4 Noviembre 2013. En una ocasión Joseph Ratzinger, siendo ya cardenal, dijo en serio y, supongo, en tono de broma lo siguiente: «El milagro de la Iglesia es sobrevivir cada domingo a millones de pésimas homilías».
También hicieron ruido hace algún tiempo las palabras del obispo Mariano Crociata, secretario general de la conferencia episcopal italiana, quien en un congreso sobre liturgia de finales de 2010 se refirió a la calidad decadente de muchas homilías dominicales, a las que definió como un “puré insulso”, casi una “plato incomible” y además “bien poco nutritivo”. Autor: Pablo Arce Gargollo. Fuente: encuentra.
Estas referencias reflejan, de algún modo, el sentir de millones de católicos en el mundo entero, que no saben qué hacer durante las homilías o que, precisamente a causa de esas homilías indigeribles, dejan de participar en la Misa dominical. Un buen número de sacerdotes, parecen sordos a estos reclamos y como ya se sabe que el sordo casi siempre es mudo, no mejoran el modo ni el contenido de su predicación semanal.
Un paladín de la homilía
Por fortuna tenemos en la persona del Papa Benedicto XVI a un paladín, es decir, a un defensor denodado de las verdaderas homilías. Estamos ante un verdadero artesano del género de la predicación que es la homilía, que sabe imprimir un sello personal a lo que dice. Es un artesano, pero quizá es mejor definirlo como un artífice, pues en cada una de sus homilías ejercita alguna arte bella, y tiene arte para conseguir lo que desea. Probablemente Benedicto XVI será recordado más por las homilías que por las encíclicas.
En el arte de la homilía, indudablemente, Benedicto XVI es un extraordinario modelo[1]. Sin sus homilías, el magisterio de este Papa teólogo sería incomprensible. Así como sin ellas no se entenderían a san León Magno, el primer pontífice del que nos ha llegado la predica litúrgica, ni a san Ambrosio o a San Agustín, todos aquellos grandes pastores y teólogos, columnas de la Iglesia, que Joseph Ratzinger tiene por maestros. Las homilías son lo que de manera más genuina sale de la mente del Papa Benedicto. Las escribe casi completamente de su puño y letra, algunas las pronuncia improvisando con la inmediatez de la lengua hablada. Pero sobre todo imprime en ellas ese trazo inconfundible que distingue las homilías de cualquier otro momento de su magisterio. La homilías que pronuncia Benedicto XVI son parte de una acción litúrgica, más aún, son ellas mismas liturgia.
No pretendo hacer un estudio minucioso de las homilías de Benedicto XVI, diseccionando sus partes, analizando sus formas o sumergiéndome en sus posibles motivaciones. Quisiera, en cambio, señalar algunas observaciones sobre el modo como el Papa elabora algunas de sus homilías, con objeto de que pueda ser de utilidad para algunos sacerdotes que pretenden mejorar la calidad de sus homilías.
Importancia de la homilía
En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini sobre la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia, publicada el 30 de septiembre de 2010, en un párrafo, el 59, el Papa señala la importancia que tiene la homilía: «se entiende la atención que se ha dado en el Sínodo al tema de la homilía. Ya en la Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, recordé que “la necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta “es parte de la acción litúrgica”; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles»”.
Para mejorar las homilías, siguiendo siempre lo que dice y hace Benedicto XVI señalaré algunas consideraciones.
Ante todo hay que tener muy claro lo que es una homilía y lo que no debe hacerse en ese modo de predicación. Benedicto XVI, en Verbum Domini, señala de manera breve y concisa lo que debe ser una homilía.
¿Qué es la homilía?
«La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida»[2] . Esto es lo que siempre logra hacer Benedicto XVI. Parece sencillo, pero requiere, como se puede ver, de un conocimiento amplio y profundo del mensaje bíblico; de una gran fe en la presencia y en la eficacia de la Palabra de Dios y un discernimiento de lo que es el hoy del mundo consecuencia de sus raíces ideológicas. Se entiende bien que el Papa diga: «No hay prioridad más grande que esta: abrir de nuevo al hombre de hoy el acceso a Dios, al Dios que habla y nos comunica su amor para que tengamos vida abundante»[3] Esto se logra con estudio, lectura y, sobre todo, con mucha oración. Así lo dice Benedicto XVI: «Por eso se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado; que se preparen para la homilía con la meditación y la oración, para que prediquen con convicción y pasión»[4].
