7 December 2024
 

CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA  AÑO 2015    «ALEGRAOS...»

Palabras del Magisterio del Papa Francisco

Carta circular a los consagrados y consagradas hacia el año dedicado a la Vida consagrada

 

«Quería deciros una palabra, y la palabra era alegría. Siempre, donde están los consagrados, siempre hay alegría». Papa Francisco 

I – Alegraos, regocijaos, llenaos de alegría

A la escucha

Ésta es la belleza

Al llamaros

Encontrados, alcanzados, transformados

En la alegría del sí fiel

II – Consolad, consolad a mi pueblo

A la escucha

Llevar el abrazo de Dios

La ternura nos hace bien

La cercanía como compañía

La inquietud del amor

III – Para la reflexión

 

Las preguntas del Papa Francisco

Salve, Madre de la alegría

Queridos hermanos y hermanas:

«La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».[1]

El incipit de la exhortación apostólica Evangelii gaudium resuena, en la línea del magisterio del Papa Francisco, con una sorprendente vitalidad: llama al admirable misterio de la Buena Noticia que, acogida en el corazón, transforma la vida. Se nos narra la parábola de la alegría: el encuentro con Jesús enciende en nosotros la belleza primigenia, esa belleza del rostro que irradia la gloria del Padre (cf. 2 Cor 4,6), cuyo fruto es la alegría.

Esta Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica invita a reflexionar sobre el tiempo de gracia que tenemos la dicha de vivir, con la invitación especial que el Papa dirige a la vida consagrada.

Acoger este magisterio significa renovar la existencia según el Evangelio, no como radicalidad en el sentido de modelo de perfección y a menudo de separación, sino como adhesión toto corde al encuentro de salvación, acontecimiento que transforma nuestra vida: «se trata de dejar todo para seguir al Señor. No, no quiero decir radical. La radicalidad evangélica no es sólo de los religiosos: se pide a todos. Pero los religiosos siguen al Señor de manera especial, de modo profético. Yo espero de ustedes este testimonio. Los religiosos tienen que ser hombres y mujeres capaces de despertar al mundo».[2]

En la limitación de la condición humana, en el afán cotidiano, los consagrados y consagradas vivimos la fidelidad dando razón de nuestra alegría, siendo testimonio luminoso, anuncio eficaz, compañía y cercanía para las mujeres y los hombres de nuestro tiempo que buscan la Iglesia como casa paterna.[3] Francisco de Asís, asumiendo el evangelio como forma de vida, «hizo crecer la fe, renovó la Iglesia; y al mismo tiempo renovó la sociedad, la hizo más fraterna, pero siempre con el Evangelio, con el testimonio. Predicad siempre el Evangelio y si fuera necesario también con las palabras».[4]

Al escuchar las palabras del Papa, nos interpela, entre otras muchas sugerencias, la sencillez con la que el Papa Francisco propone su magisterio, con la misma genuinidad del Evangelio: palabra sine glosa, esparcida con el gesto generoso del buen sembrador que con plena confianza no hace discriminaciones de terreno. Una invitación fidedigna que nos inspira plena confianza, una invitación a renunciar a los razonamientos institucionales y a las justificaciones personales, una palabra provocativa que cuestiona nuestro vivir a veces adormecido, al margen, con frecuencia, del desafío si tuvierais fe como un grano de mostaza (Lc 17, 5). Invitación que nos anima a elevar el espíritu para dar razón al Verbo que mora entre nosotros, al Espíritu que crea y constantemente renueva la Iglesia.

Esta Carta responde a tal invitación y quiere iniciar una reflexión compartida, que permita una confrontación leal entre Evangelio y Vida. El Dicasterio abre así un itinerario en común, lugar de reflexión personal, fraterna, de instituto, hacia el 2015 — año que la Iglesia dedica a la vida consagrada —, con el deseo y el objetivo de osar decisiones evangélicas, con frutos de renovación, fecundos en la alegría: «La primacía de Dios es plenitud de sentido y de alegría para la existencia humana, porque el hombre ha sido hecho para Dios y su corazón estará inquieto hasta que descanse en él»[5]

Alegraos, regocijaos, llenaos de alegría …

Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto;

Porque así dice el Señor: «Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones.

Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados.

Al verlo se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado. La mano del Señor se manifestará a sus siervos».

Isaías 66,10-14

A la escucha

Con el término alegría (en hebreo:śimḥâ/śamḥ,gyl)la sagrada Escritura expresa una multiplicidad de experiencias colectivas y personales, relacionadas en particular con el culto religioso y las fiestas, reconociendo el sentido de la presencia de Dios en la historia de Israel. En la Biblia aparecen trece verbos y sustantivos diversos para describir la alegría de Dios, la alegría de la persona y también la alegría de la creación, en el diálogo de salvación.

En el Antiguo Testamento encontramos muchos de estos términos, sobre todo en los Salmos y en el profeta Isaías. Con una riqueza lingüística creativa y original se invita a menudo a la alegría y se proclama la alegría por la cercanía de Dios, el regocijo por la obra de sus manos. En los Salmos se encuentran un sin fin de expresiones que indican la alegría bien sea como fruto de la presencia bondadosa de Dios y su resonancia exultante, bien como garantía de la gran promesa que se divisa en el horizonte futuro del pueblo. En la segunda y la tercera parte del libro del profeta Isaías encontramos frecuentemente esta referencia a la alegría orientada hacia el futuro: será sobreabundante (Is 9,2); el cielo, el desierto y la tierra exultarán de alegría (Is 35,1; 44,23; 49,13); los prisioneros liberados entrarán en Jerusalén con gritos de alegría (Is 35,9s; 51,11)

En el ámbito del Nuevo Testamento el vocablo privilegiado se presenta con la raíz kar (kàirein, karà), junto con otros términos como 'agalliáomai, euphrosyne, y generalmente comporta un regocijo pleno que abraza a la vez el pasado y el futuro. La Alegría es el don mesiánico por excelencia, como Jesús mismo promete: para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea colmada (Jn 15,11; 16,24; 17,13). A partir de los acontecimientos que preceden al nacimiento del Salvador, Lucas señala la difusión exultante de la alegría (cf. Lc 1,14.44.47; 2,10; cf. Mt 2,10), y acompaña después la difusión de la Buena Noticia con ese efecto que se expande (cf. Lc 10,17; 24,41.52), típico signo de la presencia y difusión del Reino (cf. Lc 15,7.10.32; Hch 8,39; 11,23; 15,3; 16,34; cf. Rm 15,10,13; etc.)

