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Carta del Papa Francisco a quien no cree.
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Roma, 11 de septiembre de 2013 (Zenit.) Apreciado doctor Scalfari: Es con profunda cordialidad que al menos a grandes líneas quisiera tratar de responder a la carta que, desde las páginas de La Repubblica, se ha querido dirigir a mí el 7 de julio con una serie de reflexiones personales, que luego ha enriquecido en las páginas del mismo diario el 7 de agosto. Le agradezco, en primer lugar, por la atención con la que leyó la encíclica Lumen Fidei. La cual en la intención de mi amado predecesor, Benedicto XVI, que la concibió y escribió gran parte, y la que con gratitud, heredé, se dirige no solo a confirmar en la fe en Jesucristo a aquellos que en aquella ya se reconocen, sino también para despertar un diálogo sincero y riguroso con los que, como Usted, se define "un no creyente por muchos años, interesado y fascinado por la predicación de Jesús de Nazaret".
Por lo tanto, creo que es muy positivo, no solo para nosotros individualmente, sino también para la sociedad en la que vivimos, detenernos para dialogar de algo tan importante como es la fe, que se refiere a la predicación y a la figura de Jesús. Creo que hay, en particular, dos circunstancias que hacen que este diálogo sea hoy sea un deber y algo valioso.
Como se sabe, uno de los principales objetivos del Concilio Vaticano II, querido por el papa Juan XXIII y por el ministerio de los papas, es la sensibilidad y contribución que cada uno desde entonces hasta ahora ha dado según el patrón establecido por el Concilio. La primera de las circunstancias --como se recuerda en las páginas iniciales de la Encíclica-- deriva del hecho que a lo largo de los siglos de la modernidad , se produjo una paradoja: la fe cristiana, cuya novedad e incidencia sobre la vida del hombre desde el principio han sido expresados precisamente a través del símbolo de la luz, a menudo ha sido calificada como la oscuridad de la superstición que se opone a la luz de la razón. Así entre la Iglesia y la cultura de inspiración cristiana, por una parte, y la cultura moderna de carácter iluminista, por la otra, se ha llegado a la incomunicación. Ahora ha llegado el momento, y el Vaticano II ha inaugurado justamente la estación, de un diálogo abierto y sin prejuicios que vuelva a abrir las puertas para un serio y fructífero encuentro.
La segunda circunstancia, para quien busca ser fiel al don de seguir a Jesús en la luz de la fe, viene del hecho de que este diálogo no es un accesorio secundario de la existencia del creyente: es en cambio una expresión íntima e indispensable. Permítame citarle una afirmación en mi opinión muy importante de la Encíclica: visto que la verdad testitimoniada por la fe es aquella del amor –subraya-- «está claro que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; por el contrario, la verdad lo hace humilde, consciente de que, más que poseerla nosotros, es ella la que nos abraza y nos posee. Lejos de ponernos rígidos, la seguridad de la fe nos pone en camino, y hace posible el testimonio y el diálogo con todos» ( n. 34 ). Este es el espíritu que anima las palabras que le escribo.
La fe, para mí, nace de un encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que ha tocado mi corazón y ha dado una dirección y un nuevo sentido a mi existencia. Pero al mismo tiempo es un encuentro que fue posible gracias a la comunidad de fe en la que viví y gracias a la cual encontré el acceso a la sabiduría de la Sagrada Escritura, a la vida nueva que como agua brota de Jesús a través de los sacramentos, de la fraternidad con todos y del servicio a los pobres, imagen verdadera del Señor.
Sin la Iglesia –créame--, no habría sido capaz de encontrar a Jesús , mismo siendo consciente de que el inmenso don que es la fe se conserva en las frágiles odres de barro de nuestra humanidad. Y es aquí precisamente, a partir de esta experiencia personal de fe vivida en la Iglesia, que me siento cómodo al escuchar sus preguntas y en buscar, junto con Usted, el camino a través del cual podamos, quizás, comenzar a hacer una parte del camino juntos.
Perdóneme si no sigo paso a paso los argumentos propuestos por usted en el editorial del 7 de julio. A mí me parece más fructífero --o por lo menos es más agradable para mí-- ir de una determinada manera al corazón de sus consideraciones. No entro ni siquiera en el modo de exposición seguida por la Encíclica, en la que Usted advierte la falta de una sección dedicada específicamente a la experiencia histórica de Jesús de Nazaret.
