23 May 2025
 

 

 

CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

LA IDENTIDAD MISIONERA DEL PRESBÍTERO EN LA IGLESIA COMO DIMENSIÓN INTRÍNSECA DEL EJERCICIO DE LOS TRIA MUNERA

Venerables Hermanos en el Episcopado:

Con sincera gratitud, apenas terminado el Año Sacerdotal, la Congregación para el Clero ofrece — mediante los Obispos — a todo el Pueblo de Dios y en modo especial a los Sacerdotes el fruto de la Asamblea Plenaria, que se tuvo en Vaticano del 16 al 18 de marzo de 2009, sobre el tema: « La identidad misionera del Presbítero en la Iglesia como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria muñera».

Siguiendo la trayectoria de los distintos trabajos ofrecidos en los últimos años, que van desde el « Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros» (1994), al «Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes»» (1998); desde la Carta Circular «El Presbítero maestro de la Palabra, ministro de los sacramentos y guía de la comunidad en vista al tercer milenio cristiano »» (1999), a la Instrucción «El presbítero pastor y guía de la comunidad parroquial»» (2002), esta Carta Circular quiere llamar la atención sobre la importancia de la dimisión misionera y sobre su constitutiva unión con la identidad misma del ministro ordenado.

Ciertamente, cada Sacerdote participa de la misma vida del Señor Jesús, obra en su Persona y, consecuentemente, es un instrumento esencial de su misión de enviado del Padre para conducir a todos los hombres al conocimiento de la Verdad. El ser pastores pide que el impulso misionero sea vivido como un personal y profundo deseo de dilatación del Reino de Dios y comunicado en un permanente esfuerzo de testimonio evangélico, primer elemento de todo auténtico apostolado.

Ofrecemos la vida de cada Sacerdote y su consecuente misión — en la que vive la misma misión de la Iglesia — a la protección de la Bienaventurada Virgen María, Reina de los Apóstoles, para que mediante el fiel ejercicio del munus docendi,, el atento y devoto cumplimiento del munus sanctificandi,, y la competente guía del munus regendi,, puedan realmente hacer presente a Cristo, Único Sumo Sacerdote y Pastor de nuestras almas.

 

Cláudio Card. Hummes

Arzobispo emérito de Sao Paulo

Prefecto

 

X Mauro Piacenza

Arz. Titular de Vittoriana

Secretario

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Lunes 16 de marzo de 2009

Señores cardenales

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra poder acogeros en audiencia especial, en la víspera de mi partida hacia África, a donde iré para entregar el Instrumentum laboris de la II Asamblea especial del Sínodo para África, que tendrá lugar aquí en Roma el próximo mes de octubre. Agradezco al prefecto de la Congregación, el señor cardenal Cláudio Hummes, las amables palabras con las que ha interpretado los sentimientos de todos. Asimismo os saludo a todos vosotros, superiores, oficiales y miembros de la Congregación, y os expreso mi gratitud por todo el trabajo que lleváis a cabo al servicio de un sector tan importante en la vida de la Iglesia.

El tema que habéis elegido para esta plenaria — « La identidad misionera del presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera » — permite algunas reflexiones para el trabajo de estos días y para los abundantes frutos que ciertamente traerá. Si toda la Iglesia es misionera y si todo cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, quasi ex officio (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe el mandato de profesar públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, también desde este punto de vista, se distingue ontológicamente, y no sólo en grado, del sacerdocio bautismal, llamado también sacerdocio común. En efecto, del primero es constitutivo el mandato apostólico: « Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura » (Mc 16, 15). Como sabemos, este mandato no es un simple encargo encomendado a colaboradores; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.

La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental con Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una « vida nueva » entendida espiritualmente, en el « nuevo estilo de vida » que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles.

Por la imposición de las manos del obispo y la oración consagra- toria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser «presbíteros ». A esta luz, es evidente que los tria muñera son en primer lugar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote; así se salvaguardan adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles. Pero esta correcta precisión doctrinal no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal.

Precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, he decidido convocar un « Año sacerdotal » especial, que tendrá lugar desde el próximo 19 de junio hasta el 11 de junio de 2010. En efecto, se conmemora el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars, Juan María Vianney, verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo. Corresponderá a vuestra Congregación, de acuerdo con los Ordinarios diocesanos y con los superiores de los institutos religiosos, promover y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que parezcan útiles para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea.

La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva a cabo « en la Iglesia ». Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y doctrinal es absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo ella garantiza su eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los cuatro aspectos mencionados están íntimamente relacionados: la misión es « eclesial » porque nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que, dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote.

La misión es « de comunión » porque se lleva a cabo en una unidad y comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social. Éstos, por otra parte, derivan esencialmente de la intimidad divina, de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para poder llevar, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor. Por último, las dimensiones « jerárquica » y « doctrinal » sugieren reafirmar la importancia de la disciplina (el término guarda relación con « discípulo ») eclesiástica y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente.

La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas debe mover las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los candidatos al ministerio. En particular, debe estimular la constante solicitud de los pastores hacia sus primeros colaboradores, tanto cultivando relaciones humanas verdaderamente paternas, como preocupándose por su formación permanente, sobre todo en el ámbito doctrinal.

La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante fomentar en los sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una correcta recepción de los textos del concilio ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia. También es urgente la recuperación de la convicción que impulsa a los sacerdotes a estar presentes, identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por el vestido, en los ámbitos de la cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón de la misión de la Iglesia.

Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia, con la alegre certeza de que esta verdad coincide con las expectativas más profundas del corazón humano. En el misterio de la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho de que Dios se hizo hombre como nosotros, está tanto el contenido como el método del anuncio cristiano. La misión tiene su verdadero centro propulsor precisamente en Jesucristo.

La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacerdocio ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la misión y la Iglesia misma. En este sentido, es necesario vigilar para

que las « nuevas estructuras » u organizaciones pastorales no estén pensadas para un tiempo en el que se debería « prescindir » del ministerio ordenado, partiendo de una interpretación errónea de la debida promoción de los laicos, porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución del sacerdocio ministerial y las presuntas « soluciones » coincidirían dramáticamente con las causas reales de los problemas actuales relacionados con el ministerio.

Estoy seguro de que en estos días el trabajo de la asamblea plenaria, bajo la protección de la Mater Ecclesiae, podrá profundizar estos breves puntos de reflexión que me permito someter a la atención de los señores cardenales y de los arzobispos y obispos, invocando sobre todos la copiosa abundancia de los dones celestiales, en prenda de los cuales os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos una especial y afectuosa bendición apostólica.

CONGREGATIO PRO CLERICIS

LA IDENTIDAD MISIONERA DEL PRESBÍTERO EN LA IGLESIA,

COMO DIMENSIÓN INTRÍNSECA DEL EJERCICIO DE LOS TRIA MUNERA

Carta Circular

 Introducción

Ecclesia peregrinans natura sua missionaria est.

« La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el designio de Dios Padre ».1

El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la línea de la ininterrumpida Tradición, es muy explícito al afirmar la misionaridad intrínseca de la Iglesia. La Iglesia no existe por sí misma y para sí misma: tiene su origen en las misiones del Hijo y del Espíritu; la Iglesia está llamada, por su naturaleza, a salir de sí misma en un movimiento hacia el mundo, para ser signo del Emmanuel, del Verbo hecho carne, del Dios-con-nosotros.

La misionaridad, desde el punto de vista teológico, está comprendida en cada una de las notas de la Iglesia y está particularmente representada tanto por la catolicidad como por la apostolicidad. ¿Cómo cumplir fielmente con la función de ser apóstoles, testigos fieles del Señor, anunciadores de la Palabra y administradores auténticos y humildes de la gracia, si no a través de la misión, entendida como verdadero y propio factor constitutivo del ser Iglesia?

La misión de la Iglesia, además, es la misión que ella ha recibido de Jesucristo con el don del Espíritu Santo. Es única, y ha sido confiada a todos los miembros del pueblo de Dios, que han sido hechos partícipes del sacerdocio de Cristo mediante los sacramentos de la iniciación, con el fin de ofrecer a Dios un sacrificio espiritual y testimoniar a Cristo ante los hombres. Esta misión se extiende a todos los hombres, a todas las culturas, a todos los lugares y a todos los tiempos. A una única misión corresponde un único sacerdocio: el de Cristo, del que participan todos los miembros del pueblo de Dios, aunque de forma diversa y no sólo por el grado.

En dicha misión, los presbíteros, en cuanto son los colaboradores más inmediatos de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, conservan ciertamente un papel central y absolutamente insustituible, que les ha sido confiado por la providencia de Dios.

1 Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Adgentes, 2; cf. 5-6 y 9-10; Const. dogm. Lumen gentium, 8; 13; 17; 23; Decr. Christus Dominus, 6.

1. Conciencia eclesial de la necesidad de un renovado compromiso misionero

La misionaridad intrínseca de la Iglesia se funda dinámicamente en las misiones trinitarias mismas. Por su naturaleza, la Iglesia está llamada a anunciar la persona de Jesucristo muerto y resucitado, a dirigirse a toda la humanidad, según el mandato recibido del mismo Señor: « Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación » (Mc 16,15); «Como el Padre me envió, también os envío yo » Jn 20,21). En la misma vocación de San Pablo, hay un envío: «Va, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles » (Hch 22,21).

Para realizar esta misión, la Iglesia recibe el Espíritu Santo, enviado por el Padre y por el Hijo en Pentecostés. El Espíritu que descendió sobre los Apóstoles es el Espíritu de Jesús: hace repetir los gestos de Jesús, anunciar la Palabra de Jesús (cf. Hch 4,30), recitar de nuevo la oración de Jesús (cf. Hch 7,59s.; Lc 23,34.46), perpetuar, en la fracción del pan, la acción de gracias y el sacrificio de Jesús y conserva la unidad entre los hermanos (cf. Hch 2,42; 4,32). El Espíritu confirma y manifiesta la comunión de los discípulos como nueva creación, como comunidad de salvación escatológica y los envía en misión: « Seréis mis testigos [...] hasta los confines de la tierra » (Hch 1,8). El Espíritu Santo impulsa la Iglesia naciente a la misión en todo el mundo, demostrando de esta forma que Él ha sido derramado sobre « todo mortal » (cf. Hch 2,17).

Hoy, ante las nuevas condiciones de la presencia y de la actividad de la Iglesia en el panorama mundial, se renueva la urgencia misionera, no sólo adgentes, sino en la grey misma, ya constituida, de la Iglesia.

Durante las últimas décadas, el Magisterio Pontificio ha expresado autorizadamente, con tonos cada vez más fuertes y firmes, la urgencia de un renovado compromiso misionero. Baste pensar en Evangelii nuntiandi de Pablo VI, o en Redemptoris missio y en Novo milennio ineunte de Juan Pablo II,2 hasta llegar a las numeras intervenciones de Benedicto XVI.3

No es menor la preocupación del Papa Benedicto XVI por la misión ad gentes, como lo demuestra su constante solicitud. Se ha de subrayar y alentar cada vez más la presencia, aún hoy, de muchos misioneros enviados ad gentes. Naturalmente no son suficientes. Además, se va delineando un fenómeno nuevo: misioneros africanos y asiáticos que ayudan a la Iglesia, por ejemplo, en Europa.

Es necesario alegrarse también, y dar gracias a Dios, por tantos nuevos Movimientos y Comunidades eclesiales, incluso laicales, que viven la misionaridad, tanto en la propia región — entre los católicos que, por diversos motivos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial —, como ad gentes.

 

2     Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 2; 4-5; 14; Juan Pablo II, Carta Enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 1; Id., Carta ap. Novo millenio ineunte (6 de enero de 2001), 1; 40; 58.

3      Benedicto XVI, hablando a los obispos alemanes durante la Jornada Mundial de la Juventud (2005), afirmó: « Sabemos que siguen progresando el secularismo y la descristianización, que crece el relativismo. Cada vez es menor el influjo de la ética y la moral católica. Bastantes personas abandonan la Iglesia o, aunque se queden, aceptan sólo una parte de la enseñanza católica, eligiendo sólo algunos aspectos del cristianismo. Sigue siendo preocupante la situación religiosa en el Este, donde, como sabemos, la mayoría de la población está sin bautizar y no tiene contacto alguno con la Iglesia y, a menudo, no conoce en absoluto ni a Cristo ni a la Iglesia. Reconocemos en estas realidades otros tantos desafíos, y vosotros mismos, queridos hermanos en el episcopado, habéis afirmado [...]: «Nos hemos convertido en tierra de misión » [...]. Deberíamos reflexionar seriamente sobre el modo como podemos realizar hoy una verdadera evangelización, no sólo una nueva evangelización, sino con frecuencia una auténtica primera evangelización. Las personas no conocen a Dios, no conocen a Cristo. Existe un nuevo paganismo y no basta que tratemos de conservar a la comunidad creyente, aunque esto es muy importante; se impone la gran pregunta: ¿qué es realmente la vida? Creo que todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos de llevar el Evangelio al mundo actual, anunciar de nuevo a Cristo y establecer la fe »» (A los obispos de Alemania en el Piussaal del Seminario de Colonia, 21 de agosto de 2005). Ante el Clero de Roma, Benedicto XVI, al inicio de su pontificado, subrayó la importancia de la Misión ciudadana, ya en curso (cf. Discurso al Clero de Roma, 13 de mayo de 2005). En su viaje a Brasil, en el mes de mayo de 2007, para inaugurar la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y del Caribe, cuyo tema era « Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en El tengan vida »», el Papa alentó a los Obispos brasileños a una verdadera « misión »», dirigida a quienes, aunque bautizados por nosotros, no han sido suficientemente evangelizados por diversas circunstancias históricas (cf. Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo, 11 de mayo de 2007).

