26 April 2024
 

 

 

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

AL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA

CON OCASIÓN DE LA APERTURA DEL AÑO JUDICIAL

Sábado 29 de enero de 2005

                1. Esta cita anual con vosotros, queridos prelados auditores del Tribunal apostólico de la Rota romana, pone de relieve el vínculo esencial de vuestro valioso trabajo con el aspecto judicial del ministerio petrino. Las palabras del decano de vuestro Colegio han expresado el compromiso común de plena fidelidad en vuestro servicio eclesial.

 En este horizonte quisiera situar hoy algunas consideraciones acerca de la dimensión moral de la actividad de los agentes jurídicos en los tribunales eclesiásticos, sobre  todo  por lo que atañe al deber de adecuarse a la verdad sobre el matrimonio, tal como la enseña la Iglesia.

2. Desde siempre la cuestión ética se ha planteado con especial intensidad en cualquier clase de proceso judicial. En efecto, los intereses individuales y colectivos pueden impulsar a las partes a recurrir a varios tipos de falsedades e incluso de corrupción con el fin de lograr una sentencia favorable.

De este peligro no están inmunes ni siquiera los procesos canónicos, en los que se busca conocer la verdad sobre la existencia o inexistencia de un matrimonio. La indudable importancia que esto tiene para la conciencia moral de las partes hace menos probable la aquiescencia a intereses ajenos a la búsqueda de la verdad. A pesar de ello, pueden darse casos en los que se manifieste esa aquiescencia, que pone en peligro la regularidad del proceso. Es conocida la firme reacción de la norma canónica ante esos comportamientos (cf. Código de derecho canónico, cc. 1389, 1391, 1457, 1488 y 1489).

3. Con todo, en las circunstancias actuales existe también otro peligro. En nombre de supuestas exigencias pastorales, hay quien ha propuesto que se declaren nulas las uniones que han fracasado completamente. Para lograr ese resultado se sugiere que se recurra al expediente de mantener las apariencias de procedimiento y sustanciales, disimulando la inexistencia de un verdadero juicio procesal. Así se tiene la tentación de proveer a un planteamiento de los motivos de nulidad, y a su prueba, en contraposición con los principios elementales de las normas y del magisterio de la Iglesia.

Es evidente la gravedad objetiva jurídica y moral de esos comportamientos, que ciertamente no constituyen la solución pastoralmente válida a los problemas planteados por las crisis matrimoniales. Gracias a Dios, no faltan fieles cuya conciencia no se deja engañar, y entre ellos se encuentran también no pocos que, aun estando implicados personalmente en una crisis conyugal, están dispuestos a resolverla sólo siguiendo la senda de la verdad.

4. En los discursos anuales a la Rota romana, he recordado muchas veces la relación esencial que el proceso guarda con la búsqueda de la verdad objetiva. Eso deben tenerlo presente ante todo los obispos, que por derecho divino son los jueces de sus comunidades. En su nombre administran la justicia los tribunales. Por tanto, los obispos están llamados a comprometerse personalmente para garantizar la idoneidad de los miembros de los tribunales, tanto diocesanos como interdiocesanos, de los cuales son moderadores, y para verificar la conformidad de las sentencias con la doctrina recta.

Los pastores sagrados no pueden pensar que el proceder de sus tribunales es una cuestión meramente "técnica", de la que pueden desinteresarse, encomendándola enteramente a sus jueces vicarios (cf. ib., cc. 391, 1419, 1423, 1).

5. La deontología del juez tiene su criterio inspirador en el amor a la verdad. Así pues, ante todo debe estar convencido de que la verdad existe. Por eso, es preciso buscarla con auténtico deseo de conocerla, a pesar de todos los inconvenientes que puedan derivar de ese conocimiento. Hay que resistir al miedo a la verdad, que a veces puede brotar del temor a herir a las personas. La verdad, que es Cristo mismo (cf. Jn 8, 32 y 36), nos libera de cualquier forma de componenda con las mentiras interesadas.

El juez que actúa verdaderamente como juez, es decir, con justicia, no se deja condicionar ni por sentimientos de falsa compasión hacia las personas, ni por falsos modelos de pensamiento, aunque estén difundidos en el ambiente. Sabe que las sentencias injustas jamás constituyen una verdadera solución pastoral, y que el juicio de Dios sobre su proceder es  lo que cuenta para la eternidad.

6. Además, el juez debe atenerse a las leyes cannicas, rectamente interpretadas. Por eso, nunca debe perder de vista la conexión intrínseca de las normas jurídicas con la doctrina de la Iglesia. En efecto, a veces se pretende separar las leyes de la Iglesia de las enseñanzas del Magisterio, como si pertenecieran a dos esferas distintas, de las cuales sólo la primera tendría fuerza jurídicamente vinculante, mientras que la segunda tendría meramente un valor de orientación y exhortación.

Ese planteamiento revela, en el fondo, una mentalidad positivista, que está en contraposición con la mejor tradición jurídica clásica y cristiana sobre el derecho. En realidad, la interpretación auténtica de la palabra de Dios que realiza el Magisterio de la Iglesia (cf. Dei Verbum, 10) tiene valor jurídico en la medida en que atañe al ámbito del derecho, sin que necesite de un ulterior paso formal para convertirse en vinculante jurídica y moralmente.

Asimismo, para una sana hermenéutica jurídica es indispensable tener en cuenta el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, situando orgánicamente cada afirmación en el cauce de la tradición. De este modo se podrán evitar tanto las interpretaciones selectivas y distorsionadas como las críticas estériles a algunos pasajes.

Por último, un momento importante de la búsqueda de la verdad es el de la instrucción de la causa. Está amenazada en su misma razón de ser, y degenera en puro formalismo, cuando el resultado del proceso se da por descontado. Es verdad que también el deber de una justicia tempestiva forma parte del servicio concreto de la verdad, y constituye un derecho de las personas. Con todo, una falsa celeridad, que vaya en detrimento de la verdad, es aún más gravemente injusta.

7. Quisiera concluir este encuentro dándoos las gracias de corazón a vosotros, prelados auditores, a los oficiales, a los abogados y a todos los que trabajan en este Tribunal apostólico, así como a los miembros del Estudio rotal.

Ya sabéis que podéis contar con la oración del Papa y de muchísimas personas de buena voluntad que reconocen el valor de vuestra actividad al servicio de la verdad. El Señor os recompensará por vuestros esfuerzos diarios, no sólo en la vida futura, sino también ya en esta con la paz y la alegría de la conciencia, y con la estima y el apoyo de los que aman la justicia.

A la vez que expreso el deseo de que la verdad de la justicia resplandezca cada vez más en la Iglesia y en vuestra vida, de corazón imparto a todos mi bendición.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS MIEMBROS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA

Jueves 29 de enero de 2004

Amadísimos miembros del Tribunal de la Rota romana: 

1. Me alegra este encuentro anual con vosotros para la inauguración del año judicial. Me brinda la ocasión propicia para reafirmar la importancia de vuestro ministerio eclesial y la necesidad de vuestra actividad judicial.

Saludo cordialmente al Colegio de los prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Raffaello Funghini, al que agradezco las profundas reflexiones con las que ha expresado el sentido y el valor de vuestro trabajo. Saludo también a los oficiales, a los abogados y a los demás colaboradores de este tribunal apostólico, así como a los miembros del Estudio rotal y a todos los presentes.

2. En los encuentros de los últimos años he tratado algunos aspectos fundamentales del matrimonio:  su índole natural, su indisolubilidad y su dignidad sacramental. En realidad, a este tribunal de la Sede apostólica llegan también otras causas de diversos tipos, de acuerdo con las normas establecidas por el Código de derecho canónico (cf. cc. 1443-1444) y la constitución apostólica Pastor bonus (cf. art. 126-130). Pero, sobre todo, el Tribunal está llamado a centrar su atención en el matrimonio. Por eso, hoy, respondiendo también a las preocupaciones manifestadas por el monseñor decano, deseo hablar nuevamente de las causas matrimoniales confiadas a vosotros y, en particular, de un aspecto jurídico-pastoral que emerge de ellas:  aludo al favor iuris de que goza el matrimonio, y a su relativa presunción de validez en caso de duda, declarada por el canon 1060 del Código latino y por el canon 779 del Código de cánones de las Iglesias orientales.

En efecto, a veces se escuchan voces críticas al respecto. A algunos, esos principios les parecen vinculados a situaciones sociales y culturales del pasado, en las que la solicitud de casarse de forma canónica presuponía normalmente en los contrayentes la comprensión y la aceptación de la verdadera naturaleza del matrimonio. Debido a la crisis que, por desgracia, afecta actualmente a esta institución en numerosos ambientes, les parece que a menudo debe ponerse en duda incluso la validez del consenso, a causa de los diversos tipos de incapacidad, o por la exclusión de bienes esenciales. Ante esta situación, los críticos mencionados se preguntan si no sería más justo presumir la invalidez del matrimonio contraído, y no su validez.

Desde esta perspectiva, afirman que el favor matrimonii debería ceder el lugar al favor personae, o al favor veritatis subiecti o al favor libertatis.

3. Para valorar correctamente las nuevas posiciones, es oportuno, ante todo, descubrir el fundamento y los límites del favor al que se refiere. En realidad, se trata de un principio que trasciende ampliamente la presunción de validez, dado que informa todas las normas canónicas, tanto sustanciales como procesales, concernientes al matrimonio. En efecto, el apoyo al matrimonio debe inspirar toda la actividad de la Iglesia, de los pastores y de los fieles, de la sociedad civil, en una palabra, de todas las personas de buena voluntad. El fundamento de esta actitud no es una opción más o menos opinable, sino el aprecio del bien objetivo representado por cada unión conyugal y cada familia. Precisamente cuando está amenazado el reconocimiento personal y social de un bien tan fundamental, se descubre más profundamente su importancia para las personas y para las comunidades.

A la luz de estas consideraciones, es evidente que el deber de defender y favorecer el matrimonio corresponde ciertamente, de manera particular, a los pastores sagrados, pero constituye también una precisa responsabilidad de todos los fieles, más aún, de todos los hombres y de las autoridades civiles, cada uno según sus competencias.

4. El favor iuris de que goza el matrimonio implica la presunción de su validez, si no se prueba lo contrario (cf. Código de derecho canónico, c. 1060; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 779). Para captar el significado de esta presunción, conviene recordar, en primer lugar, que no representa una excepción con respecto a una regla general en sentido opuesto. Al contrario, se trata de la aplicación al matrimonio de una presunción que constituye un principio fundamental de todo ordenamiento jurídico:  los actos humanos de por sí lícitos y que influyen en las relaciones jurídicas se presumen válidos, aunque se admita obviamente la prueba de su invalidez (cf. Código de derecho canónico, c. 124, 2; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 931, 2).

Esta presunción no puede interpretarse como mera protección de las apariencias o del status quo en cuanto tal, puesto que está prevista también, dentro de límites razonables, la posibilidad de impugnar el acto. Sin embargo, lo que externamente parece realizado de forma correcta, en la medida en que entra en la esfera de la licitud, merece una consideración inicial de validez y la consiguiente protección jurídica, puesto que ese punto de referencia externo es el único del que realmente dispone el ordenamiento para discernir las situaciones que debe tutelar. Suponer lo opuesto, es decir, el deber de ofrecer la prueba positiva de la validez de los actos respectivos, significaría exponer a los sujetos a una exigencia prácticamente imposible de cumplir. En efecto, la prueba debería incluir los múltiples presupuestos y requisitos del acto, que a menudo tienen notable extensión en el tiempo y en el espacio e implican una serie amplísima de personas y de actos precedentes y relacionados.

5. ¿Qué decir, entonces, de la tesis según la cual el fracaso mismo de la vida conyugal debería hacer presumir la invalidez del matrimonio? Por desgracia, la fuerza de este planteamiento erróneo es a veces tan grande, que se transforma en un prejuicio generalizado, el cual lleva a buscar las pruebas de nulidad como meras justificaciones formales de un pronunciamiento que, en realidad, se apoya en el hecho empírico del fracaso matrimonial. Este formalismo injusto de quienes se oponen al favor matrimonii tradicional puede llegar a olvidar que, según la experiencia humana marcada por el pecado, un matrimonio válido puede fracasar a causa del uso equivocado de la libertad de los mismos cónyuges.

La constatación de las verdaderas nulidades debería llevar, más bien, a comprobar con mayor seriedad, en el momento del matrimonio, los requisitos necesarios para casarse, especialmente los concernientes al consenso y las disposiciones reales de los contrayentes. Los párrocos y los que colaboran con ellos en este ámbito tienen el grave deber de no ceder a una visión meramente burocrática de las investigaciones prematrimoniales, de las que habla el canon 1067. Su intervención pastoral debe guiarse por la convicción de que las personas, precisamente en aquel momento, pueden descubrir el bien natural y sobrenatural del matrimonio y, por consiguiente, comprometerse a buscarlo.