Por tanto, la homilía, como señala el Papa, «Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística»[5]. El objetivo de la homilía debe ser muy claro. Primero hay que ir a la comprensión del misterio que se celebra. En todas las homilías de Benedicto XVI aparece siempre, al principio, una referencia a lo que se celebra: el Domingo como el día del Señor tiene una importancia capital, pues como ha dicho repetidas veces el domingo es como una “Pascua semanal” y, por supuesto alguno de los misterios de la vida de Jesús con ocasión de algún tiempo litúrgico o una festividad del Señor. Estas referencias son igualmente válidas para las festividades de nuestra Madre, Santa María, o la de los santos. En el marco del misterio que se contempla, para comprenderlo mejor, debe haber siempre una invitación a “la misión”. Todos los bautizados somos enviados por Cristo. Nadie se puede quedar pasmado sin hacer nada. Todos tenemos que responder. Una respuesta que es parte de nuestra profesión de fe que no es individual sino en y desde la Iglesia que participa, se alimenta y se fortalece gracias a la liturgia eucarística. En definitiva, «hay que ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada»[6].
Para lograr lo anterior, hay que sacar una clara conclusión: «Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea. Se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico»[7].
El Papa Benedicto XVI señala un modo concreto y eficaz que permite verificar si nuestras homilías cumplen o no su función. «Debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía»[8]. De modo que si lo que los asistentes recuerdan es al padre fulano de tal o alguna de sus “gracias”, se puede concluir que no escucharon una verdadera homilía.
¿Cómo preparar una homilía?
El Papa Benedicto XVI señala un modo concreto y práctico para preparar una homilía. Basta contestar a tres preguntas: «¿Qué dicen las lecturas proclamadas? ¿Qué me dicen a mí personalmente? ¿Qué debo decir a la comunidad, teniendo en cuenta su situación concreta?»[9].
Esto requiere una actitud del predicador: «El predicador tiene que «ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia», porque, como dice san Agustín: «Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior» (Sermo 179,1: PL 38, 966)[10]».
Estos consejos prácticos son reflejo de la importancia que da Benedicto XVI a la lectio divina. En el segundo volumen de “Jesús de Nazaret”, como ya lo hizo en el primero, Benedicto XVI propone una lectura de los Evangelios no solamente histórico-crítica, ni sólo espiritual, sino a la vez histórica y teológica: la única lectura que a su juicio es capaz encontrar al Jesús “real”. «Se trata de retomar finalmente – escribe en el prefacio del libro – los principios metodológicos para la exégesis formulados por el Concilio Vaticano II en ‘Dei Verbum’ 12. Una tarea, lamentablemente, casi no afrontada». Benedicto XVI le da a este tipo de lectura de las Sagradas Escrituras tal importancia que lo adopta siempre más frecuentemente también en los encuentros que tiene con los sacerdotes y los seminaristas.
Qué cosa es una lectio divina, Benedicto XVI lo ha explicado. Es una “lectura orante” de las Sagradas Escrituras que se desarrolla en cuatro momentos fundamentales:
– la “lectio”: qué dice el texto bíblico en sí;
– la “meditatio”: qué nos dice el texto bíblico a nosotros;
– la “oratio”: qué decimos nosotros a Dios en respuesta a su Palabra;
– la “contemplatio”: cuál conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide Dios a nosotros.
A los sacerdotes de Roma, el Papa Ratzinger en 2010 comentó el llamado “testamento pastoral” de san Pablo, su conmovedor discurso del adiós a los cristianos de Éfeso y de Mileto, que se encuentra en los Hechos de los Apóstoles en el capítulo 20.
La lectio se tuvo en el Aula de la Bendición, tras la fachada superior de la basílica de San Pedro, aquella de la cual los Papas salen después que han sido elegidos y para las bendiciones solemnes.
Benedicto XVI habló por más de una hora, espontáneamente, teniendo en frente sólo una hoja con unos apuntes. La lectio divina tenida en aquella ocasión por el Papa es de las que ameritan ser leídas y gustadas por entero. Es un modelo de lo que debe ser la oración que nos prepara para elaborar una buena homilía. Es un ejemplo de primer orden de adherencia tanto a la letra como al espíritu de las Sagradas Escrituras, tras las huellas de Orígenes, Ambrosio, Agustín, Gregorio, de los Padres de la Iglesia y de los grandes teólogos medievales. Con una atención viva a los desafíos del tiempo presente y a las incidencias de la Palabra de Dios sobre nuestra vida.