2. Aspectos teológico-espirituales de la misionaridad de los presbíteros

No podemos considerar el aspecto misionero de la teología y de la espiritualidad sacerdotal, sin explicitar la relación con el misterio de Cristo. Como se ha destacado en el n. 1, la Iglesia encuentra su fundamento en las misiones de Cristo y del Espíritu Santo: así cada « misión » y la dimensión misionera de la Iglesia misma, intrínseca a su naturaleza, se fundamentan en la participación en la misión divina. El Señor Jesús es, por antonomasia, el enviado del Padre. Con intensidad mayor o menor, todos los escritos del Nuevo Testamento ofrecen este testimonio.

En el Evangelio de Lucas, Jesús se presenta como aquel que, consagrado con la unción del Espíritu, ha sido enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva (cf. Lc 4,18; Is 61,1-2). En los tres Evangelios sinópticos, Jesús se identifica con el Hijo amado que, en la parábola de los viñadores homicidas, es enviado por el dueño de la viña al final, después de los siervos (cf. Mc 12,1-12; Mt 21,33-46; Lc 20,919); en otros momentos habla de la propia condición de enviado (cf. Mt 15,24). También aparece en Pablo la idea de la misión de Cristo por parte de Dios Padre (cf. Ga 4,4; Rm 8,3).

Pero es sobre todo en los textos de Juan donde aparece con mayor frecuencia la « misión » divina de Jesús.4 Ser « el enviado del Padre » pertenece ciertamente a la identidad de Jesús: Él es aquel que el Padre ha consagrado y enviado al mundo, y este hecho es expresión de su irrepetible filiación divina (cf. Jn 10,36-38). Jesús ha llevado a término la Obra salvadora, siempre como enviado del Padre y como aquel que realiza las obras de quien lo ha enviado, en obediencia a su voluntad. Solamente en el cumplimiento de esta voluntad, Jesús ha ejercido su ministerio de sacerdote, profeta y rey. Al mismo tiempo, sólo en cuanto enviado del Padre, Él envía, a su vez, a los discípulos. La misión, en todos sus diferentes aspectos, tiene su fundamento en la misión del Hijo en el mundo y en la misión del Espíritu Santo. 5

Jesús es el enviado que, a su vez, envía (cf. Jn 17,18). La « misionaridad » es, en primer lugar, una dimensión de la vida y del ministerio de Jesús y, por tanto, lo es de la Iglesia y de cada uno de los cristianos, según las exigencias de la vocación personal. Veamos cómo Él ha ejercido su ministerio salvífico, para el bien de los hombres, en las tres dimensiones, íntimamente entrelazadas, de enseñanza, santificación y gobierno; o, con otras palabras, más directamente bíblicas, de profeta y revelador del Padre, de sacerdote, de Señor, rey y pastor.

Aunque Jesús, en su proclamación del Reino y en su función de revelador del Padre, se ha sentido especialmente enviado al pueblo de Israel (cf. Mt 15,24; 10,5), no faltan episodios en su vida, en los que se abre el horizonte de universalidad de su mensaje: Jesús no excluye de la salvación a los gentiles, alaba la fe de algunos de ellos, por ejemplo la del centurión, y anuncia que los paganos llegarán de los confines del mundo, para sentarse a la mesa con los patriarcas de Israel (cf. Mt 8,1012; Lc 7,9); lo mismo dice a la mujer cananea: « Mujer, ¡grande es tu fe! Que te suceda como deseas » (Mt 15,28; cf. Mc 7,29). En continuidad con su misma misión, Jesús resucitado envía a sus discípulos a predicar el Evangelio a todas las naciones, una misión universal (cf. Jn 20,21-22; Mt 28,19-20; Mc 16,15; Hch 1,8). La revelación cristiana está destinada a todos los hombres, sin distinciones.

La revelación de Dios Padre, que Jesús trae, se fundamenta en su unión irrepetible con el Padre, en su conciencia filial; sólo partiendo de ésta puede ejercer su función de revelador (cf. Mt 11,12-27; Lc 10,21-22; Jn 18; 14,6-9; 17,3.4.6). Dar a conocer al Padre, con todo lo que este conocimiento implica, es el fin último de toda la enseñanza de Jesús. Su misión de revelador está tan arraigada en el misterio de su persona, que también en la vida eterna continuará su revelación del Padre: « Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos » (Jn 17,26; cf. 17,24). Esta experiencia de la paternidad divina debe impulsar a los discípulos al amor hacia todos, en el cual consistirá su «perfección » (cf. Mt 5,45-48; Lc 6,35-36).

El ministerio sacerdotal de Jesús no se puede entender sin la perspectiva de la universalidad. Partiendo de los textos del Nuevo Testamento, es clara la conciencia de Jesús de su misión, que lo lleva a dar la vida por todos los hombres (cf. Mc 10,45; Mt 20,28). Jesús, que no ha pecado, se pone en el puesto de los pecadores, y se ofrece al Padre por ellos. Las palabras de la institución de la Eucaristía manifiestan la misma conciencia y la misma actitud; Jesús ofrece su vida en el sacrificio de la Nueva Alianza en favor de los hombres: « Ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos » (Mc 14,24; cf. Mt 26,28; Lc 22,20; 1 Co 11,24-25).

El sacerdocio de Cristo ha sido profundizado sobre todo en la Carta a los Hebreos, en la que se destaca que Él es el sacerdote eterno, que posee un sacerdocio que no se acaba (cf. Hb 7,24), es el sacerdote perfecto (cf. Hb 7,28). Ante la multiplicidad de sacerdotes y de sacrificios antiguos, Cristo se ha ofrecido a sí mismo, una sola vez y de una vez para siempre, en un sacrificio perfecto (cf. Hb 7,27; 9,12.28; 10,10; 1 P 3,18). Esta unicidad de su persona y de su sacrificio confiere también al sacrificio de Cristo un carácter único y universal; toda su persona y, en concreto, el sacrificio redentor que tiene un valor para la eternidad, lleva el sello de lo que no pasa y es insuperable. Cristo, sumo y eterno Sacerdote, en su condición de glorificado, sigue aún intercediendo por nosotros ante el Padre (cf. Jn 14,16; Rm 8,32; Hb 7,25; 9,24, 10,12; 1 Jn 2,1).

Jesús, enviado por el Padre, aparece también como Señor en el Nuevo Testamento (cf. Hch 2,36). El acontecimiento de la resurrección hace reconocer a los cristianos el señorío de Cristo. En las primeras confesiones de fe aparece este título fundamental relacionado con la resurrección (cf. Rm 10,9). No falta la referencia a Dios Padre en muchos de los textos que nos hablan de Jesús como Señor (cf. F¿p 2,11). Por otra parte, Jesús, que ha anunciado el Reino de Dios, especialmente vinculado a su persona, es rey, como él mismo dice en el Evangelio de Juan (cf. Jn 18,33-37).Y también al final de los tiempos, « cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad » (1 Co 15,24).

 

Naturalmente, el dominio de Cristo tiene poco que ver con el dominio de los grandes de este mundo (cf. Lc 22,25-27; Mt 20,25-27; Mc 10,42-45), porque, como Él mismo afirma, su reino no es de este mundo (cf. Jn 18,36). Por eso, el dominio de Cristo es el del buen pastor, que conoce todas sus ovejas, que ofrece la vida por ellas y que quiere reunirlas a todas en un solo rebaño (cf. Jn 10,14-16). También la parábola de la oveja perdida habla, indirectamente, de Jesús, buen pastor (cf. Mt 18,12-14; Lc 15,4-7). Jesús es, además, el « pastor supremo »(1 P 5,4).

En Jesús se realiza, de forma eminente, todo lo que la tradición del Antiguo Testamento había dicho sobre Dios, pastor del pueblo de Israel: « Las apacentaré en buenos pastos y su majada estará en los montes de la excelsa Israel [...]. Yo mismo conduciré mis ovejas y yo las llevaré a reposar, oráculo del Señor Yahvé. Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida, confortaré a la enferma; pero a la que está gorda y robusta la exterminaré; las pastorearé con justicia » (Ez 34,14-16). Y más adelante: «Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David. Él las apacentará y será su pastor. Yo, Yahvé, seré su Dios. » (Ez 34,23-24; cf. Jr 23,1-4; Za 11,15-17; Sal 23,1-6).6

Sólo partiendo de Cristo tiene sentido la reflexión tradicional sobre los tria muñera que configuran el sagrado ministerio de los Sacerdotes. No podemos olvidar que Jesús se considera presente en sus enviados: « Quien acoja al que yo envío, me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a aquel que me ha enviado » (Jn 13,20; cf. también Mt 10,40; Lc 10,16). Hay una serie de « misiones », que encuentran su origen en el misterio mismo del Dios Uno y Trino, que quiere que todos los hombres sean partícipes de su vida. El arraigo trinitario, cristológico7 y eclesiológico del ministerio de los Sacerdotes es el fundamento de la identidad misionera. La voluntad salvífica universal de Dios, la unicidad y la necesidad de la mediación de Cristo (cf. 1 Tm 2,4-7; 4,10) no permiten trazar fronteras a la obra de evangelización y de santificación de la Iglesia. Toda la economía de la salvación tiene su origen en el designio del Padre de recapitular todo en Cristo (cf. Ef 1,3-10) y en la realización de este designio, que tendrá su cumplimiento final con la venida del Señor en la gloria.

El Concilio Vaticano II alude claramente al ejercicio de los tria muñera de Cristo, por parte de los presbíteros, como colaboradores del orden episcopal: « Participando, en el grado propio de su ministerio del oficio único Mediador, que es Cristo (cf. 1 Tm 2,5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercitan, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, representando la persona de Cristo, y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y hacen presente y aplican en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1 Co 11,26), el único Sacrificio del Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada (cf. Hb 9,14-28). [...]. Ejerciendo, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de unidad y la conducen hasta Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,24) ».8

En virtud del sacramento del Orden, que confiere un carácter espiritual indeleble,9 los presbíteros son consagrados, es decir, segregados « del mundo »» y entregados « al Dios viviente »», tomados « como su propiedad, para que, partiendo de Él, puedan realizar el servicio sacerdotal por el mundo »», para predicar el Evangelio, ser pastores de los fieles y celebrar el culto divino, como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento (cf. Hb 5,1).10

El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en la alocución que dirigió a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, afirmó que: « La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental a Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una « vida nueva » entendida espiritualmente, en el « nuevo estilo de vida »» que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles. Por la imposición de las manos del Obispo y la oración consagratoria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser « presbíteros »». A esta luz, es evidente que los tria muñera son en primer lugar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una potestas ».11

El decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y la vida sacerdotal, ilustra esta verdad cuando se refiere a los presbíteros ministros de la palabra de Dios, ministros de la santificación con los sacramentos y la eucaristía, y guías y educadores del pueblo de Dios. La identidad misionera del presbítero, aunque no es objeto explícito de gran desarrollo, está claramente presente en estos textos. Se subraya expresamente el deber de anunciar a todos el Evangelio de Dios siguiendo el mandato del Señor, con explícita referencia a los no creyentes y remitiendo a la fe y a los sacramentos, por medio de la proclamación del mensaje evangélico. El sacerdote, « enviado »», que participa en la misión de Cristo enviado del Padre, se encuentra implicado en una dinámica misionera, sin la cual no puede vivir verdaderamente la propia identidad.12

También en la Exhortación apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis se afirma que, aunque insertado en una Iglesia particular, el presbítero, en virtud de su ordenación, ha recibido un don espiritual que lo prepara a una misión universal, hasta los confines de la tierra, porque « cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los Apóstoles ».13 Por eso, la vida espiritual del sacerdote se ha de caracterizar por el fervor y el dinamismo misionero; en sintonía con el Concilio Vaticano II, se indica que los sacerdotes deben formar la comunidad que les ha sido confiada, para convertirla en una comunidad auténticamente misionera.14 La función de pastor exige que el fervor misionero se viva y comunique, porque toda la Iglesia es esencialmente misionera. De esta dimensión de la Iglesia proviene, de forma decisiva, la identidad misionera del presbítero.

Cuando se habla de misión, se ha de tener necesariamente presente que el enviado, en este caso el presbítero, se encuentra en relación tanto con quien lo envía, como con aquellos a los que es enviado. Examinando su relación con Cristo, el primer enviado del Padre, es necesario subrayar el hecho de que, teniendo en cuenta los textos del Nuevo Testamento, es el mismo Cristo quien envía y constituye a los ministros de su Iglesia, mediante el don del Espíritu Santo derramado en la ordenación sacerdotal; éstos no pueden ser considerados sencillamente elegidos o delegados de la comunidad o del pueblo sacerdotal. El envío viene de Cristo; los ministros de la Iglesia son instrumentos vivos de Cristo, único mediador.15 « El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza; es una imagen viva y transparente de Cristo Sacerdote ».16

Tomando como punto de partida esta referencia cristológica, emerge claramente la dimensión misionera de la vida del sacerdote: Jesús ha muerto y resucitado por todos los hombres, a los que quiere reunir en un solo rebaño; Él debía morir para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos (cf. Jn 11,52). Si en Adán todos mueren, en Él todos vuelven a la vida (cf. 1 Co 15,20-22), en Él Dios reconcilia consigo el mundo (cf. 2 Co 5,19), y ordena a los apóstoles predicar el Evangelio a todas las gentes. Todo el Nuevo Testamento está impregnado de la idea de la universalidad de la acción salvífica de Cristo y de su única mediación. El presbítero, configurado a Cristo profeta, sacerdote y rey, no puede dejar de tener el corazón abierto a todos los hombres y, en concreto, sobre todo a los que no conocen a Cristo y no han recibido todavía la luz de su Buena Nueva.

