Seguirán después las otras dos partes programáticas del documento: la «Palabra en la vida de la Iglesia» (segundo apartado) y la «Palabra en el mundo» (tercer apartado). En la primera parte se afirma una idea de especial relieve en la que queremos centrar la atención: «la novedad de la revelación bíblica consiste en que Dios se da a conocer en el diálogo que desea tener con nosotros» (VD 6). Dios se ha querido dar a conocer, se ha dirigido a nosotros para hablarnos de su vida íntima y de sus designios de salvación –de su amor, en definitiva–, y ese coloquio lo ha actuado especialmente por medio «del Verbo de Dios, por quien “se hizo todo” (Jn 1,3) y que se “hizo carne” (Jn 1,14)». La Segunda Persona de la Santísima Trinidad, asumiendo nuestra naturaleza humana en todo a excepción del pecado, nos ha revelado «al mismo Dios en el diálogo de amor de las Personas divinas y nos invita a participar en él» (VD 6). Todo es fruto del infinito amor de Dios, gracias al cual su «Palabra» se ha acercado a nosotros para desvelarnos el enigma de la condición humana y el camino de acceso hacia sus moradas, para decirnos qué es el hombre y cuál es su pequeñez y su grandeza. Vienen a la mente las palabras de reconocimiento y acción de gracias del autor del Salmo 8: «¡Dios y Señor nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra! […]. ¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes, y el hijo de Adán, para que te cuides de él? Y lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto bajo sus pies» (Sal 8,2.5-7).
Conviene señalar que, en el contexto en el que nos encontramos, VD ha querido subrayar de un modo claro y articulado que la locución «Palabra de Dios» expresa una realidad multiforme; una realidad que no se puede restringir a un fenómeno solo de índole textual, aunque éste sea el texto de la Sagrada Escritura, que manifiesta de modo excelso la Sabiduría divina. El hablar de Dios se ha expresado en modo variado, con diversas tonalidades y coloridos, existiendo una verdadera «sinfonía de la Palabra», como se expresa con una bella imagen VD 7. Dios nos ha hablado y nos habla, en efecto, digamos en primer lugar, por medio de la creación, que el Documento llama “liber naturae”, como bien lo comprendía el autor del salmo 19 cuando afirma: «Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día le anuncia el mensaje al otro día y una noche le da la noticia a la otra noche. Sin discurso, sin palabras, sin que se oiga su voz, se esparce su rumor por toda la tierra» (Sal 19,2-5). Sucesivamente, Dios se ha manifestado –nos ha hablado– a través de los eventos y las narraciones de la historia de la salvación, por boca de los profetas y de los Apóstoles, por medio de la Tradición viva de la Iglesia, especialmente a través del lenguaje de la liturgia y de la predicación.
Pero por encima de todo esto, Dios nos ha hablado –y nos habla– por medio del Verbo eterno encarnado, Jesucristo, la Palabra de Dios hecha realmente consustancial a nosotros en el seno de María Virgen, como nos recuerda el inicio de la carta a los Hebreos: «En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo» (Hb 1,1-2). Es por esto que la expresión «Palabra de Dios» hay que referirla principalmente a la persona de Jesucristo, Hijo eterno del Padre, hecho hombre por nosotros. De ahí que convenga señalar –lo hacemos con palabras de VD 7–, que es «necesario educar a los fieles para que capten mejor los diversos significados [de la Palabra de Dios] y comprendan su sentido unitario. Es preciso también que, desde el punto de vista teológico, se profundice en la articulación de los diferentes significados de esta expresión, para que resplandezca mejor la unidad del plan divino y el puesto central que ocupa en él la persona de Cristo».
Ciertamente, no se nos oculta que la Sagrada Escritura –unida inseparablemente a la Tradición viva de la Iglesia formando una sola realidad salvífica–, es una manifestación privilegiada de la «Palabra de Dios», porque escrita «bajo la inspiración del Espíritu Santo, tiene a Dios como autor» (DV 11): todo en la Escritura ha caído bajo la mirada providencial extraordinaria de Dios, pues en su composición Dios «eligió a hombres, que utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería» (ibidem). Los libros sagrados no solo contienen por eso la Palabra de Dios, sino que, por ser inspirados, «son en verdad palabra de Dios» (DV 24). Pero en todo esto no hay que olvidar que el mismo Espíritu que inspiró a los autores de las Sagradas Escrituras para que enseñaran «firmemente, con fidelidad y sin error la verdad», y que la quiso consignar «para nuestra de salvación» (DV 11), es Aquel que actuó en la encarnación del Verbo, que guió a Jesús a lo largo de su misión y que sostiene e inspira a la Iglesia en la tarea de anunciar la Palabra de Dios a los hombres.
2. La Palabra de Dios en la vida del sacerdote
Al Dios que habla, el hombre está llamado a dar una respuesta de fe, prestando el homenaje de su entendimiento y de su voluntad con todas las fuerzas del corazón y de la mente. En ese diálogo, «nos comprendemos a nosotros mismos y encontramos respuesta a las cuestiones más profundas que anidan en nuestro corazón» (VD 23).
Conocemos bien el coloquio que tuvo Jesús con aquel doctor de la ley sobre el principal mandamiento. «Maestro –le dice–, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le respondió: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-40). Las palabras de Jesús hacían eco a dos conocidos textos bíblicos, Dt 6,5 y Lv 19, 18, parte de la célebre oración shema Israel («escucha Israel») que todo buen Israelita recitaba con devoción, como también ahora, al menos dos veces al día. La Palabra de Dios, en efecto, hay que acogerla con plena apertura de corazón, con todas las fuerzas del ánimo, pues lejos de acallar los deseos más auténticos del hombre los ilumina, purifica y perfecciona. Llamados a una identificación con Cristo –«Palabra de Dios entre nosotros» (VD 77)– hemos de crecer constantemente en nuestra relación personal con Él, siendo como es «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). En esta perspectiva se puede situar la llamada que hace VD a todos los cristianos para que profundicen su relación con la Palabra de Dios, a cada uno según su situación en la Iglesia y en el mundo.
Por cuanto se refiere a los sacerdotes, que por su ministerio son –como afirma la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis de Juan Pablo II citada en VD 80 – «[ungidos por Dios y enviados] para anunciar a todos el Evangelio del Reino, llamando a cada hombre a la obediencia de la fe y conduciendo a los creyentes a un conocimiento y comunión cada vez más profundos del misterio de Dios, revelado y comunicado a nosotros en Cristo». Por esto, el sacerdote «debe ser el primero en cultivar una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva: “la mente de Cristo” (1Co 2,16)». Por esto, concluye VD 80, las palabras, decisiones y actitudes del sacerdote «han de ser cada vez más una transparencia, un anuncio y un testimonio del Evangelio; “solamente ‘permaneciendo’ en la Palabra, el sacerdote será perfecto discípulo del Señor; conocerá la verdad y será verdaderamente libre” ». Es necesario por tanto que la Palabra de Dios se encarne en la vida del sacerdote. Solo siendo verdaderamente de Cristo, estando continuamente a su escucha, tratándole con familiaridad especialmente en la Eucaristía, podrá también trasmitir Cristo a los demás hombres.
A los 34 años, fui consagrado Arzobispo de Conakry. Teniendo en cuenta esta nueva responsabilidad y viviendo, además, en un contexto socio-político especialmente difícil, quise desarrollar, ante el mucho trabajo y la actividad pastoral, la oración diaria y la profundización de mi relación con Jesús. Después de la experiencia de un año, en el que vivía un día de retiro al mes, decidí dedicar cada dos meses tres días al ayuno, a la oración y a la reflexión, en los que tenía como únicos acompañantes al Santísimo Sacramento y la Sagrada Escritura. Como tenemos todos bien experimentado, en los días dedicados más específicamente a la oración, aumenta nuestra humildad y nuestro afán de santidad, se fortalece nuestra amistad con el Señor y el deseo de servir más a la Iglesia. Biblia y Eucaristía son el alimento indispensable para el sacerdote, y la fuente de su inspiración para su enseñanza y sus homilías.
Es ilustrativo notar que, en un parágrafo precedente, VD se dirige análogamente a los Obispos –esta vez en referencia a la exhortación apostólica postsinodal Pastores Gregis de Juan Pablo II – exhortándoles a que, como los más autorizados anunciadores de la Palabra, pusieran siempre «en primer lugar, la lectura y meditación de la Palabra de Dios» (VD 79). Y precisa el documento: «Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse encomendado “a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados” (Hch 20,32). Por tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma, tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como “dentro de” la Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno» (VD 79).
Quisiera añadir a estas enseñanzas magisteriales unas elevadas consideraciones que el Beato Juan Pablo II formuló en una numerosa ordenación en Brasil sobre la actuación de Cristo en el sacerdote, en sus palabras y gestos, destacando la íntima e inseparable unión que entonces se realiza entre el sacerdocio de Cristo y el sacerdocio ministerial: «Jesús –decía el Beato Pontífice– nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es Él quien actúa por medio de nosotros. “Por el sacramento del orden —dijo alguien acertadamente (el Papa cita a san Josemaría)—, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. Es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre” . Y podemos añadir: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: “Tus pecados te son perdonados” (Mt 9,2; Lc 5,20; 7,48; cf. Jn 20,23). Y es Él quien habla, cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida a los enfermos, los niños y los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados» .