El lugar litúrgico de la homilía
El Papa tiene muy claro que la homilía no es una conferencia o una clase. No es tampoco, una simple explicación.
Las homilías de Benedicto XVI siempre están bien pensadas y preparadas con extremo cuidado. Sabe bien que la homilía tiene un valor único, distinto a todas las otras palabras escritas o pronunciadas. Entiende que las homilías, de hecho, son parte de la acción litúrgica, más aún, son ellas mismas liturgia, aquella “liturgia cósmica” que él ha definido “meta última” de su misión apostólica[11], ya que “cuando el mundo en su conjunto sea liturgia de Dios, entonces habrá alcanzado su meta, entonces estará sano y salvo “.
Es una visión impresionante. El Papa Ratzinger tiene esta certeza indestructible: cuando celebra la Santa Misa sabe que allí está todo el actuar de Dios, entretejido con los destinos últimos del hombre y del mundo. Para él la Misa no es un simple rito oficiado por la Iglesia. Es la Iglesia misma, habitada por el Dios trinitario. Es imagen y realidad de la totalidad de la aventura cristiana. Este Papa incansable que denuncia de modo valiente la fe nula o escasa de tantos hombres de hoy, en las Misas banalmente reducidas a abrazos de paz y asambleas solidarias, quiere por sobre todas las cosas ofrecer la fe sustancial en un Dios que se hace realmente próximo, que ama y perdona, que se hace tocar y comer.
Para enmarcar y comprender el significado, los objetivos y el contexto personal y existencial de las homilías de Benedicto XVI[12], es importante el prefacio que él mismo ha escrito para el primer volumen de su “Opera omnia”.
Escribe Benedicto XVI: «La liturgia de la Iglesia ha sido para mí, desde mi infancia, la actividad central de mi vida, y en la escuela teológica de maestros como Schmaus, Söhngen, Pascher y Guardini, se ha convertido también en el centro de mi labor teológica». Es cierto que como materia específica de su enseñanza él había elegido la teología fundamental, porque quería ir a fondo para responder a la pregunta “por qué creemos”, pero en esta pregunta “se incluía desde el comienzo la otra sobre la justa respuesta que hay que dar a Dios, y por eso también se planteaba la pregunta sobre el servicio divino”, es decir, sobre la liturgia.
Benedicto XVI agrega: «Justamente desde aquí se deben entender mis trabajos sobre la liturgia. No me interesaban los problemas específicos de la ciencia litúrgica, sino siempre el anclaje de la liturgia en el acto fundamental de nuestra fe y, en consecuencia, también su puesto en el conjunto de nuestra existencia humana». Por eso su interés se concentró en tres ámbitos fundamentales: el vínculo íntimo entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el vínculo con las religiones mundiales, y el carácter cósmico de la liturgia, la cual «representa algo más que la simple reunión de un círculo más o menos grande de seres humanos; en efecto, la liturgia se celebra dentro de la amplitud del cosmos, al mismo tiempo abraza creación e historia».
En realidad, Joseph Ratzinger-Benedetto XVI, no sólo por su profundo sentido del misterio litúrgico y, en consecuencia, de la acción litúrgica, sino también por las características propias de su teología, en cada uno de sus perfiles está extraordinariamente equipado y, por así decir, “orientado” hacia el ministerio de la homilía.
En la intervención espontánea, el 14 de octubre de 2010, en el Sínodo de los obispos sobre la Palabra de Dios, sostuvo que la carencia, en la exégesis actual, de una hermenéutica de la fe – sustituida por una hermenéutica filosófica profana «que niega la posibilidad del ingreso y de la presencia real de lo divino en la historia» –provoca- «una forma de perplejidad también en la preparación de las homilías». En efecto, «donde la exégesis no es teología, la Escritura no puede ser el alma de la teología y, viceversa, donde la teología no es esencialmente interpretación de la Escritura en la Iglesia, esta teología no tiene ya fundamento». Por eso, para la vida y la misión de la Iglesia y para el futuro de la fe, es absolutamente necesario superar el dualismo entre exégesis y teología.