Por parte de los hombres, a los que la Iglesia debe anunciar el Evangelio,17 y a los que, por consiguiente, el presbítero es enviado, es necesario poner de relieve que el Concilio Vaticano II ha hablado repetidamente de la unidad de la familia humana, fundada en la creación de todos a imagen y semejanza de Dios y en la comunión de destino en Cristo: « Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre el haz de la tierra y tienen también el mismo fin último, que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designios de salvación se extienden a todos ».18 Esta unidad está llamada a lograr su cumbre en la recapitulación universal de Cristo (cf. Ef 1,10).19

A esta recapitulación final de todo en Cristo, que constituye la salvación de los hombres, se dirige toda la acción pastoral de la Iglesia. Al estar llamados todos los hombres a la unidad en Cristo, ninguno puede ser excluido de la solicitud del presbítero a Él configurado. Todos esperan, aunque de forma inconsciente (cf. Hch 17,23-28), la salvación que puede venir sólo de Él: esa salvación que es la inserción en el Misterio Trinitario, en la participación en su filiación divina. No se pueden realizar discriminaciones entre los hombres, los cuales tienen un mismo origen y comparten el mismo destino y la única vocación en Cristo. Establecer límites a la « caridad pastoral » del presbítero sería completamente contradictorio con su vocación, marcada por la peculiar configuración con Cristo, cabeza y pastor de la Iglesia y de todos los hombres.

Los tria munera, ejercidos por los sacerdotes en su ministerio, no se pueden concebir sin su esencial relación con la persona de Cristo y con el don del Espíritu. El presbítero está configurado a Cristo mediante el don del Espíritu recibido en la ordenación. Así como los tria muñera aparecen esencialmente entrelazados en Cristo, y no se pueden separar de ninguna manera, y los tres reciben luz de la identidad filial de Jesús, el enviado del Padre, también el ejercicio de estas tres funciones en los sacerdotes es inseparable.20

El presbítero está en relación con la persona de Cristo, y no solamente con sus funciones, que brotan y reciben pleno sentido de la persona misma del Señor. Esto significa que el sacerdote encuentra la especificidad de la propia vida y de su vocación viviendo la propia configuración personal con Cristo; siempre es un alter Christus. El sacerdote experimentará la dimensión universal, y por tanto misionera, de su identidad más profunda, siendo consciente de ser enviado por Cristo, como Él lo es por el Padre, para la salus animarum.

 

4 Entre los textos sobre la misión, encontramos: Jn 3,14; 4,34; 5,23-24.30.37; 6,39.44.57; 7,16.18.28; 8,18.26.29.42; 9,4; 11,42; 14,24; 17,3.18; 1 Jn 4,9.14.

5      Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 690. 

6      Cf. también Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 22.

7      Cf. ibíd., 12: « La referencia a Cristo es la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales ».

8     Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28.

9     Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1582.

10     Cf. Benedicto XVI, Homiía en la Santa Misa del Crisma (9 de abril de 2009); Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 12; 16.

 

11       Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero (16 de marzo de 2009). Ciertamente, el Bautismo es lo que hace a todos los fieles « hombres nuevos »». El sacramento del Orden, pues, si por una parte especifica y actualiza cuanto los presbíteros tienen en común con todos los bautizados, por otra, revela cuál es la naturaleza propia del sacerdocio ordenado, es decir, la de ser totalmente relativa a Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia, la de servir a la nueva creación que emerge del baño bautismal: Vobis enim sum episcopus — afirma Agustín — vobiscum sum christianus.

12      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 4-6. Sobre los tria munera se detiene también ampliamente Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 26.

13     Ibíd, 32.

14      Cf. ibíd., 26; Juan Pablo II, Carta. enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 67.

15      Cf. A. Vanhoye, Prétres anciens, prétre nouveau selon le Nouveau Testament, París 1980, 346.

16     Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 12.

 

17      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 1

18      Conc. Ecum. Vat. II, Declar. Nostra aetate, 1; cf. Const. past. Gaudium et spes 24; 29; 22; 92.

19      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 45.

20     Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores gregis (16 de octubre de 2003), 9: « En efecto, se trata de funciones relacionadas íntimamente entre sí, que se explican recíprocamente, se condicionan y se esclarecen. Precisamente por eso el Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo santifica y gobierna el Pueblo de Dios; mientras santifica, también enseña y gobierna; cuando gobierna, enseña y santifica. San Agustín define la totalidad de este ministerio episcopal como amoris officium». Lo que aquí se dice de los obispos, se puede aplicar también, con las debidas distinciones, a los presbíteros.

3. Una renovada praxis misionera de los presbíteros

La urgencia misionera actual requiere una renovada praxis pastoral. Las nuevas condiciones culturales y religiosas del mundo, con toda su diversidad, según las distintas regiones geográficas y los diversos ambientes socio-culturales, indican la necesidad de abrir nuevos caminos a la praxis misionera. Benedicto XVI, en el ya citado discurso a los obispos alemanes, afirmó: « Todos juntos debemos tratar de encontrar modos nuevos para llevar el Evangelio al mundo actual ».21

Por lo que se refiere a la participación de los presbíteros en esta misión, recordemos la esencia misionera de la misma identidad presbiteral, de todos y cada uno de los presbíteros, y la historia de la Iglesia, que muestra el papel insustituible de los presbíteros en la actividad misionera. Cuando se trata de la evangelización misionera dentro de la Iglesia ya establecida, que se dirige a los bautizados « que se han alejado » y a todos aquellos que, en las parroquias y en las diócesis, poco o nada conocen de Jesucristo, este papel insustituible de los presbíteros se muestra de manera todavía más evidente.

En las comunidades particulares, en las parroquias, el ministerio de los presbíteros manifiesta la Iglesia como acontecimiento transformador y redentor, que se hace presente en la cotidianidad de la sociedad. Allí, ellos predican la Palabra de Dios, evangelizan, catequizan, exponiendo íntegra y fielmente la sagrada doctrina; ayudan a los fieles a leer y a comprender la Biblia; reúnen al Pueblo de Dios para celebrar la Eucaristía y los demás sacramentos; promueven otras formas de oración comunitaria y devocional; reciben a quien busca apoyo, consuelo, luz, fe, reconciliación y acercamiento a Dios; convocan y presiden encuentros de la comunidad para estudiar, elaborar y poner en práctica los planes pastorales; orientan y estimulan a la comunidad en el ejercicio de la caridad hacia los pobres en el espíritu y en las condiciones económicas; promueven la justicia social, los derechos humanos, la igual dignidad de todos los hombres, la auténtica libertad, la colaboración fraterna y la paz, según los principios de la doctrina social de la Iglesia. Son ellos quienes, como colaboradores de los Obispos, tienen la responsabilidad pastoral inmediata.

21      Discurso a los obispos alemanes en el Piussaal del Seminario de Colonia (21 de agosto de 2005).

 

3.1. El misionero debe ser discípulo

El Evangelio mismo muestra que el ser misionero requiere ser discípulo. El texto de Marcos afirma que « [Jesús] subió al monte y llamó a los que Él quiso y vinieron junto a Él. Instituyó Doce [...] para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios » (Mc 3,13-15). «Llamó a los que Él quiso » y « para que estuvieran con Él »: ¡He aquí el discipulado! Estos discípulos serán enviados a predicar y a expulsar los demonios: !He aquí los misioneros!

En el Evangelio de Juan encontramos la llamada (« Venid y lo veréis »: Jn 1,39) de los primeros discípulos, su encuentro con Jesús y su primer ímpetu misionero, cuando van y llaman a otros, les anuncian el Mesías encontrado y reconocido, y los conducen a Jesús, que sigue llamando aún a ser sus discípulos (cf. Jn 1,35-51).

En el itinerario del discipulado, todo inicia con la llamada del Señor. La iniciativa es siempre suya. Esto indica que la llamada es una gracia, que debe ser libre y humildemente acogida y custodiada, con la ayuda del Espíritu Santo. Dios nos ha amado el primero. Es el primado de la gracia. A la llamada sigue el encuentro con Jesús para escuchar su palabra y realizar la experiencia de su amor por cada uno y por toda la humanidad. Él nos llama y nos revela al verdadero Dios, Uno y Trino, que es amor. En el Evangelio se muestra cómo en este encuentro el Espíritu de Jesús transforma a quien tiene el corazón abierto.

En efecto, quien encuentra a Jesús experimenta un profundo compromiso con su persona y con su misión en el mundo, cree en Él, siente su amor, se adhiere a Él, decide seguirlo incondicionalmente dondequiera que lo lleve, le entrega toda su vida y, si es necesario, acepta morir por Él. Sale de este encuentro con el corazón alegre y entusiasta, fascinado por el misterio de Jesús, y se lanza a anunciarlo a todos. Así, el discípulo se hace semejante al Maestro, enviado por Él y sostenido por el Espíritu Santo.

La petición de hoy es la misma que hicieron algunos griegos que estaban en Jerusalén cuando Jesús hizo su ingreso mesiánico en la ciudad. Ellos decían: « Queremos ver a Jesús » (Jn 12,21). También nosotros hacemos hoy esta pregunta. ¿Dónde y cómo podemos encontrar a Jesús, después de su regreso al Padre, hoy, en el tiempo de la Iglesia?

El Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, ha insistido mucho en la necesidad del encuentro con Jesús para todos los cristianos, con el fin de que puedan reemprender el camino desde Él, para anunciarlo a la humanidad actual. Al mismo tiempo, ha indicado algunos lugares privilegiados en los que es posible encontrar a Jesús, hoy. El primer lugar, decía el Papa, es « la Sagrada Escritura leída a la luz de la Tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada a través de la meditación y la oración » o sea, la así llamada lectio divina, lectura orante de la Biblia. Un segundo lugar, decía el Papa, es la Liturgia, son los Sacramentos,

 

de forma muy especial la Eucaristía. En la narración de la aparición del Resucitado a los discípulos de Emaús, encontramos íntimamente unidas la Sagrada Escritura y la Eucaristía, como lugares de encuentro con Cristo. Un tercer lugar nos lo indica el texto evangélico de Mateo sobre el juicio final, en el que Jesús se identifica con los pobres (cf. Mt 25,31-46).22

Otro modo fundamental e inestimable para encontrar a Jesucristo es la oración, tanto personal como comunitaria, la oración ante al Santísimo Sacramento y el rezo fiel de la Liturgia de las Horas. También la misma contemplación de la creación puede ser un lugar de encuentro con Dios.

Cada cristiano ha de ser llevado ante Jesucristo para tener, renovar y profundizar constantemente un encuentro intenso, personal y comunitario, con el Señor. De este encuentro nace y renace el discípulo. Del discípulo nace el misionero. Y si esto vale para todo cristiano, mucho más aún para el presbítero.23

Por otra parte, el discípulo y misionero es siempre miembro de una comunidad de discípulos y misioneros, que es la Iglesia. Jesús ha venido al mundo y ha entregado su vida en la cruz « para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos » (Jn 11,52). El Concilio Vaticano II enseña que « fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente ».24 Jesús con su grupo de discípulos, de forma especial con los Doce, da inicio a esta comunidad nueva, que reúne a los hijos de Dios dispersos, es decir, la Iglesia. Después de su regreso al Padre, los primeros cristianos viven en comunidad, bajo la guía de los Apóstoles, y cada discípulo participa en la vida comunitaria y en el encuentro de los hermanos, sobre todo en el partir el pan eucarístico. Es en la Iglesia, y partiendo de la efectiva comunión con la Iglesia misma, donde se vive y nos realizamos como discípulos y misioneros.

22      Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22 de enero de 1999), 12.

23      En su alocución con motivo de las felicitaciones navideñas a la Curta Romana (21 de diciembre de 2007), Benedicto XVI ha dicho: « Nunca se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber todo sobre las sagradas Escrituras, sin haberse encontrado jamás con Él. Para conocerlo es necesario caminar juntamente con Él, tener sus mismos sentimientos, como dice la carta a los Filipenses (cf. Fp 2, 5). [...]. El encuentro con Jesucristo requiere escucha, requiere la respuesta en la oración y en la práctica de lo que Él nos dice. Conocer a Cristo es conocer a Dios; y sólo a partir de Dios comprendemos al hombre y el mundo, un mundo que de lo contrario queda como un interrogante sin sentido. Así pues, ser discípulos de Cristo es un camino de educación hacia nuestro verdadero ser, hacia la forma correcta de ser hombres ».

24      Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 9.

3.2. La misión ad gentes

Toda la Iglesia es misionera por su naturaleza. Esta enseñanza del Concilio Vaticano II se refleja también en la identidad y en la vida de los presbíteros: « El don espiritual que los presbíteros han recibido en la ordenación no los prepara a una misión limitada y restringida, sino a la misión universal y amplísima de salvación « hasta los confines de la tierra » (Hch 1,8) [...]. Recuerden, pues, los presbíteros que deben llevar atravesada en su corazón la solicitud por todas las Iglesias ».25

Los presbíteros pueden participar en la misión ad gentes de muchas y variadas formas, incluso sin ir a tierras de misión. También a ellos, sin embargo, Cristo puede conceder la gracia especial de ser llamados por Él, y enviados por los respectivos obispos o superiores mayores a ir en misión a las regiones del mundo donde Él todavía no ha sido anunciado y la Iglesia todavía no se ha establecido, es decir, ad gentes, como también allí donde hay escasez de clero. En el ámbito del clero diocesano pensamos, por ejemplo, en los sacerdotes Fidei donum.

