24 May 2025
 

 

 

20 Agosto 2012.  CONGREGATIO PRO CLERICIS   Congreso promovido por Alianza Católica, Cristiandad y por el IDIS

(Instituto para la Doctrina y la Información Social)  Sala San Pío X, Vía de la Conciliación 5 - Roma 

«Veinte años después del Catecismo de la Iglesia Católica para la Nueva Evangelización»

Lectio Magistralis del Emmo. Sr. Card. Mauro Piacenza  Prefecto de la Congregación para el Clero

Excelentísimos señores Obispos,  ilustre Regente, distinguidos señores, queridos amigos:

                Me alegra poder intervenir en este Congreso, en el cual, con admirable celo, casi se adelanta el Año de la Fe, introduciéndonos a uno de los dos aniversarios que han determinado su celebración: el veintenario del Catecismo de la Iglesia Católica, que en realidad no se puede separar del cincuentenario de la convocación del Concilio Ecuménico Vaticano II.

            Me detendré, en esta intervención, en tres aspectos que considero esenciales respecto al tema que se me ha asignado: la relación entre Catecismo de la Iglesia Católica y Concilio Ecuménico Vaticano II, algunas facetas de la recepción del Catecismo y, por último, la estrecha conexión entre Catecismo y Nueva Evangelización.

            Deseo hacer una premisa antes de desarrollar el tema: la lúcida conciencia eclesial de la "insuficiencia" de un documento, cualquiera que sea su tenor, para determinar, por sí solo, cambios radicales y reformas evangélicas.

Los documentos son esenciales y ayudan todo auténtico camino de conversión y, por tanto, de reforma, sosteniendo las razones y ofreciendo indicaciones, ¡pero el motor de la renovación personal y eclesial, siempre, de modo seguro y preeminente, es la santidad! Tanto la santidad objetiva de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, como la santidad personal, de cada uno de sus miembros.

            Si no fuera así, también la Nueva Evangelización, de la cual se habla desde hace ya más de una década, oficialmente desde la Novo Millennio ineunte, correría el riesgo de ser un eslogan repetido demagógicamente, sin una relación auténtica con la realidad, con las concretas situaciones culturales, doctrinales y pastorales de las comunidades cristianas y de las Iglesias particulares.

 1. Catecismo de la Iglesia Católica y Concilio Ecuménico Vaticano II

           Uno de los aspectos fundamentales, que siempre hay que tener presente cuando se trata del Catecismo de la Iglesia Católica, es su relación con el Concilio Ecuménico Vaticano II. El Catecismo hunde sus raíces en el Concilio, crece y se desarrolla desde el Concilio y es un fruto maduro del Concilio.

¡Cualquier otra lectura no daría razón de un compromiso tan fundamental y universal de la Iglesia, en la elaboración de una “Summa de la Fe”, como es el Catecismo!

Escribía el Beato Juan Pablo II, en la Constitución Apostólica Fidei depositum, de 11 de octubre de 1992: «Después de su conclusión, el Concilio no ha cesado de inspirar la vida de la Iglesia. […]. Con esa intención, el 25 de enero de 1985 convoqué una asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos, con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio. Objetivo de esa asamblea era dar gracias y celebrar los frutos espirituales del concilio Vaticano II, profundizar su enseñanza para lograr una mayor adhesión a la misma y difundir su conocimiento y aplicación. En esa circunstancia, los padres sinodales […] expresaron el deseo de que se elaborase un catecismo o compendio de toda la doctrina católica […]. Este Catecismo contribuirá en gran medida a la obra de renovación de toda la vida eclesial, que quiso y comenzó el Concilio Vaticano II».

La misma promulgación del Texto, en la primera edición en lengua francesa en 1992 y en la Editio Tipica latina de 1997, va siempre acompañada de referencias explícitas al Concilio Ecuménico Vaticano II, casi como si quisiera recordar su profundo impulso renovador para toda la Iglesia.

Desde el punto de vista teológico estamos llamados a reconocer que la resurrección inauguró una nueva dimensión de la vida y de la realidad, de la cual emerge un mundo nuevo, que penetra continuamente en nuestro mundo, lo transforma y lo atrae hacia sí. Todo esto sucede concretamente a través de la vida y el testimonio de la Iglesia; es más, la Iglesia misma constituye la primicia de esta transformación, que es obra de Dios y no nuestra, y precisamente en esto consiste la verdadera renovación. La primicia de la renovación, de la nueva humanidad transformada por la resurrección del Señor, es la Iglesia. Renovar la sociedad, para nosotros, significa promover la difusión de la Iglesia, y renovar la Iglesia significa aceptar fielmente la “novedad” que esta es, por la voluntad y el don gratuito y permanente del Espíritu, de parte de Dios.