6. En verdad, la presunción de validez del matrimonio se sitúa en un contexto más amplio. A menudo el verdadero problema no es tanto la presunción de palabra, cuanto la visión global del matrimonio mismo y, por tanto, el proceso para certificar la validez de su celebración. Este proceso es esencialmente inconcebible fuera del horizonte de la certificación de la verdad. Esta referencia teleológica a la verdad es lo que une a todos los protagonistas del proceso, a pesar de la diversidad de sus funciones. Al respecto, se ha insinuado un escepticismo más o menos abierto sobre la capacidad humana de conocer la verdad sobre la validez de un matrimonio. También en este campo se necesita una renovada confianza en la razón humana, tanto por lo que respecta a los aspectos esenciales del matrimonio como por lo que concierne a las circunstancias particulares de cada unión.

La tendencia a ampliar instrumentalmente las nulidades, olvidando el horizonte de la verdad objetiva, conlleva una tergiversación estructural de todo el proceso. Desde esta perspectiva, el sumario pierde su eficacia, puesto que su resultado está predeterminado. Incluso la investigación de la verdad, a la que el juez está gravemente obligado ex officio (cf. Código de derecho canónico, c. 1452; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 1110) y para cuya consecución se sirve de la ayuda del defensor del vínculo y del abogado, resultaría una sucesión de formalismos sin vida. Dado que en lugar de la capacidad de investigación y de crítica prevalecería la construcción de respuestas predeterminadas, la sentencia perdería o atenuaría gravemente su tensión constitutiva hacia la verdad. Conceptos clave como los de certeza moral y libre valoración de las pruebas perderían su necesario punto de referencia en la verdad objetiva (cf. Código de derecho canónico, c. 1608; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 1291), que se renuncia a buscar o se considera inalcanzable.

7. Yendo más a la raíz, el problema atañe a la concepción del matrimonio, insertada, a su vez, en una visión global de la realidad. La dimensión esencial de justicia del matrimonio, que fundamenta su ser en una realidad intrínsecamente jurídica, se sustituye por puntos de vista empíricos, de tipo sociológico, psicológico, etc., así como por varias modalidades de positivismo jurídico. Sin quitar nada a las valiosas contribuciones que pueden ofrecer la sociología, la psicología o la psiquiatría, no se puede olvidar que una consideración auténticamente jurídica del matrimonio requiere una visión metafísica de la persona humana y de la relación conyugal. Sin este fundamento ontológico, la institución matrimonial se convierte en mera superestructura extrínseca, fruto de la ley y del condicionamiento social, que limita a la persona en su realización libre.

En cambio, es preciso redescubrir la verdad, la bondad y la belleza de la institución matrimonial que, al ser obra de Dios mismo a través de la naturaleza humana y de la libertad del consenso de los cónyuges, permanece como realidad personal indisoluble, como vínculo de justicia y de amor, unido desde siempre al designio de la salvación y elevado en la plenitud de los tiempos a la dignidad de sacramento cristiano. Esta es la realidad que la Iglesia y el mundo deben favorecer. Este es el verdadero favor matrimonii.

Al brindaros estas reflexiones, deseo renovaros la expresión de mi aprecio por vuestro delicado y arduo trabajo en la administración de la justicia. Con estos sentimientos, a la vez que invoco la constante asistencia divina sobre cada uno de vosotros, queridos prelados auditores, oficiales y abogados de la Rota romana, con afecto imparto a todos mi bendición.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS PRELADOS AUDITORES,

DEFENSORES DEL VÍNCULO

Y ABOGADOS DE LA ROTA ROMANA

Jueves 30 de enero de 2003

1. La solemne inauguración del año judicial del Tribunal de la Rota romana me ofrece la oportunidad de renovar la expresión de mi aprecio y mi gratitud por vuestro trabajo, amadísimos prelados auditores, promotores de justicia, defensores del vínculo, oficiales y abogados.

Agradezco cordialmente al monseñor decano los sentimientos que ha manifestado en nombre de todos y las reflexiones que ha hecho sobre la naturaleza y los fines de vuestro trabajo.

La actividad de vuestro tribunal ha sido siempre muy apreciada por mis venerados predecesores, los cuales han subrayado sin cesar que administrar la justicia en la Rota romana constituye una participación directa en un aspecto importante de las funciones del Pastor de la Iglesia universal.

De ahí el valor particular, en el ámbito eclesial, de vuestras decisiones, que constituyen, como afirmé en la Pastor bonus, un punto de referencia seguro y concreto para la administración de la justicia en la Iglesia (cf. art. 126).

2. Teniendo presente el marcado predominio de las causas de nulidad de matrimonio remitidas a la Rota, el monseñor decano ha destacado la profunda crisis que afecta actualmente al matrimonio y a la familia. Un dato importante que brota del estudio de las causas es el ofuscamiento entre los contrayentes de lo que conlleva, en la celebración del matrimonio cristiano, la sacramentalidad del mismo, descuidada hoy con mucha frecuencia en su significado íntimo, en su intrínseco valor sobrenatural y en sus efectos positivos sobre la vida conyugal.

Después de haber hablado en los años precedentes de la dimensión natural del matrimonio, quisiera hoy atraer vuestra atención hacia la peculiar relación que el matrimonio de los bautizados tiene con el misterio de Dios, una relación que, en  la  Alianza  nueva y definitiva en Cristo, asume la dignidad de sacramento.

La dimensión natural y la relación con Dios no son dos aspectos yuxtapuestos; al contrario, están unidos tan íntimamente como la verdad sobre el hombre y la verdad sobre Dios. Este tema me interesa particularmente:  vuelvo a él en este contexto, entre otras cosas, porque la perspectiva de la comunión del hombre con Dios es muy útil, más aún, es necesaria para la actividad misma de  los jueces, de  los  abogados y de todos los agentes del derecho en la Iglesia.

 

3. El nexo entre la secularización y la crisis del matrimonio y de la familia es muy evidente. La crisis sobre el sentido de Dios  y  sobre el sentido del bien y del mal moral ha llegado a ofuscar el conocimiento de los principios básicos del matrimonio mismo y de la familia que en él se funda.

Para una recuperación efectiva de la verdad en este campo, es preciso redescubrir la dimensión trascendente que es intrínseca a la verdad plena sobre el matrimonio y sobre la familia, superando toda dicotomía orientada a separar los aspectos profanos de los religiosos, como si existieran dos matrimonios:  uno profano y otro sagrado.

"Creó Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, varón y hembra los creó" (Gn 1, 27). La imagen de Dios se encuentra también en la dualidad hombre-mujer y en su comunión interpersonal. Por eso, la trascendencia es inherente al ser mismo del matrimonio, ya desde el principio, porque lo es en la misma distinción natural entre el hombre y la mujer en el orden de la creación. Al ser "una sola carne" (Gn 2, 24), el hombre y la mujer, tanto en su ayuda recíproca como en su fecundidad, participan en algo sagrado y religioso, como puso muy bien de relieve, refiriéndose a la conciencia de los pueblos antiguos sobre el matrimonio, la encíclica Arcanum divinae sapientiae de mi predecesor León XIII (10 de febrero de 1880, en Leonis XIII P.M. Acta, vol. II, p. 22). Al respecto, afirmaba que el matrimonio "desde el principio ha sido casi un figura (adumbratio) de la encarnación del Verbo de Dios" (ib.). En el estado de inocencia originaria, Adán y Eva tenían ya el don sobrenatural de la gracia. De este modo, antes de que la encarnación del Verbo se realizara históricamente, su eficacia de santidad ya actuaba en la humanidad.

4. Lamentablemente, por efecto del pecado original, lo que es natural en la relación entre el hombre y la mujer corre el riesgo de vivirse de un modo no conforme al plan y a la voluntad de Dios, y alejarse de Dios implica de por sí una deshumanización proporcional de todas las relaciones familiares. Pero en la "plenitud de los tiempos", Jesús mismo restableció el designio primordial sobre el matrimonio (cf. Mt 19, 1-12), y así, en el estado de naturaleza redimida, la unión entre el hombre y la mujer no sólo puede recobrar la santidad originaria, liberándose del pecado, sino que también queda insertada realmente en el mismo misterio de la alianza de Cristo con la Iglesia.

La carta de san Pablo a los Efesios vincula la narración del Génesis con este misterio:  "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gn 2, 24). "Gran misterio es este; lo digo con respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5, 32). El nexo intrínseco entre el matrimonio, instituido al principio, y la unión del Verbo encarnado con la Iglesia se muestra en toda su eficacia salvífica mediante el concepto de sacramento. El concilio Vaticano II expresa esta verdad de fe desde el punto de vista de las mismas personas casadas:  "Los esposos cristianos, con la fuerza del sacramento del matrimonio, por el que representan y participan del misterio de la unidad y del amor fecundo entre Cristo y su Iglesia (cf. Ef 5, 32), se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial y con la acogida y educación de los hijos. Por eso tienen en su modo y estado de vida su carisma propio dentro del pueblo de Dios" (Lumen gentium, 11). Inmediatamente después, el Concilio presenta la unión entre el orden natural y el orden sobrenatural también con referencia a la familia, inseparable del matrimonio y considerada como "iglesia doméstica" (cf. ib.).

5. La vida y la reflexión cristiana encuentran en esta verdad una fuente inagotable de luz. En efecto, la sacramentalidad del matrimonio constituye una senda fecunda para penetrar en el misterio de las relaciones entre la naturaleza humana y la gracia. En el hecho de que el mismo matrimonio del principio haya llegado a ser en la nueva Ley signo e instrumento de la gracia de Cristo se manifiesta claramente la trascendencia constitutiva de todo lo que pertenece al ser de la persona humana y, en particular, a su índole relacional natural según la distinción y la complementariedad entre el hombre y la mujer. Lo humano y lo divino se entrelazan de modo admirable.

La mentalidad actual, fuertemente secularizada, tiende a afirmar los valores humanos de la institución familiar separándolos de los valores religiosos y proclamándolos totalmente autónomos de Dios. Sugestionada por los modelos de vida propuestos con demasiada frecuencia por los medios de comunicación social, se pregunta:  "¿Por que un cónyuge debe ser siempre fiel al otro?", y esta pregunta se transforma en duda existencial en las situaciones críticas. Las dificultades matrimoniales pueden ser de diferentes tipos, pero todas desembocan al final en un problema de amor. Por eso, la pregunta anterior se puede volver a formular así:  ¿Por qué es preciso amar siempre al otro, incluso cuando muchos motivos, aparentemente justificados, inducirían a dejarlo?

Se pueden dar muchas respuestas, entre las cuales, sin duda alguna, tienen mucha fuerza el bien de los hijos y el bien de la sociedad entera, pero la respuesta más radical pasa ante todo por el reconocimiento de la objetividad del hecho de ser esposos, considerado como don recíproco, hecho posible y avalado por Dios mismo. Por eso, la razón última del deber de amor fiel es la que está en la base de la alianza divina con el hombre:  ¡Dios es fiel! Por consiguiente, para hacer posible la fidelidad de corazón al propio cónyuge, incluso en los casos más duros, es necesario recurrir a Dios, con la certeza de recibir su ayuda. Por lo demás, la senda de la fidelidad mutua pasa por la apertura a la caridad de Cristo, que "disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites" (1 Co 13, 7). En todo matrimonio se hace presente el misterio de la redención, realizada mediante una participación real en la cruz del Salvador, según la paradoja cristiana que une la felicidad a la aceptación del dolor con espíritu de fe.

6. De estos principios se pueden sacar muchas consecuencias prácticas, de índole pastoral, moral y jurídica. Me limito a enunciar algunas, relacionadas de modo especial con vuestra actividad judicial.

Ante todo, no podéis olvidar nunca que tenéis en vuestras manos el gran misterio del que habla san Pablo (cf. Ef 5, 32), tanto cuando se trata de un sacramento en sentido estricto, como cuando ese matrimonio lleva en sí la índole sagrada del principio, pues está llamado a convertirse en sacramento mediante el bautismo de los dos esposos. La consideración de la sacramentalidad pone de relieve la trascendencia de vuestra función, el vínculo que la une operativamente a la economía salvífica. Por consiguiente, el sentido religioso debe impregnar todo vuestro trabajo.

Desde los estudios científicos sobre esta materia hasta la actividad diaria en la administración de la justicia, no hay espacio en la Iglesia para una visión meramente inmanente y profana del matrimonio, simplemente porque esta visión no es verdadera ni teológica ni jurídicamente.