Antes de haberla afirmado como Pontífice, Joseph Ratzinger había puesto en práctica como teólogo esta íntima unidad entre exégesis y teología. En el libro La mia vita[13], al indicar los motivos de por qué es profundamente distinta su teología de la de Karl Rahner, él ha expresado: «Yo, por el contrario, justamente por mi formación, fui marcado sobre todo por la Escritura y por los Padres de la Iglesia, por un pensamiento esencialmente histórico». Este carácter esencialmente bíblico, patrístico, litúrgico e histórico de su teología ha hecho de Joseph Ratzinger-Benedetto XVI ese extraordinario homileta y ese extraordinario catequista que, con la simplicidad y la sustancia de su palabra, corta en forma comprensible para todos el pan de la Palabra de Dios y del misterio de nuestra salvación.
Para efectos prácticos y siguiendo la enseñanza del Papa, el sacerdote que quiera mejorar sus homilías, deberá prepararse para introducirse en esta acción divina ofreciéndose también con Cristo. Esta inserción adquiere por tanto acentos distintos según los textos propuestos por la Iglesia para cada celebración de la Misa y según las circunstancias de los participantes. La homilía ha de facilitar dejarnos tomar por Cristo y empaparnos con su Sangre en sus manos llagadas para lanzarnos como buena semilla de trigo al campo del mundo nuestro, de la familia, del trabajo diario, de la participación activa en la vida pública[14].
La pronunciación de la homilía
El Papa Benedicto XVI, lo hemos escuchado todos, no necesita de estridencias o de gestos grandilocuentes al momento de decir la homilía. Habla claro y pausado. Pero habla con fe. Es muy consciente que está hablando durante la Misa, en donde Jesús está peligrosamente cercano, que está vivo y presente en los signos del pan y del vino. Mientras habla está convencido que, aquí y ahora está Jesús, que es el mismo que explicó las Sagradas Escrituras a los caminantes de Emaús, en forma tan parecida a los hombres extraviados de hoy, y que se les reveló al partir el pan, y que desaparece en el momento que es reconocido, porque la fe es así, no es nunca visión geométricamente cumplida, sino que es juego inagotable de libertad y de gracia. La presencia del Resucitado en el pan y en el vino consagrados es real, muy real, predica incesantemente el Papa.
El Papa tiene muy clara la estructura de la Misa y lo muestra muchas veces en las homilías que pronuncia[15]. En la primera parte de la Misa está la escucha de las Sagradas Escrituras, y en la segunda están «la liturgia eucarística y la comunión con Cristo presente en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre». Las dos mesas, la de la Palabra y la del Pan, están indisolublemente ligadas. Las homilías de Benedicto XVI logran muy bien, siempre, hacer de puente entre las dos. El modelo es Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm[16], quien desenrollando el rollo de las Escrituras “las miradas de todos estaban fijas en Él. Entonces comenzó a decirles: Hoy se ha cumplido esta Escritura que han escuchado”. En sus homilías, el Papa Benedicto hace la misma cosa. Comenta las Escrituras y dice “hoy” ellas se cumplen en el acto litúrgico que se está celebrando. La conclusión es contundente: debe haber una repercusión que se sigue para la vida de todos, ya que -ha escrito-, «la celebración no es sólo rito, no es sólo un juego litúrgico, ella quiere ser logiké latreia, transformación de mi existencia en dirección del Logos, contemporaneidad interior entre yo y Cristo». De hecho en cada homilía Benedicto XVI “sitúa” su prédica, la aplica a la comunidad a la que se dirige, o saca del contexto una lección para todos.
La estructura de las homilías
No es posible en este espacio, como es lógico, hacer un análisis de las miles de homilías pronunciadas por el Papa. Pero luego de leer y meditar muchas de ellas, se pueden señalar algunas constantes en las homilías de Joseph Ratzinger-Benedetto XVI que pueden ayudar a estructurar una buena homilía. Las dos constantes son: una clara ubicación del tiempo de la Iglesia y el o los textos de la Escritura que deben ser breves, explicados, contextualizados y las consecuencias que se siguen para el hoy de la Iglesia y de los que escuchas la homilía.
1. En primer término hay que señalar que para el Papa es de suma importancia tomar en cuenta el tiempo de la Iglesia. Como experto en liturgia esto determina el tono y el contexto de su homilía.
