Y cuando fallas, aceptar esas fallas como un alejamiento de lo que Dios quiere de ti. Eso lo veremos en el siguiente artículo, cuando hablemos de las fallas en tu condición de criatura. Te dejo con unas claves de la humildad que te ayudarán a vivir cada día tu condición de criatura. No son fáciles de leer, porque no son fáciles de vivir, pero bien vale la pena hacer el esfuerzo.

 

Estas claves te recordarán a cada momento lo que debes ser. A veces parecerán duras, pero en realidad llevan una gran sabiduría espiritual. Intenta vivir una cada día. Verás como al final de un tiempo tú mismo acabarás por no reconocerte. Empezarás a ser verdaderamente una criatura de Dios: hijo de Dios y hermano de Jesucristo.

 

 

 

Las claves de la humildad.

 

Librame Jesús del deseo de ser:

Estimado

Amado

Proclamado

Ensalzado

Alabado

Preferido

Consultado

Aprobado

Justipreciado

 

Librame Jesús del temor de ser:

Humillado

Despreciado

Despedido

Rechazado

Calumniado

Olvidado

Ridiculizado

Injuriado

Sospechoso

 

Librame Jesús del disgusto de que no se siga mi opinión

 

Jesús, que los demás:

Sean más amados que yo

Sean preferidos a mí

Crezcan en la opinión del mundo y yo disminuya.

Sean llamados a ocupar cargos y yo relegado al olvido

Sean alabados y nadie se preocupe de mí

Sean preferidos a mí en todo.

 


 

 

La fuente del crecimiento interior

Fuente:  Germán Sánchez Griese

La oración y su importancia en el crecimiento de la vida interior.

 

Necesidad imperiosa de la oración

 

No es algo fácil definir la oración y muchos menos decir por qué es importante. ¿Por qué las flores necesitan del sol para vivir? ¿Por qué sin agua las flores se marchitan y pierden su hermosura?

 

La oración nos ayuda a centrarnos en nuestra condición de criaturas y nos da la fuerza para seguir luchando por alcanzar la meta que nos hemos propuesto en nuestro programa de reforma de vida. Nos da el aliento para seguir combatiendo nuestro defecto dominante.

 

Trabajar en nuestro programa de vida no es cosa fácil, especialmente si lo hacemos con seriedad y con constancia. Si comenzamos con gran fuerza, decididos a ser santos de una vez por todas, al enfrentarnos a los primeros fracasos, al darnos cuenta que no avanzamos con la rapidez con la que quisiéramos, cuando nos vemos incluso peores que antes, porque ahora somos conscientes de nuestros defectos, nos podemos desanimar.

 

Nuestra voluntad puede flaquear por momentos. Puede llegar hasta nosotros la tentación de dejar este trabajo espiritual. Son momentos de dificultad que fácilmente nos pueden asaltar en cualquier momento del camino.

 

Para estos momentos y en general, para nuestro trabajo en el combate del defecto dominante se necesita esa fuerza que constantemente nos esté empujando a luchar. Esta fuerza debe ser una luz que ilumine nuestra vida, un alto para ver hacia donde me dirijo, una fuente de energía y una guía segura y eficaz para poner en práctica mi programa de reforma de vida. Todo esto y más es la oración.

 

La oración no es más que un diálogo del alma con Dios y de Dios con el alma. Es un movimiento de la persona que busca a Dios y de Dios que está buscando hablar a la persona, comunicarse con ella. Debemos distinguir entre lo que es la oración y lo que son los rezos o la recitación de oraciones, incluso la lectura pausada del evangelio, de los salmos o de algún buen libro espiritual.

 

Rezar es repetir, recitar oraciones. Se reza el Padrenuestro, el Avemaría, el Credo. Repetimos con palabras, y deberíamos hacerlo también con el corazón, unas palabras que quieren ayudarnos a dar gracias a Dios, a pedirle su ayuda, a rendirle alabanza. Eso es rezar y eso está muy bien pues nos ayuda a que nuestra alma sintonice con Dios. Pero no es oración, como la queremos entender para nuestro programa de vida.

 

Leer un libro espiritual, los salmos alguna parte de la Biblia, puede también ayudarme a tener una gran tranquilidad de alma y de corazón. Puedo encontrar paz en mi conciencia.

 

Orar es dialogar con Dios. Platicar con él. Decía Santa Teresa de Jesús que “orar es hablar con Aquél que sabemos que nos escucha”. ¿Pero de qué vamos a platicar? La oración, insistimos, es un diálogo personal e íntimo con Dios que ilumina y robustece en el alma y en el corazón la decisión de identificarse con la razón de ser de la propia vida: la voluntad santísima de Dios. Es una renovación desde Dios que debe abarcar los criterios, los afectos, las motivaciones y las decisiones personales.

 

Veamos otros aspectos de la oración:

La oración es un lugar de diálogo

Un diálogo de amor

Ponerse en presencia de Dios

¿Ya podemos empezar nuestra oración?

El desarrollo de la oración

Los frutos de la oración

 

 

 

 

 


 

¿Cómo combatir tu defecto dominante?

Saber cuál es el enemigo que debes vencer.

 

El camino de la santidad

 

En este momento te preguntarás: ¿qué voy a hacer con mi defecto dominante? Lo primero que debes hacer es felicitarte. Sí, felicitarte porque te has conocido un poco más a ti mismo. Si haz elegido ser mejor católico, luchar por alcanzar la santidad de vida a la cual todos estamos llamados, entonces ¡felicidades! Ya sabes por donde enfocar todas tus baterías, ya sabes cuál es el enemigo que debes vencer: tu soberbia o tu sensualidad.

 

San Agustín, ese gran pensador y filósofo, hombre de su tiempo y de todos los tiempos, nos ha dejado una frase que viene muy al caso ahora que estamos por iniciar el camino de nuestra santidad. Él decía “Conócete, acéptate, supérate”. Y es lo que vamos a seguir en nuestras vidas. Conocernos en lo más íntimo de nuestro ser. Y esto lo hemos logrado revisándonos día tras día, sin afán de aparentar nada, siendo muy sinceros con nosotros mismos y llegando a la realidad de nuestra vida: yo soy un soberbio o soberbia del tamaño del mundo. O bien, aceptar que en lo que se refiere a la sensualidad no hay quien me gane. Debes aceptar esta realidad si quieres seguir adelante. Fíjate bien que San Agustín dice aceptar. Él no dice debes resignarte. Porque entre aceptar y resignarse hay una diferencia muy grande. Resignarse es reconocerse como soy y creer que ya no se puede cambiar. “He tratado tantas veces de ser paciente, especialmente con mi suegra... pero ya me conozco, no puedo cambiar. Es algo superior a mis fuerzas”. “No me digan que es posible que yo deje de ser un donjuán. Por favor, eso ni ustedes mismos se lo creen”. Estas personas que así hablan, en lo profundo de su ser se han resignado a ser como son. No se han aceptado. Porque aceptarse es reconocer lo que uno es y estar dispuesto a cambiar, a transformarse a ser otro, a convertirse en un mejor católico. “Yo acepto que me cuesta mucho guardar la castidad en mi noviazgo”. “Yo acepto que no es fácil vivir siempre con la sonrisa en la boca, tratando de comprende el carácter tan cambiante de mi esposa”. Es una postura muy diversa el aceptar que el resignarse.

 

Una vez que hemos aceptado lo que somos y que queremos cambiarlo para ser mejores, entonces viene la superación, el trabajo constante y continuo para alcanzar la santidad. Pero no corramos prisas y no nos adelantemos. Estamos aún dando los primeros pasos en nuestro camino de santidad, en nuestro camino de conversión. ¿Qué tenemos que hacer ahora?

 

No basta con reconocer mi defecto dominante. Reconocerlo es como describir las características de una persona: alto o bajo, gordo o flaco, pelo castaño o rubio, ojos verdes o azules. Es necesario ahora armarnos de valor para conocer las manifestaciones de mi defecto dominante y poner los medios para combatirlo.

 

 

Ahora viene la hora de la verdad. Toma tu defecto dominante, la soberbia o la sensualidad y escribe en forma clara y detallada las principales manifestaciones con las que ese defecto dominante se presenta en tu vida. El éxito, la clave, el punto central de tu camino a la santidad está aquí, así es que ¡mucha atención, por favor! Debes bajar a puntos específicos y muy concretos. No basta con decir: “Mi defecto dominante es la soberbia porque soy muy iracundo y me enojo muy seguido”. Si lo escribes de esa forma, no vas a ir muy lejos en tu camino a la santidad. Debes escribir con toda precisión esa manifestación de soberbia: “Mi defecto dominante es la soberbia porque cada vez que alguien me contradice me pongo furioso y arrojo por el suelo todas las figuras de porcelana que encuentro a mi alrededor”. Quizás exageramos un poco, pero tú no debes exagerar. Debes ser muy preciso para detectar esas manifestaciones de tu defecto dominante.

 

Debes ir a lo esencial y no perderte en generalidades. “Mi defecto dominante es la sensualidad porque todas las tardes pierdo el tiempo con mis amigas hablando por teléfono durante una hora y media”. “Mi defecto dominante es la sensualidad porque en el internet busco siempre sitios de cibersexo”. “Mi defecto dominante es la soberbia porque yo soy el que fijo el plan del fin de semana sin escuchar el parecer de mi esposa o de mis hijos”.