7. Desde esta perspectiva es preciso, por ejemplo, tomar muy en serio la obligación que el canon 1676 impone formalmente al juez de favorecer o buscar activamente la posible convalidación del matrimonio y la reconciliación. Como es natural, la misma actitud de apoyo al matrimonio y a la familia debe reinar antes del recurso a los tribunales:  en la asistencia pastoral hay que iluminar pacientemente las conciencias con la verdad sobre el deber trascendente de la fidelidad, presentada de modo favorable y atractivo. En la obra que se realiza con vistas a una superación positiva de los conflictos matrimoniales, y en la ayuda a los fieles en situación matrimonial irregular, es preciso crear una sinergia que implique a todos en la Iglesia:  a los pastores de almas, a los juristas, a los expertos en ciencias psicológicas y psiquiátricas, así como a los demás fieles, de modo particular a los casados y con experiencia de vida. Todos deben tener presente que se trata de una realidad sagrada y de una cuestión que atañe a la salvación de las almas.

8. La importancia de la sacramentalidad del matrimonio, y la necesidad de la fe para conocer y vivir plenamente esta dimensión, podrían también dar lugar a algunos equívocos, tanto en la admisión al matrimonio como en el juicio sobre su validez. La Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio. En efecto, no se puede configurar, junto al matrimonio natural, otro modelo de matrimonio cristiano con requisitos sobrenaturales específicos.

No se debe olvidar esta verdad en el momento de delimitar la exclusión de la sacramentalidad (cf. canon 1101, 2) y el error determinante acerca de la dignidad sacramental (cf. canon 1099) como posibles motivos de nulidad. En ambos casos es decisivo tener presente que una actitud de los contrayentes que no tenga en cuenta la dimensión sobrenatural en el matrimonio puede anularlo sólo si niega su validez en el plano natural, en el que se sitúa el mismo signo sacramental. La Iglesia católica ha reconocido siempre los matrimonios entre no bautizados, que se convierten en sacramento cristiano mediante el bautismo de los esposos, y no tiene dudas sobre la validez del matrimonio de un católico con una persona no bautizada, si se celebra con la debida dispensa.

9. Al término de este encuentro, mi pensamiento se dirige a los esposos y a las familias, para invocar sobre ellos la protección de la Virgen. También en esta ocasión me complace repetir la exhortación que les dirigí en la carta apostólica Rosarium Virginis Mariae:  "La familia que reza unida, permanece unida. El santo rosario, por antigua tradición, es una oración que se presta particularmente para reunir a la familia" (n. 41).

A todos vosotros, queridos prelados auditores, oficiales y abogados de la Rota romana, os imparto con afecto mi bendición.

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II

A LOS PRELADOS AUDITORES,

DEFENSORES DEL VÍNCULO

Y ABOGADOS DE LA ROTA ROMANA,

CON OCASIÓN DE LA APERTURA DE LA AÑO JUDICIAL

Lunes 28 de enero de 2002

1. Doy vivamente las gracias al monseñor decano, que, interpretando bien vuestros sentimientos y vuestras preocupaciones, con breves observaciones y datos concretos ha destacado vuestro trabajo diario y las graves y complejas cuestiones, objeto de vuestros juicios.

La solemne inauguración del año judicial me brinda la grata ocasión de un cordial encuentro con cuantos trabajan en el Tribunal de la Rota romana -prelados auditores, promotores de justicia, defensores del vínculo, oficiales y abogados-, para manifestarles mi gratitud, mi estima y mi aliento. La administración de la justicia en el seno de la comunidad cristiana es un servicio valioso, porque constituye la premisa indispensable para una caridad auténtica.

Como ha subrayado el monseñor decano, vuestra actividad judicial atañe sobre todo a las causas de nulidad del matrimonio. En esta materia, junto con los demás tribunales eclesiásticos y con una función especialísima entre ellos, que subrayé en la Pastor bonus (cf. art. 126), constituís una manifestación institucional específica de la solicitud de la Iglesia al juzgar, conforme a la verdad y a la justicia, la delicada cuestión concerniente a la existencia, o no, de un matrimonio. Esta tarea de los tribunales en la Iglesia se sitúa, como contribución imprescindible, en el marco de toda la pastoral matrimonial y familiar. Precisamente la perspectiva de la pastoralidad exige un esfuerzo constante de profundización de la verdad sobre el matrimonio y la familia, también como condición necesaria para la administración de la justicia en este campo.

2. Las propiedades esenciales del matrimonio -la unidad y la indisolubilidad (cf. Código de derecho canónico, c. 1056; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 776,  3)- ofrecen la oportunidad para una provechosa reflexión sobre el matrimonio mismo. Por eso hoy, continuando el tema de mi discurso del año 2000 acerca de la indisolubilidad (cf. AAS 92 [2000] 350-355), deseo considerar la indisolubilidad como bien para los esposos, para los hijos, para la Iglesia y para la humanidad entera.

Es importante la presentación positiva de la unión indisoluble, para redescubrir su bien y su belleza. Ante todo, es preciso superar la visión de la indisolubilidad como un límite a la libertad de los contrayentes, y por tanto como un peso, que a veces puede resultar insoportable. En esta concepción, la indisolubilidad se ve como ley extrínseca al matrimonio, como "imposición" de una norma contra las "legítimas" expectativas de una ulterior realización de la persona. A esto se añade la idea, bastante difundida, según la cual el matrimonio indisoluble sería propio de los creyentes, por lo cual ellos no pueden pretender "imponerlo" a la sociedad civil en su conjunto.

3. Para dar una respuesta válida y exhaustiva a este problema es necesario partir de la palabra de Dios. Pienso concretamente en el pasaje del evangelio de san Mateo que recoge el diálogo de Jesús con algunos fariseos, y después con sus discípulos, acerca del divorcio (cf. Mt 19, 3-12). Jesús supera radicalmente las discusiones de entonces sobre los motivos que podían autorizar el divorcio, afirmando:  "Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así" (Mt 19, 8).

Según la enseñanza de Jesús, es Dios quien ha unido en el vínculo conyugal al hombre y a la mujer. Ciertamente, esta unión tiene lugar a través del libre consentimiento de ambos, pero este consentimiento humano se da a un designio que es divino. En otras palabras, es la dimensión natural de la unión y, más concretamente, la naturaleza del hombre modelada por Dios mismo, la que proporciona la clave indispensable de lectura de las propiedades esenciales del matrimonio. Su ulterior fortalecimiento en el matrimonio cristiano a través del sacramento (cf. Código de derecho canónico, c. 1056) se apoya en un fundamento de derecho natural, sin el cual sería incomprensible la misma obra salvífica y la elevación que Cristo realizó una vez para siempre con respecto a la realidad conyugal.

4. A este designio divino natural se han conformado innumerables hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, también antes de la venida del Salvador, y se conforman después de su venida muchos otros, incluso sin saberlo. Su libertad se abre al don de Dios, tanto en el momento de casarse como durante toda su vida conyugal. Sin embargo, existe siempre la posibilidad de rebelarse contra ese designio de amor:  se manifiesta entonces la "dureza de corazón" (cf. Mt 19, 8) por la que Moisés permitió el repudio, pero que Cristo venció definitivamente. A esas situaciones es necesario responder con la humilde valentía de la fe, de una fe que sostiene y corrobora a la razón misma, para permitirle dialogar con todos, buscando el verdadero bien de la persona humana y de la sociedad. Considerar la indisolubilidad no como una norma jurídica natural, sino como un simple ideal, desvirtúa el sentido de la inequívoca declaración de Jesucristo, que rechazó absolutamente el divorcio, porque "al principio no fue así" (Mt 19, 8).

El matrimonio "es" indisoluble:  esta propiedad expresa una dimensión de su mismo ser objetivo; no es un mero hecho subjetivo. En consecuencia, el bien de la indisolubilidad es el bien del matrimonio mismo; y la incomprensión de su índole indisoluble constituye la incomprensión del matrimonio en su esencia. De aquí se desprende que el "peso" de la indisolubilidad y los límites que implica para la libertad humana no son, por decirlo así, más que el reverso de la medalla con respecto al bien y a las potencialidades ínsitas en la institución familiar como tal. Desde esta perspectiva, no tiene sentido hablar de "imposición" por parte de la ley humana, puesto que esta debe reflejar y tutelar la ley natural y divina, que es siempre verdad liberadora (cf. Jn 8, 32).

Actuar con comprensión claridad y fortaleza

5. Esta verdad sobre la indisolubilidad del matrimonio, como todo el mensaje cristiano, está destinada a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos y lugares. Para que eso se realice, es necesario que esta verdad sea testimoniada por la Iglesia y, en particular, por cada familia como "iglesia doméstica", en la que el esposo y la esposa se reconocen mutuamente unidos para siempre, con un vínculo que exige un amor siempre renovado, generoso y dispuesto al sacrificio.

No hay que rendirse ante la mentalidad divorcista:  lo impide la confianza en los dones naturales y sobrenaturales de Dios al hombre. La actividad pastoral debe sostener y promover la indisolubilidad. Los aspectos doctrinales se han de transmitir, clarificar y defender, pero más importantes aún son las acciones coherentes. Cuando un matrimonio atraviesa dificultades, los pastores y los demás fieles, además de tener comprensión, deben recordarles con claridad y fortaleza que el amor conyugal es el camino para resolver positivamente la crisis. Precisamente porque Dios los ha unido mediante un vínculo indisoluble, el esposo y la esposa, empleando todos sus recursos humanos con buena voluntad, pero sobre todo confiando en la ayuda de la gracia divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de extravío.

6. Cuando se considera la función del derecho en las crisis matrimoniales, con demasiada frecuencia se piensa casi exclusivamente en los procesos que sancionan la nulidad matrimonial o la disolución del vínculo. Esta mentalidad se extiende a veces también al derecho canónico, que aparece así como el camino para encontrar soluciones de conciencia a los problemas matrimoniales de los fieles. Esto tiene parte de verdad, pero esas posibles soluciones se deben examinar de modo que la indisolubilidad del vínculo, cuando resulte contraído válidamente, se siga salvaguardando.

Más aún, la actitud de la Iglesia es favorable a convalidar, si es posible, los matrimonios nulos (cf. Código de derecho canónico, c. 1676; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 1362). Es verdad que la declaración de nulidad matrimonial, según la verdad adquirida a través del proceso legítimo, devuelve la paz a las conciencias, pero esa declaración -y lo mismo vale para la disolución del matrimonio rato y no consumado y para el privilegio de la fe- debe presentarse y actuarse en un ámbito eclesial profundamente a favor del matrimonio indisoluble y de la familia fundada en él. Los esposos mismos deben ser los primeros en comprender que sólo en la búsqueda leal de la verdad se encuentra su verdadero bien, sin excluir a priori la posible convalidación de una unión que, aun sin ser todavía matrimonial, contiene elementos de bien, para ellos y para los hijos, que se han de valorar atentamente en conciencia antes de tomar una decisión diferente.

7. La actividad judicial de la Iglesia, que en su especificidad es también actividad verdaderamente pastoral, se inspira en el principio de la indisolubilidad del matrimonio y tiende a garantizar su efectividad en el pueblo de Dios. En efecto, sin los procesos y las sentencias de los tribunales eclesiásticos, la cuestión sobre la existencia, o no, de un matrimonio indisoluble de los fieles se relegaría únicamente a la conciencia de los mismos, con el peligro evidente de subjetivismo, especialmente cuando en la sociedad civil hay una profunda crisis de la institución del matrimonio.

Toda sentencia justa de validez o nulidad del matrimonio es una aportación a la cultura de la indisolubilidad, tanto en la Iglesia como en el mundo. Se trata de una contribución muy importante y necesaria. En efecto, se sitúa en un plano inmediatamente práctico, dando certeza no sólo a cada una de las personas implicadas, sino también a todos los matrimonios y a las familias.

En consecuencia, la injusticia de una declaración de nulidad, opuesta a la verdad de los principios normativos y de los hechos, reviste particular gravedad, dado que su relación oficial con la Iglesia favorece la difusión de actitudes en las que la indisolubilidad se sostiene con palabras pero se ofusca en la vida.

A veces, en estos años, se ha obstaculizado el tradicional "favor matrimonii", en nombre de un "favor libertatis" o "favor personae". En esta dialéctica es obvio que el tema de fondo es el de la indisolubilidad, pero la antítesis es más radical aún porque concierne a la verdad misma sobre el matrimonio, relativizada más o menos abiertamente. Contra la verdad de un vínculo conyugal no es correcto invocar la libertad de los contrayentes que, al asumirlo libremente, se han comprometido a respetar las exigencias objetivas de la realidad matrimonial, la cual no puede ser alterada por la libertad humana. Por tanto, la actividad judicial debe inspirarse en un "favor indissolubilitatis", el cual, obviamente, no entraña prejuicio contra las justas declaraciones de nulidad, sino la convicción operativa sobre el bien que está en juego en los procesos, así como el optimismo siempre renovado que proviene de la índole natural del matrimonio y del apoyo del Señor a los esposos.