Los horizontes de la misión ad gentes se amplían y requieren un renovado fervor en la actividad misionera. Se invita a los presbíteros a escuchar el soplo del Espíritu, verdadero protagonista de la misión, y a compartir esta preocupación por la Iglesia universal.26

 

25      Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 10.

26      Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 28; Decr. Ad gentes, 39; Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 68; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 67.

 

3.3. La evangelización misionera

En la primera parte de este texto se ha señalado la necesidad y la urgencia de una nueva evangelización misionera en la grey misma de la Iglesia, es decir, entre quienes han sido bautizados.

En efecto, una buena parte de nuestros católicos bautizados no participa ordinariamente, o a veces en absoluto, en la vida de nuestras comunidades eclesiales. Y esto, no sólo porque otros modelos les parecen más atractivos o porque deciden conscientemente rechazar la fe, sino, cada vez con más frecuencia, porque no han sido suficientemente evangelizados o porque no han encontrado a nadie que les haya dado testimonio de la belleza de la vida cristiana auténtica. Nadie los ha guiado hacia un encuentro vivo y personal, y también comunitario, con el Señor. Un encuentro que marque su vida y la transforme, un encuentro por el que se comienza a ser verdaderos discípulos de Cristo.

Esto muestra la necesidad de la misión: debemos ir a buscar a nuestros bautizados y también a los no bautizados, para anunciarles, de nuevo o por vez primera, el kerigma, es decir, el primer anuncio de la persona de Jesucristo, muerto en la cruz y resucitado para nuestra salvación, y su Reino, y así conducirlos a un encuentro personal con Él.

Tal vez alguno se pregunte si acaso el hombre y la mujer de la cultura post-moderna, de las sociedades más avanzadas, sabrán todavía abrirse al kerigma cristiano. La respuesta debe ser positiva. El kerigma puede ser comprendido y acogido por cualquier ser humano, en cualquier tiempo o cultura. También los ambientes más intelectuales, o los más sencillos, pueden ser evangelizados. Debemos, pues, creer que también los llamados post-cristianos pueden ser atraídos de nuevo por la persona de Cristo.

El futuro de la Iglesia depende también de nuestra docilidad a ser concretamente misioneros entre nuestros mismos bautizados. 27 En realidad, del acontecimiento salvífico del Bautismo se deriva el derecho y el deber de los sagrados pastores de evangelizar a los bautizados, como acto debido en justicia.28

Ciertamente, cada Iglesia particular de todas las naciones y continentes debe encontrar el camino para llegar, en un decidido y eficaz compromiso de misión evangelizadora, a los propios católicos que, por motivos diversos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial. En esta obra de evangelización misionera, los presbíteros tienen un papel insustituible e inestimable, sobre todo para la misión en la grey de la parroquia que les ha sido confiada. En la parroquia, los presbíteros tendrán necesidad de convocar a los miembros de la comunidad, consagrados y laicos, para prepararlos adecuadamente y enviarlos en misión evangelizadora a las personas, a las familias, incluso mediante visitas a domicilio, y a todos los ambientes sociales, que se encuentren en el territorio. El párroco, en primera persona, debe participar en la misión parroquial.

En sintonía con la enseñanza conciliar, y conscientes de la advertencia del Señor — « que todos sean uno [...] para que el mundo crea que Tú me has enviado » (Jn 17,21) —, es de primaria importancia para una renovada praxis misionera que los presbíteros reaviven su conciencia de ser colaboradores de los Obispos. En realidad, son enviados por sus Obispos a servir la comunidad cristiana. Por eso, la unidad con el Obispo, que estará efectiva y afectivamente unido al Sumo Pontífice, constituye la primera garantía de toda acción misionera.

27 El Papa Benedicto XVI estimulando a los obispos brasileños « a emprender la actividad apostólica como una verdadera misión en el ámbito del rebaño que constituye la Iglesia Católica », añadió: « En efecto, se trata de no escatimar esfuerzos en la búsqueda de los católicos que se han alejado y de los que conocen poco o nada a Jesucristo. [...]. En una palabra, se requiere una misión evangelizadora que movilice todas las fuerzas vivas de este inmenso rebaño. Mi pensamiento se dirige, por tanto, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos que se prodigan, muchas veces con inmensas dificultades, en favor de la difusión de la verdad evangélica. [.. ,].En este esfuerzo evangelizador, la comunidad eclesial se distingue por las iniciativas pastorales, al enviar, sobre todo a las casas de las periferias urbanas y del interior, a sus misioneros, laicos o religiosos. [.. ,].La gente pobre de las periferias urbanas o del campo necesita sentir la cercanía de la Iglesia, tanto en la ayuda para sus necesidades más urgentes, como en la defensa de sus derechos y en la promoción común de una sociedad fundada en la justicia y en la paz. Los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio y el obispo, formado a imagen del buen Pastor, debe estar particularmente atento a ofrecer el bálsamo divino de la fe, sin descuidar el «pan material ». Como puse de relieve en la encíclica Deus caritas est, «la Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los sacramentos y la Palabra » (Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo, 11 de mayo de 2007).

28 Cf. Código de Derecho Canónico, cánones 229 § 1 y 757.

Podemos señalar algunas indicaciones concretas, para una renovada praxis misionera, en el ámbito de los tria muñera:

En el ámbito del munus docendi

  1. En primer lugar, para ser un verdadero misionero en el interior de la grey misma de la Iglesia, dadas las exigencias actuales, es esencial e indispensable que el presbítero se decida, muy conscientemente y con determinación, no sólo a acoger y evangelizar a quienes lo buscan, sea en la parroquia u otras partes, sino también a « levantarse e ir » en busca sobre todo de los bautizados que, por motivos diversos, no viven su pertenencia a la comunidad eclesial, paro también de quienes poco o nada conocen a Jesucristo.

Los presbíteros que ejercen el ministerio en las parroquias han de sentirse llamados, en primer lugar, a ir a la gente que vive en el territorio parroquial, valorando sabiamente también las formas tradicionales de encuentro, como la bendición de las familias, que tantos frutos ha producido. Aquellos que, entre los presbíteros, están llamados a la misión ad gentes, vean en esto una gracia muy especial del Señor y vayan alegres y sin temor. El Señor los acompañará siempre.

  1. Para una evangelización misionera dentro de la grey católica, en primer lugar en las parroquias, es necesario invitar, formar y enviar también a fieles laicos y religiosos. Naturalmente, los presbíteros en la parroquia son los primeros misioneros yendo en busca de las personas en las casas, en cualquier lugar y ambiente social; sin embargo, también los laicos y los religiosos están llamados por el Señor, por su Bautismo y su Confirmación, a participar en la misión, bajo la guía del pastor local.

Culturalmente hablando, es necesario tomar conciencia del hecho de que el ejercicio de la « caridad pastoral »29 respecto a los fieles impone no dejarlos indefensos (es decir, privados de capacidad crítica) ante el adoctrinamiento que con frecuencia proviene de las escuelas, la televisión, la prensa, los sitios informáticos y, a veces, también de las cátedras universitarias y del mundo del espectáculo.

Los sacerdotes, a su vez, han de ser alentados y sostenidos por sus Obispos en esta delicada obra pastoral, sin delegar nunca totalmente a otros la catequesis directa, de tal forma que todo el pueblo cristiano sea orientado, en el actual momento multicultural, por criterios auténticamente cristianos. Es preciso distinguir entre doctrina auténtica e interpretaciones teológicas y, después, entre esas, aquellas que corresponden al Magisterio perenne de la Iglesia.

29                  Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 14.

  1. El anuncio específicamente misionero del Evangelio requiere que se dé un relieve central al kerigma. Este primer o renovado anuncio kerigmático de Jesucristo, muerto y resucitado, y de su Reino, tiene, sin duda, un vigor y una unción especial del Espíritu Santo, que no se puede minimizar o descuidar en el compromiso misionero. 30

Por tanto, es necesario retomar, opportune et importune, con mucha constancia, convicción y alegría evangelizadora, este primer anuncio, tanto en las homilías, durante las Santas Misas u otras actividades evangelizadoras, como en las catequesis, en las visitas domiciliares, en las plazas, en los medios de comunicación social, en los encuentros personales con nuestros bautizados que no participan en la vida de las comunidades eclesiales y, en fin, en cualquier parte donde el Espíritu nos impulse y ofrezca una oportunidad que no se debe desperdiciar. El kerigma alegre y valiente identifica una predicación misionera, que quiere llevar al oyente a un encuentro personal y comunitario con Jesucristo, inicio del camino de un verdadero discípulo.

30                  Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 44.

 

  1. Es necesario ilustrar el hecho de que la Iglesia vive de la Eucaristía, que es el centro de Ella. En la celebración eucarística se manifiesta plenamente en su identidad. En la vida y en la actuación de la Iglesia, todo lleva a la Eucaristía y todo parte de la Ella. Por tanto, también la evangelización misionera, la predicación del kerigma, todo el ejercicio del munus docendi, debe tender a la Eucaristía y llevar finalmente al oyente a la mesa eucarística. La misión misma debe partir siempre de la Eucaristía e ir hacia el mundo. « La Eucaristía no es sólo centro y culminación de la vida de la Iglesia: lo es también de su misión: una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera ».31

31                  Benedicto XVI, Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 84.

  1. La evangelización de los pobres, en todas sus formas, es prioritaria, como dijo Jesús mismo: « El Espíritu del Señor está sobre mí [...] para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4,18). En el texto evangélico de Mateo sobre el juicio final se comprueba que Jesús quiere ser identificado de manera especial con el pobre (cf. Mt 25,31-46). La Iglesia se ha inspirado siempre en estos textos. 32

32      Cf. Benedicto XVI, Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo (11 de mayo de 2007), 3.

  1. La Iglesia nunca impone su fe, pero siempre la propone con amor, con unción y con valentía, en el respeto de la auténtica libertad religiosa, que pide también para sí misma, y de la libertad de conciencia del oyente. Además, el método del verdadero diálogo es cada vez más indispensable: un diálogo que no excluya el anuncio, sino que más bien lo suponga y que, en definitiva, sea un camino para evangelizar.33

33                  Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus (6 de agosto de 2000), 4.

  1. Es necesaria la preparación del misionero a través de la formación de una sólida espiritualidad y una auténtica vida de oración, además de una escucha constante de la Palabra de Dios, especialmente mediante la lectura de los Evangelios. El método de la lectio divina, es decir, de la lectura orante de la Biblia, puede resultar de gran ayuda. De todas formas, el predicador debe estar inflamado de un fuego nuevo, que se enciende y se mantiene encendido en contacto personal con el Señor, y viviendo en gracia, como podemos ver en los Evangelios. A esta escucha de la Palabra debe añadirse un estudio constante y profundo de la doctrina católica auténtica, como se encuentra, sobre todo, en el catecismo de la Iglesia católica y en la sana teología. La fraternidad sacerdotal es parte integrante de la espiritualidad misionera, y la sostiene.

En el ámbito del munus sanctificandi

1. El ejercicio del munus sanctificandi está vinculado también a la capacidad de transmitir un sentido vivo de lo sobrenatural y de lo sagrado, que fascine y que lleve a una experiencia real de Dios, existencialmente significativa.

La Palabra de Dios forma parte de toda celebración sacramental, pues el sacramento requiere la fe de quien lo recibe. Este hecho es ya una primera indicación de que el ministerio presbiteral en la administración de los sacramentos, y de forma especial en la celebración de la Eucaristía, tiene una intrínseca dimensión misionera, que se puede desarrollar como anuncio del Señor Jesús y de su Reino, a quienes poco o hasta ahora nada han sido evangelizados.

 

  1. Se ha de subrayar, además, que la Eucaristía es el punto de llegada de la misión. El misionero va en busca de las personas y de los pueblos para conducirlos a la mesa del Señor, preanuncio escatológico del banquete de vida eterna, en Dios, en el cielo, que será la realización plena de la salvación, según el designio redentor de Dios. Por tanto, será necesario dispensar una gran acogida, cálida y fraterna, a quienes acuden por primera vez a la Eucaristía, o vuelven a ella tras haber encontrado a los misioneros.

La Eucaristía tiene, además, una dimensión de envío misionero. Cada Santa Misa, al final, envía a todos los participantes a actuar misioneramente en la sociedad. La Eucaristía, como memorial de la Pascua del Señor, hace presente una y otra vez la muerte y resurrección de Jesucristo, que, por amor del Padre y de nosotros, ha dado la vida para nuestra redención, amándonos hasta el final. Este sacrificio de Cristo es el acto supremo de amor de Dios por los hombres.

Cuando celebra la Eucaristía y recibe dignamente el Cuerpo y la Sangre de Jesús, la comunidad cristiana está profundamente unida al Señor y colmada de su amor sin medida. Al mismo tiempo, recibe cada vez, de nuevo, el mandamiento de Jesús: « Amaos unos a otros como yo os he amado », y se siente impulsada por el Espíritu de Cristo a ir y anunciar a todas las criaturas la Buena Nueva del amor de Dios y de la esperanza, segura de su misericordia salvadora. En el decreto Presbyterorum Ordinis, el Concilio Vaticano II dice: «La Eucaristía constituye, en realidad, la fuente y culminación de toda la predicación evangélica » (n. 5). Por tanto, es fundamental la preocupación de la celebración cotidiana por parte de los Sacerdotes, incluso en ausencia de pueblo.