Observo únicamente, para empezar, que un análisis de este tipo no es secundario. Se trata de hecho, siguiendo después la lógica que guía el desarrollo de la encíclica, de centrar la atención sobre el significado de lo que Jesús dijo e hizo, y así, en última instancia, de lo que Jesús fue y es para nosotros. Las cartas de Pablo y el evangelio de Juan, a los que se hace especial referencia en la Encíclica, se construyen, de hecho, en el sólido fundamento del ministerio mesiánico de Jesús de Nazaret, que llegan a su auge resolutivo en la pascua de muerte y resurrección. Así es que, es necesario confrontarse con Jesús, diría yo, en la realidad y la rudeza de su historia, así como se nos relata sobre todo en el Evangelio más antiguo, el de Marcos.
Observamos entonces que el «escándalo» que la palabra y la práctica de Jesús causan alrededor de él, derivan de su extraordinaria «autoridad»: una palabra, esta, atestiguada desde el Evangelio de Marcos, pero que no es fácil reportar bien en italiano. La palabra griega es «exousia», que literalmente se refiere a lo que «viene del ser», de lo que es. No se trata de algo externo o forzado, sino de algo que emana de su interior y que se impone por sí mismo. Jesús realmente golpea, confunde, innova --como él mismo dice-- a partir de su relación con Dios, llamado familiarmente Abbà, lo que le da a esta «autoridad» para que él la emplee a favor de los hombres.
Así, Jesús predica «como quien tiene autoridad», cura, llama a sus discípulos a seguirle, perdona... cosas todas que en el Antiguo Testamento, son de Dios y solo de Dios. La pregunta que más retorna en el Evangelio de Marcos es: «¿Quién es este que ...?» , y que tiene que ver con la identidad de Jesús, nace de la constatación de una autoridad diferente a la del mundo, una autoridad que no tiene la intención de ejercer el poder sobre los demás, sino para servir , para darles la libertad y la plenitud de la vida. Y esto al punto de jugarse la propia vida, hasta experimentar la incomprensión, la traición, el rechazo; hasta ser condenado a muerte, hasta caer en el estado de abandono sobre la cruz.
Pero Jesús se mantuvo fiel a Dios hasta el final. Y es precisamente entonces --como exclama el centurión romano al pie de la cruz, en el Evangelio de Marcos--, cuando Jesús se muestra, paradójicamente, ¡como el Hijo de Dios! Hijo de un Dios que es amor y que quiere, con todo su ser, que el hombre, cada hombre, se descubra y viva también él como su verdadero hijo. Esto, para la fe cristiana, está certificado por el hecho de que Jesús ha resucitado: no para demostrar el triunfo sobre aquellos que lo han rechazado, sino para dar fe de que el amor de Dios es más fuerte que la muerte, que el perdón de Dios es más fuerte que todo pecado , y que vale la pena emplear la propia vida, hasta el final, para dar testimonio de este gran regalo.
La fe cristiana cree que esto: que Jesús es el Hijo de Dios que vino a dar su vida para abrir a todos el camino del amor. Por lo tanto tiene razón, querido doctor Scalfari , cuando ve en la encarnación del Hijo de Dios la piedra angular de la fe cristiana. Tertuliano escribía: «caro cardo salutis», la carne (de Cristo) es la base de la salvación. Porque la encarnación, es decir, el hecho de que el Hijo de Dios haya venido en nuestra carne y haya compartido alegrías y tristezas, triunfos y derrotas de nuestra existencia, hasta el grito de la cruz, experimentando todo en el amor y en la fidelidad al Abbà, testimonia el increíble amor que Dios tiene respecto a cada hombre, el valor inestimable que le reconoce. Cada uno de nosotros, por lo tanto, está llamado a hacer suya la mirada y la elección del amor de Jesús, para entrar en su manera de ser, de pensar y de actuar. Esta es la fe, con todas las expresiones que se describen puntualmente en la Encíclica.