No asombra, entonces, la referencia constante al Concilio Ecuménico Vaticano II, cada vez que se ha presentado oficialmente el Catecismo de la Iglesia Católica, puesto que es preciso acoger este último como eco profundo, y eclesialmente mediado, del primero, y no podría ser de otra manera, puesto que sólo el Concilio dio a la Iglesia la fuerza de expresar, de modo comunional, la propia fe en un nuevo —en el sentido de renovado— Catecismo.

Todo esto es verdad, y también fácilmente admisible, con una condición: que se desee realmente conocer, amar y seguir el Concilio y no la propia “idea de Concilio”; que se desee obedecer al Vaticano II y no a lo que nunca se ha celebrado y que vive sólo en el deseo de algunos.

La cuestión de la correcta hermenéutica del Concilio Ecuménico Vaticano II, en los términos en los que se planteó en el ya clásico discurso del Santo Padre Benedicto XVI, de 22 de diciembre de 2005, con la clara posición a favor de la hermenéutica de la reforma en la continuidad del único sujeto-Iglesia, y con la denuncia de los graves daños provocados por la llamada “hermenéutica de la discontinuidad”, toca también la correcta interpretación de la relación entre Catecismo de la Iglesia Católica y Concilio.

No es esta la sede para entrar en un debate tan complejo y con voces tan distintas y a veces no exentas de tensión.

Parece necesario, sin embargo, constatar que lo que se puede definir el “gobierno del pensamiento” del Santo Padre está dando sus frutos, de modo lento pero eficaz. Son cada vez más las circunstancias, las personas, los estudios e incluso las Cátedras que se ocupan del Concilio Ecuménico Vaticano II y que desean hacerlo de la manera más científica posible y, sobre todo, libre de condicionamientos ideológicos vinculados a circunstancias culturales o sociales, en una adhesión cada vez mayor a la realidad, a la historia, a los textos y a su sucesiva recepción, esencial para la correcta hermenéutica.

En realidad, el Beato Juan Pablo II ya había afirmado sobre el Catecismo: «es una exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, comprobada o iluminada por la sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio de la Iglesia. Yo lo considero un instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial, y una regla segura para la enseñanza de la fe. Pido, por consiguiente, a los Pastores de la Iglesia, y a los fieles, que acojan este Catecismo con espíritu de comunión y lo usen asiduamente en el cumplimiento de su misión de anunciar la fe y de invitar a la vida evangélica» (Const. Ap. Fidei depositum).

 2. La recepción del Catecismo de la Iglesia Católica

                Esta afirmación introduce el segundo punto de la presente reflexión, que quiere indicar algunos caminos interpretativos del fenómeno de la recepción del Catecismo.

Como he dicho, la recepción del Catecismo no se puede separar totalmente de la correcta recepción de los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, y existe, todavía hoy, una “extraña discontinuidad” entre aquellos que dicen ser entusiastas del Concilio y, resistiendo al Catecismo, querrían reconocer en este una verdadera traición de la doctrina conciliar.

Es preciso admitir que, desde el punto de vista numérico, aunque la constante obra de los medios de comunicación lo amplifique, se trata de exiguas minorías —más que “creativas”, “repetitivas”—, muy a menudo incapaces de ver, en el desarrollo del único Cuerpo eclesial, las contribuciones que el Espíritu  ofrece, en tiempos y modos diferentes.

En la gran mayoría de los casos, en todas las Iglesias particulares del mundo, el Catecismo se ha acogido como un don para los Pastores y los fieles, como una referencia segura —y lo es—para la elaboración de los catecismos locales (nacionales y diocesanos) y como un baricentro de la fe de la Iglesia.

No debemos olvidar que, hace veinte años, ciertamente el clima no era igual al de hoy. En la velocidad de los cambios socioculturales, determinada por la inmediatez de la comunicación, veinte años representan un tiempo suficientemente amplio para decir que el clima cultural decididamente ha cambiado. ¡Esto muestra la fuerza de la Iglesia y la valentía del Beato Juan Pablo II, a la hora de publicar, en 1992, el Catecismo de la Iglesia Católica!