 

  1. También los demás sacramentos reciben la propia fuerza santificante de la muerte y resurrección de Cristo, y así proclaman la misericordia indefectible de Dios. La misma celebración bella, digna y devota de los sacramentos, según todas las normas litúrgicas, se convierte en una evangelización muy especial para los fieles presentes. Dios es Belleza, y la belleza de la celebración litúrgica es uno de los caminos que nos conducen a su misterio.
  2. Es necesario rezar para que el Señor despierte la vocación misionera de la comunidad eclesial, de sus pastores y de cada uno de sus miembros. Jesús dijo: « La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies » (Mt 9,37-38). La oración tiene una gran fuerza ante Dios. De esta fuerza, Jesús nos asegura: «Pedid y se os dará » (Mt 7,7); «Todo cuanto pidáis con fe en la oración, lo recibiréis » (Mt 21,22); « Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré » (Jn 14,13-14).
  3. Conviene recordar que el sacramento de la Reconciliación, en la forma de confesión individual, posee una profunda, intrínseca misionaridad. El sacerdote está llamado, para la fecundidad de la misión que se le ha confiado y para la propia santificación, a ser solícito, en primer lugar consigo mismo, en la celebración regular y frecuente de este sacramento y, al mismo tiempo, a ser su fiel y generoso ministro.
  4. El ministerio pastoral del presbítero está al servicio de la unidad de la comunidad cristiana. Por eso, la regeneración del pueblo cristiano y el cuidado de la dimensión comunitaria de la experiencia cristiana son la primera tarea misionera del presbítero.
  5. En conclusión, el presbítero deberá comprender mejor la naturaleza de la sed que atormenta a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, aunque a veces de modo inconsciente: sed de Dios, de experiencia y de doctrina de verdadera salvación, de anuncio de la verdad sobre el destino último personal y comunitario, de una religión cristiana que sea capaz de impregnar toda la organización de la vida y de transformarla cada día más. 34 Una sed que sólo el Señor Jesús podrá saciar definitivamente, teniendo siempre presente que « la caridad pastoral es el principio interior y dinámico capaz de unificar las múltiples y diversas actividades del presbítero ».35

34                  Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 35.

35                  Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros Tota Ecclesia (31 de enero de 1994), 43

 

En el ámbito del munus regendi

  1. Es indispensable preparar y organizar la misión en las comunidades eclesiales, en las parroquias. Una buena preparación y una organización clara de la misión serán ya señal de éxito fructífero. Obviamente, no se puede olvidar el primado de la gracia, sino que debe ser evidenciado. El Espíritu Santo es el primer agente misionero. Por eso, es necesario invocarlo con insistencia y con mucha confianza. Él será quien encienda ese fuego nuevo, esa necesaria pasión misionera en los corazones de los miembros de la comunidad. Pero se requiere el concurso de la libertad humana. Los pastores de la comunidad han de pensar, también desde el punto de vista organizativo, en los modos más incisivos y oportunos de la misión.
  2. Es preciso buscar la ejecución de una buena metodología misionera. La Iglesia tiene una experiencia bimilenaria en este campo. Sin embargo, cada época histórica lleva consigo nuevas circunstancias, que se han de tener en cuenta en el modo de llevar a cabo la misión. Hay muchas metodologías ya elaboradas y probadas en la praxis de las Iglesias particulares. Las Conferencias Episcopales y las diócesis podrían impartir oportunas indicaciones sobre este punto.

 

  1. Se ha de ir en primer lugar a los pobres de las periferias urbanas y del campo. Son ellos los destinatarios predilectos del Evangelio. Esto quiere decir que el anuncio debe ir acompañado de una acción, eficaz y amorosa, de promoción humana integral. Jesucristo debe ser proclamado como una buena noticia para los pobres. Éstos deben poder sentirse alegres y rebosantes de esperanza firme por este anuncio.36

36                  Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), 22; Id., Discurso a los Obispos de Brasil en la 'Catedral da Sé' en Sao Paulo (11 de mayo de 2007), 3

4. Sería oportuno que la misión en la parroquia y en la diócesis no se redujera a un período determinado. La Iglesia es, por su misma

  1.  
  2.  naturaleza, misionera. Así, la misión debe formar parte de las dimensiones permanentes del ser y del quehacer de la Iglesia. Por tanto, la misión ha de ser permanente. Obviamente, puede haber períodos más intensos, pero la misión nunca se debería concluir o detener. Más aún, la misionaridad debe estar sólida y hondamente arraigada en la estructura misma de la actividad pastoral y de la vida de la Iglesia particular y de sus comunidades.

Esto podría conducir a una auténtica renovación, y constituiría un elemento muy valioso para fortalecer y rejuvenecer la Iglesia hoy. También es permanente la misionaridad de los propios presbíteros, los cuales, independientemente del oficio que desempeñan y de su edad, están siempre llamados a la misión hasta el último día de su existencia terrena, pues la misión está indisolublemente vinculada a la misma ordenación que han recibido.

3.4. La formación misionera de los presbíteros

Todos los presbíteros deben recibir una específica y esmerada formación misionera, dado que la Iglesia quiere comprometerse, con renovado ardor y con urgencia, en la misión ad gentes y en una evangelización misionera, dirigida a sus propios bautizados, de forma particular a quienes se han alejado de la participación en la vida y actividad de la comunidad eclesial. Esta formación debería iniciarse ya en el Seminario, sobre todo a través de la dirección espiritual y también mediante un estudio esmerado y profundo del sacramento del Orden, de tal forma que se ponga de relieve que la dinámica misionera es intrínseca al mismo sacramento.

A los presbíteros ya ordenados servirá mucho, y puede ser hasta necesaria, la formación misionera incluida en el programa de formación permanente. La conciencia de la urgencia misionera, por un lado, y de la quizás no suficiente formación y espiritualidad misioneras del presbiterio por otro, deberá indicar a todos los Obispos y Superiores mayores las medidas que se han de emprender para poner en práctica una renovada preparación a la misión y una más profunda y estimulante espiritualidad misionera en los presbíteros.

Parece que se puede constatar que uno de los principales aspectos de la misión es la toma de conciencia de su urgencia, que incluye el aspecto de la formación de los candidatos al ministerio presbiteral para una atención misionera específica.

Si bien las vocaciones están en ligero aumento en términos globales, aunque en Occidente haya una cierta inquietud, lo que es sin embargo absolutamente determinante para el futuro de la Iglesia es la formación: un sacerdote con una clara identidad específica, con una sólida formación humana, intelectual, espiritual y pastoral, suscitará más fácilmente nuevas vocaciones, porque vivirá la consagración como misión y, alegre y seguro del amor del Señor por la propia existencia sacerdotal, sabrá difundir el « buen perfume de Cristo » en su entorno y vivir cada instante el propio ministerio como « una ocasión misionera » .

Por tanto, es cada vez más urgente crear un « círculo virtuoso » entre el tiempo de la formación del seminario y el del ministerio inicial y de la formación permanente.37 Dichos momentos se deben unir entre sí sólidamente y ser absolutamente armónicos, para que en esta obra también el clero pueda ser cada vez más plenamente lo que es: una perla preciosa e indispensable, ofrecida por Cristo a la Iglesia y a toda la humanidad.

37 Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 83.

Conclusión

Si la misionaridad es un elemento constitutivo de la identidad eclesial, debemos agradecer al Señor, que renueva, también a través del Magisterio pontificio reciente, dicha clara conciencia en toda la Iglesia, y particularmente en los presbíteros.

La urgencia misionera en el mundo, en realidad, es grande y exige una renovación de la pastoral, en el sentido de que la comunidad cristiana debería concebirse como en « misión permanente »», tanto adgentes, como donde la Iglesia ya está establecida, es decir, yendo en busca de aquellos que nosotros hemos bautizado y que tienen el derecho de ser evangelizados por nosotros.

Las mejores energías de la Iglesia y de los presbíteros se han empleado siempre en el anuncio del kerigma, que es la esencia de la misión que el Señor nos ha confiado. Ciertamente, esta permanente « tensión misionera » ayudará también a la identidad del presbítero, el cual, precisamente en el ejercicio misionero de los tria muñera,, encuentra el principal camino de santificación personal y, por tanto, también de su plena realización humana.

Así, pues, el compromiso real y efectivo de todos los miembros del Cuerpo eclesial (Obispos, Presbíteros, Diáconos, Religiosos, Religiosas y Laicos) en la misión favorecerá la experiencia de unidad visible, tan esencial para la eficacia de cualquier testimonio cristiano.

La identidad misionera del presbítero, para ser genuina, debe mirar incesantemente a la Santísima Virgen María que, llena de gracia, fue a llevar y a presentar al Señor al mundo, y que continúa siempre visitando a los hombres de cualquier tiempo, todavía peregrinos en la tierra, para mostrarles el rostro de Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, y para introducirlos en la comunión eterna con Dios.

Vaticano, 29 de junio de 2010,

Solemnidad de San Pedro y San Pablo

 

Card. Cláudio Hummes

Arzobispo Emérito de Sao Paulo

Prefecto

 

X Mauro Piacenza

Arzobispo tit. de Vittoriana

Secretario

Reflexiones de Juan Pablo II sobre la fe.

Un mundo sin Dios termina construyéndose antes o después contra el hombre.

Reflexiones de Juan Pablo II sobre la fe.

La dificultad de creer en la sociedad actual

Es bien sabido que la civilización contemporánea está empapada de diferentes corrientes, no sólo cristianas, sino también anticristianas, acristianas, arreligiosas y antirreligiosas. Más aún, estas corrientes parecen alguna vez, ser las dominadoras en la mentalidad de la sociedad actual. Se trata de una situación que nos exige un compromiso si queremos superarla, un compromiso de todos los cristianos responsables, responsables de lo que quiere decir ser cristianos. Cristo dice que su Padre realiza «cultura», cultura en el sentido más profundo de la palabra: la cultura que es la auténtica perfección del hombre, su realización en el sentido humano natural y hasta en el sentido sobrenatural1.

No es fácil ser auténticamente cristianos en el contexto de la sociedad moderna, penetrada por formas de un paganismo nuevo. Pero tampoco lo era ayer en contextos diferentes. Resulta aún más difícil crear un ambiente social más amplio inspirado en los grandes valores del Evangelio. No obstante, hay que esforzarse para conseguirlo alimentando una confianza en la capacidad creativa que proviene de la gracia de Cristo crucificado. No existen modelos de sociedad que puedan considerarse libres de elementos negativos. Hasta las rosas tienen espinas2.

El drama del ateísmo

Se advierte hoy en el mundo, y especialmente en nuestro Occidente, la necesidad de «reedificar» en sus componentes esenciales una civilización realmente digna del hombre. Las desigualdades económicas, que todavía subsisten y que a veces se agravan, son un síntoma de carencias más profundas que tienen que ver con el ámbito espiritual. Ideologías materialistas por una parte y, permisividad moral, por otra, han llevado a muchos a creer en la posibilidad de construir una sociedad nueva y mejor excluyendo a Dios y eliminando cualquier referencia a los valores trascendentales. Sin embargo, la experiencia permite que podamos tocar con nuestras manos que la sociedad se deshumaniza sin Dios y que al hombre se le priva de su mayor riqueza. El futuro del mundo será más humano en la medida en que más cercanos estén los hombres a su Creador y Redentor.

«El cristianismo no mortifica al hombre, sino que ensalza sus capacidades más nobles y las pone al servicio de cada uno y de la comunidad. En Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, podemos descubrir la verdad plena sobre nosotros mismos y sobre nuestro destino» (Redemptor hominis, 10).

Os ruego que mantengáis intacta la fe en el Salvador Jesús, que murió y resucitó por nosotros. Estad atentos a su Evangelio, que la Iglesia os sigue proponiendo con inalterable fidelidad a la tradición de los orígenes. Educad a vuestros hijos en el cumplimiento de los mandamientos enseñándoles a pedir a Dios la valentía necesaria para desafiar a la opinión dominante cuando está en contraste con el Evangelio. No tengáis miedo de nadar contracorriente.

El mundo de hoy necesita más que nunca la novedad del Evangelio para no ahogarse en el conformismo arrollador de la civilización de masas3.

En este tema algunos dicen que están buscando y otros se consideran no creyentes y tal vez incapaces de creer o indiferentes a la fe. Hay quien llega a rechazar a un Dios cuyo rostro se les presenta mal. En fin, hay otros que, obcecados por los reflujos de las filosofías de la sospecha, presentan la religión como ilusión o alienación y quizá sienten la tentación de construir un humanismo sin Dios. Deseo a todos éstos, sin embargo, que por lo menos dejen por honradez abiertas sus ventanas a Dios. De lo contrario, corren el riesgo de pasar a la orilla del camino del hombre, que es Cristo, de cerrarse en actitudes de rebelión y de violencia, de contentarse con suspiros, impotencia y resignación. Un mundo sin Dios termina construyéndose antes o después contra el hombre4.

La razón ante el misterio

Los «sabios» y los «inteligentes» se han formado su visión personal de Dios y del mundo y no están dispuestos a cambiarla. Creen que lo saben todo sobre Dios, que poseen la respuesta resolutiva y que no tienen nada que aprender. De ahí que rechacen la «buena noticia», que les resulta tan extraña y en contraste con las capacidades de su «weltanschauung». Se trata de un mensaje que propone ciertos cambios paradójicos que su «buen sentido» no puede aceptar.

Lo que sucedía en tiempos de Jesús sucede hoy; más aún, hoy de una manera muy singular. Vivimos en una cultura que lo somete todo a un análisis crítico y a menudo lo hace absolutizando criterios parciales, inadecuados por su naturaleza para la percepción de ese mundo de realidades y valores que escapa al control de los sentidos. Cristo no pide al hombre que renuncie a su razón. ¿Cómo iba a hacer eso quien se la donó? Lo que le pide es que no ceda a la antigua sugestión del tentador, que sigue haciendo destellar ante él la perspectiva engañosa de poder ser «como Dios» (cfr. Gn 3, 5). Sólo quien acepta sus límites intelectuales y morales y se reconoce necesitado de salvación puede abrirse a la fe y encontrar en ella, en Cristo, a su Redentor5.