 

Date cuenta que mientras más preciso seas en bajar al detalle en las manifestaciones de tu defecto dominante, tendrás más armas para combatirlo. Porque ahora debes iniciar el trabajo positivo, es decir, lanzarte a la conquista de la santidad, combatiendo cada una de las manifestaciones que has escrito.

 

Te recomiendo ahora que estás iniciando este camino de santidad que te limites a escribir cuatro o cinco manifestaciones de tu defecto dominante, no más. Y por cada manifestación de tu defecto dominante deberás escribir un medio concreta para combatirlo. Aquí tienes que ser muy sincero y muy valiente. Debes ir a la raíz del problema, recordando las palabras de Jesucristo en el evangelio: “Si tu ojo te es causa de escándalo, arráncatelo...” Aquí vamos a ir al fondo, sin piedad. Proponte aquellos medios que más te convengan para erradicar el defecto.

 

Pueden ser medios sobrenaturales y medios prácticos. Medios sobrenaturales como la oración, para pedirle paciencia y pureza a Dios. Rezar un misterio del rosario todos los días para pedirle a la Virgen que te dé el don de la paciencia. Comulgar uno o dos días entre semana para vencer la pereza. Y luego están los medios prácticos. Pero por favor, que sean muy prácticos: “No voy a hablar con mis amigas por teléfono más de media hora”. “Sólo voy a usar el internet para contestar el correo electrónico y siempre lo voy a usar en presencia de algún familiar en mi casa”. “Los jueves voy a consultar a mi esposa qué haremos en familia ese fin de semana”.

 

Escribe los medios sobrenaturales y los medios prácticos en una lista y también y haz una lista de forma que puedas revisarlos todos los días y llevar el control de cada uno de ellos, colocando una señal positiva si has cumplido o una señal negativa si has fallado. Así al final del mes podrás darte cuenta cómo vas trabajando en tu camino por alcanzar la santidad.

 

Para ayudarte a vivir con mayor motivación este programa de vida espiritual puedes encontrar un lema que te ayude en cada momento a recordar los medios que te has propuesto. El lema es como un grito de guerra, corto, sencillo que para ti puede tener un gran significado y lo puedes usar en los momentos en que se te presenta la tentación de caer en el pecado. Si llegando a tu casa abres la puerta y te das cuenta que acaba de llegar tu suegra y que lo más fácil sería darle un beso y helado y decidir ignorarla durante tu visita, busca en tu interior de tu alma el lema y grítalo en tu corazón “Por Cristo y por las almas”. “Señor, todo por ti”. Si abres el internet y te das cuenta que en tu correo electrónico tienes una invitación para visitar un sitio no conveniente, interiormente puedes recordar tu lema: “Pureza ante todo”. Por ello, aunque parece algo sencillo, el lema es la piedra de toque que te recordará todo tu programa de vida, precisamente en los momentos de duda, de tentación, de máxima dificultad.

 

Piensa bien el lema pues él te traerá a la mente y al corazón todos los medios para alcanzar la santidad en el momento preciso.

 

Algo que también te puede ayudar es fijarte una virtud a conquistar que generalmente es lo opuesto a las manifestaciones de tu defecto dominante. Escríbela para tener siempre presente lo que quieres alcanzar

 

 


 

 

Perseverancia

Fuente:  Germán Sánchez Griese

Lo importante es que poner los medios para perseverar en el camino iniciado.

 

Con este último artículo llegamos al principio. ¿Al principio? ¿Me habré equivocado o se habrá equivocado el editor de catholic.net al escribir estas palabras? No. No ha habido ninguna equivocación en ninguno de nosotros. Lo confirmo: con este último artículo llegamos al principio. Al principio de la historia de tu vida que de ahora en adelante deberás escribir de cara a Dios.

 

Son muchas cosas las que hemos aprendido juntos en esta serie. No he pretendido ni con mucho abarcar todo lo referente a un programa de vida. Podríamos continuar incesantemente nuestra charla ahondando en diversos puntos, ejemplificando quizás un poco más algunos pasajes que podrían parecer oscuros. Pero este no es nuestro cometido. Tan sólo he querido dejarte un par de alas para que volaras hacia la santidad. ¿He logrado mi objetivo? No lo sé. La respuesta me la darás tú con tu vida de santidad. Y es más. No me la darás a mí, sino a Dios y a la humanidad que tanto necesitan de santos en nuestros días.

 

 

Quién eres en realidad

 

Ahora te conoces un poco más. Al bajar a tu interior, al hacer la experiencia de ti mismo buscando el hombre o la mujer perfecta que Dios espera de ti, te habrás dado cuenta quién eres en realidad. Después de una labor de purificación te has quitado el maquillaje de todo aquello que no es Dios para buscarlo cada día más “con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Te habrás dado cuenta en cuantos aljibes rotos estabas buscando la felicidad. Depósitos de agua en donde encontrabas placer, que no es lo mismo que felicidad. Pozos aparentemente llenos de agua, pero que eran engañosos, pues en su profundidad no existían veneros de agua viva sino fango y lodo que sólo enturbiaban cada día más tu vida. De alguna manera conocer la diferencia entre el bien y el mal, entre lo pasajero y lo permanente, entre el tiempo y la eternidad, entre la vida y la muerte, es sin duda fruto de una conciencia cada vez más clara, más delicada que te acompaña en tu vida como herramienta indispensable para adquirir la santidad.

 

 

Vencerse a sí mismo

 

Habrás comenzado a experimentar una mayor fuerza de voluntad. Un aprender a vencerte a ti mismo a pesar de las circunstancias personales o ambientales adversas a tu programa de vida. No está mal el sentirse con ganas de tirar todo por la borda cuando las dificultades arrecian. Lo malo es dejarnos llevar de esas circunstancias y acabar en un día con meses y quizás años de trabajo. Para “fabricar” la santidad se necesitan años, para destruirla, tan sólo unos segundos. Por ello, la fuerza de voluntad que has adquirido será siempre de gran ayuda, siempre y cuando la pongas en práctica cada vez que sea necesario. Y me parece que todos los días es necesario aplicarnos una buena dosis de férrea voluntad, máxime en el mundo en el que vivimos.

 

Te has acercado más a Dos a través de la oración, de la confesión y de la Eucaristía como alimento indispensable de tu alma. Comienzas a moverte en la dimensión de lo espiritual sin perder los pies en la tierra: “Tener el alma en el cielo y los pies en la tierra”.

 

En pocas palabras, ahora conoces la ruta de tu vida y cuentas con los aparejos necesarios para llegar a puerto seguro.

 

 

¿Qué sigue?

 

La pregunta inevitable es ¿y ahora qué? Por un lado nos damos cuenta que ya no somos los de antes, pero por otra parte aún no hemos alcanzado lo que nos hemos propuesto en nuestro programa de vida. Entonces, ¿qué hemos comenzado a hacer? Hemos comenzado a vivir un catolicismo integral. Integral con una doble vertiente: personal y social. Personal porque está abarcando toda la persona humana con sus valores físicos intelectuales, volitivos, afectivos, espirituales y morales. Y social pues debe extenderse a todos los niveles de nuestra vida social: comenzando con nuestra familia, en nuestra actividad profesional o estudiantil, con nuestras amistades, con todas aquellas personas con las que convivimos diariamente y sobretodo con las que más necesidad pueden tener de nosotros, ya sea en lo espiritual o en lo material.

 

Este catolicismo integral al que nos ha portado nuestro programa de reforma de vida no es a prueba del tiempo. Es necesario renovarlo, estar al pendiente de los avatares que sobre él puedan acaecer. Existe en primer lugar el peligro del desgaste de la vida diaria. Podemos dejarnos superar por los golpes que nos da la vida, o simplemente por esa erosión constante y continua a la que nos sometemos todos los días y que sin darnos cuenta va rebajando cotidianamente le frescura de nuestra entrega. Cuántas veces nos sucede que después de la experiencia de una jornada de desierto o de retiro espiritual volvemos con mucho entusiasmo a combatir nuestro defecto dominante. Y sin embargo después de unas semanas, de unos meses, esa frescura se ha ido marchitando y lo que nos parecía ligero, lo que no nos costaba trabajo parecería que con el paso del tiempo ha ido acumulando quién sabe de dónde, un peso insoportable. Es el desgaste de la vida diaria.

 

O bien puede ser ese cansancio del alma en el cotidiano ejercicio de las virtudes que nos hace siempre cuesta arriba el camino de la santidad. Lo sabemos: no somos ángeles, somos santos y llevamos en nuestra carne mortal el constante punzón de la tentación por seguir el camino más fácil, la senda menos perfecta, lo que se acomoda más a nuestras pasiones. Y el trabajar un día y otro día contra nuestro defecto dominante, ver que avanzamos poco o nada, o incluso que llegamos a retroceder puede causarnos malestar y como los boxeadores en el cuadrilátero cuando se ven apabullados por el adversario, sentir unas ganas terribles de “arrojar la toalla”, sacar una bandera o un pañuelo blanco y pedir paz por un instante.

