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La unión Homosexual, un fenómeno Moral
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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
CONSIDERACIONES ACERCA DE LOS PROYECTOS DE RECONOCIMIENTO LEGAL DE LAS UNIONES ENTRE PERSONAS HOMOSEXUALES
INTRODUCCIÓN
1. Recientemente, el Santo Padre Juan Pablo II y los Dicasterios competentes de la Santa Sede (1) han tratado en distintas ocasiones cuestiones concernientes a la homosexualidad. Se trata, en efecto, de un fenómeno moral y social inquietante, incluso en aquellos Países donde no es relevante desde el punto de vista del ordenamiento jurídico. Pero se hace más preocupante en los Países en los que ya se ha concedido o se tiene la intención de conceder reconocimiento legal a las uniones homosexuales, que, en algunos casos, incluye también la habilitación para la adopción de hijos. Las presentes Consideraciones no contienen nuevos elementos doctrinales, sino que pretenden recordar los puntos esenciales inherentes al problema y presentar algunas argumentaciones de carácter racional, útiles para la elaboración de pronunciamientos más específicos por parte de los Obispos, según las situaciones particulares en las diferentes regiones del mundo, para proteger y promover la dignidad del matrimonio, fundamento de la familia, y la solidez de la sociedad, de la cual esta institución es parte constitutiva. Las presentes Consideraciones tienen también como fin iluminar la actividad de los políticos católicos, a quienes se indican las líneas de conducta coherentes con la conciencia cristiana para cuando se encuentren ante proyectos de ley concernientes a este problema.(2) Puesto que es una materia que atañe a la ley moral natural, las siguientes Consideraciones se proponen no solamente a los creyentes sino también a todas las personas comprometidas en la promoción y la defensa del bien común de la sociedad.
I. NATURALEZA Y CARACTERÍSTICAS
IRRENUNCIABLES DEL MATRIMONIO
2. La enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la complementariedad de los sexos repropone una verdad puesta en evidencia por la recta razón y reconocida como tal por todas las grandes culturas del mundo. El matrimonio no es una unión cualquiera entre personas humanas. Ha sido fundado por el Creador, que lo ha dotado de una naturaleza propia, propiedades esenciales y finalidades.(3) Ninguna ideología puede cancelar del espíritu humano la certeza de que el matrimonio en realidad existe únicamente entre dos personas de sexo opuesto, que por medio de la recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus personas. Así se perfeccionan mutuamente para colaborar con Dios en la generación y educación de nuevas vidas.
3. La verdad natural sobre el matrimonio ha sido confirmada por la Revelación contenida en las narraciones bíblicas de la creación, expresión también de la sabiduría humana originaria, en la que se deja escuchar la voz de la naturaleza misma. Según el libro del Génesis, tres son los datos fundamentales del designo del Creador sobre el matrimonio.
En primer lugar, el hombre, imagen de Dios, ha sido creado « varón y hembra » (Gn 1, 27). El hombre y la mujer son iguales en cuanto personas y complementarios en cuanto varón y hembra. Por un lado, la sexualidad forma parte de la esfera biológica y, por el otro, ha sido elevada en la criatura humana a un nuevo nivel, personal, donde se unen cuerpo y espíritu.
El matrimonio, además, ha sido instituido por el Creador como una forma de vida en la que se realiza aquella comunión de personas que implica el ejercicio de la facultad sexual. « Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne » (Gn 2, 24).
En fin, Dios ha querido donar a la unión del hombre y la mujer una participación especial en su obra creadora. Por eso ha bendecido al hombre y la mujer con las palabras: « Sed fecundos y multiplicaos » (Gn 1, 28). En el designio del Creador complementariedad de los sexos y fecundidad pertenecen, por lo tanto, a la naturaleza misma de la institución del matrimonio.
Además, la unión matrimonial entre el hombre y la mujer ha sido elevada por Cristo a la dignidad de sacramento. La Iglesia enseña que el matrimonio cristiano es signo eficaz de la alianza entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 32). Este significado cristiano del matrimonio, lejos de disminuir el valor profundamente humano de la unión matrimonial entre el hombre la mujer, lo confirma y refuerza (cf. Mt 19, 3-12; Mc 10, 6-9).