Fe y razón

Entre una razón que, en conformidad con su naturaleza que proviene de Dios, está ordenada a la verdad y tiene capacidad para el conocimiento verdadero, y una fe relacionada con la misma fuente divina, no puede haber ningún conflicto de fondo. Más aún, la fe confirma los derechos propios de la razón natural. Los presupone. Efectivamente, su aceptación presupone la libertad propia de un ser racional. Sin embargo, con esto aparece claro también que fe y ciencia pertenecen a dos órdenes diferentes de conocimiento, que no cabe superponer. Se revela también en esto que la razón no lo puede todo ella sola; es finita. Debe concretarse en una multiplicidad de conocimientos parciales, se realiza en una pluralidad de ciencias múltiples. Puede percibir la unidad que une el mundo y la verdad a su origen únicamente en el ámbito de modos parciales de conocimiento. También la filosofía y la teología son, en cuánto ciencias, tentativas limitadas que pueden percibir la unidad compleja de la verdad únicamente en la diversidad, es decir, dentro de una confluencia de conocimientos abiertos y complementarios6.

Ciencia y fe

Mi reflexión está motivada por las inscripciones en bronce inauguradas hoy aquí: «Ciencia y fe son dones de Dios». En esta afirmación sintética no se excluye solamente que ciencia y fe se tengan que mirar con desconfianza mutua, sino que se indica el motivo más profundo que las llama a establecer una relación constructiva y cordial: Dios, fundamento común de las dos [...]. En Dios, por consiguiente, aun en la diversidad de sus caminos respectivos, ciencia y fe encuentran su principio de unidad.

Si la vida del hombre corre hoy peligros enormes, no se debe a la verdad descubierta mediante la investigación científica, sino a las aplicaciones de muerte de la tecnología. Como en el tiempo de las lanzas y las espadas, también en la era de los misiles, el corazón de los hombres mata antes que las armas7.

El rechazo de la verdad

El misterio de la iniquidad, el abandono de Dios según las palabras de una carta de Pablo, tiene una estructura interior y una secuencia dinámica bien definida: «...tiene que manifestarse el hombre impío... el enemigo que se eleva por encima de lo que es divino o recibe culto, hasta llegar a sentarse en el santuario, haciéndose pasar a sí mismo por Dios» (2 Tes 2, 3-4). Encontramos aquí también una estructura interna de la negación, del desarraigo de Dios del corazón de los hombres y del abandono de Dios por parte de la sociedad humana, y esto con el fin, según se dice, de una «humanización» plena del hombre, lo que equivale a hacer que el hombre sea humano en sentido pleno y, en cierto modo, a ponerlo en lugar de Dios, a «deificarlo» por consiguiente. Como se ve, esta estructura es muy antigua y se conocía ya en los orígenes, desde el primer capítulo del Génesis, es decir, la tentación de conferir al hombre la «divinidad» (la imagen y semejanza de Dios) del Creador, de ocupar el sitio de Dios, con la «divinización» del hombre contra Dios o sin Dios, como resulta evidente por las afirmaciones ateas de muchos sistemas actuales.

Quien rechaza la verdad fundamental de la realidad, quien se coloca a sí mismo como medida de todas las cosas y se pone de este modo en lugar de Dios, quien más o menos conscientemente considera que puede prescindir de Dios, el Creador del mundo, o de Cristo, el Redentor de la humanidad, quien en vez de buscar a Dios corre tras los ídolos, estará siempre de espaldas a la única verdad suprema y fundamental.

Ésta es la fuga de la interioridad. Puede llevar a rendirse. Se trata de una fuga de la interioridad que puede revestir la forma de una extensión exasperada del conocimiento.

La fuga de la interioridad puede también llevar a asociarse a sectas religiosas, que se sirven de vuestro idealismo y de vuestra ingenuidad y os quitan la libertad del pensamiento y de la conciencia. Me refiero también a la fuga a las «islas de felicidad» que, a través de determinadas prácticas exteriores, garantizan la adquisición de una auténtica fortuna y que al final dejan solo a quien recurre a ellas. Existe también una fuga de la verdad fundamental hacia el exterior, es decir, hacia utopías políticas o sociales8.

Crisis de la fe cristiana católica

Incluso en muchos católicos que todavía se definen así se ha debilitado notablemente la fe en Dios como Persona y, consiguientemente, la fe en Cristo como Hijo de Dios. Se duda también en ver a la Iglesia como sacramento y como don objetivo suyo, no manipulable. Aquí está la razón de que, con no poca frecuencia, la interioridad o la espiritualidad se haga coincidir con la filantropía y con la acción cívico-social a favor de la paz, de la justicia, de la ecología, etc., y la oración, la contemplación, la «lectio divina» les parecen a algunos desprovistas de fundamento suficiente.

Esa «forma mentis» secularizada resulta evidente también en algunos laicos comprometidos en las estructuras eclesiales parroquiales, diocesanas y nacionales, y en algunos religiosos y religiosas, cada vez más atraídos por la misión social, a menudo identificada incluso con la obra misionera.

La publicación del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica no dejará de asegurar y fortalecer a los fieles desorientados en la fermentación teológica de estos años, llevando a las genuinas fuentes de la fe a quienes se habían desviado siguiendo a falsos profetas.

Efectivamente, estudiar teología, ser creyente y sentirse miembro activo de la Iglesia constituyen tres componentes que a veces el estudiante duda en integrar en su vida. No se trata de dramatizar: pasar a través de una crisis puede ser también saludable y positivo, pues puede hacer que se madure en la fe y se favorezca el compromiso responsable en la Iglesia. Precisamente por esto se necesita una atenta acción pastoral de apoyo9.

Cristo, luz y guía en la vida

¡Aprended a conocer a Cristo y dejaos conocer por Él! Él os conoce a cada uno de vosotros individualmente. No es un conocimiento que suscite oposición o rebelión, una ciencia ante la que sea necesario huir para salvaguardar el propio mundo interior. No es una ciencia compuesta de hipótesis o que reduzca al hombre a dimensiones socio-utilitarias. Su ciencia está llena de sencilla verdad sobre el hombre, y especialmente llena de amor. Someteos a esta ciencia sencilla y llena de amor del Buen Pastor. Estad seguros de que Él os conoce a cada uno más de lo que cada uno se conoce a sí mismo. Conoce porque entregó su vida (cfr. In 15, 13). Facilitadle la labor de encontraros. A veces el hombre, el joven, se encuentra perdido consigo mismo, perdido en el mundo que le rodea, en toda la red de las cosas humanas que le envuelven. Facilitad a Cristo la labor de encontraros. Que Él lo conozca todo sobre vosotros, que él os guíe. Es verdad que para seguir a alguien se necesita al mismo tiempo ser exigente consigo mismo, tal es la ley de la amistad. Si queremos caminar juntos, debemos estar atentos al camino que queremos recorrer. Si nos movemos por la montaña es preciso seguir las señales. Si escalamos una montaña no podemos prescindir de la cuerda. Debemos también conservar la unión con el amigo divino llamado Jesucristo. Debemos colaborar con Él10.

La fe, encuentro personal con Dios en Jesucristo en la Iglesia

Opiniones, puntos de vista personales y especulaciones no son suficientes a quien evalúa su acción por el camino de vida del hombre y cuyo respeto por el hombre está vivo. No pueden ciertamente contentar a quien es consciente de poder llegar a través de respuestas teológicas a la causa primera de la verdad. Dios nos ha manifestado su palabra, una palabra que no podemos encontrar y retener solos, con la fuerza únicamente de nuestro intelecto, aunque se le haya concedido a nuestra diligencia la posibilidad de aclarar la credibilidad de esta palabra y su correspondencia con nuestros interrogantes y nuestros conocimientos humanos. Se encuentra en la lógica interna de la revelación que la defensa y la interpretación de esta palabra necesitan un don especial del Espíritu. Por consiguiente, el estudio de la teología católica debe estar provisto de la disponibilidad para escuchar los testimonios vinculantes de la Iglesia y acatar las decisiones de quienes, en cuánto pastores de la Iglesia, tienen responsabilidad ante Dios de tutelar en materia de fe.

Sin la Iglesia, la palabra de Dios no habría sido transmitida y conservada; no se puede querer la palabra de Dios sin la Iglesia.

La comprensión intelectual de la fe debe ser integrada también por otro aspecto: la fe, además de conocerse, debe vivirse. En el Nuevo Testamento mismo, una fe que brotara únicamente del conocimiento se rechazaría como perversión, por ejemplo según la carta de Santiago, donde dice que hasta las fuerzas demoníacas conocen al Dios único, pero como no aceptan este conocimiento con su ser, sólo les queda temblar ante este Dios, sólo puede traerles castigo y no salvación (cfr. Sant 2, 19).

Cuando Dios nos dirige su palabra no anuncia dato alguno sobre cosas o terceras personas, no nos comunica «algo», sino que nos comunica a sí mismo, a Jesús, como verbo insuperable con quien Dios se comunica a sí mismo. De este modo, la palabra de Dios exige una respuesta que debe darse con toda nuestra persona. La realidad de Dios no la capta quien se limita a considerar su palabra y su verdad sólo como objeto de investigación neutra. La manera de acercarse a Dios como Dios es únicamente la adoración. El maestro Eckhart exhortaba por eso a los que le escuchaban a desembarazarse de ciertos conceptos de Dios11.

Fe cristiana y valentía en la vida

Debemos decidirnos conscientemente a querer ser cristianos que profesan su fe y a tener la valentía para distanciamos, si fuera necesario, de nuestro ambiente. Una condición necesaria para ese testimonio decidido de vida cristiana es percibir y comprender, por nuestra parte, la fe como una ocasión estupenda de vida, que trasciende las interpretaciones y la conducta ambiental. Debemos aprovechar cualquier ocasión para experimentar de qué manera la fe enriquece nuestra existencia, realiza en nosotros una fidelidad auténtica en la lucha por la vida, corrobora nuestra esperanza contra los ataques de cualquier clase de pesimismo o desesperación, nos empuja a evitar cualquier pesimismo y a comprometemos con reflexión por la justicia y la paz del mundo; también puede consolarnos y animarnos en el dolor. Tarea y «chance» de la situación de diáspora es, por consiguiente, experimentar más conscientemente de qué modo la fe ayuda a vivir de manera más plena y profunda12.

El optimismo cristiano

Lo primero que deseo es dirigiros una invitación al optimismo, a la esperanza y a la confianza. Es verdad que la humanidad atraviesa un momento difícil y que se tiene la impresión de que las fuerzas del mal acabarán prevaleciendo. Con harta frecuencia, la honradez, la justicia y el respeto de la dignidad del hombre deben marcar el paso o terminan por sucumbir. A pesar de todo, nosotros estamos llamados a vencer al mundo con nuestra fe (cfr. 1 In 5, 4), porque pertenecemos a Quien con su muerte y resurrección consiguió para nosotros la victoria sobre el pecado y la muerte y nos hizo capaces de una afirmación humilde y serena, pero segura, del bien por encima del mal.

Somos de Cristo y es Él quien vence en nosotros. Debemos creer esto profundamente, debemos vivir esa certeza, pues de lo contrario las continuas dificultades que surgen tendrán desgraciadamente la fuerza de inocular en nuestras almas la carcoma insidiosa que se llama desánimo, costumbre, acomodamiento pleno a la prepotencia del mal.

La tentación más sutil que acecha actualmente a los cristianos, y especialmente a los jóvenes, es precisamente la de la renuncia a la esperanza en la afirmación victoriosa de Cristo. El instigador de todas las insidias, el maligno, trata siempre y decididamente de apagar en el corazón de los hombres la luz de esa esperanza. No es un camino fácil el de la milicia cristiana, pero debemos recorrerlo conscientes de que poseemos una fuerza interior de transformación que se nos ha comunicado con la vida divina que se nos dio en Cristo, el Señor. En virtud de vuestro testimonio, haréis comprender que los valores humanos más altos se asumen en un cristianismo vivido con coherencia13.

El amor a la verdad es amor a Cristo

Existe también una contaminación de las ideas y las costumbres que puede llevar a la destrucción del hombre. Esta contaminación es el pecado, del que procede la mentira.

La verdad y la mentira. Es preciso reconocer que con harta frecuencia la mentira se nos presenta con apariencias de verdad. Por eso es necesario despertar el discernimiento para reconocer la verdad, la palabra que viene de Dios, y evitar las tentaciones que proceden del «padre de la mentira». Me estoy refiriendo al pecado, que consiste en negar a Dios, en rechazar la luz. Como dice el Evangelio de Juan, «la luz verdadera» estaba en el mundo: el Verbo «por quien el mundo fue hecho pero que el mundo no reconoció» (cfr. In 1, 910).

«La verdad contenida en el Verbo del Padre»: eso es lo que queremos decir cuando reconocemos a Jesucristo como la verdad. «¿Qué es la verdad?», le preguntaba Pilato. La tragedia de Pilato fue que la verdad estaba delante de él en la persona de Jesucristo y no fue capaz de reconocerla.

No debe repetirse esa tragedia en nuestra vida. Cristo es el centro de la fe cristiana, la fe que la Iglesia proclama hoy igual que siempre a todos los hombres y a todas las mujeres. Dios se hizo hombre. «El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros» (Jn I, 14). Los ojos de la fe ven en Jesucristo al hombre, como puede ser y como Dios quiere que sea. Al mismo tiempo Jesús nos revela el amor del Padre.

