16 April 2024
 

9 de Julio de 2014. Sobre la muerte encefálica y la donación de órganos.  La idea de muerte cerebral es relativamente reciente y está relacionada con varias situaciones del mundo de la medicina. Autor: Fernando Pascual | Fuente: Fernando Pascual La idea de muerte cerebral es relativamente reciente y está relacionada con varias situaciones

del mundo de la medicina. Entre otras, podemos mencionar lo que se refiere a transplantes de órganos de un cadáver,

las situaciones de muerte cerebral de mujeres embarazadas y mantenidas en condiciones vitales por aparatos, y las decisiones sobre cuándo desconectar tales aparatos por considerar su uso como inútil por encontrarnos ante lo que algunos consideran un cadáver.

Por lo que respecta a transplantes desde un cadáver, la pregunta central es: ¿con qué criterios tener certeza de que el cuerpo del donante ya pertenece a un ser humano fallecido? En otras palabras, ¿cómo constatar con seguridad que la muerte ha tenido lugar y que ya sería lícito extraer los órganos de este cadáver? ¿Y qué aparatos pueden usarse sobre un cadáver con el fin de conservar de la mejor manera posible la funcionalidad de sus órganos en vistas a un eventual transplante?

Con estas preguntas evocamos el momento histórico en el que se elaboró una de las primeras definiciones de muerte cerebral. El año 1968, una comisión en Harvard, se fijó como objetivo determinar los parámetros que permiten tener certeza de estar ante un cadáver para facilitar la extracción de sus órganos. A través de esos parámetros, se pensó, sería posible dejar de "mantener" artificialmente (con aparatos costosos, no lo olvidemos) a aquellos cuerpos de personas fallecidas pero que conservaban funciones vitales gracias a la técnica; por otro, habría seguridad de que la extracción de los órganos de esos cuerpos mantenidos artificialmente en condiciones "vitales" no provocaba su muerte, pues ya estarían muertos...

El informe elaborado en Harvard ese año 1968 establecía una serie de parámetros desde los cuales se podría constatar que el cerebro habría dejado de coordinar y mantener la unidad del organismo, por lo que uno estaría muerto a pesar de las apariencias de vitalidad que serían simplemente un efecto alcanzado a través del uso de los modernos aparatos de reanimación y sustentamiento.

Hay que constatar que existen diversas teorías sobre cuáles sean los parámetros para constatar la muerte cerebral, mientras que otros prefieren hablar, de un modo más preciso, sobre muerte encefálica. Igualmente, no todos concuerdan a la hora de indicar qué partes del encéfalo habría que considerar para ver si uno está o no está muerto. Algunos, por ejemplo, suponen que habría muerte cuando está dañada la parte cortical del cerebro. Otros, en cambio, consideran que sólo hay muerte cuando están dañadas de modo irreversible todas las partes del encéfalo, es decir: el cerebro, el cerebelo y el tronco-encéfalo.

Sobre este punto vale la pena recordar que el filósofo Hans Jonas consideraba éticamente incorrecto usar la idea de muerte cerebral para extraer órganos de un cuerpo humano mientras seguía unido a los aparatos que lo mantenían con ciertas funciones "vitales". Según este pensador, la muerte no es algo que pueda ser identificado con un momento concreto ni desde señales de daño cerebral irreversible, sino que hay que entender la muerte como un proceso. Para Jonas, sólo sería lícito extraer órganos en aquellos cuerpos que hubieran sido desconectados de los aparatos que los mantenían en una forzada "reanimación", cuando ya fuera evidente que no tenían ninguna actividad cardíaca ni respiratoria autónomas.

Hay autores de ámbito católico, como Josef Seifert y Robert Spaemann, que también se han opuesto al uso de la idea de muerte cerebral para permitir la extracción de órganos vitales de un cuerpo cuya muerte habría sido constatada a través del uso de parámetros inseguros, insuficientes o mal utilizados, como el de la muerte cerebral.

Otros autores, también de ámbito católico, como el cardenal Elio Sgreccia, se muestran más abiertos a un uso éticamente correcto de la constatación de la muerte desde el criterio neurológico (muerte encefálica); es decir, desde una serie de parámetros que indican la pérdida de la unidad mínima necesaria para que un organismo esté dotado de vida autónoma.

Tales parámetros, si determinan que ha habido una cesación irreversible de todas las funciones encefálicas, serían suficientes para estar seguros de que estamos ante un cadáver.

Como se ve, estamos ante un tema complejo y con muchas perspectivas. Hay, sin embargo, algunos criterios fundamentales que necesitamos tener presentes a la hora de tomar decisiones éticamente correctas. Tales criterios son: hay que respetar siempre a la persona humana; hay que ayudarla a conservar su vida en la medida de lo posible y sin menoscabo del respeto a otros; hay que promover todo aquello que tutele la salud y que permita una atención adecuada a las personas enfermas; hay que evitar toda intervención excesiva y desproporcionada cuando ya no es posible restablecer la salud y cuando hay graves inconvenientes de tipo humano, familiar y social; nunca será lícito extraer órganos u otras partes del cuerpo de un ser humano en aparente muerte encefálica si no existe la certeza suficiente de que ya ha fallecido, como tampoco es lícito provocar tal muerte por falsa compasión o para utilizar partes del cadáver para el beneficio de otros.

Son criterios generales, pero que suponen admitir una verdad irrenunciable en cualquier sana bioética: todo ser humano, por su condición espiritual, goza de unos derechos intrínsecos, entre los que se encuentra el derecho a la vida y al cuidado de su salud, desde su concepción hasta que se produce su muerte.

Por lo mismo, hay que evitar el recurso a conceptos o parámetros confusos e insuficientes a la hora de determinar si estamos o no ante un cadáver, sobre todo si hay un fuerte interés de extraer órganos del supuesto fallecido. En este tema es necesario alcanzar una certeza lo más completa posible, para evitar abusos y para respetar, siempre, a quien pueda todavía gozar del mínimo de vida que lo hace miembro de nuestra familia humana.