 

Un peligro siempre latente es el debilitamiento de nuestro carácter al estarse oponiendo constantemente al forcejeo de las pasiones rebeldes. Si bien nuestra fuerza de voluntad es nuestra gran aliada, es cierto también que no estamos hechos de acero y que tarde o temprano vamos a sufrir las consecuencias de un ablandecimiento de nuestro carácter. Los muros pueden ser de piedra, pero hasta la piedra más dura tiende a horadarse.

 

Debemos por lo tanto estar alertas y no pensar que la perseverancia en la lucha por el bien, en la carrera por adquirir la santidad es así de fácil y sencillo. No basta hacernos el firme propósito de querer cumplir con el programa de reforma de vida. Debemos poner medios para perseverar en su cumplimiento.

 

Perseverar, seguir adelante, no desfallecer una vez que se ha iniciado el camino.

 

 

Los medios

 

Busca los mejores medios para perseverar. Aquellas formas en las que puedas renovar tu espíritu para no dejarlo marchitar por el sol y el bregar de la lucha cotidiana. Date un tiempo para retirarte de todo y buscar la frescura de tu entrega. ¿Qué te parece una jornada de oración al mes, un día de completo retiro y aislamiento, donde tu alma pueda encontrar nuevamente el espacio vital para crecer, fortalecerse, recobrar fuerzas? Los atletas tienen también sus tiempos de descanso para dejar que los músculos se recuperen después de un arduo esfuerzo. ¿Crees que tu alma puede ir en la vida sin reposo, sin serenidad, sin un tiempo de encuentro entre ella y su creador?

 

¿Cómo te vendría el buscar un grupo de oración en donde cada semana pudieras refrescar tus ideales y ponerlos en común? Alguien ha dicho que el sentirse acompañado en la lucha por el bien da más ánimos que la soledad en la lucha.

 

¿Qué me dices de tu participación en un apostolado organizado, de grandes miras, que te ayude a poner por obra todo aquello que estás adquiriendo con tu programa de reforma de vida? Un apostolado renueva tu alma, te hace crecer al buscar siempre dar lo mejor de ti mismo a los demás.

 

La lista podría ser infinita. Lo importante es que pongas los medios para perseverar en este camino que has iniciado.

Las reliquias y los católicos

Los católicos y las reliquias

Con el pasar de los siglos y con la llegada del cristianismo a nuevos pueblos de Europa, la difusión de las reliquias se hizo casi general

Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net

 

 

La costumbre cristiana de venerar reliquias tiene a sus espaldas siglos de historia. Con estos objetos muchos bautizados recuerdan a hombres y mujeres de todos los tiempos que han testimoniado, de modo especial, su amor a Cristo y su fidelidad a la fe. En ocasiones, sin embargo, se han producido desviaciones, engaños o excesos que falsean el sentido correcto que tienen las reliquias según la Iglesia. Por eso podemos preguntarnos: ¿cuál es la doctrina católica sobre el tema de las reliquias?

 

Para responder a esta pregunta, vamos a evocar algunos momentos de la historia del uso de las reliquias entre los cristianos, así como documentos importantes de la Iglesia católica que hablan sobre estos objetos de devoción.

 

Ya en los primeros siglos de la era cristiana fueron redactados testimonios que muestran el respeto hacia restos mortales u objetos de diverso tipo, especialmente de mártires. Cuando el obispo de Esmirna, san Policarpo, sufrió el martirio (siglo II), algunos cristianos recogieron sus huesos y, según un documento de la época, los consideraron más valiosos que el oro o que las piedras preciosas (cf. Martirio de Policarpo, 18).

 

En otros lugares, y mientras duraban las persecuciones, los cristianos veneraban las tumbas de los mártires, celebraban su memoria, y trataban con respeto sus restos mortales, como auténticas “reliquias” (vestigios, recuerdos) del heroísmo de quienes dieron la propia vida por mantener su fe en Jesucristo salvador.

 

Cuando terminaron las persecuciones, no sólo se difundió el respeto a las reliquias de los santos, sino que se promovió también la búsqueda de objetos relacionados con Jesucristo y con personajes que convivieron con el Salvador, especialmente la Virgen María y los Apóstoles. A mediados del siglo IV, un escritor afirmaba que en muchos lugares del mundo de entonces (es decir, de los territorios del Imperio romano) había reliquias de la Cruz de Cristo, que habría sido encontrada, según se creía, hacia el año 318.

 

La veneración de las reliquias en tantos lugares mostraba la existencia de una fe profunda en los bautizados, pero no estuvo exenta de excesos o abusos. Pronto se difundieron ideas equivocadas sobre el carácter milagroso de ciertas reliquias. Algunas personas llegaron a cometer robos, por lo que tuvo que intervenir el mismo emperador Teodosio (hacia finales del siglo IV) para poner orden en este tema. También se hizo necesario prohibir el despedazamiento de los restos mortales de mártires, pues algunos recurrían a este método para obtener más reliquias.

 

A nivel doctrinal, hubo entre Santos Padres quienes denunciaron la existencia de abusos, y defendieron la necesidad de un uso correcto de estos objetos para la veneración de los fieles.

 

Por ejemplo, san Jerónimo afirmaba claramente que no adoramos las reliquias de los mártires, sino que a través de ellas adoramos a Aquel (Dios) por quien fueron mártires (cf. “Ad Riparium”, I, P.L., XXII, 907). San Agustín, por su parte, en diversos momentos de su obra “La ciudad de Dios”, presenta más bien los aspectos positivos de la veneración de las reliquias, al describir el uso que los cristianos hacían de ellas y los beneficios obtenidos de Dios gracias a las oraciones en las que se pedía la intercesión de los santos.

 

Con el pasar de los siglos y con la llegada del cristianismo a nuevos pueblos de Europa, la difusión de las reliquias se hizo casi general. No faltaron, por desgracia, quienes con engaño y fraude aprovecharon la buena fe de cristianos ingenuos para hacer pasar por reliquias lo que eran objetos normales (no relacionados con mártires o santos). Otras veces el entusiasmo general llegaba a declarar como reliquias de mártires huesos encontrados cerca de alguna iglesia, sin que hubiese un mayor discernimiento crítico al respecto. En algunos lugares hubo una especie de “tráfico” de reliquias motivado por el deseo de venerar restos mortales de los campeones de la fe.

 

En este contexto se va desarrollando y completando, a lo largo de muchos siglos, la doctrina católica sobre el uso y veneración de las reliquias. Veamos ahora algunos textos del Magisterio sobre el tema.

 

Podemos recordar un importante texto del Concilio II de Nicea (del año 787), en el que, al hablar sobre las imágenes sagradas y otros objetos de culto, se condenó la postura de quienes despreciaban tradiciones de la Iglesia y rechazaban “alguna de las cosas consagradas a la Iglesia: el Evangelio, o la figura de la cruz, o la pintura de una imagen, o una santa reliquia de un mártir” (cf. Denzinger-Hünermann n. 603).

 

Dos siglos después, el año 993, el Papa Juan XV escribía en una encíclica dirigida a los obispo de Francia y Alemania: “de tal manera adoramos y veneramos las reliquias de los mártires y confesores, que adoramos a Aquél de quien son mártires y confesores; honramos a los siervos para que el honor redunde en el Señor” (cf. Denzinger-Hünermann n. 675). El texto puede provocar sorpresa, pues se habla de adorar y venerar las reliquias, pero el sentido parece claro: no se trata de ver las reliquias como objetos divinos, sino como medios para reconocer y adorar a Dios, que es la causa de la santidad (del martirio y de la confesión) de hombres y mujeres cuyos recuerdos son venerados por los fieles.

 

La difusión y traslado de reliquias tuvo un nuevo auge tras las cruzadas, especialmente a inicios del siglo XIII. No era raro que algunos cruzados europeos fuesen fácilmente engañados por personas de Tierra Santa que vendían como reliquias objetos cuyo valor era dudoso o claramente falso.

 

En este contexto intervino el Concilio IV de Letrán (en el año 1215), que publicó un texto severo contra ciertos abusos respecto del uso de reliquias. En el canon 62 de este Concilio leemos:

 

“La religión cristiana es demasiado a menudo denigrada porque algunos exponen reliquias de santos para venderlas o para mostrarlas a cada paso. Para que eso no se produzca más en el futuro, establecemos por el presente decreto que las reliquias antiguas no sean más expuestas fuera del relicario ni mostradas para ser vendidas. En cuanto a las nuevamente encontradas, nadie ose venerarlas públicamente, si no hubieren sido antes aprobadas por autoridad del Romano Pontífice. Además, los rectores de las iglesias vigilarán en el futuro para que la gente que va a sus iglesias para venerar las reliquias no sea engañada con discursos inventados o falsos documentos, como se suele hacer en muchísimos lugares por afán de lucro” (cf. Denzinger-Hünermann n. 818).