Pero la verdad es Jesucristo. ¡Amad la verdad! ¡Vivid en la verdad! ¡Llevad la verdad al mundo! Sed testigos de la verdad. Jesús es la verdad que salva. Él es la verdad total hacia la que nos conducirá el Espíritu de la verdad (cfr. In 16, 13).

Queridos jóvenes: busquemos la verdad sobre Jesucristo y sobre su Iglesia. Pero debemos ser coherentes: amemos la verdad, vivamos en la verdad, proclamemos la verdad. ¡Cristo, muéstranos la verdad! ¡Sé para nosotros la única verdad!14.

El hombre, peregrino del absoluto

La vida humana en la tierra es una peregrinación continua. No todos somos conscientes de que estamos de paso en el mundo. La vida del hombre comienza y acaba, comienza con el nacimiento y sigue hasta el momento de la muerte. El hombre es un ser transitorio. Y en esta peregrinación de la vida, la religión ayuda al hombre a vivir de tal manera que consiga su fin. El hombre está continuamente puesto ante la naturaleza transitoria de una vida que él sabe que es muy importante como preparación para la vida eterna. La fe peregrina del hombre le orienta hacia Dios y le dirige en la realización de las opciones que le ayudan a conseguir la vida eterna. Por tanto, cada momento de la peregrinación terrena del hombre es importante, importante en sus desafíos y en sus opciones15.

En la revelación de la Antigua y de la Nueva Alianza el hombre vive en el mundo visible, en medio de las cosas temporales, y al mismo tiempo profundamente consciente de la presencia de Dios, que penetra toda su vida. Este Dios viviente es en realidad el baluarte último y definitivo del hombre en medio de todas las pruebas y sufrimientos de la existencia terrena. El hombre anhela poseer a este Dios de manera definitiva cuando experimenta su presencia. Se esfuerza por llegar a la visión de su rostro, como recuerda el salmista: «Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así te desea mi alma, Señor»16.

Mientras el hombre se esfuerza por conocer a Dios, por ver su rostro y experimentar su presencia, Dios se acerca al hombre para revelarle su vida. El Concilio Vaticano II insiste en la importancia de la intervención de Dios en el mundo. Esto quiere decir que «por medio de la revelación Dios quiso manifestarse a sí mismo y sus planes de salvar al hombre» (DV).

Al mismo tiempo, este Dios misericordioso y amoroso que se comunica a sí mismo por medio de la revelación sigue siendo para el hombre un misterio inescrutable. Y el hombre, el peregrino del Absoluto, sigue toda su vida buscando el rostro de Dios. Pero al final de su peregrinación de fe el hombre llega a la casa del Padre, y estar en esta casa quiere decir ver a Dios «cara a cara» (I Cor 13, 12)17.

El hombre fue llamado desde el principio por Dios para «someter la tierra y dominarla» (Gn 1,28). Recibió del Señor esta tierra como don y como tarea. Creado a su imagen y semejanza, el hombre tiene una dignidad especial. Es dueño y señor de los bienes depositados por el Creador en sus criaturas. Es colaborador de su Creador.

Por esta razón el hombre no debe olvidar que todos los bienes de los que está lleno el mundo son don del Creador. Por eso advierte la Sagrada Escritura: «Y no digas: Con mis propias fuerzas he conseguido todo esto. Acuérdate del Señor, tu Dios; él es quien te ha dado fuerza para adquirir esa riqueza, cumpliendo así la alianza que hizo con juramento a tus antepasados, como hace hoy» (Dt 8, 17-18).

¡Qué oportuna ha sido esta advertencia a lo largo de la historia humana! ¡Qué oportuna es especialmente en la época actual ante el progreso de la ciencia y de la técnica! Y es que el hombre, al contemplar las obras de su ingenio, de su mente y de sus manos, parece olvidar cada vez más a Quien es el principio de todas estas obras y de todos los bienes que encierra la tierra y el mundo creado.

Cuanto más somete la tierra y la domina, más parece olvidarse de Quien le dio la tierra y todos los bienes que contiene18.

Jesús, Camino que conduce al Padre

Nosotros llegamos a Dios a través de la verdad de Dios y a través de la verdad sobre todo lo que está fuera de Dios: la creación, el macrocosmos, y el hombre, el microcosmos. Llegamos a Dios a través de la verdad proclamada por Cristo, a través de la verdad que es realmente Cristo. Llegamos a Dios en Cristo, que sigue repitiendo: «Yo soy la verdad».

Esta llegada a Dios a través de la verdad que es Cristo es la fuente de la vida. Es la fuente de la vida que comienza aquí en la tierra en la oscuridad de la fe para llegar a su plenitud en la visión de Dios «cara a cara» en la luz de la gloria, donde Él está realmente.

Cristo nos da esa vida porque es la vida, como Él mismo nos dice: «Yo soy la vida», «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

«¿Por qué me siento turbado?... Esperaré en Dios» (Salmo 43,5). «Y me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, y te daré gracias con el arpa» (Salmo 43, 4)19.

Jesús es el Hijo de Dios y es de la misma sustancia que el Padre. Dios de Dios y luz de luz, se hizo hombre y así ser para nosotros camino que conduce al Padre. A lo largo de su vida terrena hablaba incesantemente al Padre. Al Padre dirigía los pensamientos y los corazones de quienes le escuchaban. En cierto modo, compartía con ellos la paternidad de Dios, y esto es algo que se ve de manera especial en la oración que enseñó a sus discípulos, el padrenuestro.

Al final de su misión mesiánica en la tierra, un día antes de su Pasión y Muerte, dijo a los apóstoles: «En la casa de mi Padre hay un lugar para todos; de no ser así ya os lo habría dicho; ahora vaya prepararos ese lugar» (Gn 14, 2).

Si el Evangelio es revelación de la verdad que dice que la vida humana es una peregrinación hacia la casa del Padre, significa que es al mismo tiempo una llamada a la fe por medio de la cual caminamos como peregrinos, una llamada a la fe peregrinante. Cristo dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»20.

La Cruz de Cristo, mensaje de dolor y salvación

Aunque es la luz para la revelación a todas las naciones, Jesús está destinado a ser al mismo tiempo, y en todas las épocas, un signo difamado, un signo atacado, un signo de contradicción. Así sucedió también con los profetas de Israel. Así sucedió con Juan Bautista y así sucedería en las vidas de todos los que habrían de seguirle.

Realizó grandes signos y milagros, multiplicó los panes y los peces, calmó las tempestades, resucitó a los muertos. Las masas acudían a él de todas partes y le escuchaban con atención, pues hablaba con autoridad. Sin embargo se encontró con la dura oposición de quienes rehusaban abrirle su corazón y su mente. Al final, la expresión más dura de esta contradicción la encontramos en su sufrimiento y su muerte en la Cruz. La profecía de Simeón se verificaba. Se verificaba con Jesús y se verifica en la vida de sus seguidores en toda la tierra y en todos los tiempos.

Así, la Cruz se convierte en luz, la Cruz se convierte en salvación. ¿Acaso no es ésta la Buena Nueva para los pobres y para todos los que experimentan el sabor amargo del sufrimiento?.

La cruz de la pobreza, la cruz del hambre, la cruz de todos los demás sufrimientos puede transformarse, pues la Cruz de Cristo se ha convertido en una luz para nuestro mundo. Es una luz de esperanza y de salvación. Da sentido a todos los sufrimientos humanos. Lleva consigo la promesa de una vida eterna libre del dolor y del pecado. A la Cruz siguió la Resurrección. La muerte fue vencida por la vida. Y todos los que están unidos al Señor crucificado y resucitado pueden esperar que participaran en esta misma victoria21.

La fe en el Espíritu Santo

La Iglesia profesa de manera incesante su fe: en nuestro mundo hay creado un Espíritu que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y del Hijo. Como el Padre y el Hijo, es increado, inmenso, eterno, omnipotente, Dios y Señor. Este Espíritu de Dios «llena el universo», y todo lo creado reconoce en Él la fuente de su identidad, encuentra en Él su expresión trascendente, se dirige a Él y le espera, le invoca con todo su ser. A Él, como al Paráclito, como al Espíritu de verdad y de amor, acude el hombre que vive de verdad y amor y que no puede vivir sin la fuente de la verdad y del amor. A Él acude la Iglesia, que es corazón de la humanidad, para invocarIe por todos y para que a todos les conceda los dones del amor, por cuyo medio se derramó en nuestros corazones. A Él acude la Iglesia a lo largo de los complicados caminos de la peregrinación del hombre en la tierra, y suplica, suplica constantemente la rectitud de los actos humanos, como obra suya; suplica el gozo y el consuelo que sólo Él, el verdadero consolador, puede darnos viniendo a lo íntimo de los corazones humanos; suplica la gracia de las virtudes que merecen la gloria celestial; suplica la salvación eterna, en la comunicación plena de la vida divina, a la que el Padre ha predestinado eternamente a los hombres, creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad22.

Gemimos, pero en confiada espera de una esperanza indefectible, porque realmente Dios, que es Espíritu, se ha acercado a este ser humano. Dios Padre envió a su propio Hijo revestido de una carne semejante a la del pecado y, ante la presencia del pecado, condenó el pecado. En el momento culminante del misterio pascual, el Hijo de Dios, que se hizo hombre y fue crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus apóstoles después de la resurrección, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». Este soplo permanece para siempre. Por eso «el Espíritu acude siempre en ayuda de nuestra debilidad»23.

La ignorancia, el peor enemigo de la fe

Cualquier persona necesita una formación integral e integradora –cultural, profesional, doctrinal, espiritual y apostólica– que le disponga para vivir en una coherente unidad interior y le permita siempre dar razón de su esperanza a quien se la pida.

La identidad cristiana exige el esfuerzo constante de formarse cada vez más, pues la ignorancia es el peor enemigo de nuestra fe. ¿Quién puede decir que ama de veras a Cristo si no se empeña en conocerle mejor?.

¡Formación y espiritualidad! Un binomio inseparable para quien aspira a llevar una vida cristiana comprometida de veras en la edificación y la construcción de una sociedad más justa y fraterna. Si queréis ser fieles en vuestra vida cotidiana a las exigencias de Dios y a las expectativas de los hombres y de la historia, tenéis que alimentaros constantemente con la palabra de Dios y con los sacramentos, para que «la palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza» (Col 3, 16)24.

El valor del compromiso de la fe cristiana y católica

La fe no consiste en la última novedad que hoy es noticia y mañana está ya olvidada. La fe no es una enseñanza que alguien puede adaptar a sus necesidades y según el momento presente. No es invención o creación nuestra. La fe es el gran don divino que Jesucristo ha hecho a la Iglesia. Dice san Pablo en la carta a los Romanos: «La fe surge de la proclamación, y la proclamación se verifica mediante la palabra de Cristo» (10, 17). El creyente encuentra su fundamento en Jesucristo, que sigue viviendo en su Iglesia a lo largo de los siglos hasta el día del juicio.

La fe vive en la tradición de la Iglesia. Sólo en ella podemos encontrar con seguridad la verdad de Jesucristo. Sólo una rama viva del árbol de la comunidad eclesial tiene su fuerza en las raíces.

Os exhorto hoy a mantener firme la fe de la Iglesia. Es lo que han hecho vuestros padres y vuestras madres. Ateneos a la fe también vosotros y trasmitidla sucesivamente a vuestros hijos. Ésta es la razón de mi viaje pastoral en medio de vosotros: «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié, que recibisteis y en el que habéis perseverado» (1 Cor 15, 1).

Sin una fe firme carecéis de apoyo y estáis a merced de las enseñanzas cambiantes del tiempo. Ciertamente hay también hoy algunos ambientes en los que ha dejado de aceptarse la doctrina correcta, y se busca en ellos, conforme a los propios deseos, maestros nuevos que os lisonjean, como advirtió san Pablo. No os dejéis engañar. No hagáis caso de los profetas del egoísmo, que interpretan de manera incorrecta la evolución individual, que os proponen una doctrina terrena de salvación y que quieren construir un mundo sin Dios.

Para poder decir «creo», «yo creo», es necesario estar dispuestos a la abnegación, a la entrega de sí mismos, es necesario también estar dispuestos al sacrificio y la renuncia y tener un corazón generoso.

Quien tiene esta valentía verá que se disuelven las tinieblas. Quien cree, ha encontrado el faro que facilita un camino seguro. Quien cree, conoce la dirección y es capaz de orientarse. Quien cree, ha dado con el camino acertado y ninguna insensatez de ningún falso maestro conseguirá desviarle. El creyente tiene un punto de apoyo y acepta vivir la vida de manera digna y como agrada a Dios. Quien cree, puede concluir con pleno conocimiento su vida y aceptar el momento en que Dios le llame.

Es verdad que considerarse hoy en la Iglesia no es el modo más cómodo de vivir. Es más fácil adaptarse y esconderse. Actualmente aceptar la fe y vivirla, significa nadar contracorriente. Se trata de una opción que exige energía y valor25.