El ritmo del tiempo de la Iglesia lo marca el domingo. Es este “el primer día de la semana” (Mt 28,1) y por tanto el primero de los siete días de la creación. Pero es también el octavo día, el tiempo nuevo que tuvo principio con la resurrección de Jesús. El domingo es pues para los cristianos, dice Ratzinger, «la verdadera medida del tiempo, la unidad de medida de sus vidas», porque en cada misa dominical irrumpe la nueva creación. En cada Misa la Palabra de Dios se hace carne.
Para el Papa el domingo es la Pascua semanal, lo identifica como el eje del tiempo cristiano. La Pascua, o sea la pasión, la muerte y la resurrección de Jesús, es un acto único en el tiempo, cumplido una vez por todas, pero es también un acto cumplido “para siempre”, como bien subraya la Epístola a los Hebreos. Y esta contemporaneidad se realiza en la acción litúrgica, donde «la Pascua histórica de Jesús entra en nuestro presente y a partir de allí quiere alcanzar y penetrar la vida de aquellos que celebran y – por tanto – la entera realidad histórica». Como cardenal, en el libro Introducción al espíritu de la liturgia, Ratzinger escribió páginas sugerentes sobre el “tiempo de la Iglesia”, un tiempo en el cual «pasado, presente y futuro se compenetran y tocan la eternidad».
Las Escrituras ilustradas por Benedicto XVI en cada homilía son naturalmente las de la Misa del día, a la cual dan impronta. Y aquí entra en escena la otra gran articulación del tiempo de la Iglesia que es el ciclo del año litúrgico. Sobre el ritmo básico, el semanal de los domingos, se ha injertado ya desde los primeros siglos del cristianismo, un segundo ritmo, el ciclo anual, que tiene su elemento esencial en la Pascua, y en la Navidad y en Pentecostés otros dos centros de gravedad. Este segundo ritmo hace brillar el misterio cristiano en sus aspectos y momentos diferentes, a lo largo de todo el recorrido de la historia sagrada. Comienza con las primeras semanas del Adviento y prosigue con el tiempo de Navidad y de la Epifanía, con los cuarenta días de la Cuaresma, con la Pascua, con los cincuenta días del tiempo pascual, con Pentecostés. Los domingos fuera de estos tiempos fuertes son los del tiempo ordinario, per annum. Además hay fiestas como la Ascensión, la Trinidad, el Corpus Christi, los santos Pedro y Pablo, la Inmaculada, la Asunción.
Pero el año litúrgico es mucho más que la narración por episodios de una única gran historia y de sus protagonistas. El Adviento, por ejemplo, no es sólo memoria de la espera del Mesías, porque Él ya vino y todavía vendrá al fin de los tiempos. La Cuaresma es ciertamente la preparación para la Pascua, pero también para el bautismo como matriz de la vida cristiana de cada uno, sacramento administrado por antigua tradición en la vigilia pascual. Lo humano y lo divino, lo temporal y lo eterno, Cristo y la Iglesia, los sucesos de todos y cada uno son sorprendentemente entretejidos en cada momento del año litúrgico. Lo testimonia una estupenda antífona de la fiesta de la Epifanía: “Hoy la Iglesia se ha unido al Esposo Celeste, porque en el Jordán Cristo lavó los pecados de ella. Corren los Magos con los dones a las nupcias reales y los invitados se alegran por el agua convertida en vino”. Los Magos, el bautismo de Jesús en el Jordán, las bodas de Caná, todo se vuelve “epifanía”, manifestación de la unión nupcial entre Dios y el hombre, de la que la Iglesia es el signo y la eucaristía el sacramento.
Las homilías de Benedicto XVI muestran como los textos de las lecturas bíblicas de las celebraciones individuales pueden ser comprendidas en su significado pleno y auténtico, histórico y teológico, precisamente en cuanto parte integrante de la acción litúrgica, y como a partir de esta plenitud suya pueden vivir en el presente de la fe y hablarnos.
2. El Papa, conoce bien los textos de las Escrituras que la Iglesia presenta para cada día. Sabe muy bien cómo lograr la ligazón bíblica y litúrgica de esos textos. Lo que hace Benedicto XVI, casi siempre, es explicar, de modo breve y con sencillez, los textos, su contexto y sus consecuencias.
Un ejemplo de esto es el inicio de una de sus homilías de un domingo del Tiempo Ordinario. Copio solo algunos párrafos:
«En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo, trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos el personaje de la viuda pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que realiza al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: “el óbolo de la viuda” es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee.