 

Avancemos a lo largo del tiempo. A causa de la Reforma protestante (siglo XVI) y de las consecuencias producidas por la misma, el Concilio de Trento trató en la sesión XXV (el año 1563) el tema de las reliquias, así como el de las imágenes sagradas. Para ello, aprobó un importante decreto, que iniciaba con estas palabras:

 

“Manda el santo Concilio a todos los Obispos, y demás personas que tienen el cargo y obligación de enseñar, que instruyan con exactitud a los fieles ante todas cosas, sobre la intercesión e invocación de los santos, honor de las reliquias, y uso legítimo de las imágenes, según la costumbre de la Iglesia Católica y Apostólica, recibida desde los tiempos primitivos de la religión cristiana, y según el consentimiento de los santos Padres, y los decretos de los sagrados concilios; enseñándoles que los santos que reinan juntamente con Cristo, ruegan a Dios por los hombres; que es bueno y útil invocarlos humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para alcanzar de Dios los beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro redentor y salvador; y que piensan impíamente los que niegan que se deben invocar a los santos que gozan en el cielo de eterna felicidad; o los que afirman que los santos no ruegan por los hombres; o que es idolatría invocarlos, para que rueguen por nosotros, aun por cada uno en particular; o que repugna a la palabra de Dios, y se opone al honor de Jesucristo, único mediador entre Dios y los hombres; o que es necedad suplicar verbal o mentalmente a los que reinan en el cielo”.

 

Desde sus primeras líneas, el decreto del Concilio de Trento pide a los obispos que enseñen a los católicos la sana doctrina sobre el modo de rezar e invocar a los santos, y coloca en ese contexto el tema de las reliquias. Recuerda, además, que los santos reinan con Cristo e interceden por los hombres, y que al invocar a los santos se pide alcanzar de Dios “los beneficios por Jesucristo su Hijo, nuestro Señor, que es sólo nuestro redentor y salvador”. Este punto es importante, pues las reliquias, que sirven para recordar a los santos, no son objetos mágicos, sino que se relacionan directamente con los santos en cuanto intercesores. Al mismo tiempo, el texto apenas citado recuerda que sólo Jesucristo es Salvador, no los santos ni sus reliquias.

 

El siguiente párrafo del decreto aplica lo anterior al tema de las reliquias de modo más explícito:

 

“Instruyan también a los fieles en que deben venerar los santos cuerpos de los santos mártires, y de otros que viven con Cristo, que fueron miembros vivos del mismo Cristo, y templos del Espíritu Santo, por quien han de resucitar a la vida eterna para ser glorificados, y por los cuales concede Dios muchos beneficios a los hombres; de suerte que deben ser absolutamente condenados, como antiquísimamente los condenó, y ahora también los condena la Iglesia, los que afirman que no se deben honrar, ni venerar las reliquias de los santos; o que es en vano la adoración que estas y otros monumentos sagrados reciben de los fieles; y que son inútiles las frecuentes visitas a las capillas dedicadas a los santos con el fin de alcanzar su socorro”.

 

De esta manera, el Concilio de Trento confirmaba la doctrina católica secular: es correcto venerar los cuerpos de los mártires y de los santos, así como las reliquias en general, por lo que incurren en error quienes niegan la validez de esta costumbre antiquísima.

 

El decreto sigue con indicaciones sobre las imágenes religiosas que no recogemos aquí. Después de exponer la doctrina, el Concilio de Trento pasa a pedir, en sus últimas líneas, que se extirpen abusos y errores referentes a los santos, a las reliquias y a las imágenes. Leemos estos momentos conclusivos del texto:

 

“Destiérrese absolutamente toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración de las reliquias, y en el sagrado uso de las imágenes; ahuyéntese toda ganancia sórdida; evítese en fin toda torpeza; de manera que no se pinten ni adornen las imágenes con hermosura escandalosa; ni abusen tampoco los hombres de las fiestas de los santos, ni de la visita de las reliquias, para tener convitonas, ni embriagueces: como si el lujo y lascivia fuese el culto con que deban celebrar los días de fiesta en honor de los santos. Finalmente pongan los Obispos tanto cuidado y diligencia en este punto, que nada se vea desordenado, o puesto fuera de su lugar, y tumultuariamente, nada profano y nada deshonesto; pues es tan propia de la casa de Dios la santidad. Y para que se cumplan con mayor exactitud estas determinaciones, establece el santo Concilio que a nadie sea lícito poner, ni procurar se ponga ninguna imagen desusada y nueva en lugar ninguno, ni iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, a no tener la aprobación del Obispo. Tampoco se han de admitir nuevos milagros, ni adoptar nuevas reliquias, a no reconocerlas y aprobarlas el mismo Obispo. Y éste, luego que se certifique en algún punto perteneciente a ellas, consulte algunos teólogos y otras personas piadosas, y haga lo que juzgare convenir a la verdad y piedad. En caso de deberse extirpar algún abuso, que sea dudoso o de difícil resolución, o absolutamente ocurra alguna grave dificultad sobre estas materias, aguarde el Obispo antes de resolver la controversia, la sentencia del Metropolitano y de los Obispos comprovinciales en concilio provincial; de suerte no obstante que no se decrete ninguna cosa nueva o no usada en la Iglesia hasta el presente, sin consultar al Romano Pontífice”.

 

Algunos años después del Concilio de Trento, el Papa Clemente VIII instituyó una Congregación para las indulgencias (en el año 1593). Un siglo después, el Papa Clemente IX (1667-1669) remodeló las atribuciones de esa congregación, que se convirtió en la Sagrada Congregación de las Indulgencias y de las Reliquias. Sus funciones eran: examinar y disciplinar el uso de indulgencias y de reliquias en la Iglesia católica, evaluar cuáles eran auténticas, y evitar abusos en el empleo de objetos relacionados con la vida de Cristo y con los santos. Esta Congregación estuvo en funciones hasta 1917, año en el que el Papa Benedicto XV la agregó de modo definitivo a la Penitenciaría apostólica.

 

Dando un salto en el tiempo, a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX hubo otras intervenciones importantes del Magisterio de la Iglesia sobre el tema de las reliquias. En concreto, podemos recordar al Papa san Pío X en su encíclica “Pascendi” (1907). En ella, el Papa deplorabla el desprecio de algunos hacia las reliquias, y ofrecía una serie de indicaciones concretas:

 

“Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: si los obispos, a quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las «auténticas» de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya por cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración sino después de haber sido convenientemente reconocida por el obispo. El argumento de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá cuando el culto tenga la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en 1896 por la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguiente tenor: «Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración que han tenido hasta ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya argumento cierto de ser falsas o supuestas»“ (Pascendi n. 55).

 

De un modo breve y sintético, el Concilio Vaticano II recogió la doctrina católica sobre las reliquias en la Constitución sobre la liturgia “Sacrosanctum Concilium”:

 

“De acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas. Las fiestas de los santos proclaman las maravillas de Cristo en sus servidores y proponen ejemplos oportunos a la imitación de los fieles” (Sacrosanctum Concilium n. 111).

 

Tras el Vaticano II, y después de un largo proceso de revisión, el Papa Juan Pablo II promulgó el año 1983 un nuevo “Código de Derecho Canónico”. En el mismo hay una sección dedicada al “culto de los santos, de las imágenes sagradas y de las reliquias”, que recoge los cánones 1186-1190. Tras ofrecer algunas normas sobre el culto de los santos y sobre las imágenes, el canon 1190 habla explícitamente de las reliquias:

 

“Canon 1190: #1. Está terminantemente prohibido vender reliquias sagradas.

# 2. Las reliquias insignes, así como aquellas otras que son honradas con gran veneración por el pueblo, no pueden en modo alguno enajenarse válidamente o ser trasladadas a perpetuidad sin licencia de la Sede Apostólica.

# 3. Lo prescrito en el # 2, vale también para aquellas imágenes que, en una iglesia, son honradas con gran veneración por el pueblo”.

 

Hay otro canon que alude a las reliquias, dentro del capítulo dedicado a los altares. En concreto, se recuerda que “debe observarse la antigua tradición de colocar bajo el altar fijo reliquias de los Mártires o de otros Santos, según las normas establecidas en los libros litúrgicos” (canon 1237, # 2).

 

De los últimos años, podemos evocar dos documentos de importancia que hablan sobre este tema. En primer lugar, el “Catecismo de la Iglesia Católica” (del año 1993), que alude brevemente a las reliquias al referirse a las diversas formas de devoción popular. En concreto, afirma lo siguiente:

 

“Además de la liturgia sacramental y de los sacramentales, la catequesis debe tener en cuenta las formas de piedad de los fieles y de religiosidad popular. El sentido religioso del pueblo cristiano ha encontrado, en todo tiempo, su expresión en formas variadas de piedad en torno a la vida sacramental de la Iglesia: tales como la veneración de las reliquias, las visitas a santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el vía crucis, las danzas religiosas, el rosario, las medallas, etc.” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1674).

 

En el número siguiente el Catecismo explica que la religiosidad popular está en relación con la liturgia de la Iglesia, pero sin sustituirla. En el n. 1676, más elaborado, se recuerda la necesidad de “un discernimiento pastoral para sostener y apoyar la religiosidad popular y, llegado el caso, para purificar y rectificar el sentido religioso que subyace en estas devociones y para hacerlas progresar en el conocimiento del Misterio de Cristo (cf. Catechesi tradendae n. 54). Su ejercicio está sometido al cuidado y al juicio de los obispos y a las normas generales de la Iglesia (cf. Catechesi tradendae 54)”. Luego se dan a entender aspectos positivos de esta religiosidad popular, que tanto valor tiene para promover la relación entre lo humano y lo divino.