1 Parroquia de los Santos Protomártires, 21 de abril de 1985.

2 Discurso en Verona, el 16 de abril de 1988.

3 Discurso en el santuario de la Virgen de las Gracias en Benevento, 2 de julio de 1990.

4 Discurso a los jóvenes en París, 1 de junio de 1980.

5 Al Almo Collegio Capranica, 21 de enero de 1980.

6 Colonia, discurso a los profesores y estudiantes, 15 de noviembre de 1980.

7 Erice, encuentro con los investigadores del centro Ettore Majorana, 8 de mayo de 1993.

8 Munich, homilía a los jóvenes, 19 de noviembre de 1980.

9 A los obispos de Holanda en visita «ad lumina apostolorum», 11 de enero de 1993.

10 Cracovia, discurso a los universitarios, 8 de junio de 1979.

11 Fulda, encuentro con los laicos, 18 de noviembre de 1980.

12 Osnabrück, homilía, 16 de noviembre de 1980.

13 Discurso a la juventud salesiana, 5 de mayo de 1979.

14 Santiago de Compostela, discurso a los jóvenes, 19 de agosto de 1989.

15 Nueva Delhi, homilía en el estadio Indira Gandhi, 1 de febrero de 1986.

16 Idem.

17 Idem.

18 Bahía Blanca, Argentina, discurso al mundo rural, 7 de abril de 1987.

19 Nueva Delhi, 1 de febrero de 1986.

20 Nueva Delhi, 1 de febrero de 1986.

21 Nueva Delhi, homilía, 2 de febrero de 1986.

22 Encíclica «Dominum et vivificantem».

23 Encíclica «Dominum et vivificantem».

24 Viedma, Argentina, 6 de abril de 1987.

25 Homilía delante de la catedral de Münster, 1 de mayo de 1987.

Juan Pablo II: La fe en Dios, «roca» en la vida

Intervención durante la audiencia general de este miércoles

CIUDAD DEL VATICANO, 2 octubre 2002 intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada al comentar el cántico del capítulo 26 de Isaías, himno a Dios, «roca eterna» para quien confía en él.

Tenemos una ciudad fuerte, ha puesto para salvarla murallas y baluartes:

Abrid las puertas para que entre un pueblo justo, que observa la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti.

Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua.

La senda del justo es recta. Tú allanas el sendero del justo; en la senda de tus juicios, Señor, te esperamos, ansiando tu nombre y tu recuerdo.

Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti, porque tus juicios son luz de la tierra, y aprenden justicia los habitantes del orbe.

Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas  nos las realizas tú.

1. En el libro del profeta Isaías convergen voces de autores diferentes, distribuidas en un amplio espacio de tiempo, colocadas todas bajo el nombre y la inspiración de este grandioso testigo de la Palabra de Dios, vivido en el siglo VIII a.c.

Dentro de este amplio rollo de profecías, que también aprendió y leyó Jesús en la sinagoga de su pueblo, Nazaret (Cf. Lucas 4,17-19), se encuentra una serie de capítulos, que va del 24 al 27, generalmente llamada por los expertos «el gran Apocalipsis de Isaías». Luego aparecerá otra serie, de menor extensión, entre los capítulos 34 y 35. En páginas con frecuencia ardientes y llenas de simbolismos, se ofrece una poderosa descripción poética del juicio divino sobre la historia y se exalta la espera de la salvación por parte de los justos.

2. Con frecuencia, como sucederá en el Apocalipsis de Juan, se oponen dos ciudades antitéticas entre sí: la ciudad rebelde, encarnada en algunos centros históricos de entonces, y la ciudad santa, en la que se reúnen los fieles. Pues bien, el cántico que acabamos de escuchar, y que está tomado del capítulo 26 de Isaías, es precisamente la celebración gozosa de la ciudad de la salvación. Se eleva fuerte y gloriosa, pues es el mismo Señor quien ha puesto los cimientos y las murallas defensivas, haciendo de ella una morada segura y tranquila (Cf. versículo 1). Él abre ahora de par en par las puertas para acoger al pueblo de los justos (Cf. versículo 2), quienes parecen repetir las palabras del Salmista, cuando, ante el templo de Sión, exclama: «Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor. Esta es la puerta del Señor: los vencedores entrarán por ella» (Salmo, 117, 19-20).

3. Quien entra en la ciudad de la salvación debe tener un requisito fundamental: «su ánimo está firme..., porque confía en ti; confiad» (Cf. Isaías 26,3-4). La fe en Dios, una fe sólida, basada en él, es la auténtica «roca eterna» (versículo 4).

La confianza, ya expresada en el origen hebreo de la palabra «amén», sintética profesión de fe en el Señor que, como cantaba el rey David, es «mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte» (Salmo 17, 2-3; Cf. 2 Samuel 22, 2-3). El don que Dios ofrece a los fieles es la paz (Cf. Isaías 26, 3), el don mesiánico por excelencia, síntesis de vida en la justicia, en la libertad y en la alegría de la comunión.

4. Es un don confirmado con fuerza también en el versículo final del cántico de Isaías: «Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizas tú» (versículo 12). Este versículo llamó la atención de los Padres de la Iglesia: en aquella promesa de paz vislumbraron las palabras de Cristo que resonarían siglos después: «Mi paz os dejo, mi paz os doy» (Juan 14, 27).

En su «Comentario al Evangelio de Juan», san Cirilo de Alejandría recuerda que, al dar la paz, Jesús entrega su mismo Espíritu. Por tanto, no nos deja huérfanos, sino que a través del Espíritu permanece con nosotros. Y san Cirilo comenta: el profeta «invoca que se nos dé el Espíritu divino, por medio del cual, hemos sido readmitidos a la amistad con Dios Padre, nosotros, que antes estábamos alejados de él por el pecado que reinaba en nosotros». Después el comentario se convierte en una oración: «Concédenos la paz, Señor. Entonces, comprenderemos que lo tenemos todo, y que no le falta nada a quien ha recibido la plenitud de Cristo. De hecho, la plenitud de todo bien es el hecho de que Dios habite en nosotros por el Espíritu (Cf. Colosenses 1, 19» (vol. III, Roma 1994, p. 165).

5. Demos una última mirada al texto de Isaías. Presenta una reflexión sobre la «senda del justo» (Cf. versículo 7) y una declaración de adhesión a las justas decisiones de Dios (Cf. versículos 8-9). La imagen dominante es la del camino, clásica en la Biblia, como ya había declarado Oseas, un profeta anterior a Isaías: «Quien es sabio que entienda estas cosas..., pues rectos son los caminos del Señor, por ellos caminan los justos, más los rebeldes en ellos tropiezan» (14, 10).

En el cántico de Isaías hay otro elemento muy sugerente por el uso que hace de él la Liturgia de las Horas. Menciona la aurora, esperada después de una noche dedicada a la búsqueda de Dios: « Mi alma te ansía de noche, mi espíritu en mi interior madruga por ti» (26, 9).

Precisamente a las puertas del día, cuando comienza el trabajo y late la vida diaria en las calles de las ciudades, el fiel debe comprometerse de nuevo a caminar «por la senda de tus juicios, Señor» (v. 8), esperando en Él y en su Palabra, único manantial de paz.

Los labios pronuncian entonces las palabras del Salmista, que desde la aurora profesa su fe: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti...; tu gracia vale más que la vida» (Salmo 62, 2.4). Con el espíritu reconfortado, puede afrontar el nuevo día.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit

Al final de la audiencia, el Papa hizo esta síntesis en castellano]

Queridos hermanos y hermanas:

El Cántico de Isaías que acabamos de escuchar describe la ciudad de la salvación que abre con gozo las puertas a los justos. Ella se erige fuerte y gloriosa, porque el Señor ha puesto sus fundamentos y muros de defensa, haciéndola segura y tranquila. Quien entra en esta ciudad debe tener una fe sólida en Dios, la «roca eterna». Él ofrece a los fieles la paz, síntesis de una vida en la justicia, en la libertad y en la alegría de la comunión.

Los Padres de la Iglesia han visto en esa promesa de paz las palabras que Cristo diría siglos más tarde: «Mi paz os dejo». Al dar la paz, Jesús dona su mismo Espíritu y se queda con nosotros.

Saludo a los fieles de lengua española; en especial a los peregrinos de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Lampa, Chile; a los jóvenes de la Archidiócesis de La Habana, Cuba; a los alumnos del Bachillerato humanista moderno de Salta, Argentina. Afrontad cada jornada, cuando comienza el trabajo y la vida en las calles de la ciudad, con el empeño de seguir «los rectos juicios del Señor» y esperando en su Palabra, única fuente de paz. ¡Muchas gracias!

FE O RAZÓN

Fuente: Círculos teológicos

                Señor: Creo, pero aumenta mi fe. Líbrame de razonamientos estériles y enséñame a creer sin ver. Haz que yo pueda aprender a través del estudio teológico todo lo que Tú deseas enseñarme, pero que no olvide, Señor, que es en la oración donde puedo conocerte mejor y aprender mucho más que en todo lo que pueda leer y estudiar. Que recuerde que, siendo Tú, Señor, fuente de toda sabiduría y verdad, es en la unión contigo a través de la oración sincera y asidua, como llegaré a la verdad y obtendré la sabiduría.

La Fe es a la vez, gracia de Dios y respuesta humana.

Tener Fe significa creer -firmemente y sin dudar- todo lo que Dios nos ha revelado y lo que la Iglesia Católica -su Iglesia- nos propone como motivos de Fe.

Nuestra inteligencia tiene la tendencia a creer las cosas que son evidentes. Como hay verdades divinas no evidentes, para creerlas se necesita nuestro asentimiento a esas verdades divinas.

¿Podemos tener Fe por nosotros mismos?

Jesús le dijo a San Pedro, al reconocerlo como el Mesías: “Feliz eres, Simón, porque eso no te lo enseñó la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” (Mt. 16, 17). Es decir, tenemos todas las gracias divinas para poder creer aun lo no comprobable y hasta increíble... pero debemos responder a esas gracias dando nuestro asentimiento. Eso es tener Fe.

En resumen, la Fe -según palabras Santo Tomás de Aquino- “es un acto del entendimiento, el cual se adhiere a la Verdad Divina, mediante una orden de la voluntad movida por la gracia de Dios”.

La Fe no es contraria a la razón. Creer no significa abdicar de la razón. Tampoco la Fe puede ser contraria a la Ciencia, pues lo verdadero no puede contradecir a lo verdadero. La verdad tiene una misma fuente que es Dios y Dios no puede contradecirse. Las realidades no-sagradas y las realidades sagradas provienen de la misma fuente que es Dios.

San Agustín nos indica cómo debe ser la relación entre la Fe y la razón, para qué y cómo utilizar nuestra inteligencia: “Creo para comprender y comprendo para creer mejor”.

Los misterios de la Fe están por encima de la razón, no en contra de la razón... Y creer esos misterios resulta muy beneficioso para nosotros.

Los misterios de la Fe no pueden comprobarse por medio de la razón, pues al estar por encima de la razón, son incomprensibles para nuestra inteligencia. Los misterios de la Fe desbordan nuestra limitada capacidad intelectual: es imposible que -por decirlo gráficamente- misterios infinitos quepan en nuestra inteligencia limitada.

Experiencia mística de San Agustín al tratar de explicarse el misterio de la Santísima Trinidad demuestra nuestra limitación para comprender verdades infinitas. Cuéntase que mientras San Agustín se encontraba en la playa preparándose para dar una enseñanza sobre el misterio de la Santísima Trinidad, vio a un niño tratando de vaciar el agua del mar en un hoyito que había hecho en la arena. Al preguntarle San Agustín qué estaba haciendo, el niño le respondió que estaba tratando de vaciar el mar en el hoyito, a lo que le contestó el Santo: “Pero, ¡estás tratando de hacer una cosa imposible!” Y el Niño le replicó: “No más imposible de lo que es para ti entender o explicar el misterio de la Santísima Trinidad”. Y con estas palabras el Niño desapareció.

Apologética viene de “apología” = defensa o justificación. Es la ciencia teológica que prueba la “razonabilidad” de las verdades de la fe; es decir que éstas no son contrarias a la razón.

La Apologética responde al llamado de San Pedro: “siempre estén dispuestos para dar una respuesta acertada al que les pregunte acerca de sus convicciones” (1 Pe. 3, 15-b).

La Apologética no pretende comprobar con certeza matemática las verdades de la Fe. Certeza matemática es, por ejemplo, la realidad de que una parte de una torta es menor que la torta entera (dicho en términos matemáticos: “el todo es mayor que una de sus partes”.

Pero un hecho real, como la resurrección de Cristo, no tiene una evidencia tan exacta como ese axioma matemático, pero puede demostrarse, por ejemplo, históricamente o inclusive confirmarse científicamente.

La Apologética, entonces, se relaciona solamente con la inteligencia, mientras que la Fe se refiere tanto a la inteligencia como a la voluntad y a la gracia divina.

En resumen: la Apologética no puede producir la Fe, pero es una herramienta útil para explicarnos y explicar a otros algunas verdades de la Fe.

ES NECESARIA NUEVA APOLOGETICA

FRENTE A PRESION DE LOS MEDIOS

Y DE LAS SECTAS,

DICE EL PAPA.

Vaticano, (ACI) 13-4-02.- El Papa Juan Pablo II habló de la importancia de desarrollar “una nueva Apologética”.

“En un mundo en el que la gente está continuamente sujeta a la presión cultural e ideológica de los medios de comunicación y a la actitud agresivamente anti-católica de las sectas, la Iglesia está llamada a proclamar la verdad absoluta y universal al mundo, en una época en la que en muchas culturas hay una profunda incertidumbre sobre la posibilidad de que exista esa verdad absoluta”.

“Por eso la Iglesia debe expresarse con claridad”. Juan Pablo II subrayó que “hablar con claridad significa que es necesario explicar comprensiblemente la verdad de la Revelación y las enseñanzas de la Iglesia que derivan de ella”.

“Es necesaria una nueva Apologética que tenga en cuenta que nuestra tarea no es vencer con los argumentos, sino conquistar almas, con la humildad y compasión necesarias para comprender las ansiedades y los interrogantes de las personas”