En Pablo la alegría es fruto del Espíritu (cf. Ga 5,22), nota típica y estable del Reino (cf. Rm 14,17) que se refuerza también en la tribulación y en las pruebas (cf. 1Ts 1,6). En la oración, en la caridad, en la incesante acción de gracias (cf. 1Ts 5,16; Flp 3,1; Col 1,11s) se encuentra el manantial de la alegría: en la tribulación el apóstol de las gentes se siente repleto de alegría y partícipe de la gloria que todos aguardamos (cf. 2Co 6,10; 7,4; Col el 1,24). El triunfo final de Dios y las bodas del Cordero completarán toda alegría y regocijo (cf. Ap 19,7), haciendo estallar un Aleluya cósmico (Ap 19,6)

Para captar el sentido pleno del texto citado, ofrecemos ahora una breve explicación de la frase de Isaías 66,10: Alégrate Jerusalén, y regocijaos por ella todos los que la amáis. Llenaos de alegría por ella. Se trata del final de la tercera parte del profeta Isaías. Se ha de tener presente que los capítulos 65-66 están unidos estrechamente y se complementan, como se advierte en la conclusión de la segunda parte (cc. 54-55)

En ambos capítulos se evoca el tema del pasado, con imágenes a veces crudas, pero con la invitación a olvidarlo, porque Dios quiere hacer brillar una nueva luz, una confianza que sanará toda infidelidad y crueldad. Desaparecerá la maldición, fruto de la inobservancia de la alianza, porque Dios desea hacer de Jerusalén un regocijo y de su pueblo una alegría (cf. Is 65,18). Prueba de ello es que la respuesta de Dios llegará antes incluso de la súplica (cf. Is 65,24). Éste contexto se prolonga en los primeros versículos de Is 66, y aparece también por señas más adelante, haciendo ver la torpeza de corazón y de oídos frente a la bondad del Señor y a su Palabra de esperanza.

Sugestiva resulta aquí la analogía de Jerusalén madre, que se inspira en las promesas de Is 49,18-29 y 54,1-3: el país de Judá se llena de repente de cuantos regresan de la dispersión después de su humillación. Equivale a decir que los rumores de "liberación" han " fecundado" a Sión de nueva vida y esperanza, y Dios, el Señor de la vida, llevará hasta el final la gestación, dando a luz sin fatiga a nuevos hijos. De este modo Sión-madre se ve rodeada de hijos, siendo para ellos nodriza tierna y generosa. Imagen muy dulce que fascinó a santa Teresa de Lisieux, que encontró en ella una clave decisiva de interpretación de su espiritualidad.[6]

Una multiplicidad de vocablos repletos de significado: alegraos, exultad, regocijaos, y también consuelo, delicia, abundancia, prosperidad, caricias, etc. Ante la carencia de una relación de fidelidad y de amor, se había caído en tristeza y esterilidad; ahora la potencia y la santidad de Dios reestablecen sentido y plenitud de vida y de felicidad, expresada con términos pertenecientes a las raíces afectivas de todo ser humano, que despiertan emociones únicas de ternura y seguridad.

Delicado y verdadero perfil de un Dios que vibra con entrañas maternas y con emociones intensas que contagian. Alegría del corazón (cf. Is 66,14) que desde Dios — rostro materno y brazo que levanta — se expande en medio de un pueblo que ha padecido mil humillaciones y por ello tiene huesos frágiles. Transformación gratuita que se prolonga festiva a nuevos cielos y nueva tierra (cf. Is 66,27) para que todos los pueblos conozcan la gloria del Señor, que es fiel y redentor.

Ésta es la belleza…

«Ésta es la belleza de la consagración: es la alegría, la alegría…» [7] La alegría de llevar a todos la consolación de Dios. Son palabras del Papa Francisco durante el encuentro con los seminaristas, los novicios y las novicias. «No hay santidad en la tristeza!»[8] continúa el Santo Padre, no estéis tristes como quienes no tienen esperanza, decía san Pablo (1Ts 4,13).

La alegría no es un adorno superfluo, es exigencia y fundamento de la vida humana. En el afán de cada día, todo hombre y mujer tiende a alcanzar y vivir la alegría con todo su ser.

En el mundo con frecuencia viene a faltar la alegría. No estamos llamados a realizar gestos épicos ni a proclamar palabras altisonantes, sino a testimoniar la alegría que proviene de la certeza de sentirnos amados y de la confianza de ser salvados.

Nuestra memoria breve y nuestra experiencia frágil nos impiden a menudo alcanzar la "tierra de la alegría” donde poder gustar el reflejo de Dios. Tenemos mil motivos para permanecer en la alegría, la cual se nutre en la escucha creyente y perseverante de la Palabra de Dios. En la escuela del Maestro, se escucha para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado (Jn 15, 11-20) y nos entrenamos así en el ejercicio de la perfecta alegría.

«La tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría: “Festejad… gozad… alegraos», dice el Profeta (66,10). Es una gran invitación a la alegría. […] Todo cristiano, sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él […] Yo he encontrado algunas veces a personas consagradas que tienen miedo de la consolación de Dios, y pobres, pobres, se atormentan, porque tienen miedo de esta ternura de Dios. Pero no tengan miedo. No tengan miedo, el Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura. El Señor es Padre y Él dice que hará con nosotros como una mamá con su niño, con su ternura. No tengan miedo de la consolación del Señor».[9]

Al llamaros…

«Al llamaros Dios os dice: “¡Tú eres importante para mí, te quiero, cuento contigo!” Jesús a cada uno de nosotros nos dice esto. ¡De ahí nace la alegría! La alegría del momento en el que Jesús me ha mirado. Comprender y sentir esto es el secreto de nuestra alegría. Sentirse amado por Dios, sentir que para Él no somos números, sino personas; y sentir que es Él quien nos llama».[10]

El Papa Francisco orienta nuestra mirada al fundamento espiritual de nuestra humanidad para reconocer lo que hemos recibido por gracia de Dios y libre respuesta humana: Oyendo esto Jesús, le dijo: “aún te falta una cosa. Vende todo cuanto tienes y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme” (Lc 18, 22).

El Papa hace memoria: «Jesús, en la última Cena, se dirige a los Apóstoles con estas palabras: No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido (Jn 15, 16), que recuerdan a todos, no sólo a nosotros sacerdotes, que la vocación es siempre una iniciativa de Dios. Es Cristo que os ha llamado a seguirlo en la vida consagrada y esto significa realizar continuamente un «éxodo» de vosotras mismas para centrar vuestra existencia en Cristo y en su Evangelio, en la voluntad de Dios, despojándoos de vuestros proyectos, para poder decir con san Pablo: No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20)».[11]

El Papa nos invita a una peregrinatio hacia atrás, un camino sapiencial para encontrarnos en las calles de Palestina o junto a la barca del humilde pescador de Galilea; nos invita a contemplar los inicios de un camino o mejor de un acontecimiento que, inaugurado por Cristo, nos lleva a dejar las redes en la orilla, el banco de los impuestos en el arcén de la carretera, las veleidades del zelote entre las intenciones del pasado. Medios todos inadecuados para estar con Él.

 

Nos invita a detenernos con paz, como peregrinación interior, en el horizonte de la primera hora, donde los espacios están caldeados de relación amistosa, la inteligencia se abre al misterio, la decisión entiende que es bueno entregarse al seguimiento de ese Maestro que sólo tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68). Nos invita a hacer de toda la «existencia una peregrinación de transformación en el amor».[12]

El Papa Francisco nos llama a detenernos en el fotograma inicial: «La alegría del momento en que Jesús me ha mirado»[13] y evocar significados y exigencias relacionadas con nuestra vocación: «Es la respuesta a una llamada y a una llamada de amor».[14] Estar con Cristo supone compartir su vida y sus opciones; requiere la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor.

Se trata de renacer por vocación. «Invito a cada cristiano […] a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso».[15]

Pablo nos conduce a esta visión fundamental: nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo (1 Cor 3, 11). El término vocación indica este hecho gratuito, como una cisterna de vida que no cesa de renovar la humanidad y la Iglesia en lo más profundo de su ser.

En la experiencia de la vocación Dios es el sujeto misterioso de la llamada. Nosotros escuchamos la voz que nos llama a la vida y al discipulado por el Reino. El Papa Francisco al recordarlo, «Tú eres importante para mí», usa el diálogo directo, en primera persona, para despertar la consciencia. Lleva a conciencia mi idea, mi juicio, para suscitar comportamientos coherentes con la llamada que siento dirigida a mí, mi llamada personal: «Quisiera decir a quien se siente indiferente hacia Dios, hacia la fe, a quien está lejano de Dios o lo ha abandonado, también a nosotros, con nuestros “alejamientos” y nuestros “abandonos” de Dios, quizás pequeños, pero ¡hay tantos en la vida cotidiana!: mira en lo profundo de tu corazón, mira en lo íntimo de ti mismo y pregúntate: ¿hay un corazón que desea cosas grande o un corazón adormecido por las cosas? ¿Tu corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o la has dejado sofocar por las cosas, que terminan por atrofiarlo?».[16]

La relación con Jesucristo necesita ser alimentada por la inquietud de la búsqueda. Ella nos hace conscientes de la gratuidad del don de la vocación y nos ayuda a dar razón de las motivaciones que nos han llevado a la opción inicial y sostienen nuestra perseverancia: «Dejarse conquistar por Cristo significa estar siempre atento hacia lo que me está de frente, hacia la meta de Cristo (cf. Fil 3,14)».[17] Estar constantemente a la escucha de Dios requiere que estas preguntas marquen nuestro tiempo cotidiano.

Este misterio indecible, que llevamos dentro y que participa del inefable misterio de Dios, se puede leer únicamente a la luz de la fe: «La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre»[18] y «en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se queda en el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino».[19]«La fe contiene precisamente la memoria de la historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el primero en moverse, que crea y salva […] Quien lleva consigo la memoria de Dios, se deja guiar por la memoria de Dios en toda su vida, y la sabe despertar en el corazón de los otros».[20] Memoria de ser llamados aquí y ahora.

Encontrados, alcanzados, transformados

El Papa nos pide releer nuestra historia personal y verificarla a la luz de la mirada de amor de Dios, porque si la vocación es siempre iniciativa suya, a nosotros nos corresponde la adhesión libre a la economía divino-humana, como relación de vida en el ágape, camino de discipulado, «luz en el camino de la Iglesia».[21] La vida en el Espíritu no tiene tiempos establecidos, sino que se abre constantemente al misterio mientras discierne para conocer al Señor y percibir la realidad a partir de Él. Al llamarnos, Dios nos hace entrar en su descanso y nos pide descansar en Él, como proceso continuo de conocimiento de amor; resuena para nosotros la Palabra tú te afanas y preocupas por muchas cosas (Lc 10,41). En la via amoris caminamos en una nueva vida: la vieja criatura renace a vida nueva. El que está en Cristo, es una nueva creación (2 Co 5,17).

 

El Papa Francisco indica el nombre de este renacer: «esta senda tiene un nombre, un rostro: el rostro de Jesucristo. Él nos enseña a ser santos. En el Evangelio nos muestra el camino: el camino de las Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1-12). Esta es la vida de los santos: personas que por amor a Dios no le pusieron condiciones a Él en su vida».[22]

La vida consagrada está llamada a encarnar la Buena Noticia, en el seguimiento de Cristo, muerto y resucitado, a hacer propio el «modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos».[23] Asumir en concreto su estilo de vida, adoptar sus actitudes interiores, dejarse inundar por su espíritu, asimilar su sorprendente lógica y su escala de valores, compartir sus riesgos y sus esperanzas: «guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla».[24]

 

Permanecer en Cristo nos permite acoger la presencia del Misterio que nos habita y hace que se dilate el corazón a la medida de su corazón de Hijo. El que permanece en su amor, como el sarmiento está unido a la vid (cf. Jn 15,1-8) entra en la familiaridad con Cristo y da fruto: «¡Permanecer en Jesús! Se trata de permanecer unidos a Él, dentro de Él, con Él, hablando con Él».[25]

«La señal de Cristo está en nuestra frente y en nuestro corazón… en nuestra frente para confesarle siempre, y en nuestro corazón para amarle… en nuestro brazo para hacer el bien»,[26] la vida consagrada en efecto es una continua llamada a seguir a Cristo y a conformarnos a Él. «Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida».[27]

El encuentro con el Señor, nos pone en movimiento, nos empuja a salir de la autorreferencialidad[28]. La relación con el Señor no es estática, ni intimista: «Quien pone a Cristo en el centro de su vida, se descentra. Cuanto más te unes a Jesús y él se convierte en el centro de tu vida, tanto más te hace Él salir de ti mismo, te descentra y te abre a los demás».[29] «No estamos en el centro, estamos, por así decirlo, «desplazados», estamos al servicio de Cristo y de la Iglesia».[30]

 

La vida cristiana está determinada por verbos de movimiento, es una búsqueda continua, incluso cuando se vive en la dimensión monástica y contemplativo-claustral.

«No se puede perseverar en una evangelización ferviente si no se está convencido, por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo».[31]

 

El Papa Francisco exhorta a la inquietud de la búsqueda, como fue para Agustín de Hipona: una «inquietud del corazón lo que le lleva al encuentro personal con Cristo, le lleva a comprender que ese Dios que buscaba lejos de sí es el Dios cercano a cada ser humano, el Dios cercano a nuestro corazón, más íntimo a nosotros que nosotros mismos». Es una búsqueda continua: «Agustín no se detiene, no se arrellana, no se cierra en sí mismo como quien ya ha llegado, sino que continúa el camino. La inquietud de la búsqueda de la verdad, de la búsqueda de Dios, se convierte en la inquietud de conocerle cada vez más y de salir de sí mismo para darlo a conocer a los demás. Es justamente la inquietud del amor».[32]

En la alegría del sí fiel

Quien ha encontrado al Señor y lo sigue con fidelidad es un mensajero de la alegría del Espíritu.

«Sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la autorreferencialidad».[33]La persona llamada es convocada a ser ella misma, es decir a ser lo que puede ser. Podemos decir que la crisis de la vida consagrada depende también de la incapacidad de reconocer esta llamada profunda, incluso en los que viven ya tal vocación.

Vivimos una crisis de fidelidad, entendida como adhesión consciente a una llamada que es un recorrido, un camino desde su misterioso inicio a su misterioso final.

Quizás nos encontramos también en una crisis de humanización. No siempre vivimos una verdadera coherencia, heridos por la incapacidad de realizar en el tiempo nuestra vida como vocación única y camino fiel

Un camino cotidiano, personal y fraterno, marcado por el descontento, por la amargura que nos cierra en la lamentación, en una permanente nostalgia por caminos inexplorados y por sueños no realizados, se convierte en un camino solitario. Nuestra vida, llamada a la relación en el cumplimiento del amor puede transformarse en tierra desierta. Estamos invitados en cada edad a volver al centro profundo de la vida personal, allí donde encuentran sentido y verdad las motivaciones de nuestro vivir con el Maestro, discípulos y discípulas del Maestro.

La fidelidad es conciencia del amor que nos orienta hacia el Tú de Dios y hacia cada persona, de modo constante y dinámico, mientras experimentamos en nosotros la vida del Resucitado: «Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento».[34]

El discipulado fiel es gracia y ejercicio de amor, ejercicio de caridad oblativa: «Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor».[35]

Perseverar hasta el Gólgota, experimentar la laceración de la duda y de la negación, gozar en la maravilla y en el estupor de la Pascua hasta la manifestación de Pentecostés y la evangelización de las gentes, son etapas de una fidelidad gozosa en la lógica de la kenosis, experimentada durante toda la vida con el signo incluso del martirio, y del mismo modo partícipe de la vida de Cristo resucitado: «Y desde la Cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como “criatura nueva (Ga 6,15)».[36]

En el lugar teologal, donde Dios revelándose nos revela a nosotros mismos, el Señor nos pide, pues, volver a buscar, fides quaerens: Busca la justicia, la fe, la caridad, la paz en unión de los que invocan al Señor con corazón puro (2 Tm 2, 22).

La peregrinación interior se inicia en la plegaria: «Para un discípulo, lo primero es estar con el Maestro, escucharle, aprender de él. Y esto vale siempre, es un camino que dura toda la vida[…] Si en nuestros corazones no está el calor de Dios, de su amor, de su ternura, ¿cómo podemos nosotros, pobres pecadores, inflamar el corazón de los demás?».[37] Este itinerario dura toda la vida y el Espíritu Santo, en la humildad de la oración, nos hace entender la Señoría de Cristo en nosotros: «El Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él».[38]

 

El Papa indica la oración como el manantial de fecundidad de la misión: «Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en la vorágine de los compromisos más urgentes y duros. Cuanto más les llame la misión a ir a las periferias existenciales, más unido ha de estar su corazón a Cristo, lleno de misericordia y de amor».[39]

El estar con Jesús nos forma a una mirada contemplativa de la historia, que sabe ver y escuchar en todo la presencia del Espíritu y, de modo privilegiado, discernir su presencia para vivir el tiempo como tiempo de Dios. Cuando falta la mirada de fe «la propia vida pierde gradualmente el sentido, el rostro de los hermanos se hace opaco y es imposible descubrir en ellos el rostro de Cristo, los acontecimientos de la historia quedan ambiguos cuando no privados de esperanza».[40]