 

El segundo documento fue publicado el año 2002 (tras la aprobación del Papa Juan Pablo II el año anterior) por la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, con el título “Directorio sobre la piedad popular y la liturgia. Principios y orientaciones”. En este Directorio se ofrece un marco histórico, magisterial y teológico para comprender las diversas formas de devoción popular, entre las que se encuentra la veneración a las reliquias. Al mismo tiempo, se ofrecen orientaciones que sirven para armonizar, según lo que había sido pedido en el Concilio Vaticano II, la piedad popular y la liturgia.

 

El Directorio trata el tema de las reliquias sobre todo en dos números (236 y 237). En ellos encontramos, en primer lugar, una descripción o presentación de lo que son las reliquias y de los tipos o clases de las mismas:

 

“236. El Concilio Vaticano II recuerda que «de acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas». La expresión «reliquias de los Santos» indica ante todo el cuerpo - o partes notables del mismo - de aquellos que, viviendo ya en la patria celestial, fueron en esta tierra, por la santidad heroica de su vida, miembros insignes del Cuerpo místico de Cristo y templos vivos del Espíritu Santo (cf. 1Cor 3,16; 6,19; 2Cor 6,16). En segundo lugar, objetos que pertenecieron a los Santos: utensilios, vestidos, manuscritos y objetos que han estado en contacto con sus cuerpos o con sus sepulcros, como estampas, telas de lino, y también imágenes veneradas”.

 

En un segundo momento, según lo que ya vimos al recordar el “Código de Derecho Canónico”, el Directorio alude al tema del uso de las reliquias en los altares. En concreto, afirma:

 

“237. El Misal Romano, renovado, confirma la validez del «uso de colocar bajo el altar, que se va a dedicar, las reliquias de los Santos, aunque no sean mártires». Puestas bajo el altar, las reliquias indican que el sacrificio de los miembros tiene su origen y sentido en el sacrificio de la Cabeza, y son una expresión simbólica de la comunión en el único sacrificio de Cristo de toda la Iglesia, llamada a dar testimonio, incluso con su sangre, de la propia fidelidad a su esposo y Señor”.

 

El mismo n. 237 del Directorio ofrece una serie de indicaciones concretas para una pastoral que ayude a los católicos a hacer un buen uso de las reliquias:

 

“A esta expresión cultual, eminentemente litúrgica, se unen otras muchas de índole popular. A los fieles les gustan las reliquias. Pero una pastoral correcta sobre la veneración que se les debe, no descuidará:

 

-asegurar su autenticidad; en el caso que ésta sea dudosa, las reliquias, con la debida prudencia, se deberán retirar de la veneración de los fieles;

 

-impedir el excesivo fraccionamiento de las reliquias, que no se corresponde con el respeto debido al cuerpo; las normas litúrgicas advierten que las reliquias deben ser de «un tamaño tal que se puedan reconocer como partes del cuerpo humano»;

 

-advertir a los fieles para que no caigan en la manía de coleccionar reliquias; esto en el pasado ha tenido consecuencias lamentables;

 

-vigilar para que se evite todo fraude, forma de comercio y degeneración supersticiosa.

 

Las diversas formas de devoción popular a las reliquias de los Santos, como el beso de las reliquias, adorno con luces y flores, bendición impartida con las mismas, sacarlas en procesión, sin excluir la costumbre de llevarlas a los enfermos para confortarles y dar más valor a sus súplicas para obtener la curación, se deben realizar con gran dignidad y por un auténtico impulso de fe. En cualquier caso, se evitará exponer las reliquias de los Santos sobre la mesa del altar: ésta se reserva al Cuerpo y Sangre del Rey de los mártires”.

 

Estas indicaciones del Directorio ofrecen una buena síntesis de la doctrina católica sobre las reliquias, que, como hemos visto, han sido veneradas desde antiguo y han sido apreciadas positivamente por el Magisterio de la Iglesia a lo largo de los siglos.

 

 

Podemos decir, en resumen, que, sin dejar de avisar sobre peligros, deformaciones o usos indebidos de las reliquias, la doctrina católica considera las partes de los cuerpos de los santos u otros objetos relacionados directamente con ellos, como una ayuda para entrar en contacto con Dios a través de hombres y mujeres que se dejaron transformar por la gracia y alcanzaron así el don de la salvación en Cristo. Esos hombres y mujeres son ahora intercesores, se unen a la oración de Cristo al Padre en favor de sus hermanos.

 

Este es el sentido correcto del uso y veneración de las reliquias, que ayudan al corazón cristiano para renovar su fe, y que permiten así una mejor comprensión del Evangelio y una participación más consciente y madura en los sacramentos, en los que no sólo recordamos (como al hacer uso de las reliquias) la acción salvadora de Cristo, sino que la acogemos como fue acogida, a veces de modo heroico, por tantos miles y miles de santos de todos los tiempos.

 

Cuáles son los factores causantes de la homosexualidad

FACTORES CAUSANTES DE LA HOMOSEXUALIDAD

 

Richard Fitzgibbons

 

Los orígenes de las inclinaciones y los comportamientos homosexuales

 

 Introducción

 

En la actualidad, la mayoría de los católicos saben muy poco o nada acerca de las causas emocionales de la inclinación y conducta homosexuales. Tampoco conocen el poderoso papel que la espiritualidad católica puede jugar en la curación de la homosexualidad.

 

Las razones de esta ignorancia son muchas e incluyen: la escasa difusión de escritos que traten sobre el valor de la fe católica y de los sacramentos para la curación de la homosexualidad; el fracaso de la terapia tradicional en lograr el mismo objetivo; las opiniones en las Asociaciones de Psiquiatría y Psicología de EE.UU de que la homosexualidad no es un desorden; la influencia que poderosos grupos ejercen sobre los medios de comunicación social y sobre la educación, los servicios sociales, los servicios de salud y la política. Además, hay muchas personas y grupos dentro de la misma Iglesia que tratan de desvirtuar la doctrina moral tradicional sobre este tema.

 

La falta de conocimiento sobre las causas de la homosexualidad se extiende también a aquellos que dirigen a adolescentes y adultos. Los terapistas frecuentemente dicen a aquellos que buscan ayuda en este sentido, que la doctrina de la Iglesia Católica sobre la homosexualidad es insensible hacia los homosexuales, poco científica y errónea. Les aconsejan que se acepten como personas creadas homosexuales por Dios. Desafortunadamente, los que así aconsejan son poco conscientes de los conflictos emocionales que causan la homosexualidad, así como del poder de curación existente a través del perdón y de la espiritualidad católica.

 

En mi experiencia clínica de los últimos 20 años, he sido testigo de la curación del dolor emocional que causaba la homosexualidad en varios cientos de hombres y mujeres. Su proceso de curación ocurrió, primero, a través de una psicoterapia que identificaba los orígenes de sus conflictos, y luego, por medio del perdón y de una espiritualidad católica.

 

Tal enfoque es similar al uso de la espiritualidad en el tratamiento del abuso de sustancias. Las mejorías radicales en el tratamiento de este problema ocurrieron sólo después de que la confianza en Dios se propusiera como la piedra angular del tratamiento. Anteriormente, la psicoterapia tradicional, por sí sola, sólo producía mejorías mínimas. El uso de la espiritualidad en el tratamiento de la homosexualidad ha seguido un modelo parecido.

 

Los orígenes de la homosexualidad

 

Los conflictos más comunes que predisponen a las personas hacia la homosexualidad son 1- la soledad y la tristeza, 2- profundos sentimientos de ser inadecuado y la falta de autoaceptación, 3- la desconfianza y el miedo, 4- el narcicismo, 5- el excesivo sentido de responsabilidad, 6- el maltrato sexual en la niñez y 7- el enfado excesivo.

 

Durante los períodos de tensión, estas dificultades internas se activan. Entonces pueden surgir fuertes tentaciones homosexuales en un intento por encontrar alivio o un escape al dolor emocional inconsciente. Esta dinámica de dolor emocional que puede llevar a la homosexualidad rara vez se manifiesta durante la infancia, pero normalmente se revela al principio de la adolescencia.

 

Veamos a continuación con más detalle cada uno de estos factores causantes de la homosexualidad que hemos mencionado:

 

1. Soledad y tristeza

 

En el pasado, la causa que con más frecuencia se veía de la tristeza que conduce a la homosexualidad en los muchachos era el rechazo, durante la infancia y la adolescencia, por parte de sus compañeros, con motivo de sus limitadas aptitudes atléticas. [Sin embargo, por razón de lo que se verá a continuación, trataremos esta causa un poco más adelante.]

 

Más recientemente, el fracaso matrimonial y familiar, con casi un 45% de niños y adolescentes que viven separados de sus padres, ha producido serios problemas de tristeza y soledad en la juventud. El Papa Juan Pablo II, en su Carta a las familias de 1994, ha descrito la trágica suerte de estos jóvenes, caracterizando a muchos de ellos como "huérfanos con padres vivos".