Ahora bien, antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el que se desarrolla ese episodio evangélico, es decir, el templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y el corazón de toda su vida.
El templo es el lugar del culto público y solemne, pero también de la peregrinación, de los ritos tradicionales y de las disputas rabínicas, como las que refiere el Evangelio entre Jesús y los rabinos de aquel tiempo, en las que, sin embargo, Jesús enseña con una autoridad singular, la del Hijo de Dios. Pronuncia juicios severos, como hemos escuchado, sobre los escribas, a causa de su hipocresía, pues mientras ostentan gran religiosidad, se aprovechan de la gente pobre imponiéndoles obligaciones que ellos mismos no observan.
En suma, Jesús muestra su afecto por el templo como casa de oración, pero precisamente por eso quiere purificarlo de usos impropios, más aún, quiere revelar su significado más profundo, vinculado al cumplimiento de su misterio mismo, el misterio de su muerte y resurrección, en la que él mismo se convierte en el Templo nuevo y definitivo, el lugar en el que se encuentran Dios y el hombre, el Creador y su criatura.
El episodio del óbolo de la viuda se enmarca en ese contexto y nos lleva, a través de la mirada de Jesús, a fijar la atención en un detalle que se puede escapar pero que es decisivo: el gesto de una viuda, muy pobre, que echa en el tesoro del templo dos moneditas. También a nosotros Jesús nos dice, como en aquel día a los discípulos: ¡Presten atención! Miren bien lo que hace esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las “piedras vivas” de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir (cf. Mc 12, 44), y así se da a sí misma».
Después de esta explicación, dice de manera clara qué pretende en la homilía: «Queridos amigos, a partir de esta imagen evangélica, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia, del templo vivo de Dios». Explica lo que es la Iglesia, la exigencia de que profundice la conciencia de sí misma: su origen, naturaleza, misión, destino final; y en segundo lugar, su necesidad de renovarse y purificarse contemplando el modelo que es Cristo; y, por último, el problema de sus relaciones con el mundo moderno. Y concluye con una exhortación amable: «Oremos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, (…) Madre de la Iglesia. Amén».
Se puede hacer el mismo ejercicio con muchas de sus homilías. Toma uno o dos textos, a veces de la primera o de la segunda lectura, en ocasiones del salmo responsorial, explica su contexto, dice lo que hay que explicar y concluye.
Aquí está por ejemplo, lo que hizo en la homilía de Navidad del año 2010.
«Queridos hermanos y hermanas!
“Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”. La Iglesia comienza la liturgia del Noche Santa con estas palabras del Salmo segundo. Ella sabe que estas palabras pertenecían originariamente al rito de la coronación de los reyes de Israel. (…). La lectura tomada del profeta Isaías, que acabamos de escuchar, presenta de manera todavía más clara el mismo proceso en una situación de turbación y amenaza para Israel: “Un hijo se nos ha dado: lleva sobre sus hombros el principado” (9,5). La toma de posesión de la función de rey es como un nuevo nacimiento. Precisamente como recién nacido por decisión personal de Dios, como niño procedente de Dios, el rey constituye una esperanza. El futuro recae sobre sus hombros. Él es el portador de la promesa de paz. En la noche de Belén, esta palabra profética se ha hecho realidad de un modo que habría sido todavía inimaginable en tiempos de Isaías. Sí, ahora es realmente un niño el que lleva sobre sus hombros el poder. En Él aparece la nueva realeza que Dios establece en el mundo. Este niño ha nacido realmente de Dios. Es la Palabra eterna de Dios, que une la humanidad y la divinidad». (…)
Luego viene el hoy, el aquí y ahora con sus consecuencias que tanto gusta explicar el Papa: «Este niño es verdaderamente el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Su reino se extiende realmente hasta los confines de la tierra. En la magnitud universal de la santa Eucaristía, Él ha hecho surgir realmente islas de paz. En cualquier lugar que se celebra hay una isla de paz, de esa paz que es propia de Dios. Este niño ha encendido en los hombres la luz de la bondad y les ha dado la fuerza de resistir a la tiranía del poder. Él construye su reino desde dentro, partiendo del corazón, en cada generación. Pero también es cierto que no se ha roto la “vara del opresor”. También hoy siguen marchando con estruendo las botas de los soldados y todavía hoy, una y otra vez, queda la “túnica empapada de sangre” (Is 9,3s). Así, forma parte de esta noche la alegría por la cercanía de Dios. Damos gracias porque el Dios niño se pone en nuestras manos, mendiga, por decirlo así, nuestro amor, infunde su paz en nuestro corazón. Esta alegría, sin embargo, es también una oración: Señor, cumple por entero tu promesa. Quiebra las varas de los opresores. Quema las botas resonantes. Haz que termine el tiempo de las túnicas ensangrentadas. Cumple la promesa: “La paz no tendrá fin” (Is 9,6). Te damos gracias por tu bondad, pero también te pedimos: Muestra tu poder. Erige en el mundo el dominio de tu verdad, de tu amor; el “reino de justicia, de amor y de paz».