8. La Iglesia y todo cristiano deben ser luz del mundo:  "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16). Estas palabras de Jesús se pueden aplicar hoy de forma singular al matrimonio indisoluble. Podría parecer que el divorcio está tan arraigado en ciertos ambientes sociales, que casi no vale la pena seguir combatiéndolo mediante la difusión de una mentalidad, una costumbre social y una legislación civil favorable a la indisolubilidad. Y, sin embargo, ¡vale la pena! En realidad, este bien se sitúa precisamente en la base de toda la sociedad, como condición necesaria de la existencia de la familia. Por tanto, su ausencia tiene consecuencias devastadoras, que se propagan en el cuerpo social como una plaga -según el término que usó el concilio Vaticano II para describir el divorcio (cf. Gaudium et spes, 47)-, e influyen negativamente en las nuevas generaciones, ante las cuales se ofusca la belleza del verdadero matrimonio

9. El testimonio esencial sobre el valor de la indisolubilidad se da mediante la vida matrimonial de los esposos, en la fidelidad a su vínculo a través de las alegrías y las pruebas de la vida. Pero el valor de la indisolubilidad no puede considerarse objeto de una mera opción privada:  atañe a uno de los fundamentos de la sociedad entera. Por tanto, así como es preciso impulsar las numerosas iniciativas que los cristianos promueven, junto con otras personas de buena voluntad, por el bien de las familias (por ejemplo, las celebraciones de los aniversarios de boda), del mismo modo hay que evitar el peligro del permisivismo en cuestiones de fondo concernientes a la esencia del matrimonio y de la familia (cf. Carta a las familias, 17).

Entre esas iniciativas no pueden faltar las que se orientan al reconocimiento público del matrimonio indisoluble en los ordenamientos jurídicos civiles (cf. ib.). La oposición decidida a todas las medidas legales y administrativas que introduzcan el divorcio o equiparen las uniones de hecho, incluso las homosexuales, al matrimonio ha de ir acompañada por una actitud de proponer medidas jurídicas que tiendan a mejorar el reconocimiento social del matrimonio verdadero en el ámbito de los ordenamientos que, lamentablemente, admiten el divorcio.

Por otra parte, los agentes del derecho en campo civil deben evitar implicarse personalmente en lo que conlleve una cooperación al divorcio. Para los jueces esto puede resultar difícil, ya que los ordenamientos no reconocen una objeción de conciencia para eximirlos de sentenciar. Así pues, por motivos graves y proporcionados pueden actuar según los principios tradicionales de la cooperación material al mal. Pero también ellos deben encontrar medios eficaces para favorecer las uniones matrimoniales, sobre todo mediante una labor de conciliación sabiamente realizada.

Los abogados, como profesionales libres, deben declinar siempre el uso de su profesión para una finalidad contraria a la justicia, como es el divorcio; sólo pueden colaborar en una acción en este sentido cuando, en la intención del cliente, no se oriente a la ruptura del matrimonio, sino a otros efectos legítimos que sólo pueden obtenerse mediante esta vía judicial en un determinado ordenamiento (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2383). De este modo, con su obra de ayuda y pacificación de las personas que atraviesan crisis matrimoniales, los abogados sirven verdaderamente a los derechos de las mismas, y evitan convertirse en meros técnicos al servicio de cualquier interés.

10. A la intercesión de María, Reina de la familia y Espejo de justicia, encomiendo el crecimiento de la conciencia de todos sobre el bien de la indisolubilidad del matrimonio. A ella le encomiendo, además, el compromiso de la Iglesia y de sus hijos, así como el de muchas otras personas de buena voluntad, en esta causa tan decisiva para el futuro de la humanidad.

Con estos deseos, invocando la asistencia divina sobre vuestra actividad, queridos prelados auditores, oficiales y abogados de la Rota romana, a todos imparto con afecto mi bendición.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LA ROTA ROMANA EN LA

APERTURA DEL AÑO JUDICIAL  

Jueves 1 de febrero de 2001

1. La inauguración del nuevo año judicial del Tribunal de la Rota romana me brinda una ocasión propicia para encontrarme una vez más con vosotros. Al saludar con afecto a todos los presentes, me complace particularmente expresaros, queridos prelados auditores, oficiales y abogados, mi más sincero aprecio por el prudente y arduo trabajo que realizáis en la administración de la justicia al servicio de esta Sede apostólica. Con gran competencia estáis comprometidos en la tutela de la santidad e indisolubilidad del matrimonio y, en definitiva, de los sagrados derechos de la persona humana, según la tradición secular del glorioso Tribunal rotal.

Doy las gracias a monseñor decano, que se ha hecho intérprete y portavoz de vuestros sentimientos y de vuestra fidelidad. Sus palabras nos han hecho revivir oportunamente el gran jubileo, recién concluido.

2. En efecto, las familias han figurado entre los grandes protagonistas de las jornadas jubilares, como afirmé en la carta apostólica Novo millennio ineunte (cf. n. 10). En ella recordé los riesgos a los que está expuesta la institución familiar, subrayando que "in hanc potissimam institutionem diffusum absolutumque discrimen irrumpit" (n. 47:  "se está constatando una crisis generalizada y radical de esta institución fundamental"). Uno de los desafíos más arduos que afronta hoy la Iglesia es el de una difundida cultura individualista que, como ha dicho muy bien monseñor decano, tiende a circunscribir y confinar el matrimonio y la familia al ámbito privado. Por tanto, considero oportuno volver a tocar esta mañana algunos temas de los que traté en nuestros encuentros anteriores (cf. Discursos a la Rota del 28 de enero de 1991:  AAS 83 [1991] 947-953, cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de febrero de 1991, p. 9; y del 21 de enero de 1999:  AAS 91 [1999] 622-627, cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de febrero de 1999, p. 13), para reafirmar la enseñanza tradicional sobre la dimensión natural del matrimonio y de la familia.

El magisterio eclesiástico y la legislación canónica contienen abundantes referencias a la índole natural del matrimonio. El concilio Vaticano II, en la Gaudium et spes, después de reafirmar que "el mismo Dios es el autor del matrimonio, al que ha dotado con varios bienes y fines" (n. 48), afronta algunos problemas de moralidad matrimonial, remitiéndose a "criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos" (n. 51). A su vez, los dos Códigos que promulgué, al formular la definición del matrimonio, afirman que el "consortium totius vitae" está "ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole" (Código de derecho canónico, c. 1055; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 776,  1).

En el clima creado por una secularización cada vez más marcada y por una concepción totalmente privatista del matrimonio y de la familia, no sólo se descuida esta verdad, sino que también se la contesta abiertamente.

3. Se han acumulado muchos equívocos en torno a la misma noción de "naturaleza". Sobre todo, se ha olvidado el concepto metafísico, al que precisamente hacen referencia los documentos de la Iglesia citados antes. Por otra parte, se tiende a reducir lo que es específicamente humano al ámbito de la cultura, reivindicando una creatividad y una operatividad de la persona completamente autónomas tanto en el plano individual como en el social. Desde este punto de vista, lo natural sería puro dato físico, biológico y sociológico, que se puede manipular mediante la técnica según los propios intereses.

Esta contraposición entre cultura y naturaleza deja a la cultura sin ningún fundamento objetivo, a merced del arbitrio y del poder. Esto se observa de modo muy claro en las tentativas actuales de presentar las uniones de hecho, incluidas las homosexuales, como equiparables al matrimonio, cuyo carácter natural precisamente se niega.

Esta concepción meramente empírica de la naturaleza impide radicalmente comprender que el cuerpo humano no es algo extrínseco a la persona, sino que constituye, junto con el alma espiritual e inmortal, un principio intrínseco del ser unitario que es la persona humana. Esto es lo que ilustré en la encíclica Veritatis splendor (cf. nn. 46-50:  AAS 85 [1993] 1169-1174), en la que subrayé la relevancia moral de esa doctrina, tan importante para el matrimonio y la familia. En efecto, se puede buscar fácilmente en falsos espiritualismos una presunta confirmación de lo que es contrario a la realidad espiritual del vínculo matrimonial.

4. Cuando la Iglesia enseña que el matrimonio es una realidad natural, propone una verdad evidenciada por la razón para el bien de los esposos y de la sociedad, y confirmada por la revelación de nuestro Señor, que explícitamente pone en íntima conexión la unión matrimonial con el "principio" (cf. Mt 19, 4-8) del que habla el libro del Génesis:  "Los creó varón y mujer" (Gn 1, 27), y "los dos serán una sola carne" (Gn 2, 24).

Sin embargo, el hecho de que el dato natural sea confirmado y elevado de forma autorizada a sacramento por nuestro Señor no justifica en absoluto la tendencia, por desgracia hoy muy difundida, a ideologizar la noción del matrimonio -naturaleza, propiedades esenciales y fines-, reivindicando una concepción diversa y válida de parte de un creyente o de un no creyente, de un católico o de un no católico, como si el sacramento fuera una realidad sucesiva y extrínseca al dato natural y no el mismo dato natural, evidenciado por la razón, asumido y elevado por Cristo como signo y medio de salvación.

El matrimonio no es una unión cualquiera entre personas humanas, susceptible de configurarse según una pluralidad de modelos culturales. El hombre y la mujer encuentran en sí mismos la inclinación natural a unirse conyugalmente. Pero el matrimonio, como precisa muy bien santo Tomás de Aquino, es natural no por ser "causado necesariamente por los principios naturales", sino por ser una realidad "a la que inclina la naturaleza, pero que se realiza mediante el libre arbitrio" (Summa Theol. Suppl., q. 41, a. 1, in c.). Por tanto, es sumamente tergiversadora toda contraposición entre naturaleza y libertad, entre naturaleza y cultura.

Al examinar la realidad histórica y actual de la familia, a menudo se tiende a poner de relieve las diferencias, para relativizar la existencia misma de un designio natural sobre la unión entre el hombre y la mujer. En cambio, resulta más realista constatar que, además de las dificultades, los límites y las desviaciones, en el hombre y en la mujer existe siempre una inclinación profunda de su ser que no es fruto de su inventiva y que, en sus rasgos fundamentales, trasciende ampliamente las diferencias histórico-culturales.

En efecto, el único camino a través del cual puede manifestarse la auténtica riqueza y la variedad de todo lo que es esencialmente humano es la fidelidad a las exigencias de la propia naturaleza. Y también en el matrimonio la deseada armonía entre diversidad de realizaciones y unidad esencial no es sólo una hipótesis, sino que está garantizada por la fidelidad vivida a las exigencias naturales de la persona. Por lo demás, el cristiano sabe que para ello puede contar con la fuerza de la gracia, capaz de sanar la naturaleza herida por el pecado.

5. El "consortium totius vitae" exige la entrega recíproca de los esposos (cf. Código de derecho canónico, c. 1057,  2; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 817, 1). Pero esta entrega personal necesita un principio de especificidad y un fundamento permanente. La consideración natural del matrimonio nos permite ver que los esposos se unen precisamente en cuanto personas entre las que existe la diversidad sexual, con toda la riqueza, también espiritual, que posee esta diversidad a nivel humano. Los esposos se unen en cuanto persona-hombre y en cuanto persona-mujer. La referencia a la dimensión natural de su masculinidad y femineidad es decisiva para comprender la esencia del matrimonio. El vínculo personal del matrimonio se establece precisamente en el nivel natural de la modalidad masculina o femenina del ser persona humana.

El ámbito del obrar de los esposos y, por tanto, de los derechos y deberes matrimoniales, es consiguiente al del ser, y encuentra en este último su verdadero fundamento. Así pues, de este modo el hombre y la mujer, en virtud del acto singularísimo de voluntad que es el consentimiento (cf. Código de derecho canónico, c. 1057, 2; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 817, 1), establecen entre sí libremente un vínculo prefigurado por su naturaleza, que ya constituye para ambos un verdadero camino vocacional a través del cual viven su personalidad como respuesta al plan divino.

La ordenación a los fines naturales del matrimonio -el bien de los esposos y la generación y educación de la prole- está intrínsecamente presente en la masculinidad y en la femineidad. Esta índole teleológica es decisiva para comprender la dimensión natural de la unión. En este sentido, la índole natural del matrimonio se comprende mejor cuando no se la separa de la familia. El matrimonio y la familia son inseparables, porque la masculinidad y la femineidad de las personas casadas están constitutivamente abiertas al don de los hijos. Sin esta apertura ni siquiera podría existir un bien de los esposos digno de este nombre.

También las propiedades esenciales, la unidad y la indisolubilidad, se inscriben en el ser mismo del matrimonio, dado que no son de ningún modo leyes extrínsecas a él. Sólo si se lo considera como unión que implica a la persona en la actuación de su estructura relacional natural, que sigue siendo esencialmente la misma durante toda su vida personal, el matrimonio puede situarse por encima de los cambios de la vida, de los esfuerzos e incluso de las crisis que atraviesa a menudo la libertad humana al vivir sus compromisos. En cambio, si la unión matrimonial se considera basada únicamente en cualidades personales, intereses o atracciones, es evidente que ya no se manifiesta como una realidad natural, sino como una situación dependiente de la actual perseverancia de la voluntad en función de la persistencia de hechos y sentimientos contingentes. Ciertamente, el vínculo nace del consentimiento, es decir, de un acto de voluntad del hombre y de la mujer; pero ese consentimiento actualiza una potencia ya existente en la naturaleza del hombre y de la mujer. Así, la misma fuerza indisoluble del vínculo se funda en el ser natural de la unión libremente establecida entre el hombre y la mujer.

