Para nutrir la vida de los jóvenes cristianos de Guinea, mi país, y para ayudarles a conocer, amar y tratar a Jesús como a un amigo, he tenido la alegría de organizar, durante más de veinte años, unas clases de formación humana y cristiana. Cada año, durante dos semanas, participaban en estas sesiones entre quinientos y seiscientos chicos y chicas. Estas dos semanas eran momentos de gracia para mí y para los jóvenes, que querían empaparse de la Palabra de Dios y vivir una experiencia personal con Jesús; no sólo a través del estudio de la Sagrada Escritura, sino también a través de la adoración del Santísimo Sacramento y la Misa diaria. El estudio de la Palabra de Dios y la contemplación de Jesús-Eucaristía van siempre unidos.
4. Oración, liturgia y homilía
La Palabra de Dios debe ser, en consecuencia, el continuo afán del alma del cristiano, del sacerdote en particular; alimento constante de su oración, que ha de ser ininterrumpida, como afirma el Apóstol: «Orad sin cesar. Dad gracias por todo, porque eso es lo que Dios quiere de vosotros en Cristo Jesús. No extingáis el Espíritu» (1 Ts 5,17-19; cf. Ef 6,18-20). Una oración constante, pues, y llena de deseos de avanzar en el camino hacia Dios, ha de ser la vida del cristiano.
Admirables son las palabras de VD 24 que, en relación a los Salmos –parte esencial de la Liturgia de las Horas, joya selecta y magnífica de la vida de la Iglesia–, afirma: «La Palabra divina nos introduce a cada uno en el coloquio con el Señor: el Dios que habla nos enseña cómo podemos hablar con Él. Pensamos espontáneamente en el Libro de los Salmos, donde se nos ofrecen las palabras con que podemos dirigirnos a Dios, presentarle nuestra vida en coloquio ante él y transformar así la vida misma en un movimiento hacia Él . En los Salmos, en efecto, encontramos toda la articulada gama de sentimientos que el hombre experimenta en su propia existencia y que son presentados con sabiduría ante Dios; aquí se encuentran expresiones de gozo y dolor, angustia y esperanza, temor y ansiedad. Además de los Salmos, hay también muchos otros textos de la Sagrada Escritura que hablan del hombre que se dirige a Dios mediante la oración de intercesión (cf. Ex 33,12-16), del canto de júbilo por la victoria (cf. Ex 15), o de lamento en el cumplimiento de la propia misión (cf. Jr 20,7-18). Así, la palabra que el hombre dirige a Dios se hace también Palabra de Dios, confirmando el carácter dialogal de toda la revelación cristiana y toda la existencia del hombre se convierte en un diálogo con Dios que habla y escucha, que llama y mueve nuestra vida. La Palabra de Dios revela aquí que toda la existencia del hombre está bajo la llamada divina ». Solo en la medida en que por la fe y la devoción la Palabra de Dios penetra en el alma del hombre –del sacerdote–, haciendo que éste se oriente a Dios como algo exclusivo de su vida, con todo su entendimiento y voluntad (cf. DV 5), se es capaz de comunicar esa Palabra a los demás hombres come ella realmente es, con todo el atractivo que encierra. No es posible de otro modo, porque la Palabra de Dios no se deja manipular: ella «es viva y eficaz y más cortante que espada de doble filo; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón. Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuentas» (Hb 4,12).
Por este motivo la Iglesia ha insistido constantemente en la lectura orante de la Sagrada Escritura, en el acercamiento meditado al texto sagrado, en cualquiera de las formas que han llegado a ser tradicionales en la Iglesia, como elemento fundamental de la vida espiritual de todo creyente. Con especial fuerza lo declaran las siguientes palabras de VD 86: «Los Padres sinodales han seguido la línea de lo que afirma la Constitución dogmática Dei Verbum: “Todos los fieles […] acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones u otros medios, que para dicho fin se organizan hoy por todas partes con aprobación o por iniciativa de los Pastores de la Iglesia. Recuerden que a la lectura de la Sagrada Escritura debe acompañar la oración” (DV 25). La reflexión conciliar pretendía retomar la gran tradición patrística, que ha recomendado siempre acercarse a la Escritura en el diálogo con Dios. Como dice san Agustín: “Tu oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios” . Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso que el estudio, la intimidad con Cristo y la oración. En efecto, está convencido de que la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no se da una auténtica scientia Christi sin enamorarse de Él» (VD 86).
Esta lectura orante adquiere un especial relieve en la liturgia, la «acción» del «Cristo total» (Christus totus), que llevando al hombre más allá de los signos le hace participar de la liturgia del cielo, «donde la celebración es enteramente Comunión y Fiesta» (CEC 1136). Y esto porque, si bien es verdad que la Palabra de Dios se dirige personalmente a cada hombre, no es menos cierto que se trata de una Palabra que ha sido dada a la Iglesia para construir la comunidad de los fieles. «En la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística. Así como la adoración eucarística prepara, acompaña y prolonga la liturgia eucarística , así también la lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico» (VD 86). Esta relación entre lectura orante y liturgia permite entender los criterios que la Iglesia ha dado para orientar precisamente la lectura orante en el contexto de la pastoral y de la vida espiritual del Pueblo de Dios.
En este contexto, tiene especial importancia la homilía, que haciéndose eco de los textos litúrgicos, explicita a los fieles el mensaje evangélico. Recurro particularmente en este caso a un número de VD, el 59, texto que considero que vale la pena leer con especial detenimiento; un número cuyas fuentes explícitas se encuentran en el Misal Romano, y a la vez que se hace eco de la constitución dogmática Sacrosanctum Concilium. Leamos el pasaje en cuestión: «La homilía constituye una actualización del mensaje bíblico, de modo que se lleve a los fieles a descubrir la presencia y la eficacia de la Palabra de Dios en el hoy de la propia vida. Debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística. Por consiguiente, quienes por ministerio específico están encargados de la predicación han de tomarse muy en serio esta tarea». Actualización del texto bíblico, descubrimiento de la eficacia actual de la Palabra de Dios, mayor comprensión del misterio eucarístico, profundización de la fe e invitación a difundir el mensaje evangélico, son pues las coordenadas constitutivas y la esencia de la homilía. Por eso «se han de evitar homilías genéricas y abstractas, que oculten la sencillez de la Palabra de Dios, así como inútiles divagaciones que corren el riesgo de atraer la atención más sobre el predicador que sobre el corazón del mensaje evangélico».
En consecuencia, «debe quedar claro a los fieles que lo que interesa al predicador es mostrar a Cristo, que tiene que ser el centro de toda homilía» (VD 59). El sacerdote buscará con sus palabras que los fieles puedan descubrir el rostro amable de Jesucristo que se encuentra en los cuatro Evangelios, que oigan y metan en práctica las inspiraciones que el Espíritu Santo suscita en sus corazones por la proclamación de la Palabra de Dios. La centralidad de Cristo en la homilía se refleja no solo en las palabras, sino en todas las actitudes del predicador: «Los fieles perciben el amor del celebrante a Cristo en el tono, en las expresiones, en la alegría, la sencillez, el entusiasmo. De ahí deriva el tipo peculiar de preparación requerida por la homilía: un estudio meditativo, íntimamente unido a la oración personal».
El texto de VD citado concluye diciendo: «Por eso se requiere que los predicadores tengan familiaridad y trato asiduo con el texto sagrado […]. El predicador tiene que “ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia” , porque, como dice san Agustín: “Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior” . Cuídese con especial atención la homilía dominical y la de las solemnidades; pero no se deje de ofrecer también, cuando sea posible, breves reflexiones apropiadas a la situación durante la semana en las misas cum populo, para ayudar a los fieles a acoger y hacer fructífera la Palabra escuchada» (VD 59).
Unas últimas palabras
Para concluir, quiero volver a insistir en algo que es esencial para nuestra fe: que la «Palabra de Dios», siendo por excelencia el Verbo eterno del Padre, la Persona del Hijo Eterno, que el Padre pronunció antes de todos los siglos, que se hizo carne, entró en el tiempo y en la historia de los hombres para llevar a cabo nuestra salvación, esa Palabra debe llenar toda la vida del cristiano y especialmente del sacerdote. «Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros» (Jn 1,14).
La Palabra de Dios es por tanto una Persona, que vino a este mundo para hacernos descubrir el significado de nuestra existencia y mostrarnos los caminos que conducen hacia la plena felicidad, hacia Dios. Por eso, como enseña CEC 108, no hemos de perder de vista que «la fe cristiana no es una “religión del Libro”. El cristianismo es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”. Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas (cf. Lc 24,45)». No está centrada nuestra fe, por tanto, en un texto, aunque en el caso de la religión cristiana se trate del más excelente de los textos y ocupe ese lugar excelso de hacernos asequible el conocimiento de Aquel que es «camino, verdad y vida». En esto el cristianismo mantiene, respecto a los escritos en los cuales se inspira, una relación única, que ninguna otra tradición religiosa puede tener. Pero no hemos de perder de vista que es hacia Cristo a donde vamos; hacia una Persona, que debe ser el punto referencial de nuestra existencia y al que aclaman también las realidades creadas, la vida de los santos y toda la realidad de la Esposa de Cristo. Y ese Cristo «vive para siempre», poseyendo «un sacerdocio perpetuo», por eso «puede salvar perfectamente a los que se acercan a Dios a través de él, ya que vive siempre para interceder por nos otros» (Hb 7,24-25). Ese Cristo es el que el sacerdote ha de hacer vida de su vida hasta identificarse con El, a través de una oración continua que sabe encontrarle en todas las realidades creadas, humanas y divinas.
Pero el cristiano está llamado a proclamar la verdad. Lo que es vida suya lo ha de trasmitir a otros; a todos: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15), nos ha dicho el Señor. El sacerdote, en particular, sabe que por el Sacramento del Orden, está configurado a Cristo Sacerdote, Maestro, Santificador y Pastor de su Pueblo. Esta es la identidad de los sacerdotes que siendo «representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu» . De ahí que junto a su oración personal, que debe ser a la vez litúrgica, el sacerdote se sienta llamado a proclamar la verdad sobre Cristo desde esa misma liturgia. La homilía adquiere así un significado del todo especial. Es la expresión de una verdad que ha llenado la vida del que habla.
EL MINISTERIO DE LA CARIDAD, PERTENECE AL SACERDOTE
1. El ministerio de la caridad pertenece al sacerdote por su configuración con Cristo Cabeza y Pastor
Fuente: Comisión Española de Pastoral Social, día de la Caridad: 25 Abril 2012 «Aunque se deban a todos –dice el Concilio- los presbíteros tienen encomendados a sí de manera especial a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado (Cf Mt 25,34-45) y cuya evangelización se da como prueba mesiánica (Cf Lc 4,18)»[6].
El ministerio de la caridad pertenece a todo sacerdote por su bautismo, porque la caridad es tarea de todo fiel en la Iglesia[7]. Pero además, pertenece al sacerdote por otras razones más particulares y hondas que nacen de su identidad y ministerio sacerdotal, como su configuración con Cristo Cabeza y Pastor.
Lo expresa así Juan Pablo II: «El presbítero participa de la consagración y misión de Cristo de un modo específico y auténtico, o sea, mediante el sacramento del Orden, en virtud del cual está configurado en su ser con Cristo Cabeza y Pastor, y comparte la misión de "anunciar a los pobres la Buena Noticia", en el nombre y en la persona del mismo Cristo» [8].
Como Jesús, Buen Pastor[9], el sacerdote esta llamado a cuidar de todas las ovejas y a saciar su hambre y su sed, pero con especial cuidado busca a la perdida, cura a la herida, reincorpora a la comunidad a la descarriada.
Como el Corazón de Jesús, también el corazón del sacerdote se conmueve, se compadece con entrañas de amor ante el leproso, ante el herido en el camino, ante el excluido, ante los hambrientos, y hace presente para los pobres y desvalidos el amor misericordioso de Dios[10].
2. El ministerio de la caridad pertenece al sacerdote por su configuración con Cristo Sacerdote
Con Cristo Sacerdote los presbíteros están llamados a hacer de su vida una ofrenda viva al servicio de los hermanos, de tal manera que su amor a los otros encuentre su mayor realización en la propia entrega.
La actividad caritativa para todo cristiano, pero de manera particular para los sacerdotes, adquiere su verdadera dimensión como expresión del amor de Dios cuando adquiere la forma de don de sí mismo, similar al don del mismo Jesucristo. Como dice Benedicto XVI, «el corazón de Cáritas es el amor sacrificial de Cristo y cada forma de caridad individual y organizada en la Iglesia debe encontrar su punto de referencia en Él».Sólo así, añade, la actividad caritativa «se transforma en un gesto verdaderamente digno de la persona que ha sido creada a imagen y semejanza de Dios»[11].
Esta ofrenda de la propia vida se expresa de manera sacramental en la Eucaristía y de manera existencial en el servicio a los pobres. Los sacerdotes en la Eucaristía ofrecen al Padre la vida entregada de Jesús para la salvación del mundo y, junto con Jesús, ofrecen su propia vida entregada para la salvación de los hombres[12]. A imagen de Jesús, y unidos a Él, los sacerdotes dicen a los hombres: Tomad mi cuerpo, bebed mi sangre. Mi cuerpo entregado por vosotros: mi vida, mi tiempo, mi pensar, mi sentir. Mi sangre derramada por vosotros: mi trabajo, mi esfuerzo, mis tensiones, mis sufrimientos y esperanzas.
Celebrar la Eucaristía es, en palabras de Benedicto XVI, «implicarnos en la dinámica de su entrega»[13]. De ahí que la Eucaristía, misterio de muerte y resurrección, misterio de pasión -de pasión de amor-, sea la fuente de la espiritualidad que lleva a los sacerdotes a hacerse don, entrega total y generosa, hasta dar la vida, por amor, al servicio de los hermanos, especialmente de los más pobres.
3. El ministerio de la caridad pertenece al sacerdote por su misión al frente de la comunidad
El sacerdote, enraizado en la caridad pastoral de Cristo, está llamado a promover relaciones de servicio con todos los hombres, «de manera especial con los pobres y los más débiles»[14]. «Es necesario que el presbítero sea testigo de la caridad de Cristo mismo que "pasó haciendo el bien" (Hch 10,38); el presbítero debe ser también el signo visible de la solicitud de la Iglesia que es Madre y Maestra. Y puesto que el hombre de hoy está afectado por tantas desgracias, especialmente los que viven sometidos a una pobreza inhumana, a la violencia ciega o al poder abusivo, es necesario que el hombre de Dios, bien preparado para toda obra buena (cf. 2 Tim 3,17), reivindique los derechos y la dignidad del hombre»[15].
Si la caridad es algo que pertenece a la naturaleza de la Iglesia y, en consecuencia, a toda la comunidad cristiana[16], tarea del sacerdote es hacer que en la comunidad cristiana se viva y exprese el servicio a los pobres. Compete al sacerdote procurar que cada uno de sus fieles sea conducido por el Espíritu «a la caridad sincera y diligente»[17].
Esto significa que si tarea del sacerdote es el ministerio de la Palabra y el ministerio de los Sacramentos, tarea suya es también el ministerio de la caridad, como nos dijo el Concilio y nos recuerda Juan Pablo II [18]. Y si tarea suya es presidir a la comunidad en el anuncio de la Palabra y en la celebración de la fe, tarea suya es presidirla en la caridad.
Si propio del sacerdote es el ministerio de la comunión en la comunidad, y no hay comunidad sin kerygma, sin liturgia y sin diaconía[19], no hay ministerio completo de la comunidad sin el ejercicio y animación de la caridad. Una caridad que el sacerdote, de manera ordinaria, ejerce en el ámbito privilegiado de su campo de acción, que es la Parroquia, por medio de la Cáritas Parroquial.
Queremos por ello recordar que la caridad no es sólo tarea individual, sino tarea comunitaria, tarea de toda la comunidad y, en consecuencia, requiere una organización y una programación en la comunidad[20]. De esta necesidad de un orden en la administración de la caridad surge una organización como Cáritas, que no es más que la misma Iglesia en el ejercicio de su amor y servicio a los pobres.
Es en este contexto de la dimensión comunitaria de la caridad donde se comprende y ejerce adecuadamente la tarea de presidir en la caridad. Una tarea que no consiste en monopolizar la acción caritativa y social, como si fuera algo que compete sólo al sacerdote, sino en sensibilizar a la comunidad sobre la dimensión caritativa y social de la vida cristiana, promover la corresponsabilidad, implicar en ella a los órganos de comunión y participación de la comunidad parroquial y favorecer la coordinación de la acción caritativa y social tanto en el ámbito intraeclesial como en el social.