Este esquema lo hace con un versículo del texto del Evangelio. Como se puede observar es el mismo esquema: texto, contexto y aplicación. Sigue la homilía en estos párrafos que entresacamos:
«El Evangelio de Navidad nos relata al final que una multitud de ángeles del ejército celestial alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 2,14). La Iglesia ha amplificado esta alabanza, que los ángeles entonaron ante el acontecimiento de la Noche Santa, haciéndola un himno de alegría sobre la gloria de Dios. “Por tu gloria inmensa, te damos gracias”. Te damos gracias por la belleza, por la grandeza, por la bondad de Dios, que en esta noche se nos manifiestan. La aparición de la belleza, de lo hermoso, nos hace alegres sin tener que preguntarnos por su utilidad. La gloria de Dios, de la que proviene toda belleza, hace saltar en nosotros el asombro y la alegría. Quien vislumbra a Dios siente alegría, y en esta noche vemos algo de su luz. Pero el mensaje de los ángeles en la Noche Santa habla también de los hombres: “Paz a los hombres que Dios ama».
Viene luego una explicación sobre este texto. Al Papa le gusta hacer alguna observación sobre cómo se ha traducido el texto. Lo hace no para lucirse sino porque le permite explicar algo más. «Pero el mensaje de los ángeles en la Noche Santa habla también de los hombres: “Paz a los hombres que Dios ama La traducción latina de estas palabras, que usamos en la liturgia y que se remonta a Jerónimo, suena de otra manera: “Paz a los hombres de buena voluntad”. La expresión “hombres de buena voluntad” ha entrado en el vocabulario de la Iglesia de un modo particular precisamente en los últimos decenios. Pero, ¿cuál es la traducción correcta? Debemos leer ambos textos juntos; sólo así entenderemos la palabra de los ángeles del modo justo. Sería equivocada una interpretación que reconociera solamente el obrar exclusivo de Dios, como si Él no hubiera llamado al hombre a una libre respuesta de amor. Pero sería también errónea una interpretación moralizadora, según la cual, por decirlo así, el hombre podría con su buena voluntad redimirse a sí mismo. Ambas cosas van juntas: gracia y libertad; el amor de Dios, que nos precede, y sin el cual no podríamos amarlo, y nuestra respuesta, que Él espera y que incluso nos ruega en el nacimiento de su Hijo. El entramado de gracia y libertad, de llamada y respuesta, no lo podemos dividir en partes separadas una de otra. Las dos están indisolublemente entretejidas entre sí. Así, esta palabra es promesa y llamada a la vez. Dios nos ha precedido con el don de su Hijo. Una y otra vez, nos precede de manera inesperada. No deja de buscarnos, de levantarnos cada vez que lo necesitamos. No abandona a la oveja extraviada en el desierto en que se ha perdido. Dios no se deja confundir por nuestro pecado. Él siempre vuelve a comenzar con nosotros. No obstante, espera que amemos con Él. Él nos ama para que nosotros podamos convertirnos en personas que aman junto con Él y así haya paz en la tierra».
Y termina con algo amable y práctico: «Lucas no dice que los ángeles cantaran. Él escribe muy sobriamente: el ejército celestial alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo… ” (Lc 2,13s). Pero los hombres siempre han sabido que el hablar de los ángeles es diferente al de los hombres; que precisamente esta noche del mensaje gozoso ha sido un canto en el que ha brillado la gloria sublime de Dios. Por eso, este canto de los ángeles ha sido percibido desde el principio como música que viene de Dios, más aún, como invitación a unirse al canto, a la alegría del corazón por ser amados por Dios. Cantare amantis est, dice Agustín: cantar es propio de quien ama. Así, a lo largo de los siglos, el canto de los ángeles se ha convertido siempre en un nuevo canto de amor y alegría, un canto de los que aman. En esta hora, nosotros nos asociamos llenos de gratitud a este cantar de todos los siglos, que une cielo y tierra, ángeles y hombres. Sí, te damos gracias por tu gloria inmensa. Te damos gracias por tu amor. Haz que seamos cada vez más personas que aman contigo y, por tanto, personas de paz. Amén».