En estos veinte años, fue muy amplia también la recepción del Magisterio pontificio, el cual ha hecho referencia incesantemente al Catecismo, como ha hecho referencia a los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, interpretándolos a su vez con el instrumento seguro del Catecismo. La misma influencia ha tenido en los documentos magisteriales de la Curia y en el ordinario Magisterio de los Pastores.

En cambio, todavía hay mucho camino por hacer a la hora de platear una correcta relación entre Teología y Catecismo de la Iglesia Católica. Aunque haya una clara conciencia de que la tarea de la Teología es profundizar el conocimiento de la Verdad revelada, y no simplemente repetirla, parece que el trabajo teológico haya perdido la ocasión de ofrecer su valioso servicio para profundizar las razones, que sostienen las afirmaciones doctrinales. Probablemente la Teología sería mucho más fecunda, si empleara sus energías de modo menos centrífugo y casi, dolorosamente, marginal respecto a las verdades esenciales de la nuestra fe.

La instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la vocación eclesial del Teólogo (24/05/1990), firmada por el entonces Prefecto Cardenal Joseph Ratzinger, es una referencia que ilumina el papel insustituible y eclesial de la Teología, y sería decididamente deseable que, sobre todo en las Facultades teológicas, se comenzaran a instituir verdaderas Cátedras sobre el Catecismo de la Iglesia Católica, su génesis, su recepción, su desarrollo y, sobre todo, su fecundo uso pastoral.

Como recordó el Santo Padre en la Homilía para la Santa Misa Crismal de la pasada Pascua: «Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella». Sobre todo este último pasaje, que el Papa consideró necesario reafirmar claramente, indica cuál debe ser la posición de todo cristiano y, a fortiori, de todo sacerdote, teólogo y Obispo, respecto a la doctrina que contiene el Catecismo de la Iglesia Católica.

Ser servidores de la Doctrina de la Iglesia e identificarse totalmente con ella forma parte integrante de la identidad cristiana y sacerdotal que, en el fondo, fue el núcleo temático también del Año Sacerdotal celebrado en 2009-2010.

El camino de recepción oficial del Catecismo de la Iglesia Católica es, quizá, más amplio del camino de recepción real, sobre todo en el ámbito de las Comunidades, las Familias Religiosas, las Asociaciones, los Movimientos, etc. El Año de la Fe, convocado en los notorios aniversarios del Concilio y del Catecismo, tiene también este objetivo: favorecer una recepción del Catecismo todavía más capilar, como instrumento de doctrina segura y, al mismo tiempo, de correcta hermenéutica del Concilio Ecuménico Vaticano II.

Quizá es tiempo de afirmar, con la debida claridad, que se equivocan clamorosamente quienes afirman que «el Catecismo ha traicionado el Concilio», o que «el Catecismo ha sido un paso atrás respecto al Concilio». Detrás de eslóganes de este tipo, se cela, de modo ni siquiera demasiado irreconocible, la pérdida de comprensión no sólo de lo que el Concilio es, sino también de lo que toda la Iglesia, Cuerpo de Cristo, es. Sobre todo, afirmaciones de esa clase llegan de ambientes que se reconocen en esa hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, que, como se ha dicho, el Santo Padre indicó como responsable de graves confusiones en el Pueblo de Dios.

Asimismo, considero que estas actitudes son las que, máximamente, hacen un pésimo servicio al Concilio: tanto porque, lamentablemente, favorecen reacciones contrarias igualmente expuestas al riesgo de la discontinuidad, como, y sobre todo, porque frenan, de modo ideológico, el acceso sereno a los textos del Concilio, la confrontación con la perenne Tradición y Doctrina eclesial, y la aceptación del modo concreto con el cual ha recibido los textos conciliares fundamentales el Magisterio sucesivo, del Siervo de Dios Pablo VI y, sobre todo, del Beato Juan Pablo II.

Se ha hecho mucho, pero ciertamente todavía queda mucho por hacer para la correcta recepción del Catecismo de la Iglesia Católica, y cuánto más nos comprometamos en su recepción, tanto más esa obra coincidirá, de hecho, con la nueva evangelización.

 3. El Catecismo de la Iglesia Católica y la nueva evangelización

                En la citada homilía para la Misa Crismal, Benedicto XVI afirmaba: «El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente. Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente».