 

Cuando no se satisface la necesidad de cariño, aprobación, afecto físico y ánimo de un padre, se desarrolla un vacío interior comúnmente llamado "hambre de padre". En un intento por superar este dolor, algunos adolescentes y jóvenes adultos buscan el confort de ser abrazados por otro hombre. En mi experiencia clínica he observado que mientras más temprano es el abandono paterno, mayor es la posibilidad de que se desarrollen tentaciones homosexuales.

 

Mientras que muchos hombres no han recibido el ánimo y afecto físico de sus padres, y nunca han desarrollado inclinaciones homosexuales, los particularmente vulnerables son aquellos que, a causa de limitadas actitudes atléticas, tampoco fueron aceptados por sus compañeros.

 

También, en algunos chicos especialmente sensibles, un continuo maltrato por parte de sus hermanos mayores produce una soledad interior que puede llevarlos a sentir inclinaciones homosexuales.

 

La falta de cariño, afecto y ánimo de una madre también puede producir un vacío y una terrible tristeza. Algunas chicas intentan llenar ese vacío del amor materno dulce y consolador por medio del comportamiento homosexual. Esta "soledad sin madre" no se observa tan a menudo como la "soledad sin padre", porque las madres generalmente tienen mucha más libertad a la hora de comunicar su amor y su ánimo a los hijos que la que tienen los padres.

 

Sue era la más joven de tres hijos, y tenía cuatro años cuando su madre los dejó. Vio a su madre intermitentemente durante su infancia, pero nunca sintió intimidad con ella. Sue salió con muchachos varias veces en el Instituto, pero cuando tenía alrededor de 20 años se involucró en relaciones homosexuales.

 

Comenzó a tratarse con psicoterapia para resolver la tristeza y el enfado que sentía hacia su madre. Conforme su entendimiento del problema crecía, se dio cuenta de que ninguno de los chicos con los que había salido podía proporcionarle el afecto que la niña pequeña en su interior ansiaba de su madre.

 

Durante un tiempo el afecto de sus novias le consolaba. Sin embargo, estas relaciones no la satisfacían tampoco. Poco a poco Sue vio que la niña pequeña que llevaba dentro necesitaba curarse del dolor de esa "soledad sin madre" antes de que pudiera tener una relación adulta de amor estable y sin relaciones sexuales fuera del matrimonio.

 

Algunos adultos que se sienten muy frustrados y solos porque todavía no han encontrado la persona correcta para casarse caen en un comportamiento homosexual en su intento de aliviar esa soledad. Algunas personas casadas comenten actos homosexuales como resultado de la tensión y soledad en su matrimonio. También, la tristeza y la soledad que se siente después de un serio fracaso matrimonial puede resultar en una conducta homosexual, porque estas personas tienen miedo de volverse vulnerables ante alguien del sexo opuesto. En mi trabajo he visto este tipo de conducta ocurrir más frecuentemente en las mujeres.

 

Como la soledad es una de las experiencias más dolorosas de la vida, se gastan enormes cantidades de energía inconscientemente en un intento de negar la presencia de ese dolor tan debilitante. Como resultado, muchas personas ni siquiera saben que están luchando contra esa profunda herida emocional. Frecuentemente tienen miedo de afrontarla, en parte porque no creen que se pueda curar. De hecho, los que así piensan tienen razón cuando sus intentos de curarse excluyen la espiritualidad, porque ninguna cantidad de amor de otros adultos puede compensar lo que no se recibió de su padre, madre, hermanos y amigos de la infancia o adolescencia. Muchos hombres y mujeres con estas dolorosas heridas emocionales de soledad y tristeza prefieren creer que son homosexuales para no enfrentarse con su terrible situación interior.

 

El fracaso de cualquier relación adulta, a la hora de llenar el vacío de la soledad infantil y adolescente, es la mayor causa de la extraordinaria promiscuidad en el estilo de vida homosexual, y por eso algunos estudios arrojan un promedio de 60 compañeros/as sexuales al año. Inconscientemente, estas personas no buscan un compromiso estable, porque sienten que ningún adulto puede satisfacer al niño y adolescente interior. Tal proceder compulsivo, patológico y peligroso para la salud apoya la idea de que la homosexualidad es un serio desorden emocional, mental y conductual.

 

Por supuesto, los conflictos de soledad y tristeza se pueden manifestar de muchas formas aparte de un comportamiento sexual, como, por ejemplo, las actuaciones infantiles de dependencia, una constante necesidad de atención y afecto, una excesiva fantasía sexual, masturbación compulsiva, atracción hacia los adolescentes, dependencia en la pornografía, comportamiento narcisista, agotamiento y síntomas de depresión.

 

2. Profundos sentimientos de ser inadecuado y falta de autoaceptación

 

La homosexualidad también puede ser el resultado de fuertes sentimientos de inseguridad. La desconfianza en sí mismo se suscita por el rechazo de padres, compañeros, hermanos u otras personas significativas en las cuales se ha depositado la confianza. En un intento inconsciente de deshacer una historia de rechazos, la persona busca reafirmarse y ser aceptado por miembros del mismo sexo. En mi experiencia clínica este doloroso conflicto emocional se observa mucho más frecuentemente en hombres que en mujeres.

 

La autoestima se basa principalmente en la aceptación de un modelo de conducta en la primera infancia, el niño de su padre y la niña de su madre. Todo niño pequeño añora recibir la aceptación, al apoyo y el ánimo de su padre -- de esta forma establece un sentido positivo y un grado de bienestar consigo mismo. Aunque el amor de una madre es esencial para los niños, no es tan importante como el amor y la afirmación del padre para la formación de una sana identidad masculina. La falta de reacciones positivas de un padre produce una seria debilidad en la imagen masculina y una falta de autoaceptación. Muchos de los que sufren inclinaciones homosexuales crecieron de niños pensando que nunca podrían agradar a sus padres.

 

Los hermanos mayores también juegan un papel importante en la formación de una positiva identidad masculina en la infancia. Los rechazos en estas relaciones pueden producir un serio debilitamiento de la autoestima masculina. Sin embargo, las desilusiones más comunes de la vida infantil que producen inclinaciones homosexuales son el resultado de los rechazos por parte de amigos a causa de una deficiente coordinación psicomotriz y atlética. Esta es una limitación especialmente dura de tener en una cultura obsesionada hasta tal punto con el éxito deportivo que se llega a considerar ese éxito como el indicador principal de la masculinidad. Los niños que no son buenos atletas son a menudo víctimas del rechazo y del ridículo.

 

Frecuentemente les dan apelativos femeninos y les llegan a decir que corren o juegan como una niña. A medida que estos rechazos continúan año tras año, estos chicos se sienten cada vez más inadecuados, confusos, solos y débiles. El maltrato de los compañeros produce en ellos una imagen muy deficiente de su cuerpo y de su masculinidad. La angustia de estos chicos puede llegar a ser tan dañina que puede hasta anular los beneficios psicológicos de una positiva relación con su padre. Para muchos de estos chicos, las inclinaciones homosexuales comienzan en el sexto o séptimo grado. La inclinación es siempre hacia adolescentes fuertes y atléticos. En los 50 y 60, se realizó un estudio en Nueva York de 500 varones que se consideraban homosexuales. El estudio reveló que más del 90% de ellos tenía problemas de coordinación atlética y que de pequeños fueron objeto de humillación por parte de sus compañeros. Muchos contaron que no sólo se sentían fracasados como varones porque no eran buenos en el deporte o porque no les gustaba, sino que también sentían que desilusionaban a sus padres, quienes -- en su opinión -- esperaban que fueran buenos atletas. La falta de interés por los deportes interfería en la relación y unión íntima entre padre e hijo. La necesidad de ser aceptado por otros varones es esencial para el desarrollo de una positiva identidad masculina y es anterior al nivel de desarrollo adolescente. Si la autoaceptación no ocurre por medio de la afirmación de otros compañeros, raramente podrá un muchacho sentirse atraído hacia las muchachas.

 

Lou era un estudiante universitario muy bueno que había considerado la vocación sacerdotal desde su temprana adolescencia. Sin embargo, su mayor obstáculo era la presencia de inclinaciones homosexuales que comenzaron cuando tenía 13 años. Buscó el consejo de un sacerdote en su universidad que le dijo que continuara con la idea del sacerdocio, pero que tratara de aceptar su homosexualidad y de sentirse cómodo con ella, ya que Dios lo había creado así. En aquel momento de este consejo tan equivocado, ni Lou ni el sacerdote tenían la menor idea de la influencia que había ejercido sobre él el constante rechazo que había sufrido por parte de sus compañeros durante la infancia y la adolescencia. Sus compañeros a menudo le ponían apodos femeninos porque, según ellos, lanzaba la pelota como una niña.

 

Lou decidió que no podría tomar el camino del sacerdocio porque no sería capaz de vivir consigo mismo si intentaba llevar una doble vida: practicando la homosexualidad y al mismo tiempo presentándose ante la comunidad católica como un sacerdote célibe.

 

Durante varios años Lou intentó vivir como un homosexual. Más tarde, buscó ayuda psicológica porque sentía repugnancia hacia muchos aspectos de ese estilo de vida, especialmente hacia la promiscuidad tan extrema y el abuso de sustancias. No podía aceptar que eso fuese el plan de Dios para su vida.