4. No existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia. El matrimonio es santo, mientras que las relaciones homosexuales contrastan con la ley moral natural. Los actos homosexuales, en efecto, « cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso ».(4)
En la Sagrada Escritura las relaciones homosexuales « están condenadas como graves depravaciones... (cf. Rm 1, 24-27; 1 Cor 6, 10; 1 Tim 1, 10). Este juicio de la Escritura no permite concluir que todos los que padecen esta anomalía sean personalmente responsables de ella; pero atestigua que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados ».(5) El mismo juicio moral se encuentra en muchos escritores eclesiásticos de los primeros siglos,(6) y ha sido unánimemente aceptado por la Tradición católica.
Sin embargo, según la enseñanza de la Iglesia, los hombres y mujeres con tendencias homosexuales « deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta ».(7) Tales personas están llamadas, como los demás cristianos, a vivir la castidad.(8) Pero la inclinación homosexual es « objetivamente desordenada »,(9) y las prácticas homosexuales « son pecados gravemente contrarios a la castidad ».(10)
II. ACTITUDES ANTE EL PROBLEMA
DE LAS UNIONES HOMOSEXUALES
5. Con respecto al fenómeno actual de las uniones homosexuales, las autoridades civiles asumen actitudes diferentes: A veces se limitan a la tolerancia del fenómeno; en otras ocasiones promueven el reconocimiento legal de tales uniones, con el pretexto de evitar, en relación a algunos derechos, la discriminación de quien convive con una persona del mismo sexo; en algunos casos favorecen incluso la equivalencia legal de las uniones homosexuales al matrimonio propiamente dicho, sin excluir el reconocimiento de la capacidad jurídica a la adopción de hijos.
Allí donde el Estado asume una actitud de tolerancia de hecho, sin implicar la existencia de una ley que explícitamente conceda un reconocimiento legal a tales formas de vida, es necesario discernir correctamente los diversos aspectos del problema. La conciencia moral exige ser testigo, en toda ocasión, de la verdad moral integral, a la cual se oponen tanto la aprobación de las relaciones homosexuales como la injusta discriminación de las personas homosexuales. Por eso, es útil hacer intervenciones discretas y prudentes, cuyo contenido podría ser, por ejemplo, el siguiente: Desenmascarar el uso instrumental o ideológico que se puede hacer de esa tolerancia; afirmar claramente el carácter inmoral de este tipo de uniones; recordar al Estado la necesidad de contener el fenómeno dentro de límites que no pongan en peligro el tejido de la moralidad pública y, sobre todo, que no expongan a las nuevas generaciones a una concepción errónea de la sexualidad y del matrimonio, que las dejaría indefensas y contribuiría, además, a la difusión del fenómeno mismo. A quienes, a partir de esta tolerancia, quieren proceder a la legitimación de derechos específicos para las personas homosexuales conviventes, es necesario recordar que la tolerancia del mal es muy diferente a su aprobación o legalización.
Ante el reconocimiento legal de las uniones homosexuales, o la equiparación legal de éstas al matrimonio con acceso a los derechos propios del mismo, es necesario oponerse en forma clara e incisiva. Hay que abstenerse de cualquier tipo de cooperación formal a la promulgación o aplicación de leyes tan gravemente injustas, y asimismo, en cuanto sea posible, de la cooperación material en el plano aplicativo. En esta materia cada cual puede reivindicar el derecho a la objeción de conciencia.
III. ARGUMENTACIONES RACIONALES
CONTRA EL RECONOCIMIENTO LEGAL
DE LAS UNIONES HOMOSEXUALES
6. La comprensión de los motivos que inspiran la necesidad de oponerse a las instancias que buscan la legalización de las uniones homosexuales requiere algunas consideraciones éticas específicas, que son de diferentes órdenes.
De orden racional
La función de la ley civil es ciertamente más limitada que la de la ley moral,(11) pero aquélla no puede entrar en contradicción con la recta razón sin perder la fuerza de obligar en conciencia.(12) Toda ley propuesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto es conforme con la ley moral natural, reconocida por la recta razón, y respeta los derechos inalienables de cada persona.(13) Las legislaciones favorables a las uniones homosexuales son contrarias a la recta razón porque confieren garantías jurídicas análogas a las de la institución matrimonial a la unión entre personas del mismo sexo. Considerando los valores en juego, el Estado no puede legalizar estas uniones sin faltar al deber de promover y tutelar una institución esencial para el bien común como es el matrimonio.