El mismo Papa, por tanto, reconoce la plena continuidad de Magisterio entre los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II y el Catecismo de la Iglesia Católica, invitando a la Iglesia a abrir el escriño, todavía demasiado poco aprovechado, del tesoro más que veinteñal del Beato Papa Juan Pablo II.

Se pueden poner de relieve dos aspectos, a partir de la cita pontificia, en la relación entre Catecismo de la Iglesia Católica y nueva evangelización.

El primero lo sacamos de las palabras mismas de Benedicto XVI, que afirma: «Todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón».

La obra de evangelización, pues, no es apenas un “quehacer” humano, sino que necesita, invenciblemente, una ayuda sobrenatural, la cual se manifiesta a través de las causas segundas (entre ellas también el Catecismo) que hacen capaces de transmitir rectamente la fe. Esta transmisión debe tener lugar “en el presente”, es decir, en el hoy de la vida diaria y, en ese sentido, la evangelización siempre es nueva, puesto que es un perenne renovarse, en el presente, del anuncio evangélico y, al mismo tiempo, renueva, “hace nuevo” a quien la acepta.

Además, el Santo Padre, casi con un destello profético, afirma que todo esto es necesario «para que mueva verdaderamente nuestro corazón», subrayando, siempre según el principio de la coincidencia entre la propia vida y la verdad en la que se cree, que, precisamente en el acto evangelizador, el cristiano ve como se mueve su corazón y, por tanto, está llamado a renovarse.

A la luz de todo esto podemos esperar razonablemente que la nueva evangelización no sea una obra que cumplir en los años futuros, con estrategias humanas más o menos logradas, sino que, al contrario, acontecerá en la medida en que todo el Cuerpo eclesial profese la propia fe y vuelva a ser evangelizado por su propia profesión de fe. La nueva evangelización no será el fruto de una obra realizada por Pastores y fieles, sino que coincidirá con el acto mismo de evangelizar, que, en el mismo instante en que se realiza, renueva a quien lo lleva a cabo y es una semilla de esperanza para quien lo contempla y lo acoge.

Por analogía —permitidme esta digresión relacionada con mi servicio en la Congregación para el Clero—, podríamos afirmar que la nueva evangelización es un poco como el ejercicio del Ministerio de parte de los sacerdotes: no es otra cosa respecto a la propia persona, la propia identidad y la propia misión, sino que coincide con ellas y, precisamente en el ejercicio del Ministerio, los sacerdotes profesan su fe y ven como se renueva, convirtiéndose en fuerza evangelizadora.

El segundo aspecto —y en esto entra claramente, con todo su peso doctrinal, el Catecismo de la Iglesia Católica— lo representa la relación entre el anuncio de Cristo, acogido como Salvador y Redentor de la propia existencia, y la acogida de todo lo que Él nos ha revelado de sí mismo, del Padre, de la Iglesia y del hombre.

En otros términos, no es posible acoger a Cristo sin acoger lo que Él nos enseñó de Dios, no es posible la nueva evangelización separada de las verdades de fe y de la doctrina, que consiste de estas y les da luz.

En ese sentido, el conocimiento, la difusión y la progresiva penetración del Catecismo de la Iglesia Católica en las fibras del tejido eclesial ya será obra de nueva evangelización, puesto que no podrá evitar irradiar la propia fuerza también en la sociedad civil, que necesita ser reevangelizada.

La misma división en cuatro partes del Catecismo de la Iglesia Católica: la fe profesada, la fe celebrada, la fe vivida y la fe rezada, que se mantiene fiel y propone de nuevo el esquema del Catecismo Romano ad párrocos, elaborado después del Concilio de Trento, contiene, in nuce, lo que se podría definir como las cuatro directrices fundamentales de la nueva evangelización.

Me parece que es posible reconocer, en las cuatro declinaciones de la fe citadas, otros tantos caminos determinantes para la nueva evangelización. Renovar la fe profesada significa, ciertamente, como proponen las indicaciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe para el Año de la Fe, encontrar ocasiones de pública profesión, sin olvidar la profundización también cultural, que siempre es necesaria y que, progresivamente, educa el pensamiento, el cual, desvinculándose de las redes del mundo, inicia progresivamente, a “razonar” con una mentalidad de fe, traduciendo en experiencia concreta las previdentes indicaciones de la Encíclica Fides et ratio del Beato Juan Pablo II.