 

Hace varios años, en la conferencia nacional del grupo Courage ("Coraje") -- grupo que ofrece ayuda para las personas homosexuales para que vivan castamente -- pude confirmar la influencia que tienen los rechazos de los compañeros en el desarrollo de los deseos homosexuales. Después de una charla sobre los orígenes de la homosexualidad y sobre la curación de la soledad y el enojo en aquellos que estaban afectados por este desorden, toda la hora siguiente la ocuparon las historias personales de hombres cuyas identidades masculinas fueron heridas y los diferentes tipos de comportamientos sexuales relacionados con el rechazo durante la infancia y la adolescencia por causa de la falta de habilidad deportiva. Estos hombres compartieron con la audiencia que los rechazos de sus compañeros jugaron un papel mucho más importante en el desarrollo de sus impulsos homosexuales que las heridas causadas por una mala relación con sus padres.

 

Los conflictos básicos de una baja autestima se manifiestan de diferentes maneras en los varones que tienen inclinaciones homosexuales. Entre estos conflictos se encuentran: una atracción obsesiva hacia hombres atléticos y musculosos; una necesidad excesiva de actuar de forma agresiva; una necesidad compulsiva de aumentar la musculatura; y un profundo sentimiento de no ser amados.

 

3. Desconfianza y miedo

 

Otro factor importante en el desarrollo de la homosexualidad es el miedo a ser vulnerable en las relaciones heterosexuales. Esta incapacidad de sentirse seguro amando a alguien del sexo opuesto es usualmente inconsciente y la mayoría de las veces tiene su origen en experiencias traumáticas en el hogar.

 

En el caso de los varones, puede ser la consecuencia de haber tenido una madre demasiado controladora, excesivamente dependiente, enfada y crítica, poco afectiva y fría, narcisista e insensible, muy desconfiada, adicta o enferma.

En el caso de las chicas, el miedo de confiar en cualquier varón en una relación amorosa puede surgir de haber tenido un padre muy enfadadizo, rechazador y distante, insensible hacia su madre, abusivo, duro, egoísta, adicto o falto de afecto. Actualmente, el abandono de un padre a causa del divorcio es una de las mayores fuentes de desconfianza que muchas chicas experimentan hacia los chicos. Estas chicas desarrollan una fobia inconsciente de ser heridas como vieron que lo fueron sus madres. Como resultado, durante un tiempo se sienten seguras sólo con el amor consolador de otra mujer.

 

Diane era una joven arquitecta cuyo padre era un enojado alcohólico. Había presenciado durante años el maltrato físico y psicológico que su padre le había infligido a su madre. En los comienzos de su adolescencia, a Diane le atraían los chicos e incluso salió con ellos. Pero en la universidad se encontró mucho más a gusto con otras chicas y acabó por darse cuenta de que tenía mucho miedo de ser herida como su madre, si se comprometía con un hombre. A Diane no le satisfacían sus relaciones homosexuales. Durante la terapia, reconoció que su padre controlaba sus relaciones con los muchachos y decidió actuar resueltamente para romper ese dominio paterno sobre sus relaciones de amistad con los hombres.

 

La madre de Pete era una mujer muy sarcástica que había tenido un padre alcohólico. Rara vez Pete vio a su madre mostrar afecto hacia el padre de él, al contrario, a menudo lo criticaba mucho. Pete acabó por entender que la necesidad compulsiva de su madre de controlar las cosas en casa venía del miedo que ella había experimentado en su propia familia como resultado del caos que acompañaba a un padre bebedor. Pero para Pete el control de su madre era asfixiante y, como resultado, hizo lo que pudo para distanciarla. Pero como ella era el fundamento para relacionarse con otras mujeres, Pete no se sentía emocionalmente compatible con las chicas que encontraba atractivas.

 

Temía que si se volvía vulnerable ante ellas, acabarían por ser tan insensibles como lo era su madre con él y con su padre. Sus tentaciones homosexuales se desarrollaron por el miedo a confiar en el amor femenino y, al mismo tiempo, por su necesidad de afecto por parte de alguien en quien pudiera confiar.

 

La desconfianza también puede desarrollarse como resultado de vivir en una casa con frecuentes conflictos y peleas entre los padres. Como la relación entre los padres es el modelo para un niño/a de lo que es una relación heterosexual, un matrimonio mermado por el constante dolor y conflicto puede llevar a que el hijo o la hija desarrolle un miedo de volverse vulnerable ante las personas del sexo opuesto. Este miedo puede llevar a algunos a caer en una relación homosexual. Una dinámica similar se presenta a veces después de un divorcio, cuando muchos adultos tienen miedo de ser heridos por las personas del sexo opuesto y se retraen en una relación homosexual. La epidemia de divorcios en nuestra cultura actual está causando también un miedo muy grande entre los jóvenes adultos de asumir el compromiso del matrimonio.

 

La desconfianza y el miedo a un compromiso total, como lo es el matrimonio, son extremadamente comunes en los que sufren inclinaciones homosexuales. La rampante promiscuidad sin fidelidad a nadie de hoy en día es una de las manifestaciones más significativas del miedo al compromiso. Según el Dr. William Foege, director de los Centros para el Control de las Enfermedades o CDC (Centers for Disease Control) de EE.UU., la víctima promedio del SIDA ha tenido 60 compañeros sexuales durante el último año.

 

En el caso de los católicos, esta desconfianza se manifiesta como una desconfianza hacia Dios Padre como un Padre afectuoso o hacia María como una madre afectuosa.

 

El comportamiento sexual compulsivo, muy peligroso para la salud y la vida de un gran porcentaje de homosexuales puede indicar la presencia de un desorden adictivo en estas personas. A pesar de que la categoría diagnóstica específica de adicción sexual no ha sido oficialmente aceptada todavía en el campo de la salud mental, existen programas clínicos en varios lugares de EE.UU. para el tratamiento de las adicciones sexuales y también existe una revista dedicada completamente a este tema.

 

La adicción sexual se parece al desorden de abuso de sustancias en que las personas que la practican tienen una comportamiento compulsivo y médicamente dañino. Estas personas también se engañan poderosamente a sí mismas en cuanto al serio peligro que su comportamiento entraña para la salud propia y para la de otros. Además, muchos terapistas consideran que la adicción sexual, al igual que otras, es el resultado de numerosos conflictos emocionales.

 

La opinión clínica de que el comportamiento homosexual tiene mucho de adictivo ha recibido el apoyo de numerosos estudios sobre el homosexualismo y también del hecho de que en años recientes se ha estimado que la mitad de todos los hombres homosexuales de Nueva York portan el virus del SIDA. La naturaleza adictiva de la conducta homosexual también explica por qué las infecciones del virus del SIDA se han cuadriplicado en San Francisco desde 1987.

 

Además de todo esto, el comportamiento homosexual de muchas personas es frecuentemente precedido del uso del alcohol y de drogas. El Padre Mike practicaba la homosexualidad después de consumir alcohol. Luego sentía una enorme culpabilidad pues verdaderamente deseaba seguir la enseñanza de Cristo y de la Iglesia. Conocía el valor del celibato y deseaba vivirlo.

 

Afortunadamente, fue capaz de entender y poner los medios para vencer la adicción al alcohol y a la homosexualidad.

 

4. Narcisismo

 

El narcisismo o egoísmo es otro factor principal de la homosexualidad. El narcisismo tiene varios aspectos atrayentes, como el no tener que comprometerse con otra persona en el matrimonio o no tener que darse completamente como padre. El narcisista quiere permanecer infantilmente con obligaciones mínimas en sus relaciones interpersonales y con pocas limitaciones en la búsqueda del placer. El hedonismo caracteriza a muchos de los que practican la homosexualidad.

 

Otra seria manifestación del narcisismo en la homosexualidad es el albergar pensamientos de grandeza. Esos pensamientos hacen que la persona se crea muy superior a los demás y que es tan especial y tan excepcional que se cree incluso inmune al virus del SIDA. Todo esto explica por qué muchos homosexuales viven un modo de vida muy peligroso para la salud y para la vida.

 

Anthony era un joven extremadamente egoísta, y en eso se parecía mucho a su madre. Durante su niñez se sintió privado de apoyo material y emocional, porque su madre gastaba la mayoría de los modestos ingresos de la familia en ella misma. Recordaba, por ejemplo, sentirse avergonzado de la ropa que usaba de pequeño.

 

Como reacción a esas privaciones, pensaba que la vida le debía mucho. Su mundo llegó a estar completamente centrado en sí mismo. Creía que podía usar a la gente para satisfacer su constante deseo de placer y no sentía ningún serio remordimiento por el hecho de tener relaciones homosexuales con un promedio de 60 a 100 compañeros al año.