Una síntesis admirable de toda esta enseñanza de la que venimos hablando me parece encontrarla en la exhortación que hace la constitución dogmática Dei Verbum a todos los clérigos a que vivan de la Palabra, concretamente, «se sumerjan en las Escrituras con asidua lectura y con estudio diligente, para que ninguno resulte “predicador vacío y superfluo de la palabra de Dios que no la escucha en su interior”, puesto que deben comunicar a los fieles que se le han confiado, sobre todo en la Sagrada Liturgia, las inmensas riquezas de la palabra divina» (DV 25). Ciertamente, tal lectura y estudio diligente de la Palabra de Dios incumbe, según sus posibilidades, a todos los cristianos, como refiere a continuación DV 25 con expresión en cierto modo lapidaria: «El Santo Concilio exhorta con vehemencia a todos los cristianos en particular a los religiosos, a que aprendan “el sublime conocimiento de Jesucristo” (Flp 3,8), con la lectura frecuente de las divinas Escrituras. “Porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo” . Lléguense, pues, gustosamente, al mismo sagrado texto, ya por la Sagrada Liturgia, llena del lenguaje de Dios, ya por la lectura espiritual, ya por instituciones aptas para ello, y por otros medios, que con la aprobación o el cuidado de los Pastores de la Iglesia se difunden ahora laudablemente por todas partes. Pero no olviden que debe acompañar la oración a la lectura de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre; porque “a Él hablamos cuando oramos, y a Él oímos cuando leemos las palabras divinas”» . Me parece especialmente digno de mención el énfasis que hace el documento respecto a la unión entre la lectura de la palabra de Dios y la oración, pues la una sin la otra conduciría, o bien a una fraseología sin alma, o bien a un espiritualismo sin contenido.
3. La meditación de la Sagrada Escritura
El clérigo, y todo cristiano, debe centrar su vida en la Palabra de Dios, poniendo a Cristo en el centro de su existencia, y para esto, una vía necesaria que se ha de recorrer es la lectura asidua de la Sagrada Escritura, parte esencial, como hemos señalado, de ese conjunto de realidades a las que corresponde ser llamadas «Palabra de Dios» y que se relacionan con el Verbo eterno del Padre como reflejos de la imagen perfecta del Padre. El Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC) expresa esa relación de la Escritura con la Palabra de Dios afirmando que «a través de todas las palabras de la sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se da a conocer en plenitud (cf. Hb 1,1-3)» (CEC 102); afirmación a la que sigue como autorizado complemento el encomiable comentario de san Agustín: «Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las Escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo» .
Es esta relación intrínseca con el Verbo del Padre, y por tanto con el Verbo Encarnado, lo que da a las Sagradas Escrituras su más alta definición teológica y las convierte en objeto de máxima veneración (cf. DV 21). No es extraño por eso, como indica VD 72, que los santos en la Iglesia hayan hablado siempre de la importancia de conocer la Escritura para crecer en el amor a Cristo; de modo ejemplar el documento menciona a san Jerónimo, llamado el «gran enamorado de la Palabra de Dios», que se preguntaba: «¿Cómo se podría vivir sin la ciencia de las Escrituras, mediante las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?» . San Jerónimo era plenamente consciente de que la Biblia es el gran instrumento «con el que Dios habla cada día a los creyentes» . Por eso daba el siguiente consejo a la matrona romana Leta para la educación de su hija: «Asegúrate de que estudie cada día algún paso de la Escritura [...]. Que la oración siga a la lectura, y la lectura a la oración [...]. Que, en lugar de las joyas y los vestidos de seda, ame los
Libros divinos» . Y al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que nunca dejes de tener el Libro santo en tus manos. Aprende aquí lo que tú tienes que enseñar» . Por eso, se puede afirmar con las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, que «en la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV 24) porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1Ts
2,13). “En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos” (DV 21)» (CEC 104). Pienso que unas palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, de profundo contenido pastoral, pueden ser muy provechosas en este contexto: «Al abrir el Santo Evangelio, piensa que lo que allí se narra –obras y dichos de Cristo– no sólo has de saberlo, sino que has de vivirlo. Todo, cada punto relatado, se ha recogido, detalle a detalle, para que lo encarnes en las circunstancias concretas de tu existencia. –El Señor nos ha llamado a los católicos para que le sigamos de cerca y, en ese Texto Santo, encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida. Aprenderás a preguntar tú también, con el Apóstol, lleno de amor: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?...”. –¡La Voluntad de Dios!, oyes en tu alma de modo terminante. Pues, toma el Evangelio a diario y vívelo como norma concreta. –Así han procedido los santos» . «No solo has de saberlo, sino que has de vivirlo»: es el mensaje que quiero yo también dirigiros.
Con la misma fuerza, Johannes Albrecht Bengel, un teólogo protestante (1687-1752) exhorta a los cristianos con estas palabras: «Te totum applica ad textum, rem totam applica ad te»; lo que podríamos traducir así: Aplícate enteramente al texto, con todo tu ser; todo lo que el texto dice, aplícatelo a ti mismo.
La lectura bíblica tiene que estar finalizada a modelar la vida del que lee, a transformar sus sentimientos e inteligencia, a identificar al hombre con Cristo, hasta que pueda pronunciar con sinceridad de corazón, como san Pablo, «y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20).