Siempre en el editorial del 7 de julio, Usted me pregunta también cómo entender la originalidad de la fe cristiana, ya que esta se basa precisamente en la encarnación del Hijo de Dios, en comparación con otras creencias que giran en trono a la absoluta trascendencia de Dios. La originalidad, diría yo, radica en el hecho de que la fe nos hace partícipes, en Jesús, en la relación que Él tiene con Dios, que es Abbà y, de este modo, en la la relación que Él tiene con todos los demás hombres, incluidos los enemigos, en signo del amor.
En otras palabras, la filiación de Jesús, como ella se presenta a la fe cristiana, no se reveló para marcar una separación insuperable entre Jesús y todos los demás: sino para decirnos que , en Él, todos estamos llamados a ser hijos del único Padre y hermanos entre nosotros. La singularidad de Jesús es para la comunicación, y no para la exclusión. Por cierto, de aquello se deduce también --y no es poca cosa--, aquella distinción entre la esfera religiosa y la esfera política, que está consagrado en el «dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», afirmada claramente por Jesús y en la que, con gran trabajo, se ha construido la historia de Occidente.
La Iglesia, por lo tanto, está llamada a diseminar la levadura y la sal del Evangelio, y por lo tanto, el amor y la misericordia de Dios que llega a todos los hombres, apuntando a la meta ultraterrena y definitiva de nuestro destino, mientras que a la sociedad civil y política le toca la difícil tarea de articular y encarnar en la justicia y en la solidaridad, en el derecho y en la paz, una vida cada vez más humana. Para los que viven la fe cristiana, eso no significa escapar del mundo o de la investigación de cualquier hegemonía , pero al servicio de la humanidad, a todo el hombre y a todos los hombres, a partir de la periferia de la historia y suscitando el sentido de la esperanza que impulsa a hacer el bien a pesar de todo y mirando siempre más allá.
Usted me pregunta también, al término de su primer artículo, qué debemos decirle a nuestros hermanos judíos sobre la promesa hecha a ellos por Dios: ¿acaso quedó en el vacío? Es esta –créame-- una pregunta que nos desafía radicalmente, como cristianos, ya que con la ayuda de Dios, especialmente a partir del Concilio Vaticano II, hemos descubierto que el pueblo judío sigue siendo para nosotros, la raíz santa de la que germinó Jesús. También yo, en la amistad que he cultivado a lo largo de todos estos años con nuestros hermanos judíos, en Argentina, muchas veces me cuestioné ante Dios en la oración, sobre todo cuando la mente se iba al recuerdo de la terrible experiencia de la Shoah. Lo que puedo decirle, con el apóstol Pablo, es que nunca ha fallado la fidelidad de Dios a su alianza con Israel y que, a través de las pruebas terribles de estos siglos, los judíos han conservado su fe en Dios. Y por esto, con ellos nunca seremos lo suficientemente agradecidos como Iglesia, sino también como humanidad. Ellos justamente perseverando en la fe en el Dios de la alianza los invitan a todos, también a nosotros cristianos, al estar siempre a la espera, como los peregrinos, del regreso del Señor y que por lo tanto, siempre debemos estar abiertos a Él y nunca cerrarnos ante lo que ya hemos alcanzado.
Llego así a las tres preguntas que me pone en el artículo del 7 de agosto. Me parece que, en los dos primeros, lo que le su corazón quiere es entender la actitud de la Iglesia hacia los que no comparten la fe de Jesús.
En primer lugar, me pregunta si el Dios de los cristianos perdona a los que no creen y no buscan la fe. Teniendo en cuenta que --y es la clave-- la misericordia de Dios no tiene límites si nos dirigimos a Él con un corazón sincero y contrito, la cuestión para quienes no creen en Dios es la de obedecer a su propia conciencia. El pecado, aún para los que no tienen fe, existe cuando se va contra la conciencia. Escuchar y obedecerla significa de hecho, decidir ante lo que se percibe como bueno o como malo. Y en esta decisión se juega la bondad o la maldad de nuestras acciones.
En segundo lugar, Ud. me pregunta si el pensamiento según el cual no existe ningún absoluto, y por lo tanto ninguna verdad absoluta, sino solo una serie de verdades relativas y subjetivas, se trate de un error o de un pecado. Para empezar, yo no hablaría, ni siquiera para quien cree, de una verdad «absoluta», en el sentido de que absoluto es aquello que está desatado, es decir, que sin ningún tipo de relación. Ahora, la verdad, según la fe cristiana, es el amor de Dios hacia nosotros en Cristo Jesús. Por lo tanto, ¡la verdad es una relación! A tal punto que cada uno de nosotros la toma, la verdad, y la expresa a partir de sí mismo: de su historia y cultura, de la situación en la que vive, etc. Esto no quiere decir que la verdad es subjetiva y variable, ni mucho menos. Pero sí significa que se nos da siempre y únicamente como un camino y una vida. ¿No lo dijo acaso el mismo Jesús: «Yo soy el camino, la verdad y la vida»? En otras palabras, la verdad es en definitiva todo un uno con el amor, requiere la humildad y la apertura para ser encontrada, acogida y expresada. Por lo tanto, hay que entender bien las condiciones y, quizás, para salir de los confines de una contraposición... absoluta, replantear en profundidad el tema. Creo que esto es hoy una necesidad imperiosa para entablar aquel diálogo pacífico y constructivo que deseaba desde el comienzo de esta mi opinión.
En la última pregunta me interroga si, con la desaparición del hombre sobre la tierra, desaparecerá también el pensamiento capaz de pensar en Dios. Es verdad, la grandeza del hombre está en ser capaz de pensar en Dios. Y por lo tanto, en el poder vivir una relación consciente y responsable con Él.
Pero la relación es entre dos realidades. Dios --este es mi pensamiento y esta es mi experiencia, ¡y cuántos, ayer y hoy lo comparten!--, no es una idea, aunque sea un alto fruto del resultado del pensamiento del hombre. Dios es una realidad con la «R» mayúscula. Jesús lo revela --y tiene una relación viva con Él--, como un Padre de infinita bondad y misericordia. Dios no depende, por lo tanto, de nuestra forma de pensar. Y de otro lado, mismo cuanto terminará la vida del hombre sobre la tierra – y para la fe cristiana de todos modos, este mundo así como lo conocemos está destinado a tener un fin-- el hombre no acabará de existir, y en una manera que nosotros no sabemos, tampoco el universo que fue creado con él. La Escritura habla de «cielos nuevos y tierra nueva» y afirma que, al final, en el dónde y en el cuándo, que está más allá de nosotros, pero hacia el cual, en la fe tendemos con deseo y espera, Dios será «todo en todos».
Estimado doctor Scalfari, concluyo así mis reflexiones, suscitadas por lo que ha querido decirme y preguntarme. Acójalas como una respuesta tentativa y provisional, pero sincera y confiada, con la invitación que le hice de andar una parte del camino juntos. La Iglesia, créame, a pesar de todos los retrasos, infidelidades, errores y pecados que haya cometido y todavía pueda cometer en los que la componen, no tiene otro sentido ni propósito que no sea vivir y dar testimonio de Jesús: Él que fue enviado por el Abbà «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc. 4, 18-19). Con fraternal cercanía, Francesco Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
La Pasión de la ira °°°
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12 Agosto 2013. Podemos hacer ruido pero sin vivir en serio el espíritu del Señor
Autor: Jesús Martí Ballester | Fuente: Catholic. Santo Tomás estudia la clemencia y la mansedumbre, como moderadoras de la ira, en la 2-2, 157 y la pasión de la ira en la cuestión 158. La pasión de la ira, que da nombre al apetito irascible brota cuando el apetito irascible se enfrenta con bienes difícilmente asequibles, o con males que son difícilmente superables. En su esencia íntima es un deseo y una sed de venganza, correspondiente a una injuria recibida cuya satisfacción se consigue por la venganza.
Por principio y de suyo la ira no es mala, pues todos tenemos el justo derecho de tomar represalia por las ofensas, según la recta razón y la ley general. Mientras el hombre se atenga al dictamen de la razón y obre de acuerdo con las exigencias de la naturaleza, la ira es un acto digno de alabanza; es un deber del que la ley puede pedir cuentas. Y así, pudo decir san Juan Crisóstomo: "Quien con causa no se aira, peca. Porque la paciencia irracional siembra vicios, fomenta la negligencia, y no sólo a los malos sino también a los buenos los invita al mal". Sólo cuando se excede la medida racional, o cuando no se llegue al justo medio, la ira o la no ira, son pecado.