Se podría preguntar cómo puede contrariar al bien común una ley que no impone ningún comportamiento en particular, sino que se limita a hacer legal una realidad de hecho que no implica, aparentemente, una injusticia hacia nadie. En este sentido es necesario reflexionar ante todo sobre la diferencia entre comportamiento homosexual como fenómeno privado y el mismo como comportamiento público, legalmente previsto, aprobado y convertido en una de las instituciones del ordenamiento jurídico. El segundo fenómeno no sólo es más grave sino también de alcance más vasto y profundo, pues podría comportar modificaciones contrarias al bien común de toda la organización social. Las leyes civiles son principios estructurantes de la vida del hombre en sociedad, para bien o para mal. Ellas « desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y de unas costumbres ».(14) Las formas de vida y los modelos en ellas expresados no solamente configuran externamente la vida social, sino que tienden a modificar en las nuevas generaciones la comprensión y la valoración de los comportamientos. La legalización de las uniones homosexuales estaría destinada por lo tanto a causar el obscurecimiento de la percepción de algunos valores morales fundamentales y la desvalorización de la institución matrimonial.
De orden biológico y antropológico
7. En las uniones homosexuales están completamente ausentes los elementos biológicos y antropológicos del matrimonio y de la familia que podrían fundar razonablemente el reconocimiento legal de tales uniones. Éstas no están en condiciones de asegurar adecuadamente la procreación y la supervivencia de la especie humana. El recurrir eventualmente a los medios puestos a disposición por los recientes descubrimientos en el campo de la fecundación artificial, además de implicar graves faltas de respeto a la dignidad humana,(15) no cambiaría en absoluto su carácter inadecuado.
En las uniones homosexuales está además completamente ausente la dimensión conyugal, que representa la forma humana y ordenada de las relaciones sexuales. Éstas, en efecto, son humanas cuando y en cuanto expresan y promueven la ayuda mutua de los sexos en el matrimonio y quedan abiertas a la transmisión de la vida.
Como demuestra la experiencia, la ausencia de la bipolaridad sexual crea obstáculos al desarrollo normal de los niños eventualmente integrados en estas uniones. A éstos les falta la experiencia de la maternidad o de la paternidad. La integración de niños en las uniones homosexuales a través de la adopción significa someterlos de hecho a violencias de distintos órdenes, aprovechándose de la débil condición de los pequeños, para introducirlos en ambientes que no favorecen su pleno desarrollo humano. Ciertamente tal práctica sería gravemente inmoral y se pondría en abierta contradicción con el principio, reconocido también por la Convención Internacional de la ONU sobre los Derechos del Niño, según el cual el interés superior que en todo caso hay que proteger es el del infante, la parte más débil e indefensa.
De orden social
8. La sociedad debe su supervivencia a la familia fundada sobre el matrimonio. La consecuencia inevitable del reconocimiento legal de las uniones homosexuales es la redefinición del matrimonio, que se convierte en una institución que, en su esencia legalmente reconocida, pierde la referencia esencial a los factores ligados a la heterosexualidad, tales como la tarea procreativa y educativa. Si desde el punto de vista legal, el casamiento entre dos personas de sexo diferente fuese sólo considerado como uno de los matrimonios posibles, el concepto de matrimonio sufriría un cambio radical, con grave detrimento del bien común. Poniendo la unión homosexual en un plano jurídico análogo al del matrimonio o la familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes.
Para sostener la legalización de las uniones homosexuales no puede invocarse el principio del respeto y la no discriminación de las personas. Distinguir entre personas o negarle a alguien un reconocimiento legal o un servicio social es efectivamente inaceptable sólo si se opone a la justicia.(16) No atribuir el estatus social y jurídico de matrimonio a formas de vida que no son ni pueden ser matrimoniales no se opone a la justicia, sino que, por el contrario, es requerido por ésta.