La fe celebrada, como indica la segunda parte del Catecismo, es una clara invitación a un fuerte redescubrimiento del sentido de lo sagrado, en todas nuestras comunidades, que celebran los Sacramentos. La superficialidad, y a veces incluso la banalización de algunas celebraciones, han determinado una falta de afecto por el rito, que, al perder su dimensión mistérica, ha perdido al mismo tiempo su valor significante. Es un equívoco clamoroso el de quien cree que reduciendo la dimensión sagrada y de adoración, los ritos son mayormente comprensibles. Existe un diálogo misterioso, actuado por el Espíritu Santo, y ciertamente no por nuestras celebraciones “animadas”, entre la fuerza de los Sacramentos celebrados, la gracia que dan y el alma de cada fiel. En la medida en que las Iglesias particulares y las comunidades redescubran la profunda conciencia adorante de la fe celebrada, la nueva evangelización recibirá un vigoroso impulso, puesto que la fe celebrada según las normas litúrgicas de la Iglesia y en la continuidad con su ininterrumpida Tradición es lo más atractivo que pueda haber y es, en sí misma, evangelización.

Sabemos bien que la verdad anunciada pide ir acompañada de la fuerza del testimonio. Desde sus orígenes, el Cristianismo ha consistido en esta profunda unidad entre la verdad anunciada y el amor vivido. La tercera parte del Catecismo, si se comprende bien, es un gran sostén para una propuesta de fe vivida, que tiene, en sí misma, una gran fuerza evangelizadora, puesto que, aunque sin hablar, ejerce un invencible Magisterio. No olvidemos que, en no pocos casos en la historia, para acallar la verdad fue necesario suprimir no sólo a quien la proclamaba, sino también a quien la vivía. ¡Cuántos mártires, en el pasado reciente y también en el presente, han testimoniado y testimonian la fe! La unidad inseparable entre fe profesada, fe celebrada y fe vivida será entonces el principal factor dinámico de la nueva evangelización. Creyendo, celebrando y viviendo de manera más auténtica y fiel es como la Iglesia podrá renovar su fuerza evangelizadora.

Por último —y concluyo— la dimensión de la oración, que propone el Catecismo de la Iglesia Católica, representa el eje, la linfa vital de la nueva evangelización. Nada sucedería, por más grandes que fueran nuestros esfuerzos, si todo no naciese de la oración y no volviera a la oración: al estar ante Dios, como personas y como Iglesia, escuchando atentamente Su Palabra y Su Voluntad, para la Iglesia y para el mundo

Sólo la oración es auténtica energía reformadora y es muy difícil que quien no reza pueda recibir, o más bien auto-atribuirse, carismas de reforma. La medida de la auténtica reforma de la Iglesia es el espíritu de oración, al igual que la medida de la nueva evangelización será la oración, que cada uno de nosotros redescubrirá en la propia existencia, escuchando la voz del Señor, estando espiritualmente unidos a los Apóstoles con Pedro, en el Cenáculo en torno a María, Madre de la Iglesia.   2012 – a las 10.00 horas

19 Agosto 2012.  Benedicto XVI ha hablado en repetidas ocasiones sobre el tema de la fe. En su discurso a la Curia romana con ocasión de la felicitación por la Navidad dijo: «El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de la fe. Si no le encontramos una respuesta, si la fe no recupera vitalidad, convirtiéndose en una profunda convicción y en una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces».

                Asimismo, durante su viaje a Alemania afirmó: «¿Acaso es necesario ceder a la presión de la secularización, llegar a ser modernos adulterando la fe? Naturalmente, la fe tiene que ser nuevamente pensada y, sobre todo, vivida, hoy de modo nuevo, para que se convierta en algo que pertenece al presente. Ahora bien, a ello no ayuda su adulteración, sino vivirla íntegramente en nuestro hoy. Esta es una tarea ecuménica central, en la cual debemos ayudarnos mutuamente a creer cada vez más viva y profundamente».

 Como se puede notar, dos ideas vuelven con frecuencia: la fe se debe pensar y vivir de modo nuevo. El Año de la fe podría ser una ocasión propicia para ello. Un verdadero kairós que se debe aprovechar para permitir que la gracia ilumine la mente y que el corazón deje espacio a fin de que emerja la grandeza del creer.