En consecuencia, una persona airada no da suficientes indicios para deducir que peca, ya que su acto de ira puede responder en proporción justa, a la medida racional que la ira por celo está reclamando de él, pues al centrarse la ira en la venganza, si el fin de la venganza es recto, la ira es buena.
Ira desordenada
Pero si la venganza es injusta, o porque recae sobre quien no la merece, o en grado superior al debido sobre el que la merece, la ira es desordenada. Así dice santo Tomás: "Según el Crisóstomo "quien se irrita sin motivo es culpable; pero quien se irrita con causa justa no es culpable. La prueba es que si no existiera venganza no aprovecharía la doctrina, ni subsistirían los tribunales, ni serían reprimidos los crímenes".
Citando el Angélico a san Gregorio, dice: "Hay que tener mucho cuidado no sea que la ira, instrumento de la virtud, llegue a dominar la inteligencia. Que la ira no se porte como señora, sino como sierva, dispuesta a obedecer las órdenes de la razón". "La ira por celo turba la visión intelectual; pero la ira por vicio lo ciega". En efecto, el corazón de un hombre airado es un mar lleno de borrascas y tempestades. Por eso, como cuando se va la luz no damos un paso hasta que vuelva, para no estrellarnos, cuando desaparece la luz de la razón, hay que esperar a que vuelva. Y entonces, iluminado por ella el hombre, puede dictaminar su proceder. Cuando la ira es vicio contraría a la virtud de la mansedumbre, parte potencial de la templanza, destruye la amistad entre los hombres, y rompe la concordia. El hombre constantemente airado se hace intolerable, porque su trato se hace difícil, pues cualquier palabra le ofende, y cualquier broma le molesta y le hace estallar. Pero puede suceder que su versatilidad le haga imprevisible. Los mansos poseerán la tierra
La humildad
Dice el P. Granada que ningún hombre humilde es iracundo. La virtud retarda todo lo posible las medidas de la justicia necesarias. Santa Teresa, que ha visto a personas alteradas por la ira, se asombra ante el dominio de la cólera del Padre Ambrosio Mariano, y sobre todo, de no haber visto en ningún momento alterado a san Juan de la Cruz, a pesar de que ella es la misma ocasión. Y de sí misma escribe en una de sus cartas que "Está tan enojada con la priora de Alba, que no quiere escribirle ni tener cuenta con ella".
El mismo San Juan de la Cruz había hecho la experiencia de hasta donde puede conducir a la persona la falta de freno del apetito de la ira y en general de los apetitos, que así llama él a las pasiones, y de una manera más evidente a los que comienzan el camino cristiano, que él llama principiantes. En la Subida del Monte Carmelo hace un estudio minucioso de estas personas, y antes de destacar el cambio realizado en los perfectos o proficientes, que ya disfrutan de la paz de sus luchas, pone su foco en los fallos o defectos de los principiantes y hace su estudio y de antemano los cataloga.
Cataloga San Juan de la Cruz
Cataloga San Juan de la Cruz los defectos de los principiantes.- Dice un refrán: Los novicios parecen santos... y no lo son... Los padres jóvenes, ni lo parecen ni lo son. Soberbia oculta: El demonio les aumenta el deseo de hacer cosas porque sabe que no les sirven de nada, sino que se convierten en vicio. Tienen satisfacción de sus obras y de si mismos. Hablan cosas espirituales delante de otros. Las enseñan y no las aprenden. Cuando les enseñan algo se hacen los enterados. Condenan en su corazón cuando no ven a los otros devotos como ellos querrían y lo dicen como el fariseo, despreciando al publicano. Quisieran ser ellos solos tenidos por buenos. Y condenan y murmuran mirando la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el suyo. Cuando sus confesores y superiores no les aprueban el espíritu dicen que no son comprendidos. Buscan quien les apruebe porque desean alabanza y estima. Huyen como de la muerte de los que les deshace sus planes para ponerlos en camino más seguro, y les toman manía. Por su presunción: hacen muchas promesas y cumplen pocas. Desean que los demás comprendan su espíritu y para esto hacen muestras de movimientos, gestos, suspiros y otras ceremonias. Recuenta sus batallitas y se complacen en que se enteren del cambio de sus vidas, con verdadera codicia de que se sepa, llenos de envidias e inquietudes. Disimulan sus pecados. Tienen en poco sus faltas. Se entristecen por ellas, pensando que ya habían de ser santos. Se enfadan consigo mismos con impaciencia, con deseos de que Dios les quite sus pecados no por Dios, sino para estar tranquilos. Con lo que se harían más soberbios y presuntuosos. Son enemigos de alabar a los demás, y muy amigos de que los alaben a ellos, buscando óleo por defuera...