Tampoco el principio de la justa autonomía personal puede ser razonablemente invocado. Una cosa es que cada ciudadano pueda desarrollar libremente actividades de su interés y que tales actividades entren genéricamente en los derechos civiles comunes de libertad, y otra muy diferente es que actividades que no representan una contribución significativa o positiva para el desarrollo de la persona y de la sociedad puedan recibir del estado un reconocimiento legal específico y cualificado. Las uniones homosexuales no cumplen ni siquiera en sentido analógico remoto las tareas por las cuales el matrimonio y la familia merecen un reconocimiento específico y cualificado. Por el contrario, hay suficientes razones para afirmar que tales uniones son nocivas para el recto desarrollo de la sociedad humana, sobre todo si aumentase su incidencia efectiva en el tejido social.
De orden jurídico
9. Dado que las parejas matrimoniales cumplen el papel de garantizar el orden de la procreación y son por lo tanto de eminente interés público, el derecho civil les confiere un reconocimiento institucional. Las uniones homosexuales, por el contrario, no exigen una específica atención por parte del ordenamiento jurídico, porque no cumplen dicho papel para el bien común.
Es falso el argumento según el cual la legalización de las uniones homosexuales sería necesaria para evitar que los convivientes, por el simple hecho de su convivencia homosexual, pierdan el efectivo reconocimiento de los derechos comunes que tienen en cuanto personas y ciudadanos. En realidad, como todos los ciudadanos, también ellos, gracias a su autonomía privada, pueden siempre recurrir al derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés recíproco. Por el contrario, constituye una grave injusticia sacrificar el bien común y el derecho de la familia con el fin de obtener bienes que pueden y deben ser garantizados por vías que no dañen a la generalidad del cuerpo social.(17)
IV. COMPORTAMIENTO
DE LOS POLÍTICOS CATÓLICOS
ANTE LEGISLACIONES FAVORABLES
A LAS UNIONES HOMOSEXUALES
10. Si todos los fieles están obligados a oponerse al reconocimiento legal de las uniones homosexuales, los políticos católicos lo están en modo especial, según la responsabilidad que les es propia. Ante proyectos de ley a favor de las uniones homosexuales se deben tener en cuenta las siguientes indicaciones éticas.
En el caso de que en una Asamblea legislativa se proponga por primera vez un proyecto de ley a favor de la legalización de las uniones homosexuales, el parlamentario católico tiene el deber moral de expresar clara y públicamente su desacuerdo y votar contra el proyecto de ley. Conceder el sufragio del propio voto a un texto legislativo tan nocivo del bien común de la sociedad es un acto gravemente inmoral.
En caso de que el parlamentario católico se encuentre en presencia de una ley ya en vigor favorable a las uniones homosexuales, debe oponerse a ella por los medios que le sean posibles, dejando pública constancia de su desacuerdo; se trata de cumplir con el deber de dar testimonio de la verdad. Si no fuese posible abrogar completamente una ley de este tipo, el parlamentario católico, recordando las indicaciones dadas en la Encíclica Evangelium Vitæ, « puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública », con la condición de que sea « clara y notoria a todos » su « personal absoluta oposición » a leyes semejantes y se haya evitado el peligro de escándalo.(18) Eso no significa que en esta materia una ley más restrictiva pueda ser considerada como una ley justa o siquiera aceptable; se trata de una tentativa legítima, impulsada por el deber moral, de abrogar al menos parcialmente una ley injusta cuando la abrogación total no es por el momento posible.
CONCLUSIÓN
11. La Iglesia enseña que el respeto hacia las personas homosexuales no puede en modo alguno llevar a la aprobación del comportamiento homosexual ni a la legalización de las uniones homosexuales. El bien común exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial como base de la familia, célula primaria de la sociedad. Reconocer legalmente las uniones homosexuales o equipararlas al matrimonio, significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para la sociedad actual, sino también ofuscar valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad. La Iglesia no puede dejar de defender tales valores, para el bien de los hombres y de toda la sociedad.
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia concedida al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 28 de marzo de 2003, ha aprobado las presentes Consideraciones, decididas en la Sesión Ordinaria de la misma, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 3 de junio de 2003, memoria de San Carlos Lwanga y Compañeros, mártires.
Joseph Card. Ratzinger
Prefecto
Angelo Amato, S.D.B.
Arzobispo titular de Sila
Secretario
Cómo es el primado de Pedro en la Iglesia Católica
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CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE EL PRIMADO DEL SUCESOR DE PEDRO
EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA
Consideraciones
1. En el momento actual de la vida de la Iglesia, la cuestión del Primado de Pedro y de sus Sucesores presenta una singular importancia, incluso ecuménica. En este sentido se ha expresado con frecuencia Juan Pablo II, de modo particular en la encíclica Ut unum sint, en la que quiso dirigir especialmente a los pastores y a los teólogos la invitación a «encontrar una forma de ejercicio del Primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» [1].