6. Muchas consecuencias derivan de estos presupuestos ontológicos. Me limitaré a indicar las de relieve y actualidad particulares en el derecho matrimonial canónico. Así, a la luz del matrimonio como realidad natural, se capta fácilmente la índole natural de la capacidad para casarse:  "Omnes possunt matrimonium contrahere, qui iure non prohibentur" (Código de derecho canónico, c. 1058; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 778). Ninguna interpretación de las normas sobre la incapacidad consensual (cf. Código de derecho canónico, c. 1095; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 818) sería justa si en la práctica no reconociera ese principio:  "Ex intima hominis natura -afirma Cicerón- haurienda est iuris disciplina" (De Legibus, II).

La norma del citado canon 1058 se aclara aún más si se tiene presente que por su naturaleza la unión conyugal se refiere a la masculinidad y a la femineidad de las personas casadas, por lo cual no se trata de una unión que requiera esencialmente características singulares en los contrayentes. Si fuera así, el matrimonio se reduciría a una integración factual entre las personas, y tanto sus características como su duración dependerían únicamente de la existencia de un afecto interpersonal no bien determinado.

A cierta mentalidad, hoy muy difundida, puede parecerle que esta visión está en contraste con las exigencias de la realización personal. Lo que a esa mentalidad le resulta difícil de comprender es la posibilidad misma de un verdadero matrimonio fallido. La explicación se inserta en el marco de una visión humana y cristiana integral de la existencia. Ciertamente no es este el momento para profundizar las verdades que iluminan esta cuestión:  en particular, las verdades sobre la libertad humana en la situación presente de naturaleza caída pero redimida, sobre el pecado, sobre el perdón y sobre la gracia.

Bastará recordar que tampoco el matrimonio escapa a la lógica de la cruz de Cristo, que ciertamente exige esfuerzo y sacrificio e implica también dolor y sufrimiento, pero no impide, en la aceptación de la voluntad de Dios, una plena y auténtica realización personal, en paz y con serenidad de espíritu.

7. El mismo acto del consentimiento matrimonial se comprende mejor en relación con la dimensión natural de la unión. En efecto, este es el punto objetivo de referencia con respecto al cual la persona vive su inclinación natural. De aquí la normalidad y sencillez del verdadero consentimiento. Representar el consentimiento como adhesión a un esquema cultural o de ley positiva no es realista, y se corre el riesgo de complicar inútilmente la comprobación de la validez del matrimonio. Se trata de ver si las personas, además de identificar la persona del otro, han captado verdaderamente la dimensión natural esencial de su matrimonio, que implica por exigencia intrínseca la fidelidad, la indisolubilidad, la paternidad y maternidad potenciales, como bienes que integran una relación de justicia.

"Ni siquiera la más profunda o la más sutil ciencia del derecho -afirmó el Papa Pío XII, de venerada memoria- podría indicar otro criterio para distinguir las leyes injustas de las justas, el simple derecho legal del derecho verdadero, que el que se puede percibir ya con la sola luz de la razón por la naturaleza de las cosas y del hombre mismo, es decir, el de la ley escrita por el Creador en el corazón del hombre y expresamente confirmada por la revelación. Si el derecho y la ciencia jurídica no quieren renunciar a la única guía capaz de mantenerlos en el recto camino, deben reconocer las "obligaciones éticas" como normas objetivas válidas también para el orden jurídico" (Discurso a la Rota, 13 de noviembre de 1949:  AAS 41 [1949] 607).

8. Antes de concluir, deseo reflexionar brevemente sobre la relación entre la índole natural del matrimonio y su sacramentalidad, dado que, a partir del Vaticano II, con frecuencia se ha intentado revitalizar el aspecto sobrenatural del matrimonio incluso mediante propuestas teológicas, pastorales y canónicas ajenas a la tradición, como la de solicitar la fe como requisito para casarse.

Casi al comienzo de mi pontificado, después del Sínodo de los obispos de 1980 sobre la familia, en el que se trató este tema, me pronuncié al respecto en la Familiaris consortio, escribiendo:  "El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad con respecto a los otros:  es el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; es el mismo pacto matrimonial instituido por el Creador "al principio"" (n. 68:  AAS 73 [1981] 163). Por consiguiente, para identificar cuál es la realidad que desde el principio ya está unida a la economía de la salvación y que en la plenitud de los tiempos constituye uno de los siete sacramentos en sentido propio de la nueva Alianza, el único camino es remitirse a la realidad natural que nos presenta la Escritura en el Génesis (cf. Gn 1, 27; 2, 18-25). Es lo que hizo Jesús al hablar  de  la  indisolubilidad del vínculo matrimonial (cf. Mt 19, 3-12; Mc 10, 1-2), y es lo que hizo también san Pablo, al ilustrar el carácter de "gran misterio" que tiene el matrimonio "con respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5, 32).

Por lo demás, el matrimonio, aun siendo un "signum significans et conferens gratiam", es el único de los siete sacramentos que no se refiere a una actividad específicamente orientada a conseguir fines directamente sobrenaturales. En efecto, el matrimonio tiene como fines, no sólo principales sino también propios "indole sua naturali", el bonum coniugum y la prolis generatio et educatio (cf. Código de derecho canónico, c. 1055).

Desde una perspectiva diversa, el signo sacramental consistiría en la respuesta de fe y de vida cristiana de los esposos, por lo que carecería de una consistencia objetiva que permita considerarlo entre los verdaderos sacramentos cristianos. Por tanto, oscurecer la dimensión natural del matrimonio y reducirlo a mera experiencia subjetiva conlleva también la negación implícita de su sacramentalidad. Por el contrario, es precisamente la adecuada comprensión de esta sacramentalidad en la vida cristiana lo que impulsa hacia una revalorización de su dimensión natural.

Por otra parte, introducir para el sacramento requisitos intencionales o de fe que fueran más allá del de casarse según el plan divino del "principio" -además de los graves riesgos que indiqué en la Familiaris consortio (cf. n. 68:  AAS 73 [1981] 164-165):  juicios infundados y discriminatorios, y dudas sobre la validez de matrimonios ya celebrados, en particular por parte de bautizados no católicos-, llevaría inevitablemente a querer separar el matrimonio de los cristianos del de otras personas. Esto se opondría profundamente al verdadero sentido del designio divino, según el cual es precisamente la realidad creada lo que es un "gran misterio" con respecto a Cristo y a la Iglesia.

9. Queridos prelados auditores, oficiales y abogados, estas son algunas de las reflexiones que me urgía compartir con vosotros para orientar y sostener el valioso servicio que prestáis al pueblo de Dios.

Invoco sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo diario la particular protección de María santísima, "Speculum iustitiae", y os imparto de corazón la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a vuestros familiares y a los alumnos del Estudio rotal.

DISCURSO DE JUAN PABLO II

A LOS PRELADOS AUDITORES,

OFICIALES DE LA CANCILLERÍA

Y ABOGADOS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA

Viernes 21 de enero 2000

Monseñor decano  ilustres prelados auditores y oficiales de la Rota romana:

1. Cada año la solemne inauguración de la actividad judicial del Tribunal de la Rota romana me brinda la grata ocasión de encontrarme personalmente con todos vosotros, que formáis el Colegio de los prelados auditores, oficiales y abogados patrocinantes en este Tribunal. Asimismo, me ofrece la oportunidad de renovaros mi estima y manifestaros mi viva gratitud por la valiosa labor que realizáis con generosidad y gran competencia en nombre y por mandato de la Sede apostólica.

Os saludo con afecto a todos y particularmente al nuevo decano, a quien agradezco las afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre suyo y de todo el Tribunal de la Rota romana. Al mismo tiempo, deseo expresar mi gratitud al arzobispo monseñor Mario Francesco Pompedda, nombrado recientemente prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica, por el largo servicio que prestó en vuestro Tribunal con entrega generosa y singular preparación y competencia.

2. Esta mañana, estimulado por las palabras del monseñor decano, quiero reflexionar con vosotros sobre la hipótesis de valor jurídico de la actual mentalidad divorcista con vistas a una posible declaración de nulidad de matrimonio, y sobre la doctrina de la indisolubilidad absoluta del matrimonio rato y consumado, así como sobre el límite de la potestad del Sumo Pontífice con respecto a dicho matrimonio.

En la exhortación apostólica Familiaris consortio, publicada el 22 de noviembre de 1981, puse de relieve sea los aspectos positivos de la nueva realidad familiar, como la conciencia más viva de la libertad personal, la mayor atención a las relaciones personales en el matrimonio y a la promoción de la dignidad de la mujer, sea los negativos, vinculados a la degradación de algunos valores fundamentales y a la "equivocada concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí", destacando su influjo en "el número cada vez mayor de divorcios" (n. 6).

Escribí, asimismo, que en la base de esos fenómenos negativos que denuncié "está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no  como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta" (ib.). Por eso, subrayé el "deber fundamental" de la Iglesia de "reafirmar con fuerza, como han hecho los padres del Sínodo, la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio" (n. 20), también con el fin de disipar la sombra que algunas opiniones surgidas en el ámbito de la investigación teológico-canónica parecen arrojar sobre el valor de la indisolubilidad del vínculo conyugal. Se trata de tesis favorables a superar la incompatibilidad absoluta entre un matrimonio rato y consumado (cf. Código de derecho canónico, c. 1061, 1) y un nuevo matrimonio de uno de los cónyuges, durante la vida del otro.

3. La Iglesia, en su fidelidad a Cristo, no puede por menos de reafirmar con firmeza "la buena nueva de la perennidad del amor conyugal, que tiene en Cristo su  fundamento y su fuerza (cf. Ef 5, 25)" (Familiaris consortio, 20), a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible unirse a una persona para toda la vida, y a cuantos, por desgracia, se ven arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se burla abiertamente del compromiso de fidelidad de los esposos.

En efecto, "enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su revelación:  él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia" (ib).

La "buena nueva de la perennidad del amor conyugal" no es una vaga abstracción o una frase hermosa que refleja el deseo común de los que deciden contraer matrimonio. Esta buena nueva tiene su raíz, más bien, en la novedad cristiana, que hace del matrimonio un sacramento. Los esposos cristianos, que han recibido "el don del sacramento", están llamados con la gracia de Dios a dar testimonio de "generosa obediencia a la santa voluntad del Señor "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (Mt 19, 6), o sea, del inestimable valor de la indisolubilidad (...) matrimonial" (ib.). Por estos motivos -afirma el Catecismo de la Iglesia católica- "la Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo (cf. Mc 10, 11-12) (...), que no puede reconocer como válida una nueva unión, si era válido el primer matrimonio" (n. 1650).

4. Ciertamente, "la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del matrimonio", es decir, que el matrimonio no ha existido", y, en este caso, los contrayentes "quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión anterior" (ib., n. 1629). Sin embargo, las declaraciones de nulidad por los  motivos  establecidos  por las normas canónicas, especialmente por el defecto y los vicios del consentimiento matrimonial (cf. Código de derecho canónico, cc. 1095-1107), no pueden estar en contraste con el principio de la indisolubilidad

Es innegable que la mentalidad común de la sociedad en que vivimos tiene dificultad para aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial y el concepto mismo del matrimonio como "alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida" (ib., c. 1055, 1), cuyas propiedades esenciales son "la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento" (ib., c. 1056). Pero esa dificultad real no equivale "sic et simpliciter" a un rechazo concreto del matrimonio cristiano o de sus propiedades esenciales. Mucho menos justifica la presunción, a veces lamentablemente formulada por algunos tribunales, según la cual la prevalente intención de los contrayentes, en una sociedad secularizada y marcada por fuertes corrientes divorcistas, es querer un matrimonio soluble hasta el punto de exigir más bien la prueba de la existencia del verdadero consenso.

La tradición canónica y la jurisprudencia rotal, para afirmar la exclusión de una propiedad esencial o la negación de una finalidad esencial del matrimonio, siempre han exigido que estas se realicen con un acto positivo de voluntad, que supere una voluntad habitual y genérica, una veleidad interpretativa, una equivocada opinión sobre la bondad, en algunos casos, del divorcio, o un simple propósito de no respetar los compromisos realmente asumidos.

5. Por eso, en coherencia con la doctrina constantemente profesada por la Iglesia, se impone la conclusión de que las opiniones que están en contraste con el principio de la indisolubilidad o las actitudes contrarias a él, sin el rechazo formal de la celebración del matrimonio sacramental, no superan los límites del simple  error  acerca de la indisolubilidad del matrimonio que, según la tradición canónica  y  las  normas vigentes, no vicia el consentimiento matrimonial (cf. ib., c. 1099).