Los que van en perfección
En cambio los que van en perfección. Tienen sus cosas en nada. No están satisfechos de sí mismos. Tienen a todos por mejores y los cobran santa emulación. Preocupados de amar a Dios no miran si los otros hacen o no hacen. Ven a todos mejores que ellos. Como se tienen en poco también quieren que los demás los tengan en poco y que les deshagan y desestimen sus cosas. Y si los alaban no lo ven merecido. Desean que se les enseñe. Están dispuestos a caminar por otro camino si se lo mandan. Se alegran de que alaben a los otros. No tienen ganas de decir sus cosas. En cambio tienen gana de decir sus faltas y pecados y no sus virtudes y así se inclinan mas a tratar su alma con quien en menos tiene sus cosas y su espíritu. Nosotros vemos y comprobamos la eficacia de un potente motor de coche, de un ordenador, o cualquier otro aparato mecánico, aunque no conozcamos su mecanismo; el poder de un discurso pronunciado por una inteligencia penetrante; la persuasión de una persona genial; la pintura de una figura creada por un artista total, Rafael, Boticelli, Giotto, El Greco, Velázquez, Zurbarán...; la maravilla permanente de Wagner, Beethoven...; pero carecemos de antena para detectar el misterio de la gracia y de la operación de Dios a través de un hombre santo. No lo distinguimos. Es misterioso, pero existe. Y de él depende la extensión mayor o menor del Reino de Dios. Extensión que no es algo abstracto sino muy concreto y apreciable en nuestra acción o en nuestro silencio: una palabra ungida que pega fortaleza; un párrafo leído que hace pensar y decidir; una actitud silenciosa que pacifica. El reino va creciendo así como la semilla enterrada, como el grano que se pudre en el surco y germina lentamente pero inevitablemente; como el rocío que vivifica y alegra el despertar de la mañana. ¡Qué hermosura de misión la que nos ha encargado Jesús y fecunda con su Espíritu Santo!
Preparación del evangelizador
Ni ordenados ni laicos podemos salir a evangelizar con el espíritu a medio cocer, y quiera Dios que a ello llegue nuestro estado y no nos encontremos en grados inferiores. Porque podemos hacer ruido pero sin vivir en serio el espíritu del Señor, no daremos al Señor. Y encima, se pierde el mérito junto con el fruto. Ya recibieron su paga. Nosotros tantas veces comenzamos nuestra misión profética sin haber crecido... Un director espiritual de seminario mostraba su extrañeza por lo pronto que se desinflaban los nuevos sacerdotes recién ordenados. No advertía que se cosecha lo que se siembra. Ambiente competitivo de estudio, ansia de salir cuanto antes al mundo sin la preparación adecuada. Prisa por la exigencia de cubrir los puestos canónicos. En resumen, soldados sin instrucción, no digo teórica, sino de transformación personal. Escaso adiestramiento en las virtudes de humildad profunda, de caridad verdadera, de castidad sin represión, de desprendimiento de la vanidad, y todo lo que se supone y que no se tiene, no presagian otra cosa que lo que ocurre que, por decirlo con brevedad, no es sino enviar a ejercer la cirugía a internos que nunca practicaron. Urge la preparación personal sin prisas si se busca el progreso del evangelio. Por eso Santa Teresa, cuando escribe Camino de perfección, antes de lanzar las almas al apostolado les prepara con la adquisición de las virtudes.
Es verdad que las cualidades sobrenaturales deben tener por soporte las naturales, para lo cual primero hay que limar el natural, las cualidades humanas, quitando los defectos, pues si un escultor quiere esculpir un Cristo y la madera tiene grietas, por mucho que se esmere, si no pule antes las grietas, aparecerá el defecto en la imagen.