La Congregación para la Doctrina de la Fe, acogiendo la invitación del Santo Padre, ha decidido proseguir la profundización de la temática convocando un simposio de índole estrictamente doctrinal sobre El Primado del Sucesor de Pedro, que se celebró en el Vaticano del 2 al 4 de diciembre de 1996, y cuyas Actas ya se han publicado [2].
2. En el Mensaje dirigido a los participantes en el simposio, el Santo Padre escribió: «La Iglesia católica es consciente de haber conservado, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, el ministerio del Sucesor de Pedro» [3]. En efecto, existe una continuidad a lo largo de la historia de la Iglesia en el desarrollo doctrinal sobre el Primado. Al redactar este texto, que aparece como apéndice del citado volumen de las Actas [4], la Congregación para la Doctrina de la Fe ha aprovechado las contribuciones de los estudiosos que tomaron parte en el simposio, pero sin querer ofrecer una síntesis de las mismas ni adentrarse en cuestiones abiertas a nuevos estudios. Estas consideraciones, al margen del simposio, quieren sólo recordar los puntos esenciales de la doctrina católica sobre el Primado, gran don de Cristo a su Iglesia en cuanto servicio necesario para la unidad y que a menudo, como demuestra la historia, ha constituido también una defensa de la libertad de los Obispos y de las Iglesias particulares frente a las injerencias del poder político.
I
Origen, finalidad y naturaleza del Primado
3. «Primero Simón, llamado Pedro» [5]. Con este significativo relieve de la primacía de Simón Pedro, san Mateo introduce en su Evangelio la lista de los doce Apóstoles, que también en los otros dos Evangelios sinópticos y en los Hechos comienza con el nombre de Simón [6]. Esta lista, dotada de gran fuerza testimonial, y otros pasajes evangélicos [7] muestran con claridad y sencillez que el canon neotestamentario recogió las palabras de Cristo relativas a Pedro y a su papel en el grupo de los Doce [8]. Por eso, ya en las primeras comunidades cristianas, como más tarde en toda la Iglesia, la imagen de Pedro quedó fijada como la del Apóstol que, a pesar de su debilidad humana, fue constituido expresamente por Cristo en el primer lugar entre los Doce y llamado a desempeñar en la Iglesia una función propia y específica. Él es la roca sobre la que Cristo edificará su Iglesia [9]; es aquel que, una vez convertido, no fallará en la fe y confirmará a sus hermanos [10], y, por último, es el Pastor que guiará a toda la comunidad de los discípulos del Señor [11].
En la figura, la misión y el ministerio de Pedro, en su presencia y en su muerte en Roma – atestiguadas por la tradición literaria y arqueológica más antigua– la Iglesia contempla una profunda realidad, que está en relación esencial con su mismo misterio de comunión y salvación: «Ubi Petrus, ibi ergo Ecclesia» [12]. La Iglesia, ya desde los inicios y cada vez con mayor claridad, ha comprendido que, de la misma manera que existe la sucesión de los Apóstoles en el ministerio de los Obispos, así también el ministerio de la unidad, encomendado a Pedro, pertenece a la estructura perenne de la Iglesia de Cristo y que esta sucesión está fijada en la sede de su martirio.
4. Basándose en el testimonio del Nuevo Testamento, la Iglesia católica enseña, como doctrina de fe, que el Obispo de Roma es Sucesor de Pedro en su servicio primacial en la Iglesia universal [13]; esta sucesión explica la preeminencia de la Iglesia de Roma [14], enriquecida también con la predicación y el martirio de San Pablo.
En el designio divino sobre el Primado como «oficio confiado personalmente a Pedro, príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores» [15] se manifiesta ya la finalidad del carisma petrino, o sea, «la unidad de fe y de comunión» [16] de todos los creyentes. En efecto, el Romano Pontífice, como Sucesor de Pedro, es «el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los Obispos como de la muchedumbre de fieles» [17] y, por eso, tiene una gracia ministerial específica para servir a la unidad de fe y de comunión que es necesaria para el cumplimiento de la misión salvífica de la Iglesia [18].