La contemplación abre a la aptitud profética. El profeta es un hombre «que tiene los ojos penetrantes y que escucha y dice las palabras de Dios, [...] un hombre de tres tiempos: promesa del pasado, contemplación del presente, ánimo para indicar el camino hacia el futuro».[41]

Por último, la fidelidad en el discipulado pasa y es probada por la experiencia de la fraternidad, lugar teológico, en el que estamos llamados a sostenernos en el sí gozoso al Evangelio: «Es la Palabra de Dios la que suscita la fe, la nutre, la regenera. Es la Palabra de Dios la que toca los corazones, los convierte a Dios y a su lógica, que es muy distinta a la nuestra; es la Palabra de Dios la que renueva continuamente nuestras comunidades».[42]

El Papa nos invita pues a renovar y a cualificar nuestra vocación con alegría y pasión porque el acto totalizante del amor es un «camino continuo, que madura, madura, madura»,[43] en desarrollo permanente en el que el sí de nuestra voluntad a la suya une voluntad, intelecto y sentimiento «el amor nunca se da por «concluido» y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo».[44]

Consolad, consolad a mi pueblo

Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios.

Hablad al corazón de Jerusalén.  Isaías 40, 1-2

 

A la escucha

Con una peculiaridad estilística que se encuentra también más adelante (cf. Is 51,17; 52,1: ¡Despierta, despierta!), los oráculos de la segunda parte de Isaías (Is 40-55) lanzan una llamada entusiasta a socorrer a Israel deportado, que tiende a cerrarse en el vacío de una memoria fallida. El contexto histórico pertenece claramente a la fase de la larga deportación del pueblo en Babilonia (587-538 A.C), con la consiguiente humillación y el sentido de impotencia para salir de ella. Todavía, la disgregación del imperio asirio bajo la presión de la nueva potencia emergente, la de Persia, guiada por el astro naciente que fue Ciro, hace intuir al profeta que podría realizarse una liberación inesperada. Y así será. El profeta, inspirado por Dios, da voz pública a esta posibilidad, interpretando las agitaciones políticas y militares como acción guiada misteriosamente por Dios a través de Ciro y proclama que la liberación está cerca y el retorno a la tierra de los padres está a punto de realizarse.

Las palabras de Isaías: Consolad... hablad al corazón, se encuentran con una cierta frecuencia en el Antiguo Testamento y tienen particular valor los términos que se repiten en los diálogos de ternura y de afecto. Como cuando Rut reconoce que Booz la ha consolado y ha hablado a su corazón (cf. Rt 2,12) o bien en la famosa página de Oseas que anuncia a su mujer (Gomer) que la llevará al desierto y hablará a su corazón (cf. Os 2,16-17) para un tiempo de fidelidad. Encontramos paralelos similares en el diálogo de Siquem, hijo de Jamor, enamorado de Dina (cf. Gn 34,1-5) o en el del levita de Efraim que habla a la concubina que lo ha abandonado (cf. Jc 19,3).

Se trata pues de un lenguaje que se explica en el horizonte del amor, no sólo de una palabra de aliento: acción y palabra juntas, delicadas y alentadoras, que evocan los profundos lazos afectivos de Dios “esposo” de Israel. Y la consolación debe ser epifanía de una pertenencia recíproca, juego de empatía intensa, de conmoción y unión vital. No se trata pues de palabras superficiales y dulzonas sino de entrañas de misericordia, abrazo que da fuerza y es paciente cercanía para hallar los caminos de la confianza.

Llevar el abrazo de Dios

«La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!».[45]

El Papa Francisco nos confía a nosotros consagrados y consagradas esta misión: encontrar al Señor, que nos consuela como una madre, y consolar al pueblo de Dios.

De la alegría del encuentro con el Señor y de su llamada brota el servicio en la Iglesia, la misión: llevar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo la consolación de Dios, testimoniar su misericordia.[46]

 

En la visión de Jesús la consolación es don del Espíritu, el Paráclito, el Consolador que nos consuela en las pruebas y enciende una esperanza que no decepciona. La consolación cristiana se convierte así en consuelo, aliento, esperanza: es presencia operante del Espíritu (cf. Jn 14, 16-17), fruto del Espíritu y el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza (Ga 5, 22).

En un mundo de desconfianza, desaliento, depresión, en una cultura en donde hombres y mujeres se dejan llevar por la fragilidad y la debilidad, el individualismo y los intereses personales, se nos pide introducir la confianza en la posibilidad de una felicidad verdadera, de una esperanza posible, que no se apoye únicamente en los talentos, en las cualidades, en el saber, sino en Dios. A todos se nos da la posibilidad de encontrarlo, basta buscarle con corazón sincero.

Los hombres y las mujeres de nuestro tiempo esperan una palabra de consolación, de cercanía, de perdón y de alegría verdadera. Somos llamados a llevar a todos el abrazo de Dios, que se inclina con ternura de madre hacia nosotros: consagrados, signo de humanidad plena, facilitadores y no controladores de la gracia,[47] bajo el signo de la consolación.

La ternura nos hace bien

Como testigos de comunión, no obstante nuestro modo de ver y nuestra limitación, estamos llamados a llevar la sonrisa de Dios, y la fraternidad es el primer y más creíble evangelio que podemos narrar. Se nos pide humanizar nuestras comunidades: «Cuidar la amistad entre vosotras, la vida de familia, el amor entre vosotras. Que el monasterio no sea un Purgatorio, que sea una familia. Los problemas están, estarán, pero, como se hace en una familia, con amor, buscar la solución con amor; no destruir esto para resolver aquello; no competir. Cuidar la vida de comunidad, porque cuando la vida de comunidad es así, de familia, es precisamente el Espíritu Santo quien está en medio de la comunidad. Estas dos cosas quería deciros: la contemplación siempre, siempre con Jesús —Jesús, Dios y Hombre—; y la vida de comunidad, siempre con un corazón grande. Dejando pasar, no vanagloriarse, soportar todo, sonreír desde del corazón. El signo de ello es la alegría».[48]

La alegría se consolida en la experiencia de fraternidad, como lugar teológico, donde cada uno es responsable de la fidelidad al Evangelio y del crecimiento de los demás. Cuando una fraternidad se alimenta del mismo Cuerpo y Sangre de Jesús y se reúne alrededor del Hijo de Dios, para compartir el camino de fe conducido por la Palabra, se hace una cosa sola con él, es una fraternidad en comunión que experimenta el amor gratuito y vive en fiesta, libre, alegre, llena de audacia.

«Una fraternidad sin alegría es una fraternidad que se apaga [...] Una fraternidad donde abunda la alegría es un verdadero don de lo Alto a los hermanos que saben pedirlo y que saben aceptarse y se comprometen en la vida fraterna confiando en la acción del Espíritu».[49]

En un tiempo en el que la fragmentariedad alimenta un individualismo estéril y de masa y la debilidad de las relaciones disgrega y estropea el cuidado de lo humano, se nos invita a humanizar las relaciones de fraternidad para favorecer la comunión de corazón y de alma según el Evangelio porque «existe una comunión de vida entre todos aquellos que pertenecen a Cristo. Una comunión que nace de la fe» y que hace a «la Iglesia, en su verdad más profunda, comunión con Dios, familiaridad con Dios, comunión de amor con Cristo y con el Padre en el Espíritu Santo, que se prolonga en una comunión fraterna».[50]

Para el Papa Francisco la ternura es signo distintivo de la fraternidad, una «ternura eucarística», porque «la ternura nos hace bien.» La fraternidad tendrá «una fuerza de convocación enorme. […] la hermandad incluso con todas las diferencias posibles, es una experiencia de amor que va más allá de los conflictos».[51]

 

La cercanía como compañía

Estamos llamados a realizar un éxodo de nosotros mismos en un camino de adoración y de servicio.[52] «¡Salir por la puerta para buscar y encontrar! Tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura eficientista, de esta cultura del descarte. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad, es una palabra que la están escondiendo en esta cultura, casi una mala palabra, la solidaridad y la fraternidad, son elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana. Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuosos».[53]

"El fantasma que se debe combatir es la imagen de la vida religiosa entendida como refugio y consuelo ante un mundo externo difícil y complejo"[54] El Papa nos pide «salir del nido»,[55] para ser enviados a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, entregándonos a Dios y al prójimo.

«¡La alegría nace de la gratuidad de un encuentro […] Y la alegría del encuentro con Él y de su llamada lleva a no cerrarse, sino a abrirse; lleva al servicio en la Iglesia. Santo Tomás decía bonum est diffusivum sui —no es un latín muy difícil—, el bien se difunde. Y también la alegría se difunde. No tengáis miedo de mostrar la alegría de haber respondido a la llamada del Señor, a su elección de amor, y de testimoniar su Evangelio en el servicio a la Iglesia. Y la alegría, la verdad, es contagiosa; contagia… hace ir adelante».[56]

Frente al testimonio contagioso de alegría, serenidad, fecundidad, ante el testimonio de la ternura y del amor, de la caridad humilde, sin prepotencia, muchos sienten el deseo de venir y ver.[57]

El Papa Francisco ha indicado varias veces el camino de la atracción, del contagio, como vía para hacer crecer a la Iglesia, vía de la nueva evangelización. «La Iglesia debe ser atractiva. ¡Despertar al mundo! ¡Sean testimonio de un modo distinto de hacer, de actuar, de vivir! Es posible vivir de un modo distinto en este mundo […] Por lo tanto, esto que me espero es el testimonio».[58]

Confiándonos la tarea de despertar el mundo el Papa nos impulsa al encuentro de los hombres y mujeres de hoy a la luz de dos elementos pastorales que tienen su raíz en la novedad del Evangelio: la cercanía y el encuentro, dos modos mediante los cuales Dios mismo se ha revelado en la historia hasta la Encarnación.

En el camino de Emaús, hacemos nuestros, como Jesús con los discípulos, las alegrías y los sufrimientos de la gente, dando «calor al corazón»,[59] mientras esperamos con ternura al que se siente cansado, débil, para que el camino en común tenga luz y sentido en Cristo.

Nuestro camino «madura hacia la paternidad pastoral, hacia la maternidad pastoral, y cuando un sacerdote no es padre de su comunidad, cuando una religiosa no es madre de todos aquellos con los que trabaja, se vuelve triste. Este es el problema. Por eso os digo: la raíz de la tristeza en la vida pastoral está precisamente en la falta de paternidad y maternidad, que viene de vivir mal esta consagración, que, en cambio, nos debe llevar a la fecundidad».[60]

 

La inquietud del amor

 

Iconos vivientes de la maternidad y de la cercanía de la Iglesia, vamos hacia quienes esperan la Palabra de consolación inclinándonos con amor materno y espíritu paterno hacia los pobres y los débiles.

El Papa nos invita a no privatizar el amor y con la inquietud de quien busca: «Buscar siempre, sin descanso, el bien del otro, de la persona amada».[61]

La crisis de sentido del hombre moderno y la crisis económica y moral de la sociedad occidental y de sus instituciones no son un acontecimiento pasajero de nuestro tiempo, sino un momento histórico de excepcional importancia. Estamos llamados como Iglesia a salir para dirigirnos hacia las periferias geográficas, urbanas y existenciales —las del misterio del pecado, del dolor, de las injusticias, de la miseria—, hacia los lugares escondidos del alma dónde cada persona experimenta la alegría y el sufrimiento de la vida.[62]

 

«Vivimos en una cultura del desencuentro, una cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me sirve lo tiro, la cultura del descarte […] hoy, hallar a un vagabundo muerto de frío no es noticia, sin embargo “la pobreza es una categoría teologal porque el Hijo de Dios se abajó, se hizo pobre para caminar con nosotros por el camino […] Una Iglesia pobre para los pobres empieza con ir hacia la carne de Cristo. Si vamos hacia la carne de Cristo, comenzamos a entender algo, a entender qué es esta pobreza, la pobreza del Señor».[63]

 

Vivir la bienaventuranza de los pobres significa que la angustia de la soledad y de la limitación ha sido vencida por la alegría de quien es realmente libre en Cristo y ha aprendido a amar.

 

Durante su visita pastoral a Asís, el Papa Francisco se preguntaba de qué debe despojarse la Iglesia. Y respondía: «despojarse de toda acción que no es por Dios, no es de Dios; del miedo de abrir las puertas y de salir al encuentro de todos, especialmente de los más pobres, necesitados, lejanos, sin esperar; cierto, no para perderse en el naufragio del mundo, sino para llevar con valor la luz de Cristo, la luz del Evangelio, también en la oscuridad, donde no se ve, donde puede suceder el tropiezo; despojarse de la tranquilidad aparente que dan las estructuras, ciertamente necesarias e importantes, pero que no deben oscurecer jamás la única fuerza verdadera que lleva en sí: la de Dios. Él es nuestra fuerza».[64]

 

Es para nosotros una invitación a «no tener miedo a dejar caer las estructuras caducas. La Iglesia es libre. La lleva adelante el Espíritu Santo. Nos lo enseña Jesús en el evangelio: la libertad necesaria para encontrar siempre la novedad del evangelio en nuestra vida y también en las estructuras. La libertad de elegir odres nuevos para esta novedad».[65]

 

Estamos invitados a ser hombres y mujeres audaces, de frontera: «Nuestra fe no es una fe-laboratorio, sino una fe-camino, una fe histórica. Dios se ha revelado como historia, no como un compendio de verdades abstractas. […] No hay que llevarse la frontera a casa, sino vivir en frontera y ser audaces».[66]

 

Junto al desafío de la bienaventuranza de los pobres, el Papa invita a visitar las fronteras del pensamiento y de la cultura, a favorecer el diálogo, también a nivel intelectual, para dar razón de la esperanza basada en criterios éticos y espirituales, interrogándonos sobre lo que es bueno. La fe no reduce jamás el espacio de la razón, lo abre más bien a una visión integral del hombre y de la realidad e impide reducir al hombre a «material humano».[67]

 

La cultura, llamada a servir constantemente a la humanidad en todas sus condiciones, si es auténtica, abre a itinerarios inexplorados, pasos de respiro de esperanza que consolidan el sentido de la vida y custodian el bien común. Un auténtico proceso cultural «hace crecer la humanización integral y la cultura del encuentro y de la relación; ésta es la manera cristiana de promover el bien común, la alegría de vivir. Y aquí convergen la fe y la razón, la dimensión religiosa con los diferentes aspectos de la cultura humana: el arte, la ciencia, el trabajo, la literatura».[68]Una verdadera búsqueda cultural se encuentra con la historia y abre caminos hacia el rostro de Dios.

 

Los lugares en los que se elabora y se comunica el saber son también lugares en los que se debe crear una cultura de la cercanía, del encuentro y del diálogo, superando defensas, abriendo puertas, construyendo puentes.[69]

 

Para la reflexión

El mundo como red global en la que todos estamos conectados, donde ninguna tradición local puede ambicionar el monopolio de lo verdadero y donde las tecnologías tienen efectos que alcanzan a todos, constituye un desafío continuo para quien vive la vida según el Evangelio.

 

En esta situación histórica, el Papa Francisco está realizando, mediante opciones y modos de vida, una hermenéutica viviente del diálogo Dios-mundo. Nos introduce en un estilo de sabiduría que, arraigada en el Evangelio y en la escatología de lo humano, lee el pluralismo, busca el equilibrio, invita a activar la capacidad de ser responsables del cambio para comunicar cada vez mejor la verdad del Evangelio, mientras nos movemos «entre los límites y las circunstancias»[70] y conscientes de estos límites cada uno de nosotros se hace débil con los débiles… todo a todos (1 Cor 9, 22)

 

Estamos invitados a cuidar una dinámica generativa, no simplemente administrativa, para asumir los acontecimientos espirituales presentes en nuestras comunidades y en el mundo, como movimiento y gracia, obra del Espíritu en cada persona, vista como persona. Estamos invitados a desestructurar modelos sin vida para narrar lo humano tocado por Cristo, nunca revelado del todo en los lenguajes y en los modos.

 

El Papa Francisco nos invita a una sabiduría que sea signo de una consistencia dúctil, capacidad de los consagrados de moverse según el Evangelio, de actuar y de optar según el Evangelio, sin perderse entre diversas esferas de vida, lenguajes, relaciones, manteniendo el sentido de la responsabilidad, los nexos que nos unen, nuestros límites, las infinitas expresiones de la vida. Un corazón misionero es un corazón que ha conocido la alegría de la salvación de Cristo y la comparte como consolación frente al límite humano: «Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino».[71]

 

Nos dejamos interpelar por las invitaciones del Papa para mirarnos a nosotros mismos y al mundo con los ojos de Cristo y permanecer inquietos.

 

Las preguntas del Papa Francisco

 

— Quería deciros una palabra, y la palabra era alegría. Siempre, donde están los consagrados, los seminaristas, las religiosas y los religiosos, los jóvenes, hay alegría, siempre hay alegría. Es la alegría de la lozanía, es la alegría de seguir a Cristo; la alegría que nos da el Espíritu Santo, no la alegría del mundo. ¡Hay alegría! Pero, ¿dónde nace la alegría? [72]

 

— Mira en lo profundo de tu corazón, mira en lo íntimo de ti mismo, y pregúntate: ¿tienes un corazón que desea algo grande o un corazón adormecido por las cosas? ¿Tu corazón ha conservado la inquietud de la búsqueda o lo has dejado sofocar por las cosas, que acaban por atrofiarlo? Dios te espera, te busca: ¿qué respondes? ¿Te has dado cuenta de esta situación de tu alma? ¿O duermes? ¿Crees que Dios te espera o para ti esta verdad son solamente “palabras”?[73]

 