Sin embargo, en virtud del principio de la indisolubilidad del consentimiento matrimonial (cf. ib., c. 1057), el error acerca de la indisolubilidad, de forma excepcional, puede tener eficacia que invalida el consentimiento, cuando determine  positivamente  la  voluntad del contrayente hacia la opción contraria a la indisolubilidad del matrimonio (cf. ib., c. 1099).

Eso sólo puede verificarse cuando el juicio erróneo acerca de la indisolubilidad del vínculo influye de modo determinante sobre la decisión de la voluntad, porque se halla orientado por una íntima convicción, profundamente arraigada en el alma del contrayente y profesada por el mismo con determinación y obstinación.

6. Este encuentro con vosotros, miembros del Tribunal de la Rota romana, es un contexto adecuado para hablar también a toda la Iglesia sobre el límite de la potestad del Sumo Pontífice con respecto al matrimonio rato y consumado, que "no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa, fuera de la muerte" (ib., 1141; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 853). Esta formulación del derecho canónico no es sólo de naturaleza disciplinaria o prudencial, sino que corresponde a una verdad doctrinal mantenida desde siempre en la Iglesia.

Con todo, se va difundiendo la idea según la cual la potestad del Romano Pontífice, al ser vicaria de la potestad divina de Cristo, no sería una de las potestades humanas a las que se refieren los cánones citados y, por consiguiente, tal vez en algunos casos podría extenderse también a la disolución de los matrimonios ratos y consumados. Frente a las dudas y turbaciones de espíritu que podrían surgir, es necesario reafirmar que el matrimonio sacramental rato y consumado nunca puede ser disuelto, ni siquiera por la potestad del Romano Pontífice. La afirmación opuesta implicaría la tesis de que no existe ningún matrimonio absolutamente indisoluble, lo cual sería contrario al sentido en que la Iglesia ha enseñado y enseña la indisolubilidad del vínculo matrimonial.

7. Esta doctrina -la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios ratos y consumados- ha sido propuesta muchas veces por mis predecesores (cf., por ejemplo, Pío IX, carta Verbis exprimere del 15 de agosto de 1859:  Insegnamenti Pontifici, ed. Paulinas, Roma 1957, vol. I, n. 103; León XIII, carta encíclica Arcanum del 10 de febrero de 1880:  ASS 12 [1879-1880], 400; Pío XI, carta encíclica Casti connubii del 31 de diciembre de 1930:  AAS  22  [1930]  552;  Pío  XII,  Discurso a los recién casados, 22 de abril de 1942:  Discorsi e Radiomessaggi di S.S. Pio XII, ed. Vaticana, vol. IV, 47).

Quisiera citar, en particular, una afirmación del Papa Pío XII:  "El matrimonio rato y consumado es, por derecho divino, indisoluble, puesto que no puede ser disuelto por ninguna autoridad humana (cf. Código de derecho canónico, c. 1118). Sin embargo, los demás matrimonios, aunque sean intrínsecamente indisolubles, no tienen una indisolubilidad extrínseca absoluta, sino que, dados ciertos presupuestos necesarios, pueden ser disueltos (se trata, como es sabido, de casos relativamente muy raros), no sólo en virtud del privilegio paulino, sino también por el Romano Pontífice en virtud de su potestad ministerial" (Discurso a la Rota romana, 3 de octubre de 1941:  AAS 33 [1941] 424-425). Con estas palabras, Pío XII interpretaba explícitamente el canon 1118, que corresponde al actual canon 1141 del Código de derecho canónico y al canon 853 del Código de cánones de las Iglesias orientales, en el sentido de que la expresión "potestad humana" incluye también la potestad ministerial o vicaria del Papa, y presentaba esta doctrina como pacíficamente sostenida por todos los expertos en la materia. En este contexto, conviene citar también el Catecismo de la Iglesia católica, con la gran autoridad doctrinal que le confiere la intervención de todo el Episcopado en su redacción y mi aprobación especial. En él se lee:  "Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo, que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio, es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina" (n. 1640).

8. En efecto, el Romano Pontífice tiene la "potestad sagrada" de enseñar la verdad del Evangelio, administrar los sacramentos y gobernar pastoralmente la Iglesia en nombre y con la autoridad de Cristo, pero esa potestad no incluye en sí misma ningún poder sobre la ley divina, natural o positiva. Ni la Escritura ni la Tradición conocen una facultad del Romano Pontífice para la disolución del matrimonio rato y consumado; más aún, la praxis constante de la Iglesia demuestra la convicción firme de la Tradición según la cual esa potestad no existe. Las fuertes expresiones de los Romanos Pontífices son sólo el eco fiel y la interpretación auténtica de la convicción permanente de la Iglesia.

Así pues, se deduce claramente que el Magisterio de la Iglesia enseña la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios sacramentales ratos y consumados como doctrina que se ha de considerar definitiva, aunque no haya sido declarada de forma solemne mediante un acto de definición. En efecto, esa doctrina ha sido propuesta explícitamente por los Romanos Pontífices en términos categóricos, de modo constante y en un arco de tiempo suficientemente largo. Ha sido hecha propia y enseñada por todos los obispos en comunión con la Sede de Pedro, con la convicción de que los fieles la han de mantener y aceptar. En este sentido la ha vuelto a proponer el Catecismo de la Iglesia católica. Por lo demás, se trata de una doctrina confirmada por la praxis multisecular de la Iglesia, mantenida con plena fidelidad y heroísmo, a veces incluso frente a graves presiones de los poderosos de este mundo.

Es muy significativa la actitud de los Papas, los cuales, también en el tiempo de una afirmación más clara del primado petrino, siempre se han mostrado conscientes de que su magisterio está totalmente al servicio de la palabra de Dios (cf. constitución dogmática Dei Verbum, 10) y, con este espíritu, no se ponen  por  encima del don del Señor, sino que  sólo  se esfuerzan por conservar y administrar el bien confiado a la Iglesia.

9. Estas son, ilustres prelados auditores y oficiales, las reflexiones que, en una materia de tanta importancia y gravedad, me urgía participaros. Las encomiendo a vuestra mente y a vuestro corazón, con la seguridad de vuestra plena fidelidad y adhesión a la palabra de Dios, interpretada por el Magisterio de la Iglesia, y a la ley canónica en su más genuina y completa interpretación.

Invoco sobre vuestro no fácil servicio eclesial la protección constante de María, Reina  de la familia. A la vez que os aseguro mi cercanía con mi estima y mi aprecio, de corazón os imparto a todos  vosotros,  como prenda de constante afecto,  una  especial bendición apostólica.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

A LOS MIEMBROS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA

CON OCASIÓN DE LA APERTURA DEL AÑO JUDICIAL

Jueves 21 de enero de 1999

1. La solemne inauguración de la actividad judicial del Tribunal de la Rota romana me da la alegría de recibir a sus miembros, para expresarles la consideración y la gratitud con que la Santa Sede sigue y alienta su trabajo.

Saludo y doy las gracias al monseñor decano, que ha interpretado dignamente los sentimientos de todos vosotros aquí presentes, expresando de modo apasionado y profundo los propósitos pastorales que inspiran vuestro compromiso diario.

Saludo al Colegio de los prelados auditores en servicio y eméritos, a los oficiales mayores y menores del Tribunal, a los abogados rotales y a los alumnos del Estudio rotal con sus respectivos familiares. Os expreso a todos mis mejores deseos para el año que acaba de empezar.

2. El monseñor decano ha ilustrado el significado pastoral de vuestro trabajo, mostrando su gran importancia en la vida diaria de la Iglesia. Comparto esa visión, y os aliento a cultivar en todas vuestras intervenciones esa perspectiva, que os pone en plena sintonía con la finalidad suprema de la actividad de la Iglesia (cf. Código de derecho canónico, c. 1742). Ya en otra ocasión aludí a este aspecto de vuestro oficio judicial, con particular referencia a cuestiones procesales (cf. Discurso a la Rota romana, 22 de enero de 1996, en: AAS 88 [1996] 775). También hoy os exhorto a dar prioridad, en la solución de los casos, a la búsqueda de la verdad, utilizando las formalidades jurídicas solamente como medio para dicho fin. El tema que quiero tratar durante este encuentro es el análisis de la naturaleza del matrimonio y de sus connotaciones esenciales a la luz de la ley natural.

Es bien conocida la contribución que la jurisprudencia de vuestro Tribunal ha dado al conocimiento de la institución del matrimonio, ofreciendo un valiosísimo punto de referencia doctrinal a los demás tribunales eclesiásticos (cf. Discurso a la Rota, en: AAS 73 [1981] 232; Discurso a la Rota, en: AAS 76 [1984] 647 ss; Pastor bonus, art. 126). Esto ha permitido enfocar cada vez mejor el contenido esencial del matrimonio sobre la base de un conocimiento más adecuado del hombre.

Sin embargo, en el horizonte del mundo contemporáneo se perfila un deterioro generalizado del sentido natural y religioso del matrimonio, con consecuencias preocupantes tanto en la esfera personal como en la pública. Como todos saben, hoy no sólo se ponen en tela de juicio las propiedades y las finalidades del matrimonio, sino también el valor y la utilidad misma de esta institución. Aun excluyendo generalizaciones indebidas, no es posible ignorar a este respecto el fenómeno creciente de las simples uniones de hecho (cf. Familiaris consortio, 81, en: AAS 74 [1982] 181 ss), y as insistentes campañas de opinión encaminadas a proporcionar dignidad conyugal a uniones incluso entre personas del mismo sexo.

En un ámbito como éste, en el que prevalece el proyecto corrector y redentor de situaciones dolorosas y a menudo dramáticas, no pretendo insistir en la reprobación y en la condena. Más bien, deseo recordar, no sólo a quienes forman parte de la Iglesia de Cristo Señor, sino también a todas las personas interesadas en el verdadero progreso humano, la gravedad y el carácter insustituible de algunos principios, que son fundamentales para la convivencia humana, y mucho más para la salvaguardia de la dignidad de todas las personas.

3. El núcleo central y el elemento esencial de esos principios es el auténtico concepto de amor conyugal entre dos personas de igual dignidad, pero distintas y complementarias en su sexualidad.

Es obvio que hay que entender esta afirmación de modo correcto, sin caer en el equívoco fácil, por el que a veces se confunde un vago sentimiento o incluso una fuerte atracción psico-física con el amor efectivo al otro, fundado en el sincero deseo de su bien, que se traduce en compromiso concreto por realizarlo. Ésta es la clara doctrina expresada por el concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes, 49), pero es también una de las razones por las que precisamente los dos Códigos de derecho canónico, el latino y el oriental, que yo promulgué, declaran y ponen como finalidad natural del matrimonio también el bonum coniugum (cf. Código de derecho canónico, c. 1055, § 1; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 776, § 1). El simple sentimiento está relacionado con la volubilidad del alma humana; la sola atracción recíproca, que a menudo deriva sobre todo de impulsos irracionales y a veces aberrantes, no puede tener estabilidad, y por eso con facilidad, si no fatalmente, corre el riesgo de extinguirse.

Por tanto, el amor coniugalis no es sólo ni sobre todo sentimiento; por el contrario, es esencialmente un compromiso con la otra persona, compromiso que se asume con un acto preciso de voluntad. Exactamente esto califica dicho amor, transformándolo en coniugalis. Una vez dado y aceptado el compromiso por medio del consentimiento, el amor se convierte en conyugal, y nunca pierde este carácter. Aquí entra en juego la fidelidad del amor, que tiene su fundamento en la obligación asumida libremente. Mi predecesor el Papa Pablo VI, en un encuentro con la Rota, afirmaba sintéticamente: «Ex ultroneo affectus sensu, amor fit officium devinciens» (AAS 68 [1976] 207).

Ya frente a la cultura jurídica de la antigua Roma, los autores cristianos se sintieron impulsados por el precepto evangélico a superar el conocido principio según el cual el vínculo matrimonial se mantiene mientras perdura la affectio maritalis. A esta concepción, que encerraba en sí el germen del divorcio, contrapusieron la visión cristiana, que remitía el matrimonio a sus orígenes de unidad e indisolubilidad.

4. Surge aquí a veces el equívoco de que el matrimonio se identifica o, por lo menos, se confunde con el rito formal y externo que lo acompaña. Ciertamente, la forma jurídica del matrimonio representa una conquista de la civilización, puesto que le confiere importancia y al mismo tiempo lo hace eficaz ante la sociedad que, por consiguiente, asume su defensa. Pero vosotros, juristas, tenéis bien presente el principio según el cual el matrimonio consiste esencial, necesaria y únicamente en el consentimiento mutuo expresado por los contrayentes. Ese consentimiento no es más que la asunción consciente y responsable de un compromiso mediante un acto jurídico con el que, en la entrega recíproca, los esposos se prometen amor total y definitivo. Son libres de celebrar el matrimonio, después de haberse elegido el uno al otro de modo igualmente libre; pero, en el momento en que realizan este acto, instauran un estado personal en el que el amor se transforma en algo debido, también con valor jurídico.