5. La Constitución Pastor aeternus del Concilio Vaticano I indicó en el prólogo la finalidad del Primado, dedicando luego el cuerpo del texto a exponer el contenido o ámbito de su potestad propia. El Concilio Vaticano II, por su parte, reafirmando y completando las enseñanzas del Vaticano I [19] trató principalmente el tema de la finalidad, prestando particular atención al misterio de la Iglesia como Corpus Ecclesiarum [20]. Esa consideración permitió poner de relieve con mayor claridad que la función primacial del Obispo de Roma y la función de los demás Obispos no se encuentran en oposición sino en una originaria y esencial armonía [21].
Por eso, «cuando la Iglesia católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos “vicarios y legados de Cristo” (Lumen gentium, n. 27). El Obispo de Roma pertenece a su colegio y ellos son sus hermanos en el ministerio» [22]). También se debe afirmar, recíprocamente, que la colegialidad episcopal no se opone al ejercicio personal del Primado ni lo debe relativizar.
6. Todos los Obispos son sujetos de la sollicitudo omnium Ecclesiarum [23] en cuanto miembros del Colegio episcopal que sucede al Colegio de los Apóstoles, del que formó parte también la extraordinaria figura de san Pablo. Esta dimensión universal de su episkopé (vigilancia) es inseparable de la dimensión particular relativa a los oficios que se les ha confiado [24]. En el caso del Obispo de Roma –Vicario de Cristo según el modo propio de Pedro, como Cabeza del Colegio de los Obispos [25]–, la sollicitudo omnium Ecclesiarum adquiere una fuerza particular porque va acompañada de la plena y suprema potestad en la Iglesia [26]: una potestad verdaderamente episcopal, no sólo suprema, plena y universal, sino también inmediata, sobre todos, tanto pastores como los demás fieles [27]. Por tanto, el ministerio del Sucesor de Pedro no es un servicio que llega a cada Iglesia particular desde fuera, sino que está inscrito en el corazón de cada Iglesia particular, en la que «está verdaderamente presente y actúa la Iglesia de Cristo» [28] y, por eso, lleva en sí la apertura al ministerio de la unidad. Este carácter interior del ministerio del Obispo de Roma en cada Iglesia particular es también expresión de la mutua interioridad entre Iglesia universal e Iglesia particular [29].
El Episcopado y el Primado, recíprocamente vinculados e inseparables, son de institución divina. Históricamente, por institución de la Iglesia, han surgido formas de organización eclesiástica en las que se ejerce también un principio de primacía. En particular, la Iglesia católica es plenamente consciente de la función de las sedes apostólicas en la Iglesia antigua, especialmente de las consideradas petrinas –Antioquía y Alejandría– como puntos de referencia de la Tradición apostólica, en torno a las cuales se desarrolló el sistema patriarcal; este sistema pertenece a la guía de la Providencia ordinaria de Dios sobre la Iglesia y comporta, desde los inicios, el nexo con la tradición petrina [30].
II.
El ejercicio del Primado y sus modalidades
7. El ejercicio del ministerio petrino –para que «no pierda su autenticidad y transparencia» [31]– debe entenderse a partir del Evangelio, o sea, de su esencial inserción en el misterio salvífico de Cristo y en la edificación de la Iglesia. El Primado difiere en su esencia y en su ejercicio de los oficios de gobierno vigentes en las sociedades humanas [32]: no es un oficio de coordinación o de presidencia, ni se reduce a un Primado de honor, ni puede concebirse como una monarquía de tipo político.
El Romano Pontífice, como todos los fieles, está subordinado a la Palabra de Dios, a la fe católica, y es garante de la obediencia de la Iglesia y, en este sentido, servus servorum. No decide según su arbitrio, sino que es portavoz de la voluntad del Señor, que habla al hombre en la Escritura vivida e interpretada por la Tradición; en otras palabras, la episkopé del Primado tiene los límites que proceden de la ley divina y de la inviolable constitución divina de la Iglesia contenida en la Revelación [33]. El Sucesor de Pedro es la roca que, contra la arbitrariedad y el conformismo, garantiza una rigurosa fidelidad a la Palabra de Dios: de ahí se sigue también el carácter martirológico de su Primado que implica el testimonio personal de la obediencia de la cruz.