— Somos víctimas de esta cultura de lo provisional. Querría que pensarais en esto: ¿cómo puedo liberarme de esta cultura de lo provisional?[74]

 

— Esta es una responsabilidad, ante todo, de los adultos, de los formadores. Es vuestra, formadores, que estáis aquí: dar un ejemplo de coherencia a los más jóvenes. ¿Queremos jóvenes coherentes? ¡Seamos nosotros coherentes! De lo contrario, el Señor nos dirá lo que decía de los fariseos al pueblo de Dios: “Haced lo que digan, pero no lo que hacen”. Coherencia y autenticidad.[75]

 

— Podemos preguntarnos: ¿estoy inquieto por Dios, por anunciarlo, para darlo a conocer? ¿O me dejo fascinar por esa mundanidad espiritual que empuja a hacer todo por amor a uno mismo? Nosotros, consagrados, pensamos en los intereses personales, en el funcionalismo de las obras, en el carrerismo. ¡Bah! Tantas cosas podemos pensar... Por así decirlo ¿me he “acomodado” en mi vida cristiana, en mi vida sacerdotal, en mi vida religiosa, también en mi vida de comunidad, o conservo la fuerza de la inquietud por Dios, por su Palabra, que me lleva a “salir fuera”, hacia los demás?[76]

 

— ¿Cómo estamos con la inquietud del amor? ¿Creemos en el amor a Dios y a los demás? ¿O somos nominalistas en esto? No de modo abstracto, no sólo las palabras, sino el hermano concreto que encontramos, ¡el hermano que tenemos al lado! ¿Nos dejamos inquietar por sus necesidades o nos quedamos encerrados en nosotros mismos, en nuestras comunidades, que muchas veces es para nosotros “comunidad-comodidad”?[77]

 

— Este es un hermoso, un hermoso camino a la santidad. No hablar mal de los otros. “Pero padre, hay problemas…”. Díselos al superior, díselos a la superiora, díselos al obispo, que puede remediar. No se los digas a quien no puede ayudar. Esto es importante: ¡fraternidad! Pero dime, ¿hablarías mal de tu mamá, de tu papá, de tus hermanos? Jamás. ¿Y por qué lo haces en la vida consagrada, en el seminario, en la vida presbiteral? Solamente esto: pensad, pensad. ¡Fraternidad! Este amor fraterno.[78]

 

— A los pies de la cruz, es mujer del dolor y, al mismo tiempo, de la espera vigilante de un misterio, más grande que el dolor, que está por realizarse. Todo parece verdaderamente acabado; toda esperanza podría decirse apagada. También ella, en ese momento, recordando las promesas de la anunciación habría podido decir: no se cumplieron, he sido engañada. Pero no lo dijo. Sin embargo ella, bienaventurada porque ha creído, por su fe ve nacer el futuro nuevo y espera con esperanza el mañana de Dios. A veces pienso: ¿sabemos esperar el mañana de Dios? ¿O queremos el hoy? El mañana de Dios para ella es el alba de la mañana de Pascua, de ese primer día de la semana. Nos hará bien pensar, en la contemplación, en el abrazo del hijo con la madre. La única lámpara encendida en el sepulcro de Jesús es la esperanza de la madre, que en ese momento es la esperanza de toda la humanidad. Me pregunto a mí y a vosotros: en los monasterios, ¿está aún encendida esta lámpara? En los monasterios, ¿se espera el mañana de Dios?[79]

 

— La inquietud del amor empuja siempre a ir al encuentro del otro, sin esperar que sea el otro a manifestar su necesidad. La inquietud del amor nos regala el don de la fecundidad pastoral, y nosotros debemos preguntarnos, cada uno de nosotros: ¿cómo va mi fecundidad espiritual, mi fecundidad pastoral?[80]

 

—Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. He aquí la pregunta que debemos plantearnos: ¿también nosotros tenemos grandes visiones e impulsos? ¿También nosotros somos audaces? ¿Vuela alto nuestro sueño? ¿Nos devora el celo? (cf. Sal 69, 10) ¿O, en cambio, somos mediocres y nos conformamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio?[81]

 

Ave, Madre de la alegría

 

Alégrate, llena de gracia (Lc 1, 28), «El saludo del ángel a María es una invitación a la alegría, a una alegría profunda, que anuncia el final de la tristeza […]. Es un saludo que marca el inicio del Evangelio, de la Buena Nueva».[82]

 

Junto a María la alegría se expande: el Hijo que lleva en su seno es el Dios de la alegría, del regocijo que contagia. María abre las puertas del corazón y corre hacia Isabel.

 

«Alegre de cumplir su deseo, delicada en su deber, diligente en su alegría, se apresuró hacia la montaña. ¿Adónde, sino hacia las cimas, debía tender con prisa la que ya estaba llena de Dios?».[83]

 

Se mueve con prontitud (Lc 1, 39) para llevar al mundo la buena noticia, para transmitir a todos la alegría incontenible que lleva en su regazo: Jesús, el Señor. Con prontitud: no es sólo la velocidad con la que se mueve María, nos expresa su diligencia, la atención premurosa con la que afronta el viaje, su entusiasmo.

 

He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38). La esclava del Señor, corre con prontitud, para hacerse esclava de los hombres, donde el amor de Dios se demuestra y se comprueba en el amor a cada hermano y a cada hermana.

 

En María es la Iglesia entera que camina unida: en la caridad de quien sale al paso del más frágil; en la esperanza de quien se sabe acompañado en su caminar y en la fe de quien tiene un don especial para compartir. ¡En María cada uno de nosotros, empujado por el viento del Espíritu vive la propia vocación de caminar!

 

 Estrella de la nueva evangelización, ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión, del servicio, de la fe ardiente y generosa, de la justicia y el amor a los pobres, para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz.

 

Madre del Evangelio viviente, manantial de alegría para los pequeños, ruega por nosotros.

Amén. Aleluya.

Roma, 2 de febrero de 2014, Fiesta de la Presentación del Señor

João Braz Card. de Aviz

Prefecto  José Rodríguez Carballo, O.F.M.  Arzobispo Secretario