Vuestra experiencia judicial os permite palpar cómo esos principios están arraigados en la realidad existencial de la persona humana. En definitiva, la simulación del consentimiento, por poner un ejemplo, significa atribuir al rito matrimonial un valor puramente exterior, sin que le corresponda la voluntad de una entrega recíproca de amor, o de amor exclusivo, o de amor indisoluble, o de amor fecundo. ¿Ha de sorprender que este tipo de matrimonio esté condenado al fracaso? Una vez desaparecido el sentimiento o la atracción, carece de cualquier elemento de cohesión interna, pues le falta el compromiso oblativo recíproco, el único que podría asegurar su duración.

Algo parecido sucede también en los casos en que tristemente alguien ha sido obligado a contraer matrimonio, o sea, cuando una imposición externa grave lo ha privado de la libertad, que es el presupuesto de toda entrega amorosa voluntaria.

5. A la luz de estos principios, puede establecerse y comprenderse la diferencia esencial que existe entre una mera unión de hecho, aunque se afirme que ha surgido por amor, y el matrimonio, en el que el amor se traduce en un compromiso no sólo moral, sino también rigurosamente jurídico. El vínculo, que se asume recíprocamente, desarrolla desde el principio una eficacia que corrobora el amor del que nace, favoreciendo su duración en beneficio del cónyuge, de la prole y de la misma sociedad.

A la luz de los principios mencionados, se pone de manifiesto también qué incongruente es la pretensión de atribuir una realidad «conyugal» a la unión entre personas del mismo sexo. Se opone a esto, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el matrimonio mediante la transmisión de la vida, según el proyecto inscrito por Dios en la misma estructura del ser humano. Asimismo, también se opone a ello la ausencia de los presupuestos para la complementariedad interpersonal querida por el Creador, tanto en el plano físico-biológico como en el eminentemente psicológico, entre el varón y la mujer. Únicamente en la unión entre dos personas sexualmente diversas puede realizarse la perfección de cada una de ellas, en una síntesis de unidad y mutua complementariedad psico-física. Desde esta perspectiva, el amor no es un fin en sí mismo, y no se reduce al encuentro corporal entre dos seres; es una relación interpersonal profunda, que alcanza su culmen en la entrega recíproca plena y en la cooperación con Dios Creador, fuente última de toda nueva existencia humana.

6. Como es sabido, estas desviaciones de la ley natural, inscrita por Dios en la naturaleza de la persona, quisieran encontrar su justificación en la libertad, que es prerrogativa del ser humano. En realidad, se trata de una justificación pretenciosa. Todo creyente sabe que la libertad es, como dice Dante, «el mayor don que Dios, por su largueza, hizo al crear y el más conforme a su bondad» (Paraíso 5, 19-21); pero es un don que hay que entender bien, para no convertirlo en ocasión de obstáculo para la dignidad humana. Concebir la libertad como licitud moral o incluso jurídica para infringir la ley significa alterar su verdadera naturaleza. En efecto, ésta consiste en la posibilidad que tiene el ser humano de aceptar responsablemente, es decir, con una opción personal, la voluntad divina expresada en la ley, para asemejarse así cada vez más a su Creador (cf. Gn 1, 26).

Ya escribí en la encíclica Veritatis splendor: «El hombre es ciertamente libre, dado que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer "de cualquier árbol del jardín". Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos» (n. 35: AAS 85 [1993] 1161).

Por desgracia, la crónica diaria confirma ampliamente los tristes frutos que terminan por producir esas aberraciones de la norma divino-natural. Parece que se repite en nuestros días la situación que narra el apóstol san Pablo en la carta a los Romanos: «Sicut non probaverunt Deum habere in notitia, tradidit eos Deus in reprobum sensum, ut faciant quae non conveniunt» (Rm 1,28).

7. La alusión obligada a los problemas del momento actual no debe inducir al desaliento ni a la resignación. Por el contrario, debe impulsar a un compromiso más decidido y ponderado. La Iglesia y, por consiguiente, la ley canónica, reconocen a todos la facultad de contraer matrimonio (cf. Código de de recho canónico, c.1058; Código de cánones de las Iglesias orientales, c.778); pero esa facultad sólo la pueden ejercer «qui iure non prohibentur» (ib.). Éstos son, en primer lugar, los que tienen suficiente madurez psíquica, en su doble componente: intelectivo y volitivo, además de la capacidad de cumplir las obligaciones esenciales de la institución matrimonial (cf. Código de derecho canónico, c. 1095; Código de cánones de las Iglesias orientales, c.818). A este propósito, no puedo menos de recordar una vez más lo que dije, precisamente ante este Tribunal, en los discursos de los años 1987 y 1988 (cf. AAS 79 [1987] 1453 ss; AAS 80 [1988] 1178 ss): una dilatación indebida de dichas exigencias personales, reconocidas por la ley de la Iglesia, terminaría por infligir un gravísimo vulnus a ese derecho al matrimonio, que es inalienable y no depende de ninguna potestad humana.

No voy a examinar aquí las otras condiciones establecidas por las normas del derecho canónico para un consentimiento matrimonial válido. Me limito a subrayar la grave responsabilidad que tienen los pastores de la Iglesia de Dios de proporcionar una formación adecuada y seria a los novios con vistas al matrimonio. En efecto, sólo así se pueden suscitar, en el corazón de quienes se preparan para celebrar su boda, las condiciones intelectuales, morales y espirituales necesarias a fin de actuar la índole natural y sacramental del matrimonio.

Queridos prelados y oficiales, encomiendo estas reflexiones a vuestra mente y a vuestro corazón, conociendo bien el espíritu de fidelidad que anima vuestro trabajo, con el que queréis aplicar plenamente las normas de la Iglesia, buscando el verdadero bien del pueblo de Dios.

Como consuelo para vuestro esfuerzo, os imparto con afecto a todos vosotros aquí presentes, y a cuantos están relacionados de algún modo con el Tribunal de la Rota romana, la bendición apostólica.

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO

A LOS OFICIALES Y ABOGADOS

DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA

EN LA APERTURA DEL AÑO JUDICIAL

 Sábado17 de enero de 1998

1. He escuchado con interés las palabras con las que usted, venerado hermano, en calidad de decano de la Rota romana, ha interpretado los sentimientos de los prelados auditores, los oficiales mayores y menores del Tribunal, los defensores del vínculo, los abogados rotales, los alumnos del Estudio rotal y sus respectivos familiares, presentes en esta audiencia especial, con ocasión de la inauguración del año judicial. A la vez que le agradezco los sentimientos expresados, deseo renovarle, también en esta circunstancia, mis felicitaciones por la elevación a la dignidad arzobispal, que constituye una manifestación de estima a su persona y de aprecio por la actividad del secular Tribunal de la Rota romana.

Conozco bien la competente colaboración que vuestro Tribunal presta al Sucesor de Pedro en la realización de sus tareas en el ámbito judicial. Se trata de una obra valiosa, realizada con sacrificio por personas muy cualificadas en el campo jurídico, que se sienten impulsadas por la constante preocupación de adecuar la actividad del Tribunal a las necesidades pastorales de nuestros tiempos.

El monseñor decano ha recordado oportunamente que en este año 1998 se cumple el 90° aniversario de la constitución Sapienti consilio, con la que mi venerado predecesor san Pío X, al reorganizar la Curia romana, proveía también a la redefinición de la función, la jurisdicción y la competencia de vuestro Tribunal. Ha hecho usted bien en recordar este aniversario, inspirándose en él para hacer una breve alusión al pasado y, sobre todo, para delinear los compromisos futuros en la perspectiva de las exigencias que se van presentando.

2. Hoy quiero proponeros algunas reflexiones, en primer lugar, sobre la configuración y disposición de la administración de la justicia, y consiguientemente, del juez en la Iglesia; y, en segundo lugar, sobre algunos problemas relacionados más concreta y directamente con vuestro trabajo judicial.

Para comprender el sentido del derecho y de la potestad judicial en la Iglesia, en cuyo misterio de comunión la sociedad visible y el Cuerpo místico de Cristo constituyen una sola realidad (cf. Lumen gentium, 8), parece conveniente, en este encuentro, reafirmar en primer lugar la naturaleza sobrenatural de la Iglesia y su finalidad esencial e irrenunciable. El Señor la ha constituido como prolongación y realización, a lo largo de los siglos, de su obra salvífica universal, que recupera también la dignidad originaria del hombre como ser racional, creado a imagen y semejanza de Dios. Todo tiene sentido, todo tiene razón, todo tiene valor en la obra del Cuerpo místico de Cristo exclusivamente en la línea directiva y en la finalidad de la redención de todos los hombres.

En la vida de comunión de la «societas » eclesial, signo en el tiempo de la vida eterna que late en la Trinidad, sus miembros son elevados, por don del amor divino, al estado sobrenatural, conseguido y siempre recobrado por la eficacia de los méritos infinitos de Cristo, Verbo hecho carne.

Fiel a la enseñanza del concilio Vaticano II, el Catecismo de la Iglesia católica, al afirmar que la Iglesia es una en virtud de su fuente, nos recuerda: «El modelo y principio supremo de este misterio es la unidad de un solo Dios Padre e Hijo en el Espíritu Santo, en la Trinidad de personas» (n. 813). Pero, el mismo Catecismo afirma también: «Todos los hijos de Dios y miembros de una misma familia en Cristo, al unirnos en el amor mutuo y en la misma alabanza a la santísima Trinidad, estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia » (n. 959).

Así pues, el juez eclesiástico, auténtico «sacerdos iuris» en la sociedad eclesial, no puede menos de ser llamado a realizar un verdadero «officium caritatis et unitatis». ¡Qué delicada es, pues, vuestra misión y, al mismo tiempo, qué alto valor espiritual tiene, al convertiros vosotros mismos en artífices efectivos de una singular diaconía para todo hombre y, más aún, para el «christifidelis»!

Precisamente la aplicación correcta del Derecho canónico, que supone la gracia de la vida sacramental, favorece esta unidad en la caridad, porque el derecho en la Iglesia no podría tener otra interpretación, otro significado y otro valor, sin contradecir la finalidad esencial de la Iglesia misma. Ninguna actividad judicial que se realice ante este Tribunal puede prescindir de esta perspectiva y de este fin supremo.

3. Esto vale a partir de los procesos penales, en los que la restauración de la unidad eclesial significa el restablecimiento de una plena comunión en la caridad, para llegar, a través de los pleitos en materia contenciosa, a los procesos vitales y complejos relativos al estado personal y, en primer lugar, a la validez del vínculo matrimonial.

Sería superfluo recordar aquí que también el «modus», con el que se llevan a cabo los procesos eclesiásticos, debe traducirse en comportamientos idóneos para expresar ese anhelo de caridad. ¡Cómo no pensar en la imagen del buen Pastor, que se inclina hacia la oveja perdida y herida, cuando queremos representar al juez que, en nombre de la Iglesia, encuentra, trata y juzga la condición de un fiel que con confianza se ha dirigido a él!

Pero también, en el fondo, el mismo espíritu del Derecho canónico expresa y realiza esta finalidad de la unidad en la caridad: hay que tener en cuenta esto tanto en la interpretación y aplicación de sus varios cánones como ―y sobre todo― en la adhesión fiel a los principios doctrinales que, como substrato necesario, dan significado y contenido a los cánones. En ese sentido, en la constitución Sacrae disciplinae leges, con la que promulgué el Código de derecho canónico de 1983, escribí: «Aun cuando sea imposible traducir perfectamente a lenguaje canónico la imagen de la Iglesia descrita por la doctrina del Concilio, sin embargo el Código debe encontrar siempre su punto principal de referencia en esa imagen cuyas líneas debe reflejar en sí según su propia naturaleza, dentro de lo posible» (AAS 75, 1983, p. XI: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1983, p. 16).

4. A este propósito, el pensamiento no puede dejar de dirigirse particularmente a las causas que tienen preponderancia en los procesos sometidos al examen de la Rota romana y de los Tribunales de toda la Iglesia: me refiero a las causas de nulidad de matrimonio.

En ellas el «officium caritatis et unitatis », confiado a vosotros, debe ejercerse tanto en el campo doctrinal como en el más propiamente procesal. Es fundamental en este ámbito la función específica de la Rota romana, como agente de una sabia y unívoca jurisprudencia a la que, como a un modelo autorizado, deben adecuarse los demás tribunales eclesiásticos. Tampoco tendría diverso sentido la ya oportuna publicación de vuestras decisiones judiciales, que se refieren a materias de derecho sustancial y a problemáticas procesales.