Homilías temáticas
Son varios los que han señalado que Benedicto XVI esté destinado a pasar a la historia por su predicación litúrgica, como antes que él el papa León Magno, es una hipótesis ya más que consolidada[17]. Pero en el gran “corpus” de sus homilías, las que están dedicadas al Bautismo tienen un lugar de relevancia única.
El mandato a bautizar “en el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo” está en las últimas palabras de Jesús en esta tierra. La Iglesia las tomó muy en serio, y es así como genera a sus hijos, desde siempre. En consecuencia, el Bautismo es el acto de nacimiento y el documento de identidad de todo cristiano.
Por este motivo es tan central en la predicación de Benedicto XVI. En una época de difuso analfabetismo religioso, de fe trémula y de disminución del bautismo en los países de antigua cristiandad, el papa Joseph Ratzinger quiere partir de nuevo desde los cimientos de la vida cristiana y devolverlos a la mirada de todos en su espléndida belleza.
Desde que ha sido elegido papa, hace siete años, Benedicto XVI ha administrado el Bautismo catorce veces, dedicándole cada vez una homilía. Siete veces el domingo que cada año sigue a la Epifanía, el domingo que celebra el Bautismo de Jesús en el Jordán. Y otras siete veces en la vigilia pascual. En el primer caso bautizando a niños, casi siempre de Roma, en la Capilla Sixtina; en el segundo, bautizando a adultos, procedentes de todas las partes del mundo, en la basílica de San Pedro.
Cómo pintar una homilía
En la prédica litúrgica de Benedicto XVI las imágenes bíblicas y artísticas tienen una constante función mistagógica, de guía al misterio. El estupor de lo invisible atisbado en lo artístico visible remite a la más grande maravilla del Resucitado presente en el pan y en el vino, principio de la transformación del mundo, para que también la ciudad de los hombres “se haga un mundo de resurrección”, una ciudad de Dios.
El recurso a las imágenes es uno de los distintivos de las homilías de Benedicto XVI. En la catedral de Westminster, el 18 de setiembre del 2010, hizo que todos elevaran la mirada al gran Crucifijo que dominaba la nave, al Cristo «aplastado por el sufrimiento, subyugado por el dolor, víctima inocente cuya muerte nos ha reconciliado con el Padre y nos ha donado el participar de la vida misma de Dios». De su sangre preciosa, de la eucaristía, la Iglesia obtiene la vida. Pero el Papa agrega citando a Pascal: «En la vida de la Iglesia, en sus pruebas y tribulaciones, Cristo sigue en agonía hasta el fin del mundo».
Hay mucho que aprender
Por eso la lectura y la meditación de las homilías de Benedicto XVI es ahora para muchos sacerdotes una ayuda preciosa y casi un paradigma para sus predicaciones homiléticas particulares.
El Papa sabe que los sacerdotes necesitan mejorar la calidad de sus homilías y por eso ha solicitado dos instrumentos:
Dispondremos dentro de algún tiempo de un directorio homilético: «Predicar de modo apropiado ateniéndose al Leccionario es realmente un arte en el que hay que ejercitarse. Por tanto, en continuidad con lo requerido en el Sínodo anterior, pido a las autoridades competentes que, en relación al Compendio eucarístico, se piense también en instrumentos y subsidios adecuados para ayudar a los ministros a desempeñar del mejor modo su tarea, como, por ejemplo, con un Directorio sobre la homilía, de manera que los predicadores puedan encontrar en él una ayuda útil para prepararse en el ejercicio del ministerio[18]».
Además en el Motu propio Ubicumque et semper de Benedicto XVI del 12 de octubre de 2010, constituyendo el nuevo Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, se indica como una de sus tareas: «promover el uso del Catecismo de la Iglesia Católica, como formulación esencial y completa del contenido de la fe para los hombres de nuestro tiempo» (art. 3, n. 5º).