 

5. Intentos de evadir un excesivo sentido de responsabilidad

 

Algunos intentan escapar de excesivas presiones y cargas practicando la homosexualidad, en la cual no hay compromiso, obligaciones ni responsabilidad. Hay hombres casados que a veces luchan contra una intensa inseguridad después de experimentar la tensión que le causa un jefe negativo, una falta de éxito profesional o una ansiedad arrolladora por cuestiones financieras. Entonces empiezan a ver a sus esposas e hijos como cargas y dificultades, en vez de verlos como dones de Dios. Practican la homosexualidad en un intento de evadir la tensión y de sentirse más amados y especiales. Las ideas perfeccionistas llevan a sentir una responsabilidad excesiva. Este conflicto interfiere con la capacidad de estar tranquilo y de recibir el don del amor que viene de la familia, de los amigos y más aún del Señor y de María.

 

Jim era un hombre agradable, estaba casado y tenía dos hijos. Disfrutaba de su trabajo; sin embargo, éste era muy exigente y lleno de presiones. Su esposa Jean también tenía una carrera ocupada y llena de tensión. Por las tardes, además de atender a sus hijos, los dos les dedicaban tiempo a sus respectivas carreras. Como resultado, pasaban poco tiempo juntos.

 

Bajo esta tensión Jim empezó a visitar librerías pornográficas cerca de su trabajo y allí se involucró en el homosexualismo. Luego se sentía muy culpable por haber traicionado a su esposa, a sus hijos y a Dios.

 

Cuando un marido está emocionalmente distante o ausente de su familia, la esposa puede sentir una intensa soledad y, como resultado, empieza a depender emocionalmente de un hijo. A menudo hablará con él cosas y preocupaciones que normalmente compartiría con su esposo. Mientras que la mayoría de los jóvenes disfruta a nivel consciente de esta relación con sus madres, inconscientemente empiezan a preocuparse excesivamente y a sentirse demasiado responsables por ellas. Posteriormente pueden desarrollar inconscientemente una visión del amor femenino como una carga agotadora.

 

Ralph era el mayor de tres hijos y creció en un hogar en el que su padre tenía una gran dificultad en expresarle amor a su familia. La necesidad de su padre de distanciarse de los demás era a su vez el resultado del alcoholismo de sus padres. Las heridas en la infancia de este hombre le hacían incapaz de darse a los demás porque se sentía inseguro e intranquilo al relacionarse interpersonalmente en términos de amor y cariño. A consecuencia de esto, la madre de Ralph era muy infeliz y se divorció cuando Ralph tenía 12 años. Ralph recordaba sentirse el hombrecito de la casa después del divorcio de sus padres.

 

Sentía que tenía que hacerse responsable de su madre y de sus hermanos menores.

 

Cuando Ralph tenía 13 años le gustó mucho una chica de su clase. Pero se sentía confundido porque no sentía atracción física hacia ella. Continuó confuso por esto y, aunque no quería sentirse atraído hacia los hombres, experimentó sus primeros deseos homosexuales cuando tenía 15 años.

 

Ralph comenzó la terapia cuando tenía 25 años. Nunca había practicado la homosexualidad y esperaba poder superar sus tentaciones homosexuales y casarse algún día. Al principio del tratamiento, Ralph se dio cuenta de que se había sentido excesivamente responsible por la felicidad de su madre durante muchos años y que esto había constituido para él una gran carga. Esa presión le había causado un miedo inconsciente de entrar en una relación profunda con una chica.

 

Bajo la presión de estos conflictos, las relaciones homosexuales le parecían atrayentes por estar libres de excesiva responsabilidad. Su mayor conocimiento de sus miedos a un compromiso de amor con una mujer le liberaron y le llenaron de esperanza para el futuro.

 

6. Trauma sexual en la infancia

 

Un buen número de varones que fueron violados o maltratados sexualmente en su infancia desarrollan una confusión con respecto a su identidad masculina. Al igual que otras víctimas de violación, piensan que de alguna manera causaron el abuso. Durante la adolescencia, su relación con las muchachas está mermada por la vergüenza y por la creencia de que ninguna chica podría amarles si conociera sus experiencias sexuales.

 

7. Enfado excesivo

 

El tipo de enfado que más induce la homosexualidad es el enfado consigo mismo. Como resultado de un continuo rechazo por parte de sus compañeros, muchos niños adquieren un intenso disgusto hacia sus propios cuerpos – piensan que éstos son débiles, poco atractivos y poco masculinos. Se sienten tan incómodos con su físico que pasan muchísimo tiempo fantasiando sobre cómo escapar de su cuerpo y entrar en el cuerpo de otro. Esta ilusión enfermiza puede empezar cuando son jóvenes e inducir una fuerte atracción física hacia otros del mismo sexo.

 

La experiencia de ser sostenido y abrazado por alguien del mismo sexo puede disminuir el sentido de autorrechazo durante algún tiempo. Sin embargo, la incomodidad o el disgusto hacia el propio cuerpo persiste, a pesar de la afirmación, afecto o actividad homosexual. Esto ocurre porque el afecto en la adolescencia o después de ella no puede deshacer el odio hacia uno mismo que se ha experimentado en la infancia y en la adolescencia.

 

En muchos homosexuales, la conducta autodestructiva, peligrosa, adictiva y sadomasoquista nace de un intenso disgusto hacia uno mismo. El enfado consigo mismo también puede llevar al varón a vestirse como una mujer.

 

Finalmente, el colmo de la aversión hacia uno mismo y hacia el propio cuerpo se puede observar en aquellos que se someten a cirugía para cambiar de sexo.

 

Paul era sensible y muy tímido debido a su pequeña estatura. Aunque no se sentía directamente rechazado por sus compañeros, se sentía débil e inadecuado. Como no era físicamente fuerte, pensaba que no podía practicar ningún deporte. A medida que aumentaba en él el sentimiento de auto-aislamiento de sus compañeros, también aumentaba el disgusto hacia su propio cuerpo. Le preocupaba mucho su apariencia física y nunca se sentía cómodo quitándose la camisa en el vestuario de la escuela o en la piscina en el verano.

 

Antes de su adolescencia, Paul empezó a obsesionarse con los cuerpos bien formados de sus amigos. A este pensamiento obsesivo le siguieron fuertes sentimientos de atracción hacia esos muchachos y luego deseos homosexuales.

 

Cuando comenzó a practicar la homosexualidad en la universidad, usualmente se imaginaba que asumía el cuerpo de sus compañeros homosexuales y que se despertaba con un físico diferente. Sus primeros encuentros homosexuales le produjeron un sentimiento muy superficial de sentirse especial y de ser amado, pero no le daban una mayor auto-aceptación. De hecho, a medida que caía en la promiscuidad se sentía cada vez más incómodo consigo mismo, entonces decidió empezar a recibir terapia.

 

En un grupo reducido de personas, la homosexualidad se origina en una "necesidad" de rebelarse fuertemente contra sus padres, su familia, sus compañeros, la cultura judeo-cristiana o Dios. La conducta homosexual que es inducida por el enfado se observa en aquellos cuyos padres del sexo opuesto eran extremadamente controladores, emocionalmente insensibles, físicamente abusivos o profundamente narcisistas.

 

Al igual que a otra gente enfadada, esa rebelión les produce cierto placer. A algunos de ellos les encanta que sus madres sepan cómo su estilo de vida es el rechazo extremo de un amor femenino o (en el caso de las lesbianas) como sus padres comprueban que no sienten necesidad del amor masculino. El enfado excesivo también se manifiesta en otros aspectos de la vida homosexual. El más notable es el enfado agresivo-pasivo, que consiste en un silencioso desahogo de hostilidad mientras se pretende no estar enfadado y se manifiesta en no informar al compañero sexual de que se es portador del virus que causa del SIDA. Estas personas a menudo sienten que porque ellos tienen que sufrir, otros también deben hacerlo. Por último, se observa también un intenso enojo en los homosexuales dentro de los medios de comunicación social, en la educación, en la salud o en la política, cuando intentan obligar al resto de la sociedad a que acepte la homosexualidad. A menudo sus métodos consisten en asaltar directamente a la moral judeo-cristiana, a la familia y a las diferencias básicas entre el hombre y la mujer.

 

 

Fuentes: Richard P. Fitzgibbons, Médico Psiquiatra, "Los orígenes y curación de atracciones y comportamiento homosexuales," Digesto Familiar 223-224 (1997): 7-13, 16-24, 44-52. La revista Digesto Familiar es publicada por el Instituto de Ciencias Familiares (CENAPLANF) que dirige el Padre Pedro Richards, gran defensor de la vida y la familia. Instituto de Ciencias Familiares, Pablo de María 1362, Montevideo, Uruguay. Tel.: (5982) 40-3251. Fax: (5982) 40-9049. Estos artículos son traducción del Apéndice I del mismo autor y que forma parte del libro del Padre John F. Harvey, O.S.F.S., S.T.D., The Truth About Homosexuality (San Francisco, Ignatius Press, 1996). Este libro se puede conseguir en las oficinas centrales de Human Life International, 4 Family Life, Front Royal, Virginia, 22630, U.S.A., Tel.: 1-800-549-5433. Fax: (540) 636-7363. E-mail: Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Necesita activar JavaScript para visualizarla.. Página Web: http://www.hli.org. El Padre Harvey dirige la organización Courage ("Coraje"), que se dedica a la atención pastoral de las personas homosexuales y a ayudarlos a vivir una vida casta y según la enseñanza de la Iglesia Católica.