8. Las características del ejercicio del Primado deben entenderse sobre todo a partir de dos premisas fundamentales: la unidad del Episcopado y el carácter episcopal del Primado mismo. Al ser el Episcopado una realidad «una e indivisa» [34], el Primado del Papa comporta la facultad de servir efectivamente a la unidad de todos los Obispos y de todos los fieles, y «se ejerce en varios niveles, que se refieren a la vigilancia sobre la transmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana» [35]; a estos niveles, por voluntad de Cristo, en la Iglesia todos – tanto los Obispos como los demás fieles – deben obediencia al Sucesor de Pedro, el cual también es garante de la legítima diversidad de ritos, disciplinas y estructuras eclesiásticas entre Oriente y Occidente.
9. El Primado del Obispo de Roma, por su carácter episcopal, se explicita, en primer lugar, en la transmisión de la Palabra de Dios; por eso incluye una responsabilidad específica y particular en la misión evangelizadora [36], dado que la comunión eclesial es una realidad esencialmente destinada a expandirse: «Evangelizar constituye la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» [37].
La tarea episcopal que el Romano Pontífice tiene con respecto a la transmisión de la Palabra de Dios se extiende también dentro de toda la Iglesia. Como tal, es un oficio magisterial supremo y universal [38]; es una función que implica un carisma: una asistencia especial del Espíritu Santo al Sucesor de Pedro, que implica también, en ciertos casos, la prerrogativa de la infalibilidad [39]. Como «todas las Iglesias están en comunión plena y visible, porque todos los pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de Cristo» [40], del mismo modo los Obispos son testigos de la verdad divina y católica cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice [41].
10. Junto a la función magisterial del Primado, la misión del Sucesor de Pedro sobre toda la Iglesia comporta la facultad de realizar los actos de gobierno eclesiástico necesarios o convenientes para promover y defender la unidad de fe y de comunión; entre éstos hay que considerar, por ejemplo: dar el mandato para la ordenación de nuevos Obispos, exigir de ellos la profesión de fe católica, y ayudar a todos a mantenerse en la fe profesada. Como es evidente, hay muchos otros modos posibles, más o menos contingentes, de prestar este servicio a la unidad: promulgar leyes para toda la Iglesia, establecer estructuras pastorales al servicio de diversas Iglesias particulares, dotar de fuerza vinculante a las decisiones de los Concilios particulares, aprobar institutos religiosos supradiocesanos, etc. Por el carácter supremo de la potestad del Primado, no existe ninguna instancia a la que el Romano Pontífice deba responder jurídicamente del ejercicio del don recibido: «prima sedes a nemine iudicatur» [42]. Sin embargo, eso no significa que el Papa tenga un poder absoluto. En efecto, escuchar la voz de las Iglesias es una característica propia del ministerio de la unidad y también una consecuencia de la unidad del Cuerpo episcopal y del sensus fidei de todo el pueblo de Dios; y este vínculo se presenta substancialmente dotado de mayor fuerza y seguridad que las instancias jurídicas –hipótesis que, por lo demás, no se puede plantear porque carece de fundamento– a las que el Romano Pontífice debería responder. La responsabilidad última e inderogable del Papa encuentra la mejor garantía, por una parte, en su inserción en la Tradición y en la comunión fraterna y, por otra, en la confianza en la asistencia del Espíritu Santo, que gobierna la Iglesia.
11. La unidad de la Iglesia, al servicio de la cual se sitúa de modo singular el ministerio del Sucesor de Pedro, alcanza su más elevada expresión en el Sacrificio Eucarístico, que es centro y raíz de la comunión eclesial; comunión que se funda también necesariamente en la unidad del Episcopado. Por eso, «toda celebración de la Eucaristía se realiza en unión no sólo con el propio Obispo sino también con el Papa, con el orden episcopal, con todo el clero y con el pueblo entero. Toda válida celebración de la Eucaristía expresa esta comunión universal con Pedro y con la Iglesia entera, o la reclama objetivamente» [43], como en el caso de las Iglesias que no están en plena comunión con la Sede Apostólica.
12. «La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa» [44]. También por esto, la naturaleza inmutable del Primado del Sucesor de Pedro se ha expresado históricamente a través de modalidades de ejercicio adecuadas a las circunstancias de una Iglesia que peregrina en este mundo cambiante.