Las sentencias de la Rota, más allá del valor de los juicios individuales en relación con las partes interesadas, contribuyen a entender correctamente y a profundizar el derecho matrimonial. Por tanto, se justifica la continua exhortación, que se encuentra en ellas, a los principios irrenunciables de la doctrina católica, por lo que concierne al mismo concepto natural del matrimonio, con sus obligaciones y derechos propios, y más aún por lo que atañe a su realidad sacramental, cuando se celebra entre bautizados. Es útil aquí la exhortación de Pablo a Timoteo: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo (...) Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana » (2 Tm 4, 2-3). Se trata de una recomendación indudablemente válida también en nuestros días.

5. No está ausente de mi corazón de pastor el angustioso y dramático problema que viven los fieles cuyo matrimonio no ha naufragado por culpa suya y que, incluso antes de obtener una eventual sentencia eclesiástica que declare legítimamente su nulidad, entablan nuevas uniones, que desean sean bendecidas y consagradas ante el ministro de la Iglesia.

Ya otras veces he llamado vuestra atención sobre la necesidad de que ninguna norma procesal, meramente formal, debe representar un obstáculo para la solución, con caridad y equidad, de esas situaciones: el espíritu y la letra del Código de derecho canónico vigente van en esta dirección. Pero, con la misma preocupación pastoral, tengo presente la necesidad de que las causas matrimoniales se lleven a cabo con la seriedad y la rapidez que exige su propia naturaleza.

A este propósito, para favorecer una administración cada vez mejor de la justicia, tanto en sus aspectos sustanciales como en los procesales, he instituido una Comisión interdiscasterial encargada de preparar un proyecto de Instrucción sobre el desarrollo de los procesos relativos a las causas matrimoniales.

6. Aun con estas imprescindibles exigencias de verdad y justicia, el «officium caritatis et unitatis», en el que he enmarcado las reflexiones que he hecho hasta aquí, jamás podrá significar un estado de inercia intelectual, por el que se tenga de la persona objeto de vuestros juicios una concepción separada de la realidad histórica y antropológica, limitada y, más aún, invalidada por una visi ón asociada culturalmente a una parte u otra del mundo.

Los problemas en campo matrimonial, a los que aludía al comienzo el monseñor decano, exigen de vuestra parte, principalmente de los que componéis este Tribunal ordinario de apelación de la Santa Sede, una atención inteligente al progreso de las ciencias humanas, a la luz de la Revelación cristiana, de la Tradición y del Magisterio auténtico de la Iglesia. Conservad con veneración la sana cultura y la doctrina que el pasado nos ha transmitido, pero también acoged con discernimiento todo lo bueno y justo que nos ofrece el presente. Más aún, siempre os ha de guiar sólo el supremo criterio de la búsqueda de la verdad, sin pensar que la exactitud de las soluciones va unida a la mera conservación de aspectos humanos contingentes ni al deseo frívolo de novedad, que no está en armonía con la verdad.

En particular, el recto entendimiento del «consentimiento matrimonial», fundamento y causa del pacto nupcial, en todos sus aspectos y en todas sus implicaciones no puede reducirse exclusivamente a esquemas ya adquiridos, válidos indudablemente aún hoy, pero que pueden perfeccionarse con el progreso en la profundización de las ciencias antropológicas y jurídicas. Aun en su autonomía y especificidad epistemológica y doctrinal, el Derecho canónico, sobre todo hoy, debe servirse de la aportación de las otras disciplinas morales, históricas y religiosas.

En este delicado proceso interdisciplinar, la fidelidad a la verdad revelada sobre el matrimonio y la familia, interpretada auténticamente por el Magisterio de la Iglesia, constituye siempre el punto de referencia definitivo y el verdadero impulso para una renovación profunda de este sector de la vida eclesial.

Así, la celebración de los noventa años de actividad de la Rota reorganizada se convierte en motivo de nuevo impulso hacia el futuro, en la espera ideal de que se realice también de modo visible en el pueblo de Dios, que es la Iglesia, la unidad en la caridad.

Que el Espíritu de verdad os ilumine en vuestro arduo oficio, que es servicio a los hermanos que recurren a vosotros, y que mi bendición, que os imparto con afecto, sea voto y prenda de la continua y providente asistencia divina.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

 A LOS MIEMBROS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA

Lunes 27 de enero de 1997

Monseñor decano;  ilustres prelados auditores y oficiales de la Rota romana:

1. Me alegra encontraros con ocasión de esta cita anual, que expresa y consolida la estrecha relación que une vuestro trabajo con mi ministerio apostólico.

Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, prelados auditores, oficiales y a cuantos prestáis servicio en el Tribunal de la Rota romana, componentes del Estudio rotal y abogados rotales. En particular, le agradezco a usted, monseñor decano, las amables palabras que me ha dirigido y las consideraciones que, aunque de modo conciso, acaba de proponer.

2. Siguiendo la costumbre de ofrecer en esta circunstancia algunas reflexiones sobre un argumento que hace referencia al derecho de la Iglesia y, de modo particular, al ejercicio de la función judicial, deseo abordar la temática, que conocéis bien, de los reflejos jurídicos de los aspectos personalistas del matrimonio. Sin entrar en problemas particulares con respecto a los diversos capítulos de nulidad matrimonial, me limito a recordar algunos puntos firmes, que hay que tener muy presentes para una profundización ulterior del tema.

Desde los tiempos del concilio Vaticano II, se ha planteado la pregunta de qué consecuencias jurídicas derivan de la visión del matrimonio contenida en la constitución pastoral Gaudium et spes (cf. nn. 47-52). De hecho, la nueva codificación canónica en este campo ha valorado ampliamente la perspectiva conciliar, aun manteniéndose alejada de algunas interpretaciones extremas que, por ejemplo, consideraban la «intima communitas vitae et amoris coniugalis» (ib., 48) como una realidad que no implica un «vinculum sacrum» (ib.) con una dimensión jurídica específica.

En el Código de 1983 se funden armónicamente formulaciones de origen conciliar, como las referentes al objeto del consentimiento (cf. c. 1.057 § 2) y a la doble ordenación natural del matrimonio (cf. c. 1.055 § 1), en las que se ponen directamente en primer plano las personas de los contrayentes, con principios de la tradición disciplinaria, como el del «favor matrimonii» (cf. c. 1.060). Sin embargo, hay síntomas que muestran la tendencia a contraponer, sin posibilidad de una síntesis armoniosa, los aspectos personalistas a los más propiamente jurídicos: así, por un lado, la concepción del matrimonio como don recíproco de las personas parecería deber legitimar una indefinida tendencia doctrinal y jurídica a la ampliación de los requisitos de capacidad o madurez psicológica y de libertad y consciencia necesarias para contraerlo válidamente; por otro, precisamente ciertas aplicaciones de esta tendencia, evidenciando los equívocos presentes en ella, son percibidas justamente como contrastantes con el principio de la indisolubilidad, reafirmado con la misma firmeza por el Magisterio.

3. Para afrontar el problema de modo perspicuo y equilibrado, es necesario tener bien claro el principio según el cual el valor jurídico no se yuxtapone como un cuerpo extraño a la realidad interpersonal del matrimonio, sino que constituye una dimensión verdaderamente intrínseca a él. En efecto, las relaciones entre los cónyuges, como las de los padres y los hijos, también son constitutivamente relaciones de justicia y, en consecuencia, son realidades de por sí jurídicamente importantes. El amor conyugal y paterno-filial no es sólo una inclinación que dicta el instinto, ni una elección arbitraria y reversible, sino que es amor debido. Por tanto, poner a la persona en el centro de la civilización del amor no excluye el derecho, sino que más bien lo exige, llevando a su redescubrimiento como realidad interpersonal y a una visión de las instituciones jurídicas que ponga de relieve su vinculación constitutiva con las mismas personas, tan esencial en el caso del matrimonio y de la familia.

El Magisterio sobre estos temas va mucho más allá de la sola dimensión jurídica, pero la tiene constantemente presente. De ahí deriva que una fuente prioritaria para comprender y aplicar rectamente el derecho matrimonial canónico es el mismo Magisterio de la Iglesia, al que corresponde la interpretación auténtica de la palabra de Dios sobre estas realidades (cf. Dei verbum, 10), incluidos sus aspectos jurídicos. Las normas canónicas son sólo la expresión jurídica de una realidad antropológica y teológica subyacente, y a esta es necesario referirse también para evitar el peligro de interpretaciones de conveniencia. La garantía de certidumbre, en la estructura de comunión del pueblo de Dios, la ofrece el magisterio vivo de los pastores.

4. En una perspectiva de auténtico personalismo, la enseñanza de la Iglesia implica la afirmación de la posibilidad de la constitución del matrimonio como vínculo indisoluble entre las personas de los cónyuges, esencialmente orientado al bien de los cónyuges mismos y de los hijos. En consecuencia, contrastaría con una verdadera dimensión personalista la concepción de la unión conyugal que, poniendo en duda esa posibilidad, llevara a la negación de la existencia del matrimonio cada vez que surjan problemas en la convivencia. En la base de una actitud de este tipo, se halla una cultura individualista, que es la antítesis de un verdadero personalismo. «El individualismo supone un uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que quiere, "estableciendo" él mismo "la ver dad" de lo que le gusta o le resulta útil. No admite que otro "quiera" o exija algo de él en nombre de una verdad objetiva. No quiere "dar" a otro basándose en la verdad; no quiere convertirse en una "entrega sincera"» (Carta a las familias, 14).

El aspecto personalista del matrimonio cristiano implica una visión integral del hombre que, a la luz de la fe, asume y confirma cuanto podemos conocer con nuestras fuerzas naturales. Se caracteriza por un sano realismo en la concepción de la libertad de la persona, situada entre los límites y los condicionamientos de la naturaleza humana afectada por el pecado, y la ayuda jamás insuficiente de la gracia divina. En esta perspectiva, propia de la antropología cristiana, entra también la conciencia acerca de la necesidad del sacrificio, de la aceptación del dolor y de la lucha como realidades indispensables para ser fieles a los propios deberes. Por eso, en el tratamiento de las causas matrimoniales sería incorrecta una concepción, por así decir, demasiado «idealizada» de la relación entre los cónyuges, que llevara a interpretar como auténtica incapacidad de asumir los deberes del matrimonio el cansancio normal que se puede verificar en el camino de la pareja hacia la plena y recíproca integración sentimental.

5. Una correcta evaluación de los elementos personalistas exige, además, que se tenga en cuenta el ser de la persona y, concretamente, el ser de su dimensión conyugal y su consiguiente inclinación natural hacia el matrimonio. Una concepción personalista que se basara en un puro subjetivismo y, como tal, se olvidara de la naturaleza de la persona humana —entendiendo, obviamente, el término «naturaleza» en sentido metafísico—, se prestaría a toda suerte de equívocos, también en el ámbito canónico. Ciertamente hay una esencia del matrimonio, descrita en el canon 1.055, que impregna toda la disciplina matrimonial, como aparece en los conceptos de «propiedad esencial», «elemento esencial », «derechos y deberes matrimoniales esenciales», etc. Esta realidad esencial es una posibilidad abierta, en línea de principio, a todo hombre y a toda mujer; es más, representa un verdadero camino vocacional para la gran mayoría de la humanidad. De aquí se deduce que, en la evaluación de la capacidad o del acto del consentimiento necesarios para la celebración de un matrimonio válido, no se puede exigir lo que no es posible pedir a la mayoría de las personas. No se trata de un minimalismo pragmático o de conveniencia, sino de una visión realista de la persona humana, como realidad siempre en crecimiento, llamada a realizar opciones responsables con sus potencialidades iniciales, enriqueciéndolas cada vez más con su propio esfuerzo y con la ayuda de la gracia.

Desde este punto de vista, el favor matrimonii y la consiguiente suposición de validez del matrimonio (cf. c. 1.060) se presentan no sólo como la aplicación de un principio general del derecho, sino también como consecuencias perfectamente en sintonía con la realidad específica del matrimonio. Sin embargo, queda la difícil tarea, que bien conocéis, de determinar, también con la ayuda de la ciencia humana, el umbral mínimo por debajo del cual no se podría hablar de capacidad y de consentimiento suficiente para un matrimonio verdadero.

6. Todo esto permite ver bien cuán exigente y comprometedora es la tarea confiada a la Rota romana. Mediante su cualificada actividad en el campo de la jurisprudencia, no sólo asegura la tutela de los derechos de los christifideles, sino que da, al mismo tiempo, una contribución significativa a la acogida del designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, tanto en la comunidad eclesial como, indirectamente, en la entera comunidad humana.

Por tanto, al expresaros mi gratitud a vosotros que, directa o indirectamente, colaboráis en este servicio, y al exhortaros a perseverar con renovado impulso en vuestra tarea, que tanta importancia tiene para la vida de la Iglesia, os imparto de corazón mi bendición, que con mucho gusto extiendo a cuantos trabajan en los Tribunales eclesiásticos de todo el mundo.