                Una mente iluminada debería ser capaz, ante todo, de evidenciar las razones por las que se cree. En estos últimos decenios, el tema no se ha propuesto en teología ni, en consecuencia, en la catequesis. Eso produce dolor. Sin una sólida reflexión teológica capaz de presentar las razones del creer, la opción del creyente no es tal. Se limita a una cansina repetición de fórmulas o de celebraciones, pero no conlleva la fuerza de la convicción. No es sólo cuestión de conocimiento de contenidos, sino de libertad.

                Se puede hablar de fe como si se tratara de fórmulas químicas sabidas de memoria. Sin embargo, si falta la fuerza de la opción sostenida por una confrontación con la verdad sobre la propia vida, todo se resquebraja. La fuerza de la fe es alegría de un encuentro con la persona viva de Jesucristo, que cambia y transforma la vida. Saber dar razón de esto permite a los creyentes ser nuevos evangelizadores en un mundo que cambia.

                El segundo término usado por Benedicto XVI es una fe vivida. Esta fe es tanto más necesaria cuanto más se capta el valor del testimonio. Por lo demás, precisamente en referencia a la evangelización, Pablo VI afirmaba sin titubeos que  «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los que maestros o si escucha a los maestros es porque son testigos"» (Evangelii nuntiandi,  41). A pesar de que ya han pasado decenios, esta verdad  permanece con una carga de actualidad inalterada. El mundo contemporáneo tiene hambre de testigos. Siente una necesidad vital de testigos, porque busca coherencia y lealtad.

Estamos ante el tema del cor ad cor loquitur, que tuvo en Newman un verdadero maestro. Una fe que conlleva las razones del corazón es más convincente, porque tiene la fuerza de la credibilidad. Así pues, el desafío es poder conjugar la fe vivida con  su inteligencia y viceversa.

Rino Fisichella

El arzobispo italiano Rino Fisichella es el presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización

                Verano es tiempo de descanso y también oportunidad para leer y para meditar con más tiempo, aquello que se lee. Es lo que me aconteció ayer tarde, cuando me cayó en las manos el interesantísmo artículo de Mons. Rino Fisichella publicado en L´Obsservatore Romano, al inicio de este estival mes de agosto. El presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización recuerda varias intervenciones de SS Benedicto VI y nos coloca a los lectores ante una cuestión de palpitante actualidad.

                Bajo el título “La grandeza de creer” el Arzobispo señala que: “se puede hablar de fe como si se tratara de fórmulas químicas sabidas de memoria. Sin embargo, si falta la fuerza de la opción sostenida por una confrontación con la verdad sobre la propia vida, todo se resquebraja. La fuerza de la fe es alegría de un encuentro con la persona viva de Jesucristo que cambia y transforma la vida. Saber dar razón de esto permite a los creyentes ser nuevos evangelizadores en un mundo que cambia”.

                La coherencia entre aquello que se cree y la vida diaria es recordada por Mons. Fisichella, una vez que vivimos en una época en que los modelos y ejemplos a seguir son cada día más necesarios. Los jóvenes de hoy buscan seguir a alguien. Ese alguien con mayúscula es Jesucristo pero también es verdad que le seguirán a EL con más facilidad en la medida en que sus discípulos sean creíbles. “El mundo contemporáneo -señala el citado Arzobispo- tiene hambre de testigos. Siente una necesidad vital de testigos porque busca coherencia y lealtad” concluyendo que ”una fe que conlleva las razones del corazón es más convincente, porque tiene la fuerza de la credibilidad. Así pues, el desafío es poder conjugar la fe vivida con su inteligencia y viceversa“.

                Saber razonar aquello que se cree y dar las razones por las cuales se cree es sin duda una de las tareas pendientes en muchos cristianos. Porque como bien señala Mons. Rino: “sin una sólida reflexión teológica capaz de presentar las razones de creer, la opción del creyente no es tal. Se queda en una cansina repetición de fórmulas o de celebraciones, pero no conlleva la fuerza de la convicción. No es sólo cuestión de conocimiento de contenidos, sino de libertad”.

La verdad nos hace libres y esa verdad es necesario que presente una nueva vitalidad en nuestros tiempos de crisis. A la Curia Romana se lo ha recordado el Papa en su discurso del 25 de diciembre pasado: “El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces”.

                Verano es también tiempo para procurar pensar sobre la Fe, sobre la salida para las crisis más profundas que nos azotan, porque como dice el Papa Ratzínger “no serán las tácticas las que no salven… sino una fe pensada y vivida de un modo nuevo”.