Los contenidos concretos de su ejercicio caracterizan al ministerio petrino en la medida en que expresan fielmente la aplicación a las circunstancias de lugar y de tiempo de las exigencias de la finalidad última que les es propia (la unidad de la Iglesia). La mayor o menor extensión de esos contenidos concretos dependerá en cada época histórica de la necessitas Ecclesiae. El Espíritu Santo ayuda a la Iglesia a conocer esta necessitas y el Romano Pontífice, al escuchar la voz del Espíritu en las Iglesias, busca la respuesta y la ofrece cuando y como lo considera oportuno.
En consecuencia, no es buscando el mínimo de atribuciones ejercidas en la historia como se puede determinar el núcleo de la doctrina de fe sobre las competencias del Primado. Por eso, el hecho de que una tarea determinada haya sido cumplida por el Primado en una cierta época no significa por sí solo que esa tarea necesariamente deba ser reservada siempre al Romano Pontífice; y, viceversa, el solo hecho de que una función determinada no haya sido desempeñada antes por el Papa no autoriza a concluir que esa función no pueda desempeñarse de ningún modo en el futuro como competencia del Primado.
13. En cualquier caso, es fundamental afirmar que el discernimiento sobre la congruencia entre la naturaleza del ministerio petrino y las modalidades eventuales de su ejercicio es un discernimiento que ha de realizarse in Ecclesia, o sea, bajo la asistencia del Espíritu Santo y en diálogo fraterno del Romano Pontífice con los demás Obispos, según las exigencias concretas de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, es evidente que sólo el Papa (o el Papa con el Concilio ecuménico) tiene, como Sucesor de Pedro, la autoridad y la competencia para decir la última palabra sobre las modalidades de ejercicio de su propio ministerio pastoral en la Iglesia universal.
14. Al recordar los puntos esenciales de la doctrina católica sobre el Primado del Sucesor de Pedro, la Congregación para la Doctrina de la Fe está segura de que la reafirmación autorizada de esos logros doctrinales ofrece mayor claridad sobre el camino a recorrer. En efecto, tener en cuenta estos puntos esenciales es útil también para evitar las recaídas, siempre posibles nuevamente, en las parcialidades y en las unilateralidades ya rechazadas por la Iglesia en el pasado (febronianismo, galicanismo, ultramontanismo, conciliarismo, etc.). Y, sobre todo, viendo el ministerio del Siervo de los siervos de Dios como un gran don de la misericordia divina a la Iglesia, encontraremos todos, con la gracia del Espíritu Santo, el impulso para vivir y conservar fielmente la efectiva y plena unión con el Romano Pontífice en el camino diario de la Iglesia, según el modo querido por Cristo [45].
15. La plena comunión querida por el Señor entre los que se confiesan discípulos suyos exige el reconocimiento común de un ministerio eclesial universal «en el cual todos los Obispos se sientan unidos en Cristo y todos los fieles encuentren la confirmación de su propia fe» [46]. La Iglesia católica profesa que este ministerio es el ministerio primacial del Romano Pontífice, Sucesor de Pedro, y sostiene con humildad y firmeza «que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial –en el designio de Dios– para la comunión plena y visible» [47]. No han faltado en la historia del Papado errores humanos y faltas, incluso graves: Pedro mismo se reconocía pecador [48]. Pedro, hombre débil, fue elegido como roca, precisamente para que quedara de manifiesto que la victoria es sólo de Cristo y no resultado de las fuerzas humanas. El Señor quiso llevar en vasijas frágiles [49] su tesoro a través de los tiempos: así la fragilidad humana se ha convertido en signo de la verdad de las promesas divinas.
¿Cuándo y cómo se logrará la tan anhelada meta de la unidad de todos los cristianos? «¿Cómo alcanzarla? Con la esperanza en el Espíritu, que sabe alejar de nosotros los fantasmas del pasado y los recuerdos dolorosos de la separación; Él nos concede lucidez, fuerza y valor para dar los pasos necesarios, de modo que nuestro empeño sea cada vez más auténtico» [50]. Todos estamos invitados a encomendarnos al Espíritu Santo, a encomendarnos a Cristo, encomendándonos a Pedro.
JOSEPH Card. RATZINGER
Prefecto
+ TARCISIO BERTONE
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario