18 de julio de 2014. “La verdadera religión está en la limpieza del alma”. (San Agustín de Hipona). Fuente: religión en libertad. Después de recibir de sus labios la enseñanza de la siguiente doctrina, conviene a saber: que la verdad no se capta con los ojos del cuerpo, sino con la mente purificada, y que toda alma con su posesión se hace dichosa y perfecta; que a su conocimiento nada se opone tanto como la corrupción de las costumbres y las falsas imágenes corpóreas, que mediante los sentidos externos se imprimen en nosotros, originadas del mundo sensible, y engendran diversas opiniones y errores; que, por lo mismo, ante todo se debe sanar el alma, para contemplar el modelo inmutable de las cosas y la belleza incorruptible,
absolutamente igual a sí misma, inextensa en el espacio e invariable en el tiempo, sino siempre la misma e idéntica en todos sus aspectos (esa belleza, cuya existencia los hombres niegan, sin embargo de ser la verdadera y la más excelsa); que las demás cosas están sometidas al nacimiento y muerte, al perpetuo cambio y caducidad, y, con todo, en cuanto son, nos consta que han sido formadas por la verdad del Dios eterno, y, entre todas, sólo le ha sido dado al alma racional e intelectual el privilegio de contemplar su eternidad y de participar y embellecerse con ella y merecer la vida eterna; pero, sin embargo, ella, dejándose llagar por el amor y el dolor de las cosas pasajeras y deleznables y aficionada a las costumbres de la presente vida y a los sentidos del cuerpo, se desvanece en sus quiméricas fantasías, ridiculiza a los que afirman la existencia del mundo invisible, que trasciende la imaginación y es objeto de la inteligencia pura ;o (San Agustín. Tratado sobre la Verdadera Religión 3,3).
La Iglesia es una realidad terrenal que se hace presente en el mundo a de muchas y diferentes formas. Hablar de tiempo y espacio nos hace pensar en planes, lugares, tiempos, estadios, salones, etc. Todo esto está muy bien si no olvidamos que la Belleza siempre está presente donde Dios habita. ¿Habita Dios en nosotros y en nuestras acciones? Rara vez permitimos que sea la Belleza eterna quien nos guíe, mientras nos volvemos locos con una planificación bien establecida. Nuestras tendencias pelagianas nos llevan dar más importancia a los procesos y a los espacios, poca importancia a Dios.
San Agustín nos señala que hay un engaño en dar privilegios a tiempo y espacio en nuestra vida y en la vida de la Iglesia: “ante todo se debe sanar el alma, para contemplar el modelo inmutable de las cosas y la belleza incorruptible, absolutamente igual a sí misma, inextensa en el espacio e invariable en el tiempo”.
Los humanos somos seres simbólicos, por lo que buscamos acercarnos a Dios a través de la trascendencia simbólica de todo lo que nos rodea y de la Revelación de Dios. Si Dios es eterno ¿Por qué no crear un tiempo y una medida de tiempo que nos permita acercarnos a esa eternidad? Si Dios es ubicuo ¿Por qué no crear un espacio que nos permita acercarnos la perfección divina?
Así nacieron los espacios sagrados: templos y el tiempo sagrado: culto. Ambos nos vinculan a Dios y nos permiten tener vivencias que exceden nuestras limitaciones de tiempo y espacio.
Pero, qué contestar a la pregunta ¿Es superior el tiempo al espacio? Los seres humanos tendemos a categorizar y a establecer relaciones de orden con gran facilidad, ya que de esta forma comprendemos qué sucede dentro y fuera, de nosotros. Por desgracia estas relaciones se utilizan, frecuentemente, para sesgar nuestro entendimiento y engañarnos. El relativismo utiliza estas tácticas con gran destreza. La respuesta a la pregunta antes formulada es: Sólo Dios es superior al tiempo y el espacio. En todo caso, tiempo y espacio están supeditados a la Belleza, que es cómo Dios se manifiesta a través de ambas.
Pero en pleno siglo XXI, el culto y el templo han dejado de tener importancia en la sociedad y en la Iglesia. Basta ver la desgana con que muchas veces se celebra la Liturgia y la ausencia de belleza que sufrimos en nuestros templos modernos. El tiempo y espacio sagrado han dejado paso a la planificación de actividades y a los espacios culturales. Es curioso el mimo con que se diseñan los planes y los esfuerzos que se dedican a crear exposiciones y organizar conferencias. Al ser humano del siglo XXI le da terror enfrentarse a la trascendencia, por lo que hablar de belleza resulta muy incómodo.
Frecuentemente caemos en la tentación pelagiana de creer que si no creamos procesos, perdemos la oportunidad de participar en la sociedad que nos rodea. Esto se evidencia en los tremendos esfuerzos que están llevándose a cabo para la Nueva Evangelización y los discretos resultados que se obtienen. Hace algunos siglos, la Iglesia estaba más interesada en crear espacios, ya que los espacios convocaban a las personas que podrían ser evangelizadas. Hoy en día creemos que planificando eventos atraemos a las personas que se dejaran evangelizar o formar.
Está claro que la generación de procesos, ni la creación de espacios, transforman al ser humano. La conversión es un diálogo que no tiene tiempo ni lugar, en el que hay dos protagonistas: Dios y cada uno de nosotros. La planificación y los espacios pueden propiciar en encuentro, pero nada más. ¿Qué es lo que nos hace dar el paso y abrir el corazón al Señor? La Belleza es una de las palabras que más frecuentemente encontramos en los testimonios de las conversiones. Incluso San Agustín nos dice “Tarde te amé, Oh Belleza siempre antigua, siempre nueva. Tarde te amé” (Las Confesiones, Cap X).
La Belleza es superior al tiempo, los procesos, cambios sociales y otras miles de cosas que nos distraen de Dios.