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¿Dónde queda el otro mundo?
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Dónde queda el otro mundo
Padre, Alfonso Llanos Escobar. Periódico el tiempo, Colombia. Septiembre 2011
'Este' mundo es muy claro: el mundo material, objeto de nuestros sentidos. Es el que vemos, tocamos, sentimos y gustamos. No es otro que el mundo sensible y material en que nos movemos una vez salimos del seno materno. Los científicos, a través de los siglos, a partir de Ptolomeo, se han encargado de describirlo científicamente. Existen múltiples imágenes o representaciones de este mundo; y los científicos seguirán ofreciéndonos nuevos paradigmas de este mundo material en que habitamos.
El 'otro' mundo no es tan claro. La simplificación que haremos se presta a imprecisiones y deformaciones, que reconocemos de entrada.
El 'otro' mundo es el mundo espiritual, interior e inseparable de este mundo material que vemos y tocamos. Los griegos antiguos, sobre todo Platón y, en tiempos modernos, el filósofo Kant, nos hablan del mundo inteligible, que llamamos alma, solo que difiere en el orden de los seres vivos a medida que la evolución va creciendo, haciéndose más compleja, más sutil, más espiritual.
Por siglos se exageró la distinción entre estos dos mundos, materia y espíritu, cuerpo y alma, como si fueran dos realidades distintas con características contrarias. Recientemente, dos notables pensadores, el jesuita Pierre Teilhard de Chardin y el filósofo judío Hans Jonas, vienen superando el dualismo platónico exagerado, demostrando agudamente que no se trata de dos sustancias distintas, unidas y sincronizadas, sino de dos aspectos o dimensiones de una misma y única realidad.
"Materia y espíritu, escribe Teilhard en 1950, no son en absoluto dos cosas, sino dos estados, dos rostros o dimensiones de una misma trama o estopa cósmica, según se la mire o se la prolongue en el sentido en que crece, siguiendo la evolución o, al contrario, en el sentido en que decrece y se acerca a su origen". Jonás hace ver en su magnífica obra El principio vida que lo que llamamos alma no es otra cosa que la vida del cuerpo. La interioridad o alma del cigoto es la vida del genoma humano que va desarrollándose hasta formar el organismo vivo y adulto, vivo en virtud de la interioridad compleja y sutil que forma una unidad inseparable con el organismo. Cuando el ser humano muere, muere todo el compuesto y empieza a descomponerse la 'escafandra' u organismo que llamamos cuerpo. Los católicos confesamos que, en la muerte, la persona entera pasa a una vida nueva, a una plenitud más interior y profunda, a saber Dios, "el otro mundo", no distante, pero sí distinto del mundo material. Ya dijo san Pablo en el areópago: "En Dios vivimos, nos movemos y existimos". Y san Juan, refiriéndose a la muerte de Jesús, anuncia: "Cuando le llegó la hora de 'pasar de este mundo al Padre', amó a los suyos hasta el extremo". Jn 13,1-2.
¿Qué sacamos en limpio de todo esto? Que lo que llamamos 'otro' mundo no es una realidad distinta y alejada de 'este' mundo, sino su interioridad, su 'alma', que ha ido creciendo y desarrollándose a medida que el organismo crece. Esa interioridad es la que sustenta este mundo visible, como si fuera el alma del mundo. El organismo vivo realiza múltiples operaciones: entender, reflexionar, valorar, creer, amar, y otras mil. Los dos mundos, unidos e inseparables, operan y realizan todas estas acciones: se originan en el 'otro' mundo -nuestro mundo interior o 'alma'-, y aparecen o se manifiestan en 'este'.
Los creyentes de todas las religiones hablan de 'otro mundo' en un sentido más espiritual y profundo: de Dios, representado e imaginado en la Biblia como el cielo o firmamento, por su inmensidad y distancia de nosotros, pero es más interior a nosotros que nuestro yo o conciencia. Teilhard lo representa como el Medio Divino, en que nos movemos y existimos.
En resumidas cuentas: el 'otro' mundo queda muy cerca, en lo más íntimo y profundo de 'este' mundo. Es más real que este mundo visible.
La caridad prima sobre el resentimiento
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ÁNGELUS
Castelgandolfo
Domingo 4 de septiembre de 2011 Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Las lecturas bíblicas de la misa de este domingo coinciden en el tema de la caridad fraterna en la comunidad de los creyentes, que tiene su fuente en la comunión de la Trinidad. El apóstol san Pablo afirma que toda la Ley de Dios encuentra su plenitud en el amor, de modo que, en nuestras relaciones con los demás, los diez mandamientos y cada uno de los otros preceptos se resumen en esto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Rm 13, 8-10). El texto del Evangelio, tomado del capítulo 18 de san Mateo, dedicado a la vida de la comunidad cristiana, nos dice que el amor fraterno comporta también un sentido de responsabilidad recíproca, por lo cual, si mi hermano comete una falta contra mí, yo debo actuar con caridad hacia él y, ante todo, hablar con él personalmente, haciéndole presente que aquello que ha dicho o hecho no está bien. Esta forma de actuar se llama corrección fraterna: no es una reacción a una ofensa recibida, sino que está animada por el amor al hermano. Comenta san Agustín: «Quien te ha ofendido, ofendiéndote, ha inferido a sí mismo una grave herida, ¿y tú no te preocupas de la herida de tu hermano? ... Tú debes olvidar la ofensa recibida, no la herida de tu hermano» (Discursos 82, 7).
¿Y si el hermano no me escucha? Jesús en el Evangelio de hoy indica una gradualidad: ante todo vuelve a hablarle junto a dos o tres personas, para ayudarle mejor a darse cuenta de lo que ha hecho; si, a pesar de esto, él rechaza la observación, es necesario decirlo a la comunidad; y si tampoco no escucha a la comunidad, es preciso hacerle notar el distanciamiento que él mismo ha provocado, separándose de la comunión de la Iglesia. Todo esto indica que existe una corresponsabilidad en el camino de la vida cristiana: cada uno, consciente de sus propios límites y defectos, está llamado a acoger la corrección fraterna y ayudar a los demás con este servicio particular.
Otro fruto de la caridad en la comunidad es la oración en común. Dice Jesús: «Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en el cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 19-20). La oración personal es ciertamente importante, es más, indispensable, pero el Señor asegura su presencia a la comunidad que —incluso siendo muy pequeña— es unida y unánime, porque ella refleja la realidad misma de Dios uno y trino, perfecta comunión de amor. Dice Orígenes que «debemos ejercitarnos en esta sinfonía» (Comentario al Evangelio de Mateo 14, 1), es decir en esta concordia dentro de la comunidad cristiana. Debemos ejercitarnos tanto en la corrección fraterna, que requiere mucha humildad y sencillez de corazón, como en la oración, para que suba a Dios desde una comunidad verdaderamente unida en Cristo. Pidamos todo esto por intercesión de María santísima, Madre de la Iglesia, y de san Gregorio Magno, Papa y doctor, que ayer hemos recordado en la liturgia.